13. EL SEGUNDO ASESINATO

(Domingo 19 de enero, 11 de la mañana)

La mirada de O’Leary fue de Vance a la joven y luego al collar extendido sobre la mesa, ante Rexon.

—¿De dónde ha salido eso, señor? —preguntó.

Vance hizo una breve repetición del relato de la joven.

—Una historia muy verosímil —murmuró sarcásticamente el policía.

Sonó el timbre del teléfono. Rexon contestó. Luego dijo:

—Es de Nueva York, Vance. Para usted. Es una línea privada. Completamente segura —y empujó el aparato sobre la mesa.

O’Leary se llevó a un lado a su acompañante y le dijo algo al oído, mientras Vance estaba telefoneando.

—… ¿A qué se debe ese retraso, sargento? —preguntaba Vance—. ¡Ah! ¿Los documentos en Washington?… Comprendo… Lo tomaré palabra por palabra —alargó la mano para coger papel y lápiz. Escribió el mensaje que le dictaban—. ¡Siempre tan exacto, sargento! —dijo, satisfecho, al dejar el lápiz—. Era, justamente, lo que necesitaba… No, no es necesario que usted venga. Muchas gracias…

Colgó el auricular y se puso en pie, suspirando. Dobló el mensaje recibido y se lo metió en un bolsillo. Luego volvió a sentarse y encendió un cigarrillo.

—Usted dirá, teniente.

O’Leary acercóse al sillón de Ella Gunthar.

—He cumplido la promesa que le hice, señor —se mostraba tranquilo y sereno—. He esperado como me pidió. Ahora no me queda más remedio que detener a esta joven y a su padre. Creo que estará usted de acuerdo conmigo. He traído a este agente para que me ayudara —vaciló un momento—. A menos que tenga usted algo nuevo que comunicarme y que altere mi decisión.

—Creo que lo tengo, teniente —Vance se volvió hacia Ella—. ¿Quiere usted reunirse con miss Joan en la galería?

—Lo siento, señor —protestó O’Leary, levantando una mano—. No puedo acceder a eso.

—Entiendo. Entonces haga que su hombre la acompañe. No correrá ningún riesgo, teniente.

O’Leary frunció el ceño, pero cedió. Ella Gunthar salió con lento paso del despacho, seguida por el sombrío agente de Winewood.

—Un millón de gracias —Vance tiró la colilla al fuego—. Teniente, le prometí nuevos informes. Aquí están.

Sacó del bolsillo la hoja de papel y la entregó a O’Leary.

Este la desdobló y leyó rápidamente. Luego la repitió en voz alta:

«Copa de whisky enviada revela claramente huellas dactilares Jasper Biset. Descripción también corresponde. Biset tiene fama de ser jefe de banda internacional de ladrones joyas. Generalmente se mantiene en segundo término. Más conocido en el extranjero, pero sería reconocido si viniera aquí. Lo último que se ha sabido de él es que estaba en Saint Moritz».

O’Leary levantó, asombrado, la cabeza.

—Deje que se lo explique todo —dijo Vance—. La primera noche que pasé en esta casa vi una cara que me era vagamente familiar. Una vaga asociación con algo. Con Amsterdam. Eran unas cejas que se unían sobre la nariz. Como una raya negra. Pero el resto de la cara no correspondía a mi recuerdo. No. Faltaba algo. Sin duda un bigote. No era demasiado importante. Los bigotes se quitan y ponen con gran facilidad. Impulsado por una idea, me apoderé de la copa en que el caballero en cuestión había estado ingiriendo excesivo whisky, y la envié, con una nota explicativa y una descripción general, a la Policía de Nueva York. Esperaba… Pero aquí tenemos la información de dichos señores.

—¿Quién es Jasper Biset? —preguntó, exasperado O’Leary.

—El caballero conocido por la Policía con el nombre de Jasper Biset se encuentra aquí bajo el más conveniente nombre de Jacques Bassett. Es huésped de esta casa. Mejor dicho, de mister Richard Rexon.

Carrington Rexon se estremeció, pero no dijo nada.

—Entonces, usted cree que es… —empezó O’Leary.

—No lo sé, teniente. Estos son los hechos que conozco. Creo que se impone una conversación con Biset-Bassett, ¿no? ¿Debemos tenerla aquí?

O’Leary, muy desconcertado, asintió con un movimiento de cabeza.

Vance se volvió hacia Rexon.

—¿Quiere hacer el favor de llamar a ese caballero?

Rexon, con el ceño fruncido, hizo sonar un timbre. Higgins apareció en el umbral de la puerta y recibió instrucciones. Vance se paseaba por el despacho. Al fin, encendió otro Régie. El policía estaba en pie junto a la ventana, jugueteando con la pipa.

Higgins regresó.

—Lo siento, pero mister Bassett no está en su cuarto.

—Pero ¿es que no sabe encontrarle? —replicó, impaciente, Rexon.

—Es que parece que el señor no ha pasado la noche en su cuarto.

—¡Oh! —Vance se había detenido en el centro de la habitación. El cigarrillo le colgaba de los labios—. ¿Está seguro, Higgins?

—Llamé a la puerta, señor. Nadie me contestó. Como no estaba cerrada con llave la abrí. La cama no tenía señales de que se hubiera dormido en ella. Me lo confirmó la camarera.

Un gruñido se escapó de los labios de Rexon.

—Me parece que debíamos haber obrado más pronto, mister Vance.

Este no hizo caso de la implícita censura.

—Higgins, llame al garaje —ordenó.

El mayordomo marcó tres números y tendió el auricular a Vance.

—¿Se ha sacado algún auto esta mañana? —Vance aguardó un momento—. ¿Y ayer noche?… —colgó el auricular—. Todos los coches duermen apaciblemente en sus respectivos lugares. Es curioso. Creo que debemos visitar el dormitorio del caballero.

El cuarto no evidenciaba señal alguna de desorden. En un armario se veía una serie de trajes cuidadosamente colgados. En otro se halló un abrigo gris, otro marrón, dos batas y varios pares de zapatos. Tres sombreros descansaban en un estante superior. De los armarios Vance fue al buró y examinó los cajones. Estaban ocupados por los naturales accesorios de un hombre de buen gusto. Un baúl estaba en un extremo de la habitación. Junto a él se veía una maleta del mismo juego. Vance abrió uno y otra, sin hallar nada dentro.

—No veo que podamos descubrir nada aquí —observó todos los detalles del dormitorio—. Será mejor ir a Winewood. Una conversación con el jefe de estación puede aclarar muchas cosas.

El pequeño auto del teniente estaba junto a la galería. O’Leary se dirigía a él, pero Vance le contuvo.

—Por favor. El cerebro funciona con más facilidad yendo menos de prisa. Vamos a pie.

O’Leary se encogió de hombros. Nos dirigimos por el sendero hacia la carretera de la finca, que se unía a la principal. La nieve recién caída estaba sólo mancillada por las señales de las ruedas del auto del teniente.

Vance encendió un cigarrillo.

—No todos los días tiene uno la suerte de echar mano a un asesino —dijo sombríamente O’Leary—. Sería una pena que se hubiera escapado.

—Sí, sería una verdadera pena. Pero no estoy muy seguro de que nuestro hombre sea un asesino. Mis observaciones están en desacuerdo con tal afirmación. No, no es el tipo que se mezcla en asesinatos. Demasiado suave. No querría sangre en sus manos.

—Entonces, ¿cree que no mató a Wallen en un primer intento de apoderarse de las esmeraldas?

—No; como ya he dicho, no me parece que sea un asesino. No obstante…

—Pero usted reconoce que se ha escapado con las joyas.

—Mi querido teniente, yo no reconozco nada. Ahora no hago más que mirar a mi alrededor. Trato de comprender.

—Eso nos vuelve sobre Eric Gunthar. ¿Se le ha pedido que explique lo que hizo ayer?

—No, aún no. Sin embargo, es una buena idea. Más tarde hablaré con él. Le preguntaré: «¿Qué hizo usted la noche de…?», y cosas por el estilo. Puede que nos enteremos de algo. Puede que no.

Vance tiró el cigarrillo.

Acabábamos de cruzar las amplias puertas, dejándolas a un centenar de metros a nuestra espalda. O’Leary sacó su pipa.

—El auto hubiera sido más rápido…

—Sí, más rápido… —Vance se detuvo—. ¡Pero no tan productivo! Mire hacia allí, teniente.

Atrajo nuestra atención hacia un grupo de árboles, a un lado del camino, al pie del muro qué circundaba la finca de Rexon. Un desigual montón de nieve, con algunas manchas negras, terminaba en un par de zapatos de cuero, que parecían de espuma de jabón.

—Seguramente no habríamos visto eso —siguió Vance, dirigiéndose hacia el lugar.

Al acercarnos más, el montón de nieve se transformó en un retorcido cuerpo humano.

—Opino que aquí tenemos a nuestro ausente experto en joyas.

Vance hablaba solemnemente. Se acercó al cadáver y le volvió hacia arriba la cara.

Era Jacques Bassett en el traje de etiqueta en que le había visto por última vez la noche anterior. Vance inclinóse y examinó más de cerca el cuerpo. Una línea de sangre ennegrecida sobre la oreja derecha atrajo su atención.

—Lo mismo que Wallen, teniente. No es un asunto sencillo, no.

—Tiene razón. Demasiado igual que Wallen. La misma clase de herida. Tampoco me gusta… ¿Cree que hace mucho que ha muerto?

—Unas ocho o diez horas. Pero no soy el forense. Haga venir a Quayne. ¿Quiere que vuelva a la casa, para telefonear a su Esculapio, o prefiere ir usted y que me quede yo aquí?

—No es necesario que se quede —el acento de O’Leary era muy respetuoso—. Si usted tiene la bondad de telefonear al doctor Quayne yo me quedaré aquí.

—Encantado, teniente… Y, a propósito —Vance vaciló—. ¿Podría decirme si las esmeraldas se encuentran en las ropas del caballero?

—No debiera hacerlo. Es contra la ley —mientras hablaba, el policía se arrodilló, registrando cuidadosamente los bolsillos de Bassett. Cuando hubo terminado se levantó, explicando—: Ninguna esmeralda, sólo lo corriente. ¿Comprende lo que eso significa?

Vance miró al otro por el rabillo del ojo.

—Es usted demasiado listo para este pueblo.

—Me gusta vivir en él… Esto hace que las sospechas recaigan sobre Eric Gunthar con más fuerza que nunca, ¿no?

Vance asintió.

—Teóricamente así es. Pero no creerá usted, teniente…

—No se me paga para que crea cosas, sino para que me atenga a los hechos —replicó O’Leary, chupando su pipa—. Me temo que no habrá más remedio que detener a Eric y a su hija. Pero le aseguro, mister Vance, que es mi afán obrar con justicia.

—Lo comprendo, teniente.

Y dando media vuelta, Vance se alejó en dirección a la casa.

En la galería estaban hablando animadamente algunos de los huéspedes. Joan Rexon estaba en el interior. Ella Gunthar estaba alejada de los otros, con la mirada fija en la pista de patinar. Seguía vigilada por el agente de O’Leary. Vance se acercó a ella.

—Escúcheme atentamente, chiquilla. Existe un peligro real para usted y su padre. Necesito su ayuda. Usted y yo tenemos que trabajar juntos. Nos libraremos de esta pesadilla. Oiga lo que quiero que haga. Vaya a buscar sus patines y su traje de patinar. Diga a su padre que mister Rexon desea verle en su despacho. Y también diga lo mismo al viejo Jed, si puede encontrarle. Ese caballero la acompañará —y Vance indicó al agente—. Luego vuelva usted a la pista y patine, como si de ello dependiera todo cuanto usted desea. Mantenga interesados a todos los huéspedes. Haga que permanezcan fuera de la casa a toda costa. Patine hasta que yo le indique que deje de hacerlo. Mientras tanto, yo trabajaré con toda mi alma en su favor y en el de su padre. ¿Me ha entendido?

A la joven le temblaron los labios. Luego levantó la cabeza y miró fijamente a Vance.

—Haré lo que usted me pide.

En su voz había decisión, rendimiento y heroísmo. Volvióse hacia el pabellón, seguida del agente.

Vance encaminóse hacia el despacho. Carlotta Naesmith avanzó hacia él, como si fuera a hacerle una pregunta.

Vance la contuvo con un ademán.

—Ahora no, se lo ruego. Tengo un favor muy urgente que pedirle. Todos los invitados deben permanecer fuera de esta casa. Ella Gunthar va a patinar para ellos. Usted la ha herido mucho. Ahora la pobre sufre. Sea buena.

Antes que miss Naesmith pudiera replicar, Vance continuó hacia el despacho.

Aún encontró solo a Carrington Rexon. Brevemente le explicó los últimos acontecimientos.

El hombre se hundió en el sillón.

—¡Otra muerte! —gimió—. ¿Y las esmeraldas?

—No estaban sobre él. Puede que aún podamos recobrarlas.

Vance alcanzó el teléfono. Llamó a Quayne, le enteró de la situación, informándole donde le esperaba O’Leary, junto al cadáver de Bassett.

—¿Qué saca usted en claro de todo ello, Vance? —preguntó Rexon, cuando mi amigo se sentó ante él.

—Aún nada. Trato de ordenar los detalles. ¿Querría hacer el favor de decirle al ama de llaves que venga? Me gustaría hacerle unas preguntas.

Rexon telefoneó, dando la orden que le pedía Vance.

Este se levantó, con contenido nerviosismo, y fue hacia la ventana. Encendió un cigarrillo. Al fin volvióse hacia Rexon.

—Tengo la impresión de que esta mañana he dejado pasar por alto algo. De poca importancia. Sin embargo, me preocupa mucho. Se trata de algo que, subconscientemente, esperaba. No ha ocurrido…