3. LA COPA DE WHISKY

(Miércoles 15 de enero, 10:30 de la noche)

Un alegre espectáculo se ofreció a nuestros ojos al entrar en el salón. Veíanse grupos de jóvenes que bromeaban y reían; otros bailaban. Un espíritu de despreocupación los animaba a todos.

Carlotta Naesmith demostraba ser una excelente anfitriona. Nos condujo rápidamente por entre los grupos, haciendo las presentaciones.

—Aquí Dahlia Dunham —dijo, deteniéndose ante una mujer alta, angulosa, de unos treinta años—. Se dedica a la política, y está llena de frases inconcebibles.

Antes que la otra pudiera replicar llegó una muchacha, quejándose.

—¡Este lugar es terrible! ¡No hay campo de aterrizaje! Cuando eches mano a los millones de Rexon, Carlotta, procura que arreglen uno.

Era rubia y frágil, de agudo rostro, en el que se destacaban unos húmedos ojos. Antes que Carlotta Naesmith hiciera la presentación reconocí en ella a la famosa Beatrice Maddox, que tenía en su haber algunas proezas aéreas. Sólo una prohibición presidencial le había impedido lanzarse a cruzar el Atlántico.

—¿Qué ocurre, Bee? —preguntó una voz, detrás de nosotros. Y un joven gigante irlandés rodeó con sus brazos el cuerpo de miss Maddox—. Pareces triste. ¿Se te ha acabado el gas? A mí también.

Y la arrastró hacia el bar.

—Ese es Pat McOrsay —nos dijo Carlotta—. Es un amante de la velocidad. El año pasado ganó el Gran Premio de Cincinnati. Está enamorado de Bee, pero ella desprecia a los simples conductores de autos. De todas formas, es posible que se prometan. Me gustaría que conocieran a Pat… Pero, miren, tenemos a otro demonio de la velocidad… ¡Eh, Chuck! Deja tranquila a Sally y ven un momento, si puedes.

Chuck Throme, el famoso jinete que ganó el último steeplechase de Aintree, se puso trabajosamente en pie. Su mirada no se fijaba, pero sus modales eran impecables.

—Siéntate —exhortó miss Naesmith—. Te presento a mister Vance. No intentes continuar de pie. Se te doblan las espuelas.

Throme se irguió, muy indignado, e inclinóse con caballeresca cortesía. Pero su inclinación no se interrumpió. La atracción de la alfombra fue más fuerte, y el caballista quedó tendido sobre ella.

—Es esta una carrera que Chuck no podrá ganar —rio nuestra cicerone—. Continuemos. Algún amigo se encargará de subirle de nuevo a la silla… ¿No le parece a usted verdaderamente repugnante esto? ¡El alcohol es una maldición! Destruye el cerebro, mina la moral, y… Pero he olvidado la más elemental cortesía. Interrumpamos un momento nuestro paseo y vayamos a beber algo.

Nos condujo al bar.

—Soy poco aficionada a los licores. En público sólo tomo Dubonnet. Pero no permitan que mi juvenil abstención estropee sus aficiones. Aquí encontrarán de todo, hasta nitroglicerina.

Vance bebió coñac. Mientras hablábamos, un joven alto, bronceado por el sol y muy fornido, llegó hasta nosotros y rodeó con un brazo la cintura de miss Naesmith.

—Estoy deseando conocer tu respuesta, Carlotta —dijo con expresión de buen humor—. Por última vez: ¿estás o no dispuesta a acompañarme a la isla de Cocos cuando Dick vuelva a su oficio de serrar huesos?

—¡Ah! —exclamó Carlotta, volviéndose y apartando, riendo, al joven—. Eres un fresco, Stan. ¿No te da vergüenza portarte así en la propia casa de Dick?

Richard Rexon no pareció disgustado. Adelantóse hasta nosotros, y, agarrando del brazo al otro, nos lo presentó como Stanley Sydes, un aristócrata con demasiado dinero y que empleaba su tiempo en expediciones en busca de tesoros escondidos.

Vance conocía sus hazañas y ello motivó una animada charla.

—Un chiquillo que nada en dinero bueno y que pierde el tiempo desenterrando sucios doblones —rio Carlotta Naesmith—. O esto es una paradoja o todo el mundo, menos yo, está loco.

—No es una paradoja, miss Naesmith —replicó Vance—. Comprendo perfectamente^ el anhelo de mister Sydes. No es el tesoro lo qué importa, sino la búsqueda.

—Cierto —asintió Sydes—. El placer de ser más listo que los demás, de descifrar rompecabezas; y la adquisición de lo que es único… ¡Diablo, estoy hablando como un coleccionista…! Perdona, Richard. Esto no implica ninguna ofensa a tu eminente padre.

Un ruidoso grupo cercano a nosotros atrajo su atención y se unió a ellos.

Su puesto junto al bar fue ocupado en seguida por la joven que había estado hablando con Throme.

—¿Qué tal, Sally? —la saludó Carlotta—. ¿Estás sola? ¿No ha recobrado tu caballero su montura?… Señores —prosiguió, volviéndose hacia nosotros—: Les presento, nada menos, que a Sally Alexander, la inimitable. Lleva su arte a las masas populares y consigue que les guste. Claro que canta unas cosas…

—Se me critica injustamente, caballeros —protestó Sally Alexander—. Soy muy fina…

—Estoy de acuerdo con usted, miss Alexander —la defendió Vance—. La he oído cantar varias veces y nunca me he sonrojado.

—Eso debió de ser cuando cantaba en el coro de la iglesia.

—Para castigarte por lo que acabas de decir te robaré a Dick —replicó miss Alexander.

Y cogiendo del brazo a Richard Rexon se lo llevó hacia la pista de baile.

Miss Naesmith se encogió de hombros, y, mirando a Vance, preguntó:

—¿Tiene ya bastante de esto, mister Vance? Tenemos más ejemplares en el parque zoológico. Pero ya le he mostrado los más curiosos. ¿No soy un guía perfecto?

—Perfecto y encantador —declaró Vance, dejando su vaso sobre el mostrador—. Pero ¿no hay aquí cierto mister Bassett?

—¡Oh Jacques…! —la joven miró en torno suyo—. Es amigo de Richard. Un ejemplar importado del extranjero, según creo. Vino en el mismo barco que Dick y se pasa el tiempo comparando nuestra pista de patines con las de Suiza, claro que para criticar la nuestra. Tal vez sepa cantar tonadas tirolesas y se alimente con leche de cabra. Si mis oídos no me engañan habla norteamericano con acento campesino.

En aquel momento descubrió a Bassett.

—Ahí está su hombre, en aquel rincón, bebiendo como si hiciera siglos que no probara licor. Vengan. Tendrá mucho gusto en hablarles. Luego yo iré a rescatar a Dick. Sally debe de estar contándole cuentos ruborizantes.

Jacques Bassett estaba sentado a una mesita bebiendo whisky de maíz. Era alto, moreno, agresivamente atlético. Sus pobladas cejas se unían sobre la ancha y aplanada nariz.

Habló de Europa. Vance mostró gran interés. Los balnearios suizos y sus deportes de nieve salieron a relucir.

Vance hizo algunas preguntas. Bassett las contestó. Se mostró muy explícito acerca de las pistas de bob y de las carreras de ski en Oberlachen, en el Tirol. Vance mencionó Amsterdam. Pero este tema carecía de interés para Bassett. Habló de otras cosas.

Vance le volvió la espalda. Luego colocó el pañuelo sobre la copa en que había estado bebiendo Bassett. Metiéndosela en el bolsillo salió, bruscamente, de la estancia.

Poco más tarde encontré a Vance en el refugio de Carrington Rexon. Otro hombre estaba sentado con ellos ante el fuego. Tenía cerca de cincuenta años, su cabello era gris acerado y su voz muy suave, como si tratara de disimular una gran tensión. Sin duda se trataba de un hombre de mundo. No me sorprendió el enterarme de que era el doctor Loomis Quayne, médico de Rexon.

—El doctor Quayne ha venido a ver a mi hija —explicó Rexon—. Pero el ruido y la excesiva animación la han cansado y se retiró hace rato.

(Durante el viaje a Winewood, Vance me había explicado algo de la tragedia de Joan Rexon. Patinando, la joven había caído, lesionándose la columna vertebral y quedando inválida desde los diez años).

—La fatiga de Joan no debe preocuparle, amigo Rexon —aseguró su médico—. Teniendo en cuenta las circunstancias es natural. En realidad, este poco de excitación le hará un gran bien, estimulará su interés, dirigirá sus pensamientos por otros derroteros. Actualmente… La terapéutica psicológica es nuestro gran recurso. Mañana volveré a pasar. Espero poder ver también a Richard. Apenas he hablado con él desde que vino. Me alegra encontrarle tan bien como hace dos años, cuando mi viaje al extranjero.

—Dick está ahora en el salón —sugirió Rexon, con un guiño.

El doctor sonrió.

—No, no quiero echarle a perder esta noche. Tengo que marcharme en seguida. He dejado en marcha el motor de mi coche para ahorrarme la necesidad de calentarlo luego. Con estos días tan fríos el embrague no funciona con facilidad… Además, prefiero terminar mi whisky en la tranquilidad de este despachito.

—No le critico, doctor… Esta juventud de ahora…

Y Rexon movió desaprobadoramente la cabeza.

Mientras continuábamos hablando sobre distintos asuntos, con alguna que otra alusión al porvenir de Richard en la Medicina, se hizo evidente que entre Rexon y Quayne existía algo más que unas simples relaciones profesionales; quizá, una larga y trágica asociación.

Por fin el médico se levantó y nos deseó las buenas noches. Poco después, Vance y yo nos separamos de Carrington Rexon.

—Una extraña y alocada sociedad —declaró Vance, hundiéndose en las profundidades de una butaca, en su cuarto—. No me extrañan las inquietudes del viejo Rexon. Probablemente se siente solo. Es indudable que está decidido a que Carlotta sea su nuera. La muchacha no carece de cualidades. Es linda, pero demasiado dinámica para mis anticuados gustos. En cuanto a Richard… es un muchacho admirable. Demasiado serio para el ambiente en que ahora se mueve. Me extraña también su actitud hacia Carlotta. No es lo que debiera ser. Demostró una gran indiferencia ante las insinuaciones del buscador de tesoros. Me parece que eso irritó a la damita. No sé… Ese Sydes es un tipo muy interesante. Tiene agudeza mental. Puso el dedo en la llaga. ¡Un coleccionista! Nada más que eso… En cuanto a Bassett. No es simpático. Preocupa al viejo Rexon. También inquieta algo a Carlotta. Sus fríos ojos me son vagamente familiares. Es raro. ¿Por qué ha mentido acerca de Oberlachen? Allí no se celebran carreras de ski ni hay pista de bobsleigh. Sólo un lago, un castillo y unos cuantos campesinos. Lo más probable es que nunca haya estado allí. Conoció a Richard en Saint Moritz. Y cuando mencioné Amsterdam, Jacques replicó como si nunca hubiese oído nombrarlo. Bien, bien… No, Van. Mucho bullicio. Vida de sociedad. Demasiados disfraces espirituales.

Sacó un cigarrillo Régie, lo encendió y estiró las piernas.

—Y durante toda la noche he estado pensando en la pequeña Ella Gunthar. Natural, fresca, encantadora. Sin embargo…