10. LA LLAVE DESAPARECIDA
(Sábado 18 de enero, 12:30 de la mañana)
Vance, arrodillándose en seguida junto al cuerpo, examinó el coágulo de sangre que aparecía detrás de la oreja derecha de Carrington Rexon. Escuchó un momento la trabajosa respiración, y luego buscó el pulso. Volvió la cara del millonario hacia la luz y la encontró de un pálido ceniciento. Levantó el párpado superior de uno de los ojos; el globo estaba firme y la pupila contraída. Con la yema de un dedo rozó la córnea. Inmediatamente, los párpados se contrajeron.
—No es nada serio —anunció Vance—. Ha perdido el sentido y ahora está reaccionando… Llame en seguida al doctor, Higgins.
Este carraspeó.
—Telefoneé al doctor Quayne antes de ir a verle. Por fortuna, estaba en casa. Vendrá inmediatamente.
—Muy bien, Higgins. Ahora, si quiere hacer el favor de llamar al teniente O’Leary… Dígale que venga. Si es necesario, explíquele lo ocurrido.
—Sí, señor.
Higgins hizo lo que Vance le indicaba, y un momento después anunció:
—Dice el teniente que estará aquí antes de diez minutos.
Vance fue hacia la ventana y la abrió. Luego echó otro tronco en la chimenea. Las chispeantes llamas disiparon la oscuridad que invadía la habitación. Una llamada a la puerta fue seguida por la entrada del doctor Quayne.
—¡Dios Santo! ¿Qué es esto?
Y corrió hacia Rexon.
—Nada grave, doctor. Un golpe un poco fuerte en la cabeza. Está ya volviendo en sí. Todo indica que se recobra. Tiene el pulso débil, pero regular. Cuando le abrí el ojo, observé un reflejo corneal muy definido. Una inconfundible resistencia cuando le moví la cabeza.
Quayne asintió, limpiando la herida. Un leve gemido brotó de los labios de Rexon. Sus ojos se abrieron. Estaban vidriados, no veían. Obedeciendo a una orden de Quayne, Higgins trajo coñac. El doctor obligó a Rexon a tragar una fuerte dosis. El herido volvió a gemir y cerró los ojos.
—Suerte que pasé por casa a tomar el lunch antes de continuar mis visitas —dijo el doctor, mientras examinaba a Rexon. Al fin se puso en pie, y dijo, alegremente—: Está ya bien.
Rexon abrió los ojos, ya casi claros. Reconoció a Vance y a Quayne, e intentó sonreír, parpadeó y llevóse una mano a la nuca.
—Dentro de un momento cuidaremos de eso —le tranquilizó Quayne.
Luego, con la ayuda de Higgins, colocó a Rexon en un sofá. Con diestra mano le vendó la herida, mientras seguía tranquilizándole.
Entre tanto llegó el teniente, y Vance, en voz baja, le explicó los detalles de lo ocurrido.
—¿Podemos hacer algunas preguntas? —inquirió Vance, cuando el doctor se apartó del sofá.
—Desde luego, no hay ningún inconveniente —replicó el doctor—. Míster Rexon se encuentra ya perfectamente.
Vance indicó a Higgins que se retirase y acercóse al herido, acompañado de O’Leary.
—Bien; ¿qué puede decirnos? —preguntó.
—Dudo mucho poder decir absolutamente nada, Vance —la voz de Rexon era ronca y vacilante, pero fue haciéndose más firme a medida que continuaba—. Me acababa de levantar de mi mesa para llamar a Higgins… Debieron de golpearme por la espalda —de nuevo se llevó la mano a la cabeza—. No volví a darme cuenta de nada hasta que me encontré junto a Quayne y usted.
—¿No tiene alguna idea de la hora en que ocurrió la agresión?
—Muy vaga… —Rexon reflexionó unos instantes—. Pero… ¡aguarde! Creo que antes de perder el sentido oí las primeras notas de la sirena de mediodía… ¡Sí, sí, estoy seguro! Recuerdo que me disgustó el hecho de que la bandeja con mi almuerzo no había sido aún retirada, a pesar de ser ya casi las doce. Generalmente se la llevan a mediodía. Por eso iba a llamar a Higgins.
—¿Estuvo usted en su despacho desde la mañana? —preguntó O’Leary.
—Poco más o menos, sí, teniente. Pero salí un par de veces.
—¿Estuvo alguien con usted? —inquirió Vance.
—Sí; Bruce entró a pedirme instrucciones, como hace generalmente siempre que hay invitados. Y mi hijo pasó casi media hora conmigo. El doctor entró también a saludarme antes de visitar a Joan. Sydes y Carlotta entraron un momento. También algunos de los huéspedes. Tendré que hacer un esfuerzo si quiere usted que recuerde los demás.
—No, no es realmente necesario.
—¿No recuerda si sintió mareo al levantarse para llamar a Higgins? —preguntó el médico—. A juzgar por la herida, sería muy posible que se la hubiera producido con los hierros de la chimenea, al caer.
—No sé cómo —replicó Rexon, un poco molesto—. No sentí ninguna debilidad. La sensación que percibí fue, con toda claridad, la de ser herido por la espalda.
—Sí, sí —replicó, pensativo, Quayne.
De súbito, Rexon precipitóse hacia delante, con los ojos fuera de las órbitas. Un manojo de llaves, pendientes de una larga cadena, acababa de caer de uno de sus bolsillos sobre el borde del sofá. La agarró con mano trémula y rebuscó, frenético, entre ellas.
—¡La llave! —exclamó al fin—. ¡La llave del cuarto de las piedras! ¡Dios mío! ¡Ha desaparecido!
—¡Calma, calma, Rexon! —aconsejó el médico—. No puede haber desaparecido. Vuelva a mirar con más atención.
Rexon registró desesperadamente todos los bolsillos. O’Leary buscó en vano por el suelo. Vance salió del cuarto y regresó un momento después, anunciando que el cuarto de las esmeraldas estaba bien cerrado.
—¡Eso no demuestra nada! —estalló Rexon—. Tenemos que entrar en él en seguida. Buscaré inmediatamente la llave duplicada.
Mientras hablaba se había levantado, haciendo un gran esfuerzo y atravesó, con paso torpe, la estancia, descolgando un inapreciable boceto de Rembrandt, que tiró descuidadamente a un lado. Luego apretó un pequeño medallón de madera y un trozo de pared se abrió, revelando una ovalada placa de acero con un disco y un pequeño tirador.
Con mano nerviosa marcó la combinación, haciendo girar el disco a derecha, izquierda, otra vez a derecha. Al fin abrió la caja y metió la mano dentro y la retiró con una llave que tenía una plaquita colgando de ella. Quitándosela, Vance salió el primero, en dirección al vestíbulo.
Le costó un poco hacer entrar la llave en la cerradura, pero al fin lo consiguió y empujó hacia dentro la pesada puerta de acero. Rexon, lleno de excitación, se le adelantó. De pronto se detuvo en el centro de la famosa habitación de las piedras.
—¡Han desaparecido! —su voz era apenas un ronco susurro—. ¡Lo mejor de mi colección! ¡Y el Istar…!
Mientras hablaba empezó a vacilar.
Quayne llegó en seguida junto a él y le sostuvo de un brazo.
—Vamos, vamos —trató de calmarle. Se volvió hacia nosotros, añadiendo—: Lo llevaré a su despacho.
Y sacó a Rexon de la habitación.
Cuando los dos hombres se hubieron marchado, Vance cerró con llave la puerta y, encendiendo un cigarrillo, paseó tranquilamente por aquella curiosa estancia, seguido en silencio por O’Leary. El aposento se hallaba desprovisto por completo de todo mueble. Sólo una gruesa alfombra cubría el suelo, y las paredes se veían tapadas por dos grandes vitrinas de metal. Esmeraldas de diversas formas y tamaños, en monturas maravillosas, se exhibían sobre lechos de terciopelo blanco. En el rincón que Rexon señaló, una vitrina más grande que las otras tenía el cristal frontero roto. Otra vitrina más pequeña, al lado de la mayor, estaba también forzada. Las dos aparecían vacías. En cambio, ninguna de las otras vitrinas parecía haber sido violentada.
—Muy extraño —comentó Vance—. Sólo dos vitrinas rotas.
—Sin duda el ladrón no tuvo tiempo —sugirió O’Leary—. Le corrió prisa terminar lo antes posible.
—Sin duda, teniente. Todo lo indica. ¿Qué tendrá que ver el Istar con ellos?
Dirigióse a una de las ventanas laterales; O’Leary le observó mientras examinaba el fuerte enrejado que defendía toda la ventana. Luego examinaron juntos la otra ventana.
—¡Vaya! Aquí tenemos algo interesante, teniente —y Vance atrajo la atención del policía hacia unas señales que se advertían en tres de los barrotes.
Las cejas de O’Leary se arquearon.
—Quienquiera que haya sido el ladrón, antes debió de probar de entrar por aquí y lo encontró demasiado difícil. No tuvo paciencia.
—O alguien le interrumpió en la tarea —observó Vance—. Puede que el intento abortase. Marchémonos.
Volvieron a cerrar las ventanas. Antes de abrir la puerta, Vance echó otra mirada a su alrededor.
En el despacho de Rexon, el doctor Quayne trataba inútilmente de consolar a aquel.
—Al fin y al cabo no las han robado todas… Sólo unas pocas…
—¡Sólo unas pocas! —repitió, desesperado, Rexon—. ¡Las únicas que verdaderamente me importan! Si se las hubiesen llevado todas y sólo me hubieran dejado aquellas…
No terminó la frase.
Vance entregó a Rexon la llave.
—He cerrado la puerta —dijo—. Ahora díganos lo que le falta. ¿Y qué relación tiene el Istar con todo ello?
Rexon se irguió en su sillón, apoyándose luego de codos en la mesa.
—Todas las piedras sin montar que poseía. El reunirías me había llevado toda la vida.
—Serán las más fáciles de vender, ¿no? —observó respetuosamente O’Leary.
—Sí, claro. Una fortuna para aquel que las haya robado. Todas menos el Istar…
—¿Otra vez el Istar? —insistió Vance.
—El collar de la reina Istar —gimió Rexon—. La pieza más rara de mi colección. De Egipto. De la decimoctava dinastía. No podré jamás reemplazarlo. Seis esmeraldas enormes, purísimas, engarzadas en una cadena de piedras más pequeñas montadas en plata y alternadas con perlas… Debe de recordarla, Vance.
—¡Oh, sí, claro! —replicó Vance, con simpatía—. Desagradable reina Istar. Siempre procurando molestar a la gente.
O’Leary tomaba notas en una libreta.
—¿Cuándo entró usted por última vez en la habitación? —preguntó Vance.
—Esta mañana, a primera hora. Todas las mañanas entro a ver mis piedras. Me acompañaba Bruce, que tenía que hacer un poco de limpieza. Esta noche pensaba enseñar mi colección a mis huéspedes.
—¡Qué lástima! Ahora no podrá haber exhibición.
—No —Rexon movió, abatido, la cabeza.
—Pero los jóvenes deben disfrutar de su fiesta esta noche como si nada hubiese ocurrido. ¿De acuerdo, Rexon?
El acento de Vance era significativamente autoritario.
—Sí, claro, desde luego —asintió Rexon—. No es necesario inquietar a todo el mundo.
El médico se levantó, recogiendo su maletín.
—Ya no necesita mis cuidados, Rexon. Quisiera poder ser de mayor ayuda. Esta noche volveré, para observar a Joan.
—Gracias, Quayne. Es usted muy amable.
El médico se inclinó y salió del cuarto.
O’Leary cerró el libro de notas.
—Dígame, mister Rexon, ¿entró a verle esta mañana su capataz?
—¿Gunthar? No. Seguramente habrá estado trabajando toda la mañana en la pista de patinar y en el pabellón. Pero me extraña que me pregunte usted eso. Higgins me dijo esta mañana, al bajar, que Gunthar había estado aquí media hora antes, solicitando verme. Higgins le contestó que yo no había bajado aún, y el hombre se marchó refunfuñando. No lo entiendo, porque nunca viene a menos que le llame.
O’Leary movió, satisfecho, la cabeza. Fue hacia la abierta ventana, la bajó y levantó de nuevo. Luego se inclinó, como si examinara el alféizar. Cuando se reunió con nosotros, en sus ojos había una expresión calculadora.
En el vestíbulo, Vance se llevó a un lado al teniente.
—¿Qué hay de Gunthar? —preguntó en voz baja—. ¿Puede contarnos algún secreto?
—Hoy la cosa está muchísimo más clara que ayer —afirmó solemnemente O’Leary—. Entonces, usted reconoció que las pruebas eran buenas. Pero añada a ellas lo que voy a decirle. Esta mañana he tratado de ver a Gunthar. Uno de los trabajadores me dijo que se encontraba en la casa, hablando con mister Rexon. Parecía lógico. Por tanto, esperé un rato. Pero Gunthar no volvió.
O’Leary guiñó, triunfante, un ojo.
—¿Ve usted lo fácil que le hubiera sido a ese hombre entrar en el despacho por la ventana, ya entonces o más tarde, aprovechando una de las veces que Rexon estaba fuera? No tenía más que esperar que llegara el momento oportuno. Después de pegar el golpe sólo habría necesitado unos minutos para apoderarse de la llave y correr al cuarto de las esmeraldas.
Vance asintió.
—Muy inteligentemente deducido, O’Leary. Lógico desde la mayoría de los puntos de vista.
—Sí —insistió el teniente—. Y aún hay más. No estoy muy convencido de que su hija no esté enredada en el asunto.
—¡Por Dios! Me asusta usted. ¿No le parece que lleva demasiado lejos sus prejuicios contra Gunthar?
O’Leary pareció sorprenderse de que Vance no apreciara las circunstanciales posibilidades de la situación.
—No, de ninguna manera —replicó, con la serenidad de la convicción—. Tengo pruebas suficientes para arrestar a la hija junto con el padre.
—Pero ¿en qué se basará, teniente?
—Por lo menos como testigo material —fue la confiada réplica de O’Leary.
Vance encendió un cigarrillo y lanzó una larga bocanada de humo.
—No intentaré echar por tierra sus afirmaciones, teniente. Son demasiado lógicas. Sólo le pediré una cosa. Ni la chica ni su padre es probable que se escapen esta noche. Mañana podrá detenerlos, si quiere. ¿Esperará usted, teniente? Se lo pido.
O’Leary miró a Vance durante unos minutos. Al fin asintió:
—Esperaré. Aunque lo hago contra mi opinión.
Y se alejó por la galería.
Un momento después también Vance salió a la, galería. Joan Rexon continuaba donde le habíamos dejado, pero Ella Gunthar ya no la acompañaba. En su lugar se sentaba Carlotta Naesmith.
—Será inútil esperar que nuestro valeroso teniente no haya observado la ausencia de miss Ella. No, O’Leary es demasiado observador.
Bassett estaba aún sentado a la mesa, enfrascado en su partida. Stanley Sydes habíase reunido con él y, sentado al otro lado de la mesa, hacía de banquero. Una botella de whisky de maíz se levantaba entre ellos.