14. PATINANDO PARA PASAR EL RATO

(Domingo 19 de enero, 1:15 de la tarde)

Marcia Bruce entró muy digna y compuesta. Vance le ofreció una silla.

—Tenemos que hacerle algunas preguntas, miss Bruce —empezó.

—Nada de cuanto aquí ocurra podrá ya sorprenderme —replicó filosóficamente el ama de llaves—. Contestaré lo mejor que sepa.

—Sabrá usted, supongo, que varias esmeraldas han sido robadas de la habitación de las piedras.

—Míster Rexon me lo comunicó. Eso me sorprendió menos que cualquier otra cosa. Me encantará librarme del ambiente que enrarecen esas piedras.

—¿Qué quiere usted decir, Bruce? —intervino Rexon.

—Tanto da que se lo diga ahora, señor. Más pronto o más tarde, debería saberlo. Abandono mi puesto. Me marcharé dentro de una semana o antes.

—¿Que abandona su puesto? ¿Que se marcha? ¿Pero por qué, Bruce?

La mujer enrojeció.

—El doctor Quayne me ha concedido el honor de pedirme que me case con él.

Vance sonrió plácidamente.

—Bien, bien. Eso debió de ser ayer noche, ¿no, miss Bruce? Antes que fuera a buscar a miss Joan.

La mujer pareció sorprendida.

—¿Cómo lo sabe?

—Los ojos de la mujer no pueden ocultar el brillo del amor. Vi las señales. Quisiera ser el primero en felicitarla.

—Y yo también tengo mucho gusto en saberlo, Bruce… —Rexon pareció no terminar la frase. Luego, siguió—. Pero ¿no podría quedarse? Joan la echará mucho de menos…

—Y yo siento mucho separarme de miss Joan. Pero Loomis, es decir, el doctor, quiere marcharse de Winewood. Le es cada vez más difícil ejercer en el pueblo, teniendo la competencia de dos médicos jóvenes.

—¿Y adónde piensa ir?

—Aún no sé, señor. Dijo que tal vez iría al extranjero.

Rexon movió, resignado, la cabeza.

—Comprendo. Comprendo. La lucha se hace demasiado difícil para Quayne. Pero le echaré mucho de menos. Y también a usted, Bruce.

—Hablando de cosas menos agradables, señorita: usted debió de estar ayer a mediodía en la planta baja, ¿no? —preguntó Vance, sentándose en el brazo de un sillón.

—Sí, estuve aquí la mayor parte de la mañana, preparando las cosas para la comida y…

—¿Vio usted a Eric Gunthar por aquí?

—Una vez le vi vagando cerca de la puerta trasera. Pero no sé si entró en la casa.

—¿Vio al viejo Jed?

—¿Al ermitaño? Nunca se acerca a la casa, señor.

—Bien; ¿no recuerda haberse fijado especialmente en alguien, en el vestíbulo o cerca de la habitación de las esmeraldas?

—Fueron muchos los huéspedes que pasaron por el vestíbulo —el ama de llaves calló un momento, como tratando de ordenar sus pensamientos—. Mister Richard pasó un par de veces por allí. Creo que también vi a su amigo, ese que parece extranjero. También el buscador de tesoros rondaba el vestíbulo. No sé si esperaba a miss Naesmith o que… Y vi al doctor Quayne, aunque no tuve oportunidad de hablarle.

Parecía pedir perdón por pronunciar el nombre de su futuro marido.

—¿Fue cuando llegó por la mañana? —inquirió Vance.

—No, fue al marcharse. Se había quedado más que de costumbre y tenía prisa. Recuerdo que la sirena de mediodía sonó unos momentos antes.

Vance se puso en pie de un salto y con la mano pidió silencio. Fue cual si un lejano recuerdo acudiera a su mente. Dio varios nerviosos pasos y al fin se detuvo frente a la mesa de Rexon.

—Creo que ya sé qué era aquella cosa insignificante. La sirena. Hoy no la he oído.

—Los domingos no suena —dijo Rexon.

—No, hoy no, pero ayer…

—¿Qué tiene que ver en todo este asunto la sirena?

—Mucho. Hay que reflexionar sobre ello —sacó la pitillera y escogió un cigarrillo.

Fue hasta la ventana y permaneció unos segundos mirando hacia fuera. Al volverse oyó una ligera llamada a la puerta, seguida de la tímida entrada de Eric Gunthar, que estrujaba nerviosamente el sombrero.

—¿Quería usted verme, señor? —preguntó, mirando al suelo.

Fue Vance quien respondió a su pregunta.

—Tanto da que sepa ya lo peor, Gunthar. El teniente O’Leary está dispuesto a detenerle a usted y a su hija. Sospecha de ustedes. Habrá observado que un policía vigila a Ella… ¿Le acompañó a usted hasta aquí?

—Sí, señor. Está en el pabellón, cambiándose de ropa. Me dijo que iba a patinar en la pista.

—Bien —replicó Vance—. Tenemos que salir a verla.

—Me encargó que le dijese que no había podido encontrar por ningún sitio a Jed.

—Muchas gracias. No importa. Pero volviendo a lo que decía, no veo motivo alguno para que usted no esté aquí. Es inútil tratar de marcharse. El teniente llegará de un momento a otro. Siéntese aquí. Confíe en mí. Como hace Ella. Haré todo cuanto pueda. Tal vez fracase. Siéntese y espere. ¿Comprende?

El hombre asintió con bruscos movimientos de cabeza y con paso torpe dirigióse a un sillón que Vance le indicó. Durante unos momentos continuó haciendo girar el sombrero en sus manos, luego lo dejó tras él y apoyó la cabeza en las manos. Estaba abatido, asustado.

Apenas se había sentado Vance en su sillón, cuando otra llamada en la puerta anunció la llegada de O’Leary y del doctor Quayne. Les acompañaba un tenue olor a gasolina.

—Saludos y felicitaciones, doctor —dijo Rexon—. Bruce nos ha dicho lo del compromiso matrimonial.

Quayne sonrió, mirando con admiración a Marcia Bruce. Sentóse en el amplio diván de cuero, y miss Bruce se levantó de la silla que ocupaba y reunióse con él.

—Creo que mi decisión le complacerá, Rexon —dijo Quayne, con ciertas muestras de orgullo.

—Desde luego. Pero los echaré de menos a los dos. Y Joan también.

O’Leary masculló una felicitación. Su mirada estaba fija en Gunthar. Luego su ceño se frunció, y su mirada buscó la de Vance.

—Sí, teniente —dijo mi compañero—. He querido ayudarle. Creí que lo mejor era tenerle preparado a Gunthar. Me gusta devolver los favores que me hacen.

—¿Y la muchacha?

—También le espera. Si no está en la pista llegará de un momento a otro. Patinará en honor de los invitados. Desde luego lo hace bajo el ojo de águila de su agente.

De pronto, O’Leary dio un paso atrás, entornó los ojos y miró astutamente a Vance.

—¿Qué significa todo esto? Aquí hay algo que no está claro.

Vance sonrió y movió afirmativamente la cabeza.

—Tiene usted razón, teniente. Hay algo que no está claro. ¿Qué? Creo que la sirena. La sirena de mediodía, cuyo eco llega hasta las más lejanas montañas.

—¿Adónde conduce todo esto? —interrumpió, impaciente, O’Leary.

—A una simple charla. A ordenar las cosas. A hacer algunas preguntas. A registrar nuestras almas. Es bueno para la conciencia hacerlo de vez en vez. Cuando todo esto se haya llevado a cabo, puede usted detener a Gunthar y a su hija. Si es que aún tiene semejante deseo.

—Todo eso me parece un rompecabezas.

—La vida también lo es.

—¿Cuánto tiempo nos llevará este asunto? —el nerviosismo de O’Leary era evidente—. Usted me ha llevado ya demasiado lejos. Estoy dispuesto a llevármelos detenidos en seguida…

—Usted mismo podrá decidir el momento de marcharse con ellos.

O’Leary cargó su pipa.

—Está bien —replicó.