9. UNA SÚBITA LLAMADA
(Sábado 18 de enero, por la mañana)
A la mañana siguiente, Vance se levantó de muy buen humor y después de tomar apresuradamente una taza de café salió de la casa y desapareció por el amplio sendero que, pasando por el pabellón, conducía a la casa de Gunthar. Poco después de su marcha, los demás huéspedes descendieron a almorzar y reuniéronse luego ante el espacioso garaje. Uno tras otro los autos fueron sacados, y todos partieron alegremente hacia Winewood. Media hora más tarde, el ama de llaves condujo a Joan a la desierta galería y la instaló en la chaise-longue, especialmente colocada cerca de uno de los grandes, ventanales que daban a la pista de patinar.
Apenas se había acomodado la joven cuando Vance y Ella Gunthar aparecieron junto al pabellón, viniendo en dirección a la casa.
—¿Ve usted, miss Joan? —dijo Vance al entrar—. No sólo acompaño a casa por la noche a su encantadora compañera, sino que la traigo hasta usted por la mañana.
Ella Gunthar sonrió. Parecía sumamente feliz. En sus ojos brillaba una nueva luz. Marcia Bruce, presintiendo algo inusitado, pasó su mirada de Ella a Vance, y de este a la joven. Luego se levantó, dio unas cariñosas palmadas a Joan Rexon y entró en la casa.
Vance permaneció un rato en la galería, hablando de asuntos triviales, y por fin entró en el interior de la casa, buscando el profundo sillón de su cuarto. Parecía preocupado, y durante un rato permaneció inmóvil, fumando incesantemente. Sus meditaciones fueron interrumpidas por una llamada a la puerta. El teniente O’Leary entró y sentóse. En su semblante leíase una nueva preocupación.
—Quería verle a solas, mister Vance. El mayordomo me dijo que estaba usted aquí y por ello me tomé la libertad…
—Encantado, teniente —Vance se acomodó mejor en su sillón y encendió otro Régie—. Confío en que no nos traerá ninguna noticia desconsoladora.
O’Leary jugueteó unos instantes con su pipa, sin contestar. Cuando la hubo encendido, levantó la cabeza.
—Quisiera saber, señor, si, por casualidad, tiene usted la misma idea que yo.
—Es posible —las cejas de Vance se arquearon interrogadoramente—. ¿Cuáles son sus pensamientos?
—Estoy seguro de que sé quién mató a Wallen.
Vance se echó hacia atrás y estudió el rostro del hombre que tenía delante.
—¡Asombroso! —murmuró. Luego movió la cabeza—. No. No tengo yo lo mismos pensamientos. Mi cerebro está en blanco respecto a eso. De todas formas, gracias por la confidencia. ¿Puede extenderla un poco más?
O’Leary vaciló un momento, pero luego pareció ansioso de hablar.
—Pienso lo siguiente: no creo que Guy Darrup mintiera ayer en la encuesta.
—No. No mentía. Obró impulsiva e ingenuamente. Un cerebro sencillo y honrado, regido por celosas emociones. La indignación le dominaba.
—Entonces, ¿le cree usted?
—Desde luego. Lo cierto es que yo había realizado ya algunas investigaciones y sabía casi todo cuanto él dijo. No es agradable la situación aquí ni en los alrededores. Pero ¿dónde está el criminal? Necesito más guía. ¿La tiene usted?
—Le diré cómo he ligado unas cosas con otras: Gunthar bebe demasiado y está a punto de ser despedido. Wallen es el indicado para ocupar su puesto. Esto sólo es ya motivo para el crimen. Gunthar es un hombre que no tiene nada de sutil, va recto a las cosas, y estando borracho puede llegar a ser cruel. Si un problema le tiene perplejo, lo resolverá de una forma primaria, yendo recto al asunto. Ahora añada a eso los rozamientos entre él y Wallen, respecto al futuro de su hija. ¿No son motivos suficientes?
—Desde luego —asintió Vance—. Oportunidades no faltaron. Pero continúe, teniente.
—La oportunidad era magnífica. Gunthar conoce perfectamente el terreno que pisa. Está enterado de las costumbres de Wallen y sabe su debilidad. Nada más fácil para él que atraer a Wallen hasta el borde del risco, golpearle en la cabeza con una herramienta cualquiera y tirarle luego al fondo del abismo. Miss Gunthar, sospechando probablemente las intenciones de su padre, le siguió en secreto hasta lo alto del risco, y cuando todo hubo ocurrido bajó llorando.
—Y ¿qué beneficio podía esperar Gunthar? —preguntó, con indiferencia, Vance—. De todas formas, lo hubieran despedido.
—Ya sé que Wallen no era el único capacitado para el empleo. Con un poco de tiempo, Rexon puede encontrar otros doce, si quiere. Pero tal vez Gunthar quería dejar de beber y ganarse de nuevo la confianza de Rexon.
—Pero Gunthar seguía aún ayer bebiendo demasiado. Le vi antes y después de la encuesta.
—Eso confirma mi teoría. Tenía que enturbiarse el cerebro y olvidar. La aventura es demasiado fuerte, incluso para un hombre normal.
—Cierto —concedió Vance—. ¿Y qué más, teniente?
—Gunthar amenazó dos veces a Wallen.
—¿Murmuraciones?
—Desde luego. Pero creo que no me han engañado. Me lo han jurado testigos de toda confianza.
—Un análisis muy bien desarrollado, teniente —dijo Vance—. Pero no está a prueba de defensa.
O’Leary mostróse ligeramente resentido.
—No es esto todo, señor —dijo, inclinándose hacia adelante—. Gunthar no puede presentar una coartada satisfactoria de la supuesta hora del crimen. Aquella noche, a las diez estaba en la taberna de Murphy, en Winewood. Estaba nervioso y bebió más que de costumbre. Se marchó alrededor de las once y media. Yendo a pie, se tarda casi media hora en ir de Winewood a esta casa. Una hora más tarde, Sokol, el farmacéutico de Winewood, volvía en auto a su casa, de regreso de una fiesta, y vio a Gunthar cruzando el prado del otro extremo de Tor Gulch. De momento, el hombre no concedió al hecho ninguna importancia, pero después de la encuesta pensó que su información podía ser de alguna utilidad, y acudió a mí. Es cierto que Gunthar se dirigía a su casa. Pero ese no es el camino más corto desde Winewood… Y además, es el camino que hubiera tenido que seguir de haber estado en lo alto del risco… ¿No refuerza esto mi acusación contra Gunthar?
—Desde luego, pero no me negará que se trata de pruebas muy circunstanciales, teniente.
—Tal vez —replicó, con acento desafiador, el policía—. Pero es lo suficiente para arrestar a nuestro hombre.
—Alto, alto. Yo no haría eso —Vance era todo dulzura—. Hasta ahora se ha movido usted en terreno fácil, teniente. Ha atado los cabos con gran claridad de visión. ¿Por qué estropearlo todo por ir demasiado de prisa? Ate unos cuantos cabos más.
—No tengo intención de precipitarme. No me estorbarían unos cuantos datos más.
—Exactamente. Reflexionaré sobre su teoría. Tal vez pueda proporcionarle los detalles que faltan. La fama será toda para usted.
O’Leary vació la ceniza de su pipa y se levantó.
—Tengo varias pistas que sigo con la mayor cautela. Creí que debía decirle hacia dónde iban a parar. Esperaba que usted vería las cosas desde mi punto de vista.
—Y así es —aseguró Vance—. Ha hablado usted con mucha claridad. Muchas gracias por su confianza.
Cuando O’Leary le hubo estrechado la mano y salido, Vance aplastó su cigarrillo y dirigióse a la ventana.
—Es un muchacho inteligente, Van —dijo—. No me gusta su teoría. Espero que esté equivocado.
Una hora más tarde, Vance descendió a la planta baja. Los que habían marchado a Winewood a primera hora estaban ya de vuelta. Vimos a algunos en el vestíbulo y desde el salón llegaba un rumor indicador de que los otros estaban allí.
El doctor Quayne estaba sentado junto a Joan Rexon y Ella Gunthar, en la galería. Al vernos se levantó y sonrió.
—Llega usted a tiempo, mister Vance —exclamó—. Ahora podrá entretener a las señoritas. Tengo que marcharme en seguida para visitar a algunos pacientes que me necesitan más que miss Joan. He venido a ver si estaba lo bastante fuerte para la fiesta de esta noche. No me necesitará. Con lo que descansó ayer noche y el hermoso tiempo de que disfrutamos, está en condiciones de asistir sin peligro al festival.
—De todas formas, he conseguido retenerle una hora, doctor —dijo Joan.
—Pero ha sido una detención puramente social, mi querida Joan —volvióse hacia Vance—. Si todos mis pacientes fueran tan encantadores como estas dos jóvenes, nunca completaría mis visitas. La tentación de alargar las visitas sería mayor de lo que podría resistir.
—Míster Vance, ¿es acaso la adulación una buena medicina? —preguntó Joan Rexon, que parecía muy feliz.
—No puede haber adulación en lo que a usted se refiere —replicó Vance—. Estoy seguro de que el doctor cree todo cuanto ha dicho.
Algunos de los invitados se reunieron con nosotros para conversar un rato con Joan y luego volvieron a la casa. La sirena de mediodía dejó oír su mugido. Bassett también había salido, pero en vez de volver a entrar quedóse en un extremo de la galería. Se sentó a una mesita y empezó a hacer solitarios.
El médico consultó su reloj.
—¡Dios Santo! Es la señal de mediodía —saludó cordialmente a las dos muchachas—. Son ustedes una influencia corruptora.
Alejóse por la puerta del salón. Unos minutos después le vimos marcharse en su auto.
Permanecieron durante media hora más en la galería, descansando bajo los calientes rayos del sol. Vance entretuvo a las jóvenes con relatos de sus viajes por el Japón. A mitad de su narración volvió la cabeza y, excusándose rápidamente, fue hacia la puerta, indicándome que le siguiera.
Higgins estaba en el umbral de la puerta que daba a la galería. Estaba mortalmente pálido, y sus fríos y acuosos ojos parecían a punto de saltar de las órbitas. El miedo y el horror le dominaban, haciéndole retorcerse las manos.
—Suerte que está usted aquí, mister Vance —dijo, con voz tan temblorosa que sus palabras apenas pudieron oírse—. No he podido encontrar a mister Richard. Acompáñeme, señor. Ha ocurrido algo horrible…
Dirigióse rápidamente hacia la parte trasera de la casa, conduciéndonos al despacho de Carrington Rexon.
Allí, en el suelo, frente a la chimenea, yacía el dueño de la casa.