6. UNA LENGUA DE MUJER

(Jueves 16 de enero, 4:30 de la tarde)

Vance salió de la casa una hora más tarde, en el preciso instante en que la sirena lanzaba su agudo toque de mediodía. Las montañas vecinas devolvían el eco, mucho más alargado que la nota original.

Carrington Rexon tenía una complacencia infantil en conservar aquella anticuada señal para sus obreros. Reconocía no servirle de nada, pero le distraía seguir usándola.

Las primeras sombras nocturnas empezaban a caer cuando Vance regresó.

—He estado recorriendo la finca —dijo a Carrington Rexon, acomodándose ante el fuego—. He hablado también. Hace falta mucha actividad.

—Espero que no habrá perdido el tiempo —replicó Rexon, con agria risa.

—No, no lo he perdido. Seré franco. Sé que usted quiere que lo sea.

Rexon asintió.

—Las cosas no van bien —declaró Vance—.f La ruindad domina por doquier. Y los celos. Nada superficial. Todo profundo y oculto. No obstante, la explosión puede ocurrir cuando menos se espere. Gunthar es muy duro con los trabajadores. Eso no produce ningún bien… He oído que pensaba reemplazarle por otro capataz. Se mencionó a Wallen. ¿Hay algo de verdad en eso?

—Sí, francamente. Pero no tenía ninguna prisa.

—Lief Wallen quería casarse con Ella. Padre e hija protestaron. Hubo rozamientos…, escenas. Nada agradable. Mucha amargura. Fuente de generales resentimientos entre los obreros de la finca contra miss Ella. Creen que se considera superior al resto de ellos porque es la compañera de miss Joan. Sólo el viejo Jed la defiende. Dicen que ese viejo está medio loco y que siente una gran debilidad por el color verde. Afirman que la presencia de las esmeraldas le trastornó. Todos están añadiendo leña al fuego.

Rexon rio secamente.

—Tal vez me crea usted tan afectado como los demás.

Vance hizo un ademán de indiferencia.

—Al fin y al cabo, usted es el único que tiene la llave del cuarto de las piedras, ¿no?

—¡Ya lo creo! Una llave especial, y una cerradura aún más especial. Y una puerta de acero.

—¿Ha estado hoy en el cuarto?

—Desde luego. Todo está en orden.

Vance cambió de tema:

—Hábleme del ama de llaves o criada.

—¿Marcia Bruce? Es de pétrea honradez.

—Lo creo. Honrada, pero histérica.

Rexon volvió a reír.

—Ha observado usted muchas cosas… Pero adora a Joan. Cuando Ella Gunthar no está, cuida a mi hija como si fuera su propia madre. Fundamentalmente, Bruce es una excelente mujer. Quayne también lo dice. Entre ellos dos existe una gran simpatía. Hace tiempo fue enfermera jefe de un hospital. Quayne es también un hombre valioso. Me gusta que esa amistad prospere.

—Veo que mister Rexon, hacendado, se está volviendo sentimental.

—El corazón humano desea felicidad para los demás tanto como para él mismo —Rexon habíase puesto serio—. ¿Qué más ha observado, Vance? ¿Nada relacionado con la muerte de Lief Wallen?

Vance negó con la cabeza.

—La solución llegará a través de detalles insignificantes. Más tarde. Acabo de empezar.

Después de esto pasamos al salón.

Bassett estaba sentado a una mesa, cerca de la puerta de la galería, en el mismo sitio donde le encontraron por primera vez. Acababa de agarrar del brazo a Ella Gunthar, en el momento que pasaba junto a él. La miraba con desagradable sonrisa. La joven se libró con un brusco movimiento y alejóse de él. Bassett la dejó marchar.

—Altiva, ¿no?

Su mirada la siguió con sardónica expresión, mientras la muchacha regresaba al lado de Joan.

Vance adelantóse hacia el amigo de Richard Rexon.

—¿No esquía usted hoy, mister Bassett? Creí que todos los huéspedes estaban en las pistas.

—Dormí hasta demasiado tarde, y se marcharon sin mí… Es una linda cosita esa Ella Gunthar —su mirada fue hacia la galería—. Extraordinariamente hermosa para ser una criada.

La mirada de Vance adquirió la dureza del acero.

—Todos somos criados —dijo—. Unos servimos a otros hombres. Otros somos siervos de nuestros vicios. Piense en esto.

Y volviéndose, salió a la galería.

El teniente O’Leary acababa de llegar.

—El doctor Quayne está haciendo la autopsia —anunció—. La encuesta se celebrará mañana a mediodía. Tendrá usted que asistir a ella. Le vendré a buscar.

—¿Ha surgido alguna nueva complicación? —preguntó Vance.

—No, lo he arreglado todo. John Brander, nuestro forense, es un buen hombre. Aprecia a Rexon. Le he explicado la situación. No hará preguntas embarazosas.

—¿Se dictará veredicto de accidente?

—Así lo espero. Brander comprende que eso nos daría más tiempo para trabajar.

—Es un placer trabajar con usted, teniente.

O’Leary entró en la casa para ver a Rexon, y Vance dirigióse hacia donde Joan y Ella Gunthar estaban sentadas.

Un ruidoso grupo de esquiadores, que regresaban de las pistas, llegó a la terraza con fuerte ruido de botas, pasó ante nosotros, saludándonos, y continuó hacia arriba. Carlotta Naesmith y Stanley Sydes se quedaron en la galería y se unieron a nosotros.

Ella Gunthar miraba ansiosamente a su alrededor.

—Es inútil, Ella —dijo, satírica, miss Naesmith—. Dick se ha pegado a Sally Alexander.

—¡No lo creo!

Los labios de Carlotta se contrajeron en una cruel sonrisa.

—¿Duele, Ella?

—¡Carlotta!

La reprensión de Sydes sonó dura.

—¿Cómo te encuentras hoy, Joan? —los modales de miss Naesmith cambiaron, y la joven sonrió dulcemente—. Y usted, mister Vance, ¿por qué no quiso acompañarnos a esquiar? ¡Ha sido magnífico! Por lo menos, veinticinco centímetros de nieve polvo sobre una base más fuerte.

—¿No hay ya bastante nieve en mis sienes?

—Y que le sienta muy bien, mister Vance —volvióse hacia Sydes y le dio un ligero bofetón—. Me gustaría saber si Stan será tan guapo cuando empiece a echar canas.

—Os lo prometo, diosa —declaró Sydes—. Seré tremendamente fascinador —inclinóse hacia ella, y continuó—: Y ahora, por última vez…

—Me mareo siempre. Buscaré mi tesoro más cerca de la casa.

—Tal vez yo también lo haga, si desdeñas mi invitación.

El tono de Sydes era inquieto y agresivo.

—¿Sabes lo que quiere este hombre salvaje, Joan? —rio Carlotta Naesmith—. Insiste en que marche con él a la isla de Cocos y bucee en la bahía de Wafer en busca del tesoro del Mary Dear.

—¡Eso sería maravilloso!

En la voz de Joan Rexon había un patético anhelo.

—¡Querida chiquilla!

El acento de la otra se dulcificó. Luego marchó hacia la escalera, y Sydes la siguió.

Poco después llegó Marcia Bruce.

—Puede usted marchar a casa, Ella. Yo me encargaré de nuestra pequeña.

Vance se levantó.

—Y yo acompañaré a su casa a miss Ella.

Me di cuenta de que sentía una gran compasión por la muchacha que no podía tomar parte en la alegre y despreocupada vida que latía a su alrededor. Y comprendí también por qué quería acompañarla a su casa. Deseaba animarla y distraerla, de manera que la herida causada por las palabras de miss Naesmith pudiera ser olvidadas.