7. LA ENCUESTA
(Viernes 17 de enero, a mediodía)
La encuesta del forense aumentó la tensión en que vivíamos. Así que llegó a la casa, Ella Gunthar habló urgentemente a Vance. Conocía perfectamente el lugar y la hora de la encuesta y estaba decidida a hallarse presente. Vance trató de disuadirla* pero al fin abandonó el esfuerzo. Dióse cuenta de que existía alguna razón más honda que la simple curiosidad, y lo dispuso todo para que la joven le acompañara en el auto de O’Leary.
En la curva de la carretera, allí donde el camino se unía a la carretera principal, O’Leary hizo sonar la bocina. El sonido halló un prolongado eco en la sirena de mediodía, que vibró sobre toda la finca y nos siguió largo rato.
—No tardaremos ni diez minutos en llegar allí —explicó O’Leary—. Brander nos esperará.
La pequeña sala del tribunal de Winewood estaba llena de gente del pueblo y de trabajadores de Rexon; pero no había ningún huésped de la casa.
En un extremo de la sala, y sobre una baja tarima, veíase una larga mesa, a la que se sentaba un hombre fornido, de rojizo semblante y ojos parpadeantes.
—Ese es John Brander —sugirió O’Leary—. Un hombre muy razonable. Es un abogado de este pueblo.
A la izquierda de la mesa, y detrás de una baranda de madera, se sentaba el jurado, formado por hombres sencillos y honrados, como podía esperarse en un pueblecito como aquel. Un policía con aires de hombre importante se sentaba junto al sillón de los testigos.
Eric Gunthar fue el primero en ser llamado. Explicó brevemente cómo había encontrado el cuerpo de Lief Wallen al dirigirse al trabajo. Dijo luego que había vuelto allí con Jed, Darrup y Vance. Un hábil interrogatorio sacó a relucir su subida con Vance a lo alto del risco; pero cuando Gunthar se hizo demasiado voluble respecto a las manchas de sangre, fue interrumpido y, con bastante brusquedad, se le indicó que volviera a su sitio. Darrup fue llamado. Parecía inquieto, y tuvo muy poco que añadir a la declaración de Gunthar. El viejo Jed resultaba una figura demasiado patética en el sillón de los testigos, y Brander no perdió el tiempo con él.
Vance fue llamado a continuación. Las preguntas de Brander fueron una repetición de las ya hechas a los anteriores testigos. A pesar de los esfuerzos del interrogatorio, no pudo evitarse que las manchas de sangre en lo alto del risco salieran a relucir. Brander fingió no concederles gran importancia e incluso insinuó, sutilmente, que la sangre podía no ser humana. Mentalmente tracé el cuadro de un chiquillo o un cazador, disparando sobre un conejo que huía por la nieve.
—¿Había huellas de pies cerca de las manchas? —preguntó Brander.
—No. No había ninguna —contestó Vance—. Sin embargo, en la nieve veíanse vagas impresiones.
—¿Algo definido?
—No.
Y a Vance se le permitió dejar el estrado.
Luego se tomó juramento al doctor Quayne. Su dignidad y suaves modales eran impresionantes. El jurado le escuchó con evidente respeto. Su declaración limitóse a la parte técnica. Explicó cómo estaba el cadáver cuando lo vio por primera vez; hizo un cálculo aproximado de la hora de la muerte; y relató a toda prisa lo que reveló la autopsia. Insistió bastante en la peculiar herida descubierta sobre la oreja derecha de Wallen.
—¿Qué tenía de particular esa herida, doctor? —preguntó Brander.
—Se trataba de una herida netamente marcada, que iba desde la oreja derecha hasta la sien, y tenía unos doce centímetros. No era precisamente lo que podía esperarse de un violento contacto contra la superficie lisa.
—¿Había nieve en el sitio donde cayó Wallen?
—Unos dos centímetros y medio, creo.
—¿Examinó el terreno, bajo la nieve, para ver si había algún objeto saliente?
—No; pero de haber estado allí se hubiera visto.
—Pero en el risco, entre la cumbre y el fondo, debe de haber piedras y rocas salientes, ¿no?
—Algunas, sí.
—¿Y no es posible que la cabeza de Wallen rozara, al caer, alguna de esas piedras?
El doctor Quayne se pellizcó los labios, expresando mucha duda.
—No obstante, doctor, usted no podrá afirmar que la herida a que usted se ha referido no pudiera haber sido causada en medio de la caída, ¿verdad?
—No, claro. Yo sólo digo que la herida parece extraña, y que no podía esperarse en las circunstancias que concurrieron al accidente.
—Perdone mi insistencia, doctor —y Brander se inclinó, con marcada cortesía—. Quisiera remarcar bien un hecho. ¿Sería posible que una herida semejante se hubiese producido en una caída accidental desde lo alto del risco?
—Sí, claro, hubiera podido producirse —replicó el doctor Quayne, con marcado disgusto.
—Eso es todo, doctor. Muchas gracias por su ayuda.
A continuación se llamó a O’Leary. Su declaración, breve y precisa, sirvió tan sólo para corroborar la de los anteriores testigos. Al descender del estrado ocurrió una dramática e inesperada interrupción. Guy Darrup se levantó, exclamando:
—¡No se porta usted bien con Lief Wallen, mister Brander! No investiga hacia dónde está la verdad. Yo podría decirle…
Brander golpeó la mesa con el pequeño mazo.
—Si tenía usted algo que decir, podía haberlo expuesto cuando se le llamó a declarar —dijo, con voz seca.
—Usted no me interrogó como debía, mister Brander. Yo sé muchas cosas acerca del pobre Wallen.
—Tómele nuevamente juramento, alguacil —ordenó Brander.
—Mala cosa para nosotros —susurró Vance al oído de O’Leary.
—Brander no puede hacer otra cosa.
También O’Leary estaba inquieto.
Darrup prestó juramento por segunda vez.
—Ahora cuéntenos lo que antes no quiso decir, Darrup —ordenó, mordazmente, Brander.
—Tal vez no sepa usted las cosas que ocurren en la finca de mister Rexon, mister Brander. Míster Gunthar no deja de molestar a todo el mundo. Y bebe más de lo que mister Rexon quisiera. Ya se le ha advertido varias veces. Y Lief Wallen era quien tenía que ocupar su puesto, lo mismo que él ocupó el del viejo Jed. Y Lief quería casarse con su hija, la que cuida a miss Joan —Ella Gunthar se echó hacia atrás cuando Darrup la señaló—. Lief tenía derecho. Habría sido un marido bueno y honrado. Pero mister Gunthar no lo quería. Creo que tenía sus ambiciones —Darrup sonrió, burlón—. Y la muchacha tampoco lo quiso. Cree que vale más que nosotros. Y todo ello ocasionó muchos disgustos. Lief no era de los que ceden con facilidad…
Darrup respiró muy hondo, y prosiguió:
—Pero no es esto todo, mister Brander. En la finca nada va bien. Ocurren muchas cosas raras. Cosas hondas, oscuras; cosas de las cuales no nos habla la Biblia. ¿Qué va a hacer la muchacha a la Cañada Verde durante las noches? La he visto entrar en la cabaña del viejo Jed. Se conspira. Todos mienten. Todos odian. Y el viejo Jed es un hombre extraño. No habla con nadie. Pero prepara algo. Siempre está mirando las copas de los árboles y deja que el agua le corra por entre los dedos, como si fuese un niño. Y en el momento en que Lief va a ocupar el puesto de Gunthar, cae desde lo alto del risco. Lief conocía demasiado bien la finca para poder sufrir semejante accidente. Además, ¿qué podía hacer por allí, en unos momentos en que debía estar vigilando la casa?
La paciencia de Brander se terminó. Su mazo golpeó violentamente la mesa.
—¿Es que ha venido usted aquí a vocear sus odios? Esto no son pruebas. ¡Estos son chismes de vieja!
—¡No son pruebas! —chilló Darrup—. Entonces pregúntele a la hija de mister Gunthar por qué bajaba por el camino del risco a las doce de la noche en que Lief cayó.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Ya me ha oído, mister Brander. Yo estaba trabajando en el pabellón, arreglando cosas para la fiesta de mister Rexon. Y la vi bajar corriendo y volvió hacia la derecha. Y estaba llorando.
Miré a Ella Gunthar. Estaba muy pálida y le temblaban los labios. En la sala hubo una violenta conmoción. Brander vaciló. Aparecía inquieto. Revolvió algunos papeles y documentos que tenía ante él. Luego miró, irritado, a Darrup.
—Sus declaraciones son indignas de tenerse en cuenta —hizo una pausa, y añadió, jocosamente—: A menos que esté acusando a una simple muchacha de tirar por el risco a un hombre del tamaño de Wallen. ¿Es eso lo que quiere decir?
—No, mister Brander —Darrup ensombrecióse de nuevo—. No; ella no pudo hacerlo. Yo sólo digo…
De nuevo el mazo descendió sobre la mesa.
—¡Basta ya! Esta encuesta no se celebra para herir la buena reputación de una joven. Se trata, simplemente, de establecer a qué causas se debieron la muerte de Wallen. Y si se trató de un crimen, quién lo cometió. Abandone el estrado, Darrup. Sus suposiciones no pueden sernos de ninguna ayuda —Darrup obedeció, y Brander se volvió hacia O’Leary—: ¿Ningún testigo más, teniente?
O’Leary negó con la cabeza.
—Entonces, hemos terminado.
Brander habló brevemente al jurado. Todos sus componentes salieron de la sala. En menos de media hora se anunció el fallo.
—Consideramos que Lief Wallen halló la muerte a causa de una caída accidental y en sospechosas circunstancias.
Brander se sobresaltó. Abrió la boca, fue a hablar, pero no dijo nada. La encuesta había terminado.
—¡Vaya veredicto! —exclamó O’Leary, dirigiéndose a Vance, mientras regresábamos a la casa—. No tiene sentido. Pero Brander hizo cuanto pudo.
—Sí, sí. Tal vez un poco fuera de lo legal. Pudo haber sido peor. Sin embargo…
Ella Gunthar estaba sentada en un rincón del asiento trasero, a mi lado, con un pañuelo contra la boca, y la mirada fija en el paisaje invernal.
Cuando llegamos, Vance le agarró suavemente la mano.
—¿Decía Darrup la verdad, chiquilla? —preguntó.
—No sé lo que quiere usted decir…
—¿Bajaba usted aquella noche por el camino?
—Yo… No, claro que no —levantó, desafiadora, la barbilla—. Estaba en casa a medianoche. No oí nada.
—¿Por qué miente? —preguntó, con cierta dureza, mi amigo. La muchacha apretó los labios y no replicó nada. Vance prosiguió, dulcemente—: Tal vez yo lo sepa. Es usted un soldadito valiente. Pero muy loca. Nada le va a ocurrir. Pero quiero que confíe en mí.
Y le tendió la mano.
Ella Gunthar le miró unos instantes. Una débil sonrisa floreció en sus labios. Luego apoyó confiadamente una mano en las de Vance.
—Ahora vuelva junto a Joan y deje que esa sonrisa se amplíe del todo.