5. LA MALDICIÓN DE LAS ESMERALDAS

(Jueves 16 de enero, 10 de la mañana)

Cuando regresamos, Carrington Rexon estaba tomando su café en el despacho.

—Hay que llamar a la Policía —dijo Vance—. Telefonearé a Winewood.

Dirigióse hacia el teléfono y habló brevemente.

Rexon hizo sonar un timbre y entró Higgins.

—¡Oh! ¡Ah! —exclamó Vance, sentándose—. Muchísimas gracias. Sólo café, Higgins.

Encendió un cigarro y extendió sus largas piernas.

Rexon estaba callado y fríamente sereno. Por encima de su taza sus ojos estudiaban a Vance.

—Siento que se haya molestado —murmuró—. Tenía la esperanza de que mi inquietud fuera injustificada.

—Uno nunca puede asegurar lo que va a suceder, amigo mío.

El teniente O’Leary, de la Policía de Winewood, hombre alto, inteligente y capaz, muy superior a los habituales policías rurales, llegó al mismo tiempo que el doctor Quayne.

—Lo siento, doctor, ya no es usted necesario —anunció Vance, explicando los detalles de lo ocurrido—. El hombre murió hace varias horas. El asunto entra por entero dentro de la incumbencia del teniente.

—El doctor Quayne es nuestro médico oficial —dijo O’Leary.

—¡Ah! —Vance tiró el cigarrillo a la chimenea—. Eso facilita la cuestión. Bajaremos en seguida al lugar del accidente. Darrup está vigilando el cadáver. He dado orden de que lo dejen donde Gunthar lo encontró. Perdone mi intromisión, teniente. Lo he hecho todo en interés de mister Rexon.

—Ha obrado usted muy bien, señor —replicó O’Leary—. Veremos cómo está el terreno.

—Muy negro, a pesar de la nieve.

Diez minutos más tarde el doctor Quayne examinaba el cadáver de Lief Wallen.

—Una caída desde muy alto —comentó—. El cuerpo se ha destrozado mucho a causa del impacto. Hace por lo menos ocho horas que ha muerto. ¡Pobre Wallen! Era un hombre honrado.

—Esa depresión alargada y esa laceración sobre la oreja derecha… —sugirió Vance.

Quayne inclinóse sobre el cuerpo durante unos minutos.

—Ya veo lo que quiere usted decir —dijo, mirando significativamente a Vance—. Después de la autopsia sabré algo más —se levantó, frunciendo el ceño—. Por ahora está ya todo, teniente. Me marcho, pues tengo que hacer algunas visitas.

—Muchas gracias, doctor —replicó, cortésmente, el policía—. Me encargaré de realizar las investigaciones habituales.

Quayne saludó y se marchó.

O’Leary miró fijamente a Vance.

—¿Qué quiere decir eso de la depresión y laceración? —preguntó.

—Acompáñeme un momento, teniente —dijo Vance, y le siguió a lo alto del risco, mostrándole el tronco manchado de sangre.

O’Leary lo examinó y, lentamente, asintió con la cabeza.

—¿Cuál es su opinión? —preguntó, mirando con fijeza a Vance.

—Se trata, tan sólo, de una vaga idea. Una sospecha. Pudiera ser que la herida de la cabeza de Wallen hubiese sido producida por un objeto contundente. No parece debida a la caída. Tal vez él infeliz fue herido en otra parte y tirado luego por el precipicio, para disimular el crimen. A pesar del viento de la noche pasada se ven algunas huellas. Son muy borrosas, pero hacen sospechar que tres personas se acercaron al borde del risco. Faltan pruebas, claro está… ¿Cuál es mi teoría? Pues que a Wallen le agredieron cerca de la casa. Le hirieron sobre la oreja con una herramienta…, puede que con una llave inglesa. El cráneo fue fracturado. Luego lo arrastraron hasta aquí. Se ven dos borrosas líneas sobre la nieve. Tal vez fueron producidas por los talones. El cuerpo fue dejado en el suelo mientras se apartaban los arbustos a fin de poder tirar a Wallen al precipicio. Entonces tuvo lugar la hemorragia por los oídos y la nariz. A eso se deben las manchas de sangre.

—No me gusta nada todo esto —dijo sombríamente O’Leary, frunciendo el ceño.

—Ni a mí. No he hecho más que darle mi opinión.

O’Leary miró la mancha de sangre, y luego volvió la vista a Vance.

—¿Querrá usted ayudarnos, señor? Me hará usted un favor. No ignoro su fama.

—Déjese de cumplidos. Será un placer para mí ayudarle —Vance sacó un cigarrillo—. Como ya he dicho, lo único que me interesa en este caso es mister Rexon.

—Lo comprendo. Muchas gracias. Pondré en marcha la máquina de la Justicia.

Y O’Leary se alejó a grandes zancadas.

Cuando regresamos a la casa, el sol penetraba a raudales en una encristalada galería, que circundaba casi toda la parte oriental del edificio. Al pie de una pequeña terraza unida a la galería veíase una amplia pista de patinar bordeada de árboles y unos jardincitos. Debajo, y hacia el Sur, se encontraba un hermoso pabellón.

Joan Rexon estaba tendida en una silla de mimbres que parecía una chaise-longue con ruedas. Junto a ella, en un silloncito, se sentaba Ella Gunthar. Vance se reunió con las muchachas, saludándolas con una sonrisa. Joan Rexon era frágil y pensativa, pero no daba ninguna impresión de invalidez. Sólo las azuladas venas de sus finas manos indicaban la larga enfermedad que minaba su fortaleza desde la infancia.

—¡Es verdaderamente horrible, mister Vance! —dijo Ella Gunthar, con voz temblorosa. Vance la miró, interrogador—. Mi padre acaba de contarnos lo que ha sucedido con el pobre Lief Wallen. Usted ya lo sabe, ¿verdad?

Vance afirmó con la cabeza.

—Sí; pero no debemos permitir que eso ensombrezca nuestros pensamientos.

—Es muy difícil evitarlo —replicó miss Rexon—. Lief era muy bueno.

—Razón de más para no pensar en semejantes cosas.

Ella Gunthar movió, muy seria, la cabeza.

—El sol y la nieve…, esas son cosas hermosas en las que se puede pensar —apoyó tiernamente una mano en las de Joan—. Pero el recuerdo de la tragedia no se aparta de ella. El pobre Lief debió de caer esta mañana, al dirigirse a su casa.

Vance le dirigió una pensativa mirada.

—No, no ha sido esta mañana —dijo—. Fue ayer, alrededor de medianoche.

Ella apretó con fuerza los brazos del sillón, y una expresión de espanto apareció en sus ojos.

—¡Medianoche! —susurró—. ¡Qué horrible!

—¿Por qué dice usted eso? —preguntó Vance, intrigado por el comportamiento y las palabras de la joven.

—Yo…, yo…, a medianoche…

Vance se apresuró a cambiar de conversación, pero no pudo lograr que la joven volviera a alegrarse. Por fin se excusó y entramos en la casa.

Apenas había llegado al pie de la escalera, cuando una mano se apoyó en el brazo derecho de mi amigo. Ella Gunthar nos había seguido.

—¿Está usted seguro de que fue a medianoche? —preguntó en un nervioso susurro.

—Sí, poco más o menos. Pero ¿por qué está tan nerviosa, muchacha?

A Ella le temblaban los labios.

—He visto entrar al teniente O’Leary. Se ha dirigido al despacho de mister Rexon. ¿Por qué ha venido, mister Vance? ¿Ocurre algo? ¿Tendremos que ir todos a Winewood a responder al interrogatorio?

Vance rio tranquilizadoramente.

—Por favor, no turbe su hermosa cabecita. Se celebrará una encuesta, claro está, es la ley. Un simple formulismo. Seguramente no le pedirán a usted que vaya.

Los ojos de la muchacha se dilataron.

—¿Una encuesta? —repitió—. Es que yo quisiera ir, me gustaría oírlo todo.

Vance la miró con mucha fijeza antes de replicar:

—¿Está usted loca, chiquilla? Vaya a leer a Joan y olvide todo esto…

—Pero es que usted no lo comprende. Es preciso que yo asista a la encuesta. Tal vez…

Volvióse apresuradamente, y regresó corriendo a la galería.

—¿Qué le ocurrirá a esa muchacha? —murmuró Vance.

En el primer piso, en el momento en que nos dirigíamos hacia nuestras habitaciones, la criada apareció de pronto, saliendo de un pequeño corredor. Acercóse misteriosamente, y, con voz sepulcral, dijo:

—Está muerto, ¿verdad? Y tal vez no fue un accidente.

—¿Quién sabe? —replicó, evasivo, Vance.

—Aquí nunca suceden cosas normales. Esas esmeraldas han atraído una maldición sobre la casa…

—Ha estado usted leyendo novelas equivocadas.

La mujer no hizo caso a la alusión.

—Esas piedras verdes crean una atmósfera. Atraen. Crean tentaciones. Irradian fuego.

—¿Qué es lo anormal que encuentra usted aquí? —sonrió Vance.

—Todo. La querida Joan es una inválida. El viejo Jed es un místico fanático. Miss Naesmith trae gente extraña a la casa. Por todos lados hay intrigas y celos. Míster Rexon quiere elegir la esposa a su hijo —la criada sonrió inescrutablemente—. No sabe que edifica sobre arena. Todo empezó hace años.

—Oye usted muchas cosas, por lo visto —dijo, satíricamente, Vance.

—Y veo mucho. La dinastía de los Rexon se hunde. El joven mister Richard tiene muchas aspiraciones, pero la primera noche de su llegada de Europa una muchacha le esperaba al final de la escalera. El la estrechó entre sus brazos durante mucho rato —la mujer se acercó más, y bajó la voz—: ¡Era Ella Gunthar!

—¿De veras? —Vance rio, con indiferencia—. Amor juvenil. ¿Tiene algo que objetar?

La mujer se volvió, irritada, y alejóse por el vestíbulo.