El acolchado de los hombros y las caderas era astutamente
exagerado para hacer que su cintura pareciera más estrecha, su
carne de goma espuma se combaba dura y tersa en la translúcida
malla plateada, otorgándole una figura perfecta.
Aquella maldita cosa apretaba, picaba y hacía sudar, y el
forro a medida le había costado más de dos mil dólares, pero valía
la pena. ¡Con el inteligente diseño podía hacer tus necesidades sin
quitártelo!
Se puso las apretadas bragas de cuero negro y las alisó. Eran
las más caras que había encontrado en Rodeo Drive, con las dobles
espirales de plata y diminutas perlas negras incrustadas, y el
agujero negro había sido sacado de una fotografía reciente de la
gran nebulosa de Andrómeda.
Muy poco tiempo atrás hubiera preferido morirse antes que
aparecer en público con una vestimenta como aquélla, pero ahora se
veían Sallys por todas partes. Desde luego, en Los Angeles había
manadas de chicas con cuerpos perfectos y sin dinero que no
llevaban forro, pero casi todas las que tenían el suficiente para
comprarlo lo llevaban, porque los exagerados músculos de cable de
acero formaban parte de la imagen y podían
permitírselo.
Así que, por primera vez en su vida, Sally se vestía con la
ropa más cara de la última moda sin preocuparse por parecer
ridícula. Era un estilo democrático, puesto
que igualaba los cuerpos.
Al principio, no le gustaron en absoluto los visuales que
Bobby había puesto a sus pistas, que convertían en una depravada
caricatura a la Sally Cyborg de sus sueños.
Pero eso fue antes de que la canción alcanzara el éxito,
antes de que se iniciara la campaña publicitaria, antes de que las
Sallys empezaran a inundar las calles y los clubes, antes de darse
cuenta de que lo que él había hecho, por muy perversa que fuese su
intención, le permitiría ser la última en reír.
Se ajustó la redecilla del Jack y la peluca encima. Su peluca
de Sally Cyborg era también de lo mejor del mercado; mechones de
fibra óptica negra iluminados por dos fuentes internas, una violeta
normal y una ultravioleta auténtica para producir un efecto de luz
negra en la oscuridad, y ambas llevaban incorporados programas de
parpadeo intermitente. Incluso tenía un pequeño agujero situado
disimulada y estratégicamente para alcanzar el interruptor del Jack
sin quitársela ni tantear de forma ostensible.
Se sentó ante su tocador y empezó a aplicarse el maquillaje
plateado en la cara y los dientes, marcando los ángulos en las
mejillas y nariz con una leve sombra, de modo que cuando terminó y
encendió las fuentes de luz de la peluca apareció Sally Cyborg en
todo su esplendor.
Oh sí, podía haber millares de chicas por ahí con una materia
prima mucho mejor para empezar, pero ella era la Sally Cyborg
perfecta. Porque Bobby Rubin había modelado
la cara de Sally Cyborg con sus ojos, su nariz y sus labios. Sally
Cyborg era una caricatura suya.
Ahora, con su forro hecho a medida, su malla plateada, sus
bragas de cuero negro y su peluca de mil dólares, con un maquillaje
que estilizaba sus facciones haciéndolas semejantes a las de la
inexistente estrella de rock que Bobby había diseñado a partir de
su cara, estaba tan cerca de la imagen de Sally Cyborg como ninguna
mujer podría estar jamás.
Le sonrió a Sally Cyborg, y ella le correspondió desde el
espejo del tocador. Se levantó y empezó a bailar con cierta torpeza
frente al espejo, cantando el estribillo de su canción con su fina
voz nasal, pero oyendo con los oídos de su mente la música que
había compuesto, la voz cibernética que había hecho surgir de los
bits y bytes, y el inequívoco anhelo de su propio
corazón.
Soy Sally Cyborg
Soy tu cable caliente como la
sangre
¡Soy los ardientes
bytes
De tus deseos
carnales!
–¡Soy yo! – le dijo a su imagen reflejada, riendo con la risa
de Sally Cyborg-. Si no soy yo, ¿quién es? ¡Soy la única Sally
Cyborg que existe!
Por propia decisión, Bobby Rubin había salido del escenario.
Ni siquiera trabajaba en el nuevo disco. ¡Nicholas West le había
dado la oportunidad y el muy idiota la había
rechazado!
Sally se sonrió a sí misma. Esta vez, West ni se molestó en
presionar a Bobby. Se encogió de hombros, lo destinó a otro
proyecto y dejó Sally para ella sola. Los letristas le
proporcionaron las palabras y estaba haciendo la voz y la música.
Cuando las pistas estuviesen terminadas, contratarían por una
miseria a cualquier cretino sin nombre para que hiciera la
animación a partir de los algoritmos, cuyos derechos de autor se
había reservado la Factory, que ya tenían en
memoria.
Así que jódete Bobby Rubin, pensó Sally. Tuviste la
oportunidad de ser lo que todos esos millones de estúpidos
calenturientos están deseando ser: el verdadero amante de la única
Sally real, y la desaprovechaste.
Salió de su apartamento, recorrió el pasillo hasta llegar a
la escalera automática y dejó que la subiera a la fragante noche
californiana, a la panorámica ladera de la colina donde se asentaba
el Jardín de Babilonia, bajo la larga y protectora marquesina entre
arbustos de buganvilla y rosas, a través del pasadizo de
palmeras.
Hacía casi una semana que poseía el conjunto de Sally. Y se
lo había probado incontables veces en su apartamento, armándose de
valor para lucirlo en público.
Pero ahora, transportada por el suave mecanismo hacia la
cúpula rutilante de la cima, respirando los intensos aromas de las
flores, mirando por encima de su hombro las brillantes luces del
Valle, sudando debajo del forro de goma espuma, iba a
hacerlo.
Aspiró una bocanada de aire para dominar su nerviosismo.
Después, en el último momento, cuando la escalera la depositó en el
rellano de mármol, pulsó el interruptor oculto por la peluca e hizo
la conexión que completaba el circuito, que fusionaba sus deseos
con los medios para conseguirlos.
En los últimos tiempos, Paco estaba poco en el Slimy Mary's.
Hacía su trabajo en la puerta, recogía su paga y su parte de las
menguantes ventas de discos de Jack el Rojo y luego iba a
encontrarse con Karen en The American Dream, donde se quedaban en
la barra haciendo las escasas ventas que podían.
Pero por algo inexplicable se quedó esa noche después de que
Dojo le pagara.
Las ventas en The American Dream se hallaban bajo mínimas
aquellos días. A duras penas conseguía colocar un Jack ni tirando
el precio por los suelos, y el negocio de los discos de Jack el
Rojo de Karen estaba casi muerto.
Así que se dedicaba a beber, a mirar a las tías con sus
lujosos atuendos de Sally y a escuchar las quejas de Karen por lo
mal que iba el negocio. Por consiguiente, lo único bueno de aquello
era la Sally Cyborg que se exhibía en las grandes
pantallas.
¡Pero cada vez que tenía el flash de «Sally Cyborg», lo cual
sucedía al menos dos veces por hora en The American Dream, Karen se
lo reprochaba! De acuerdo, ella estaba deprimida por sentirse tan
inútil y todo eso, ¿pero por qué coño tenía que tomarla con él sólo
porque todavía era capaz de pasar un buen rato? ¿Qué quería que
hiciera, quedarse sentado allí escuchando sus lamentaciones? Estaba
empezando a cabrearse con la muchacha que siempre estaba cabreada
con él.
Ella incluso empezaba a rechazarlo en la cama. Ya no quería
tener flashs compartidos. Fingía conectar el suyo y pensaba que era
tan estúpido como para no darse cuenta. ¿Por qué cojones no podía
hacerlo con Sally Cyborg en el sueño si Karen se negaba a entrar
con él?
Chingada, necesitaba su cama para dormir, así que tenía
buenas razones para aguantarse, pero si ella estaba tan furiosa,
¿por qué no lo echaba de una patada? Pensándolo bien, ¿por qué el
FLR no le daba también la patada y lo echaba del local? ¿Por qué
aún permitía que compartiera su comida si ya no le proporcionaba
dinero?
¿Tenía algo que ver con la… amistad?
¿Fue ésa la otra cosa que le hizo quedarse en el Slimy Mary's
aquella noche?
Paco nunca había pensado en la amistad hasta que Malcolm y él
le entregaron a Dojo el primer Cajero Automático del Pueblo.
Chingada, ni siquiera se había dado cuenta de que tenía un amigo.
Karen era su mamacita, la gente del local eran sus socios en el
negocio y Dojo era sólo un negro gigantesco y duro al que quería
parecerse…
Pero cuando miró más allá de la expresión ceñuda del negro
gigantesco, vio algo más en su interior y se lo dijo, se produjo un
cambio entre ellos o, quizá, sólo quizá, percibió por primera vez
algo que siempre había estado allí.
Había más en Dojo de lo que mostraba. Una parte de él era
demasiado blanda para dejar que un puñado de malditos zombis
murieran de hambre por ahorrarse unos pavos. Mierda, Dojo le había
dado el cargo de portero, le había dado una parte del negocio del
disco que no tenía por qué darle, le llamaba «mi hombre de
confianza», le había vuelto a dar el trabajo de portero cuando el
negocio del Jack empezó a descender. No había dinero para Dojo en
nada de todo eso.
Debía de hacerlo todo por amistad.
Dojo era su amigo.
Él era amigo de Dojo.
¿Sería posible que tuviera otros amigos?
¿Sería posible que su mamacita también fuera su amiga? ¿Sería
posible que los del local fueran amigos suyos? Ahora que pensaba en
ello, ¿acaso no había sentido la misma sensación con Larry
Coopersmith que con Dojo? Chingada, ¿no se había sentido celoso
cuando los dos habían entablado amistad?
¿Explicaba eso el porqué Karen no le había echado de su cama
aunque estuviera enfadada con él? ¿Explicaba eso el porqué no le
habían echado del local? Chingada, ¿sería ése el motivo por el cual
todos le estaban dando la lata por su adicción a Sally Cyborg?
¿Tendría razón Larry? ¿Iba a hacer aquello que rompiera con su
chica, con sus… amigos?
¿Acaso un grupo de petimetres cabrones en alguna torre de
cristal de Ciudad Trabajo o de algún lugar de Hollywood lo estaban
alimentando con una mierda que le embotaba la cabeza y la
sensibilidad sólo para hacer dinero con Sally Cyborg, sólo para que
se olvidara Jack el Rojo, sólo para proteger sus malditos
intereses? ¿Era eso lo que su amigo Larry quería que comprendiera? ¿Sería posible
que los bastardos hicieran tal cosa?
¡Maldita sea, seguro que sí!
De modo que quizá por eso se quedó en el Slimy Mary's aquella
noche. Quizá porque hacía tiempo que no había pasado un rato en el
local de su amigo. Quizá porque sentía la necesidad de mirar con
detenimiento de donde procedía para saber dónde coño se encontraba
ahora.
Quizá porque The American Dream era el territorio de Sally
Cyborg, el territorio de Ciudad Trabajo y quizá su otro amigo, Larry, tenía razón. Quizás esto lo
estaba convirtiendo en lo que él odiaba más en el mundo, en un
jodido blancorriqueño que hacía la pelota a los mismos hijoputas
que lo mantenían en el arroyo.
Y quizá porque había algo que tenía que averiguar alucinando
con Sally Cyborg en la sombra, en aquel sucio sótano, no en el
local más elegante de Nueva York. Allí, con un atajo de mugrientos
vagabundos y puercas de mala vida, no rodeado de ricachones y
fulanas de lujo. Allí donde se había iniciado su largo y extraño
viaje desde el montón de basura hasta The American
Dream.
El Slimy Mary's también había experimentado algunos
cambios.
Desde su aventajada posición de portero, Paco había observado
las sucesivas oleadas diversas que pasaban por Slimy Mary's: los
estúpidos gordos que entraban a hurtadillas para comprar wire barato cuando el Jack se llamaba Zap y costaba
cuatrocientos dólares en los locales elegantes, los siniestros
«heavies», con los cuales nunca había armado camorra aunque lo
rozaban al pasar cuando iban a comprar discos de Jack el Rojo, los
jodidos universitarios disfrazados de vagabundos que aparecieron
cuando la gran novedad era comprar un disco y un Jack por
doscientos.
Esas oleadas de turistas llegaron y se fueron, dejando de
nuevo el Slimy Mary's para los asiduos de siempre. Pero algo quedó
en la playa tras la retirara de la marea.
La mayoría de las muchachas imitaban el atuendo de Sally
Cyborg. Algunas llevaban mallas plateadas de cuerpo entero, otras
sólo camisetas de Sally plateadas sobre los harapientos vaqueros.
Algunas llevaban bragas baratas de imitación de cuero negro e
incluso pelucas de goma, otras se hacían pequeñas trencitas con el
pelo teñido de color púrpura eléctrico. Todas usaban maquillaje
plateado para la cara, aunque sólo parte de ellas se pintaban los
dientes. Ninguna tenía dinero para comprar un forro de goma espuma;
y como allí escaseaban las tías de primera, la exposición de tanta
carne embutida en una ropa tan reveladora no era lo adecuado para
atraer a Paco.
Muchos de los hombres conservaban el pelo rojo para esconder
el Jack, pero la mayoría también llevaban la versión masculina de
la camiseta de Sally, plateada y con un dibujo de Sally Cyborg en
actitud desafiante y con las manos en las caderas.
Paco se agazapó en un montón de cojines viejos, a mitad de
camino entre las sombras y la zona de penumbra, para observar la
acción. Y se encontró molesto.
Le gustaba, en la época de furor de Jack el Rojo, ver el
rojo que igualaba las cabezas de sus
compadres vagabundos con las de los gordos de The American Dream.
Incluso el ver a Ciudad Trabajo unirse al sueño de las calles había
hecho que odiara menos a los cabrones que la
habitaban.
Pero todas aquellas fulanas que se vestían imitando a Sally
Cyborg y todos aquellos tipos con sus camisetas de Sally daban la
impresión de haber encontrado la ropa en los cubos de basura de
Ciudad Chocharrica.
Paco frunció el entrecejo. Era muy extraño, había algo triste
en eso, era… ¿cuál es la palabra?… patético.
Sí, patético. Chingada, una cosa era llevar el rojo y venir aquí a enchufarte con tu propia gente y
otra muy distinta ir al Slimy Mary's para encontrarlo convertido en
una jodida, patética y sórdida versión de
cartón piedra de The American Dream.
Y cuando el estribillo de «Sally Cyborg» empezó a sonar a
través de los pequeños altavoces y ella se deslizó por la
deteriorada pantalla de video obligándolo a alzar la mano
automáticamente para pulsar el contacto, Paco se preguntó si sus
amigos tendrían razón, si Sally Cyborg lo
habría convertido también en algo patético.
«Soy Sally Cyborg y nunca he existido…», cantaba burlándose
de él.
Y entonces tuvo la seguridad de que se había quedado allí
para averiguar eso.
La escalera mecánica depositó a Sally Cyborg en una larga
franja de mármol que recorría la parte norte de la cumbre de la
colina. Se detuvo un momento para mirar las interminables tierras
enjoyadas del Valle de San Fernando, las corrientes de luces rojas
y blancas que rodeaban la curva de la 101, los oscuros monolitos de
Ciudad Universal destacándose en el lado opuesto de la autopista,
las pálidas estrellas de la noche del Valle que le hacían recordar
como un lejano sueño los centros comerciales, las interminables
hileras de casas, las estaciones de servicio y los Seven-Eleven,
los clubes miserables, la escuela secundaria, la casa de sus
padres, la sórdida realidad ocultada por el maravilloso paisaje
nocturno visto desde lo alto, toda su larga y desagradable
adolescencia.
Sonrió mostrando los dientes de acero, le volvió la espalda
al pasado de la Chica del Valle y avanzó a través de una jungla de
diseño llena de palmeras, serpenteantes caminos de piedra, altos y
finos cedros, y cactus enormes, hacia la Cúpula Resplandeciente, la
enorme sala de fiestas de Hollywood que lo dominaba todo desde su
pilar de cemento como un inmenso diamante falso engarzado en el
punto más alto de la cumbre de la colina.
Otra escalera mecánica que ascendía por el interior del pilar
la llevó al interior del club.
Bajo la cúpula geodésica transparente había una gran pista de
baile redonda de secuoya pulida. En el centro de la misma, cuatro
enormes pantallas de video formaban un quiosco cuadrado, alrededor
del cual giraba la acción. El borde exterior de la pista era una
barra de bar circular rota sólo por unas cortas escaleras que
conducían en un nivel más alto: un voladizo circular con mesas de
café de unos tres metros de ancho.
La escalera mecánica desembocaba allí, cerca del borde
interior. En una noche cálida como aquella se eliminaba la pared
exterior de esa planta, quitaban los paneles de cristal que
protegían al salón del mal tiempo, de modo que se unía con el
amplio porche circular que rodeaba la base de la cúpula como el ala
de un enorme sombrero.
Desde aquel lugar, Sally podía ver toda la Cúpula
Resplandeciente. Las mesas de latón y cristal ahumado de la galería
interior. Una de las pantallas centrales de video en la que Mama
Mía danzaba con su capa de terciopelo rojo y sus medias doradas.
Más abajo, tras los que bailaban, distinguía una sección curvada de
la barra de la pista de baile. Detrás de ella estaba el porche con
sus rústicas sillas y mesas de madera de secuoya y sus macetones
con palmeras.
Y mirando hacia afuera en cualquier dirección, el panorama
eléctrico de Los Angeles y del Valle de San Fernando, una extensión
sin límites de joyas centelleantes sobre terciopelo negro, una
alfombra mágica extendida a los pies de este Walhala del negocio
del espectáculo situado en la cima del mundo.
Aquel ambiente siempre le recordaba la horrible fiesta de la
gran mansión de Mulholland a la que Glorianna O'Toole la llevó en
compañía de Bobby. Había la misma mezcla de auténticas estrellas
del rock y del cine, actores secundarios, productores, agentes, los
hermosos satélites de ambos sexos, y quienes aspiraban a serlo, a
la caza de la Gran Ocasión, o incluso de unas generosas líneas de
polvo, con sus caras de modelo y sus cuerpos
perfectos.
En la Cúpula Resplandeciente, igual que en aquella gran
fiesta de antaño, se sentía como un patito feo que se las había
arreglado para colarse en el lago de los cisnes, ignorada por todas
las elegantes y bellas criaturas de cabeza hueca y espíritu
mezquino. Cada vez que se aventuraba a subir, se pasaba la noche
sola, sentada en un taburete del bar, emborrachándose lentamente y
esperando el momento mágico que nunca llegaba.
Pero ahora, mediante los instrumentos electrónicos y su
propio talento, el pequeño patito feo se había convertido en la
reina Cyborg de los cisnes y se deslizaba por la Cúpula
Resplandeciente con la cabeza bien alta.
Desde luego, veía al menos una docena de Sallys Cyborg
bailando abajo. Desde luego, había impostoras revoloteando junto al
bar de la pista y repartidas por las mesas de la planta alta y de
la terraza; y sí, la mayoría eran hermosas e incluso algunas debían
de ser actrices de televisión o cantantes. Y desde luego había
muchos tipos merodeando alrededor de ellas.
Pero sólo había una auténtica Sally
Cyborg en el mundo y la veía reflejada en los ojos de cada hombre,
en sus atónitas miradas de reojo, en sus expresiones de asombro, en
el movimiento de sus cabezas mientras ella deambulaba lenta y
tentadoramente, lanzando una cruel sonrisa provocativa aquí,
contoneando las caderas allá, parándose, mirando, evaluándolos uno
tras otro, decidiendo que no valían la pena.
Sí, les decía sin palabras: ¡Yo soy la auténtica, con mi
corazón de hielo y mi anillo de fuego, Sally Cyborg, carne y cable,
la Reina del Ardor, y todos me deseáis!
Pavoneándose, con los electrodos chisporroteando y su
orgullosa cabeza aureolada por destelleante fuego eléctrico, Sally
Cyborg descendió por un corto tramo de escaleras hasta la pista de
baile, adelantando a un hombre alto y musculoso con una camisa dé
seda roja que llevaba del brazo a una patética imitación. Él la
miró con asombro y Sally Cyborg lo favoreció con una sonrisa y un
guiño. La falsa Sally obligó a su acompañante acelerar, tirándole
del brazo, y le lanzó a ella una mirada ponzoñosa con unos ojos que
no se parecían en nada a los del modelo que trataba de imitar.
Sally Cyborg le correspondió con un gesto despreciativo y pasó
contoneándose por delante de ellos.
Y entonces, como si obedeciera una orden suya, la música cesó
y…
…allí estaba ella, alzándose triunfante por encima de los
cuerpos de toda la gente guapa que bailaba, con las manos en la
caderas, moviéndose como una gran máquina plateada de rock and
roll, cimbreándose eróticamente, girando su anillo de fuego, con su
canción brotando como un torrente de su garganta, sus labios y sus
circuitos de cable caliente desde los ardientes bytes de su
alma.
Soy Sally Cyborg
Y nunca he existido…
–¡Hasta ahora! – gritó.
Después hizo lo que nunca se había atrevido a hacer. Allí,
rodeada por una multitud de gente guapa, bajo el techo de cristal
negro de la Cúpula Resplandeciente, con su voz cibernética
proclamando su triunfo, se irguió gloriosa sobre todos los cisnes
del estanque del negocio del espectáculo. Allí, al fin, la que no
fue más que un patito feo se lanzó al centro de la pista y empezó a
bailar.
«¡Conéctate a mí y te haré gritar!», prometía Sally Cyborg
mientras Paco pulsaba su contacto y se dejaba arrastrar por ella a
la pista de baile.
Pero aquello no era The American Dream y Sally Cyborg no lo
dominaba desde las alturas. Estaba en el Slimy Mary's y ella tenía
su mismo tamaño, y sus ojos estaban al mismo nivel, mano a mano,
carne y alambre, y sus huesos parecían latir con un ritmo diferente
y medio olvidado, y sus pies iniciaron un arrogante zapateo, y se
produjo un estruendo de trompetas muy dentro de
él.
Y se convirtió en Mucho Muchacho, con su fuerte brazo derecho
doblándose y extendiéndose al compás, con sus labios sensuales
lanzado su respuesta, que se alzó para aceptar el reto de la Reina
del Ardor Cibernético.
¡Tu ma-dre TAMBIÉN,
furcia de lujo!
Sally Cyborg mostró sus relucientes dagas dentales y su
lengua de cuero negro, pasando sus manos de acero por su cuerpo de
metal, bailando más cerca, más cerca, más cerca, en cerrados
círculos de depredador alrededor de él.
Mucho Muchacho la miró con desprecio, arqueó la espalda,
alargó su brazo derecho hacia ella, con los músculos tensados,
agarró su mano izquierda y cantó su desafío.
Besa mi pico
(Tu ma-dre TAMBIÉN)
Y dame a tu hermana
(Tu ma-dre TAMBIÉN)
Es mejor que me llames
Señor
¡Y TU MADRE TAMBIÉN!
Describiendo círculos cada vez más y más cerrados el uno
alrededor del otro, riendo burlonamente y contoneándose, sus ojos
se enzarzaron en un duro combate. Escupiendo las palabras entre sus
dientes de acero, Sally cantó:
Soy Sally Cyborg
Soy tu cable caliente como la
sangre
Soy los ardientes
bytes
De tus deseos
carnales…
Enorme, triunfante, con su perfecto cuerpo de metal vibrando
al compás de su amplificada voz, Sally Cyborg bailaba en la pista
de la Cúpula Resplandeciente, arqueando su espalda de acero,
girando, retorciéndose, lanzando su fuego, chasqueando la lengua,
provocando a uno u otro para después alejarse con un gesto de burla
electrónica.
Y entonces lo vio entre la multitud, con su aureola de
estrella de rock, bailando como si estuviera bajo un foco, rodeado
de la camarilla inevitable de pequeñas fans con cabeza de chorlito
y ojos ardientes.
El pantalón de su esmoquin de lentejuelas negras estaba
intencionadamente rajado a la altura de las rodillas, sobre unas
botas altas de color rojo sangre, y no llevaba camisa para mostrar
el rizado vello dorado de su pecho. Su gran melena rubia peinada a
lo afro le proporcionaba un halo a su rostro de facciones perfectas
y casi afeminadas.
Era Lord Jimmy, el Chico de Oro del Rock and Roll, el
cantante inglés cuyo último disco «A Tus Órdenes» había estado en
el segundo lugar de las listas, aunque a mucha distancia de ella,
durante las seis últimas semanas.
Incluso era más guapo en persona que cuando aparecía en
MUZIK, como si fuera una especie de cyborg cinemático, o algo por
el estilo, a la vez que un hombre mortal de carne y hueso a quien
el más mínimo movimiento le fuera indicado por un director
invisible que de alguna manera transformaba mágicamente el lugar en
que se hallaba en su propio escenario.
Era el compendio de los hombres que le gustaban y sabía que
eran inaccesibles para ella. Era la estrella viva del rock and roll
que ella siempre supo que no podría ser.
Era un precioso dinosaurio en camino hacia los pozos de
alquitrán de La Brea, una simple estrella de rock humana, sí, pero lo mejor de una raza que se
extinguía.
Y él no tenía ojos para las admiradoras que competían por el
pasajero placer de su atención. La indisimulada redecilla del Jack
brillaba en su dorado cabello mientras miraba con ojos vidriosos a
la enorme pantalla.
Sally Cyborg se abrió paso hacia él bailando entre la
multitud, deslizándose, dando codazos para apartar a las estúpidas
admiradoras, hasta que se detuvo ante él.
–¡Tú eres Lord Jimmy! – le gritó por encima de la música-.
¿Puedes adivinar mi nombre?
Él arqueó las cejas. Sus labios se plegaron en una
aristocrática mueca de desprecio. Bajó la mirada lentamente,
dignándose a darse por enterado de la inoportuna interrupción de
otro pajarillo adorador.
Se quedó con la boca abierta. Sus preciosos ojos azules se
desencajaron. Miró hacia arriba, hacia abajo, arriba y otra vez
abajo.
–Joder… -susurró con una voz muy bien timbrada y
melodiosa.
Ella sonrió, se acercó más y le acarició el pecho desnudo. Y
cantó con la misma voz que a las multitudes, pero sólo para él en
su perfecto oído.
Sí, soy Sally Cyborg
Soy tu máquina de
sexo
¡Mis chips de
cristal
Harán que grites!
Unos dedos de acero asieron el pelo de Mucho Muchacho y
atrajeron su cara hacia adelante y hacia abajo mientras Sally
Cyborg oprimía su cuerpo frío contra él, y las rodillas de Mucho se
doblaron cuando una oleada de helado fuego eléctrico descendió por
su esquina dorsal y unos músculos de acero trenzado tiraron de su
cara hacia abajo, abajo, abajo…
Pero, desde alguna parte, llegaron a sus oídos las fuertes
voces de un coro de vagabundos; y en alguna parte, mujeres vestidas
con trajes blancos y luciendo largas melenas de color rubio platino
bailaban a su alrededor…
De repente consiguió erguirse, y cara a cara, mirándola a los
ojos, proclamó su machismo ante Sally Cyborg.
Tus hermanas y tus
tías
(Tu ma-dre TAMBIÉN)
Son furcias
elegantes
(Tu ma-dre TAMBIÉN)
No quiero maricas
románticos
(¡Tu ma-dre
TAMBIÉN!)
Sally Cyborg mordió con sus dientes de acero el lóbulo de la
oreja de Lord Jimmy mientras le cantaba directamente al cerebro,
sintiendo cómo se estremecía, bailando bajo la Cúpula
Resplandeciente colocada en la cima del mundo.
¡Ninguna hija de
padre
Destelló así jamás!
Tirándole del pelo, con sus electrodos de fuego
chisporroteando y el pelo lanzando destellos, Sally Cyborg le
sonreía, burlona y provocativa, mostrando sus afilados dientes de
acero. Pero Mucho Muchacho la lanzó sobre las sábanas de satén
dorado de la gran cama redonda del dormitorio del
ático.
Todas queréis mucho a
macho
(Tu ma-dre TAMBIÉN)
Mucho Muchacho
(Tu ma-dre TAMBIÉN)
Yo sé cómo dominar
(Tu ma-dre TAMBIÉN)
Ella se escabulló de los brazos de Lord Jimmy, cogió sus
manos con dedos de acero y lo mantuvo a la distancia de sus brazos
estirados contoneándose prometedoramente al ritmo de la música
mientras él se balanceaba como hipnotizado bajo su poder, igual que
una presa humana atrapada por la cobra de alambre
trenzado.
–Joder… Maldita sea… -suspiró, agitando la cabeza con su
dorada corona de pelo espumoso mientras ella lo conducía a través
de los bailarines a las escaleras de la galería.
Ella se defendía hasta con los dientes afilados como navajas,
rugiendo y retorciéndose, cantando su desafío:
¡Sally Cyborg!
¡Carne y cable!
¡Reina del Ardor!
¡Fuego eléctrico!
Pero mucho Muchacho cantó su triunfo final.
–No, vamos, de verdad, ¿quién demonios eres tú? ¡Estás
hablando con Lord Jimmy, chica, no con un
cretino de ojos soñadores!
Ella lo había llevado a la galería, y después al porche,
sumergiéndolo en la suave y fragante noche californiana, y ahora le
rodeaba la cintura con un brazo de acero exhibiéndolo como un
trofeo en un lento paseo por la parte exterior de la terraza
circular, observando cómo todas las starlets y los petimetres, todos los tíos buenos y
los parásitos, todas las bellas asistentes a las innumerables
fiestas de la cima de las Colinas de Hollywood los
miraban.
Los miraban, charloteaban entre sí y se apartaban, dejando a
Lord Jimmy y a Sally Cyborg, la pareja mágica, el presente rey del
rock y la ascendente estrella del futuro cibernético, pasaran entre
ellos regiamente imperturbables en su dorada burbuja de luz de
focos.
Oh sí, aquello saldría en todas las revistas especializadas,
el apareamiento del no va más de la carne con la reina del alambre.
Si alguien tenía a mano una buena cámara fotográfica, seguro que
saldrían en las cubiertas de People y
Rolling Stone.
–Soy Sally Cyborg, soy tu máquina de sexo… -le murmuró la
oído.
–Pero tú no existes -objetó Lord Jimmy lleno de perplejidad-.
Quiero decir…
Ella lo abrazó y lo besó ante la mirada de
todos.
–¿No existo? – preguntó.
–Pero se supone que eres, ¿cómo lo llaman esos bastardos?,
una maldita Personalidad Artificial,
filtros, vocoders, programas de animación y vete a saber qué más,
como ese maldito Jack el Rojo. Mira, yo estoy flipado ahora, ¿no es
cierto?, y estoy hablando con… con… quiero decir… Mierda, ¿qué coño
quiero decir?
Ella le sonrió con su sonrisa de dagas de
acero.
–Soy Sally Cyborg -dijo-. Carne y cable.
–¿Los ardientes bytes de mis deseos carnales? – preguntó él
en voz baja.
–Ningún alma viva te elevará más.
Lord Jimmy enarcó las cejas.
–Pero, maldita sea, ¿eres un alma
viva o qué? Quiero decir, tú en los discos,
tú aquí, ¿es el mismo maldito tú? Pero
no puedes ser real, o si, esa
voz…
–¿No has utilizado nunca un vocoder? ¿No hay efectos
especiales en tus discos?
–¡Sí, pero… soy realmente yo, no un maldito conjunto de
programas que los hacen surgir de la nada!
–Tú… me sentiste llegar desde la pantalla, lo vi. ¿Era eso
surgir de la nada? – Lo abrazó con más fuerza-. ¿Acaso esto sólo es
un conjunto de programas? ¿Crees ahora mismo que estás hablando con
un conjunto de programas?
Lord Jimmy lo negó con su bella cabeza.
–Maldito sea si sé a quién o a qué le estoy hablando ahora.
Podría estar de regreso en mi casa de Londres, conectado y hablando
solo. – Se encogió de hombros, sonriendo-. Pero me trae sin
cuidado.
Frunció el entrecejo.
–Pero si realmente existe una Sally Cyborg -continuó-, y
estoy realmente hablando con ella, contéstame esto, Sally: ¿Por qué
diablos no haces giras? ¿Por qué va a
actuar el pobrecito Lord Jimmy en The American Dream de Nueva York
mañana y no tú? Quiero decir que, seas
verdadera o no, ¡Muzik te tiene bajo contrato y ellos son los
dueños del maldito local! ¿Por qué no dan conciertos en
directo?
Un sudor helado bañó a la chica gorda del Valle cuando se
despertó metida en un traje de goma intentando ligarse a una
estrella de rock. Un miedo humano sustituyó la confianza eléctrica
de sus circuitos.
–¿Por qué… por qué preocuparse? – fue lo único que pudo
balbucear.
–¿Por qué preocuparse? -preguntó Lord
Jimmy, cuyos ojos azules destellaban con repentina pasión-. ¿Por
qué preocuparse de comer? ¿Por qué preocuparse de estar flipado?
¿Por qué preocuparse de follar? Pero se trata de otra cosa, ¿no es
cierto? ¡De algo mejor que atiborrarse en Maxim's o esnifar polvo
por valor de un millón de libras o acostarte con la mujer más bella
del mundo! ¡Estar allí arriba en el escenario con miles de chicas y
chicos saltando arriba y abajo, histéricos por ti y por la música
que emana de ti! Ésa es la única razón de ser, ¿verdad? ¡El maldito
rock and roll! El resto es sólo quedarse sentado detrás del
escenario esperando a que llegue la próxima
oportunidad.
–Sí… -murmuró ella-. Algún día…
–¿Algún día? ¿Por qué no ahora?
Se detuvieron en la barandilla de la terraza y ella miró
sobre los toscos y oscuros hombros de las Colinas de Hollywood
hacia los ardientes bits y bytes de Los Angeles, esparcidos ante
ellos en la lejanía de abajo.
Sally alzó la mano para reconectarse a la corriente de poder
que la había elevado a este pináculo y puesto al lado de esta
arrogante estrella del rock and roll…
…y estaba en la terraza de la casa de Glorianna O'Toole en
otra noche aromática parecida a aquélla, mirando a lo lejos sobre
la misma ciudad. La noche en que se conectó por primera vez.
Glorianna O'Toole se hallaba de pie, perfilada contra las luces
destelleantes como piedras preciosas, retrocediendo en el tiempo,
convirtiéndose en la gloriosa imagen de la auténtica reina del rock
and roll que había atrapada en su interior, torturándola con la
exhibición de lo que ella tanto deseaba y sabía que nunca podría
ser.
Parpadeó, se volvió para mirar a los ojos azules de Lord
Jimmy, que brillaban como zafiros en su cara bellamente cincelada.
El suave resplandor de la iluminación interior de la Cúpula
Resplandeciente destacaba su pelo dorado a contraluz como en una
buena foto publicitaria.
¿Por qué no yo, por qué no yo, por qué no
YO?
–Tu eres la maldita Sally Cyborg, ¿verdad? – dijo él-. ¡Y yo
soy Lord Jimmy, el maldito Chico de Oro del Rock and Roll, por lo
menos durante las próximas semanas! Somos el número uno y el número
dos de las listas, ¿no es cierto, cielo? ¡Los últimos príncipes
vivientes del rock and roll! Acabo de oírlo comentar cuando
veníamos hacia aquí. ¿Qué opinas, Sally Cyborg? Si de veras eres
real, ¿por qué no apareces por Nueva York y haces una o dos
actuaciones sorpresa conmigo en The American
Dream?
–Yo… Yo no podría… -tartamudeó-. Estoy trabajando en un nuevo
disco… Ellos no me dejarían nunca…
–¡No te dejarían nunca! – repitió Lord Jimmy-. ¿Qué manera de
hablar es ésa para una maldita estrella del rock? ¡Eres la número
uno de las listas! ¡Tú eres lo único que se interpone entre mi
maravilloso ser y la cumbre! ¿Seguro que sabes dónde y cuándo va un
cantante con el número uno?
Ella lo miró interrogativamente. Él rió.
–¡Al lugar que quiere y en el momento que le de la gana! –
exclamó él-. ¡Que se jodan! Dale una lección a esos bastardos, ¡oh
ardientes bits y bytes de mis deseos carnales! ¡Nobleza obliga,
cielo! ¡Somos estrellas de rock! ¡Estamos
obligados a ser imprevisibles primas donnas
y maníacos, querida! De vez en cuando, debemos darles a los
bastardos una buena patada o dejaremos mal a los nuestros,
¿verdad?
Ella lo miró a los ojos, y vio la mágica perfección de sí
misma reflejada allí, con su parpadeante nimbo de pelo de serpiente
resplandeciendo en la oscuridad, con el brillo plateado de su cara
y de su carne; todo enmarcado por el inmenso campo de pixels
multicolores de las luces de la ciudad, de los que se destacaba
como la diosa electrónica recién nacida y triunfante de sus sueños
de rock and roll.
–¡Qué pareja podríamos formar! – exclamó Lord Jimmy-. ¡Qué
mezcla tan explosiva! Yo te acompañaré en «Sally Cyborg», tú me
acompañarás en «A tus órdenes», ¡y romperemos todos los viejos
moldes! ¡El Chico de Oro del Rock and Roll y la Reina Cyborg que no
existe! ¡Una batalla a muerte entre el futuro y el pasado, y que el
diablo coja al que se quede atrás! ¡Sé buena chica, amor! ¡Yo
siempre he dicho que, cuando me vaya, quiero hacerlo interpretando
rock!
Él la estrechó entre sus brazos y la besó larga y
apasionadamente. Después la apartó con delicadeza y le dedicó una
perfecta sonrisa que sólo era para ella.
Los ojos de Sally se llenaron de lágrimas. Una alegría
desconocida hasta entonces se abrió como una flor en el corazón de
su corazón.
–¡Vaya, vaya, si es Sally la del Valle! – dijo una voz muy
familiar detrás de ella.
Ya entrada la noche, Paco Monaco giró hacia el oeste en
Houston como un gato salvaje, frustrado y paranoico, avanzando con
largas zancadas y gran celebridad, volviendo la cabeza de un lado a
otro, con ojos vigilantes, bajo una sobrecarga de
adrenalina.
¡Chingada, le había vuelto a suceder!
El último compás de «Sally Cyborg» había acabado con el
triunfo de Mucho Muchacho, sumiendo a Paco en una
pesadilla.
Se encontró sumergido en el hedor a cucaracha del fondo del
Slimy Mary's en un colchón mugriento con una fulana, oyendo la risa
chirriante de ratas gigantescas vestidas con abrigos de piel y
esmóquines que formaban un círculo a su alrededor, señalándolo con
huesudos dedos de rata.
La tía que estaba con él no era humana. Una cara sin
facciones como la de un maniquí plateado de unos grandes almacenes,
con una peluca de goma barata, unos ojos burdamente pintados y una
boca llena de dagas de acero castañeando mecánicamente como una
dentadura postiza. Tenía a un robot furioso agarrado por las
muñecas, a un monstruo del sexo.
–¡Chingada! – gritó, apartándose de la criatura, poniéndose
de pie de un salto y abriéndose paso entre el círculo de ratas
gigantescas con una serie de golpes de karate.
Atravesó la zona de penumbra bordeando la pista de baile,
donde unas plateadas maniquíes sin rostro y con pelucas de goma
baratas se retorcían y saltaban espasmódicamente bajo las
parpadeantes bombillas, donde los zombis quemados con camisetas de
Sally Cyborg y el pelo largo y rojo, con podrida piel verdosa y
ojos de pez muerto, bailaban en torno a ellas como marionetas
movidas por sus cuerdas…
La Calle Tercera estaba oscura y desierta cuando salió del
flash y del tugurio. Incluso ahora, bajo las sucias farolas
amarillas de la Calle Houston, las únicas personas que se veían
eran harapientas figuras dormidas en callejones llenos de basura
entre altos edificios oscuros, y petimetres y gordos deslizándose
en coches y taxis en la siniestra hora gris que precede al
amanecer.
¡Buena suerte para cualquier hijoputa que pueda cruzarse en
mi camino!, pensó mientras pulsaba el contacto. ¡De una forma u
otra, no iba a terminar la noche hasta que Mucho Muchacho pateara a
alguien de Ciudad Chocharrica!
Porque su tersa y brillante piel morena hormigueaba de
autorrepugnancia, sus potentes músculos se crispaban buscando
pelea, y su cerebro parecía retorcerse dentro de los confines del
cráneo al borde de una angustiosa y falsa
revelación.
Si un jodido guardia de seguridad con un Uzi hubiera
aparecido para incordiarlo, probablemente no habría podido evitar
el darle una buena tanda de puñetazos y patadas.
Igual que un durmiente con atisbos de lucidez dentro de su
pesadilla que trata de desviarla hacia un final feliz, había
entrado de nuevo en el flash para conducirlo a su
conclusión.
Y dicha conclusión, como él sabía mientras giraba hacia el
sur por Mercer para evitar cualquier enfrentamiento con los
guardias de seguridad que patrullaban el oeste de Broadway, se
encontraba en el Soho, en Ciudad Chocharrica, en The American
Dream.
Porque allí era donde Mucho Muchacho debía cazar a Sally
Cyborg. Ése era su territorio, allí era donde ella lo había
sometido, allí era donde podía encontrarla, y cuando lo hiciera…
cuando lo hiciera…
¡Chingada! ¡No sabía lo que iba a encontrar! ¡No sabía que
iba a hacer! ¡Eso era lo que le quemaba el
cerebro!
Sally Cyborg lo había traicionado. ¡De alguna manera, los
hijoputas que poseían el mundo habían hecho que se traicionara a sí
mismo!
¡La única forma de recuperar su propio dominio era terminar
lo que quedó inacabado!
Cuando giró por la esquina de Mercer, vio que la multitud que
se reunía habitualmente en la entrada principal de The American
Dream ya se había ido. No había nadie en la puerta, excepto Fritz
con su largo chubasquero negro y rodeado por tres cabrones
corpulentos que estaban haciéndole pasar un mal
rato.
Chingada, ¡qué tíos tan horribles! Todos tenían unos músculos
abultadísimos que sus chaquetas de piel sin mangas tachonadas de
agudos pinchos cromados dejaban al descubierto. Llevaban pantalones
de cuero negro y dos de ellos botas de motorista. El tercero
calzaba botas de cowboy de tacón alto, con espuelas. Uno se había
afeitado la cabeza, otro llevaba una gorra de piel, y el tercero
lucía un penacho a lo mohicano de pelo negro engominado con una
hilera de hojas de afeitar pegadas formando una línea de sierra a
lo largo de la cresta.
–No, tío, de ninguna manera… -estaba diciendo
Fritz.
Bloqueaba la entrada con su cuerpo, pero estaba retrocediendo
lentamente y su voz denotaba un miedo impropio de él. Paco vio la
razón de eso cuando estuvo cerca.
–No somos lo bastante buenos para tu agujero de mierda, ¿es
eso, gilipollas? – decía el bastardo calvo.
Tenía la mitad de una larga cadena enrollada en su brazo
derecho y la hacia culebrear con la mano, girándola lentamente. El
bastardo del penacho de mohicano blandía una larga y puntiaguda
navaja.
La furia de Mucho Muchacho lo invadió. El tiempo pareció casi
detenerse mientras él se deslizaba hasta la puerta. En sus labios
se dibujó una malévola sonrisa.
–Ey, ¿qué pasa, amigo? – dijo arrastrando la voz-. ¿Te están
incordiando estos jodidos maricones?
Los ojos de Fritz se llenaron de asombro. Movió la cabeza en
señal de advertencia. El hijoputa de la cadena se volvió para
mirarlo con enloquecidos ojos inyectados de
sangre.
–¿Quién coño eres tú, hispano? – le preguntó con voz
pastosa.
–No creo que quieras averiguarlo, cabrón -dijo Mucho
Muchacho.
–Tienes diez segundos para desaparecer de aquí, si no quieres
que acabe contigo, imbécil -dijo el de la navaja, agitándola bajo
su nariz.
–Tú eres quien va besarme los pies, maricón -dijo Mucho
Muchacho.
–Ey Paco, por el amor de Dios, no…
El hijoputa de la cadena la dirigió contra la cabeza de Mucho
con un movimiento que duró todo el tiempo del mundo. Mucho se
agachó para esquivarla, avanzó el pie izquierdo, giró sobre él y le
dio una patada en los testículos. Gritó y se dobló, y Mucho
Muchacho lo golpeó en la nuca con el borde de la mano mientas le
propinaba un rodillazo en plena mandíbula.
Mucho se alzó girando de su posición acuclillada con el
tiempo preciso para asestarle al siguiente un directo en la nuez en
el momento en que se disponía a darle un puñetazo, que quedó
desviado y pasó rozándole la oreja. Entonces le dio una patada en
el estómago y el tipo se desplomó pesadamente hacia atrás, echando
sangre por la boca.
Oyó una especie de aullido y vio al tercer bastardo, el que
esgrimía la navaja, inclinado delante de Fritz, clavándole la
hoja.
Carroña, tuvo tiempo de pensar Mucho antes de lanzarle una
patada que lo alcanzó en la base de la columna. Oyó un crujido y le
dio un puñetazo en la nuca con todas sus fuerzas que hizo que el
hijoputa cayera de cara sobre el duro cemento de la acera con un
nauseabundo ruido sordo.
Se oyó un lento sonido de manos que aplaudían rítmicamente.
Miró a su alrededor.
Los tres maricones vestidos de cuero yacían en la acera, sin
moverse.
Fritz estaba de pie en la puerta, tembloroso, encorvado y con
las manos en el estómago. Una espesa sangre roja rezumaba por sus
dedos entrelazados.
Detrás de él había un panzudo hombre de pelo gris con una
chaqueta de terciopelo verde aplaudiendo con cierta ironía. A sus
espaldas se encontraban dos tipos fornidos con trajes negros de
ejecutivo.
–Bravo -dijo el hombre de la americana verde, haciendo un
gesto con la cabeza a los otros-. Llamad a una ambulancia para el
Sr. Fritz. Pero primero haced que desaparezca esta
basura.
Le sonrió a Paco, y le hizo una señal con el dedo para que se
acercara.
–Tú y yo vamos a tener una conversación.
–¿Quién es este estupidillo? – inquirió airadamente Lord
Jimmy.
Sally Cyborg, al girar hacia el sonido de la voz, se encontró
con los ojos de Bobby que la observaban con fijeza desde su cara de
Jack el Rojo. Sin duda era él. La voz, los ojos, la sonrisa burlona
le pertenecían, pero una larga melena roja escarchada llegaba hasta
los hombros de su delgado y flexible cuerpo, y su camisa y sus
pantalones eran un campo de pixels que reproducía las centelleantes
luces de la ciudad.
Mientras ella contemplaba aquellos seductores ojos oscuros,
la cabeza de Jack el Rojo se disolvió en pixels alrededor de ellos
y el engreído e insignificante rostro de Bobby Rubin, enmarcado por
su pelo negro, apareció durante un momento. Después también se
disolvió en bits y bytes, y Jack el Rojo volvió a aparecer. Bobby.
Jack el Rojo. Cambio, cambio, cambio, cambio hasta un simple y
estable compás de agonía. Y siempre los mismos crueles ojos sexy,
la misma sonrisa burlándose del momento más extraordinario de su
vida, forzándola a salir de él y regresar a la pesadilla de la
realidad.
–¿De dónde has sacado ese horrible traje de goma, Sally la
del Valle? – le preguntó Bobby Rubin-. ¿De Frederik de
Pacoima?
–Nunca había visto antes a este imbécil -dijo Sally Genaro
con un nudo en la garganta.
–¡Ya has oído a la señora, compañero, así que
lárgate!
–¡Ey, ése es Lord Jimmy, Bobby! –
exclamó una voz femenina.
Sally se giró de nuevo y vio por primera vez que una rubia
exuberante con cabeza de chorlito estaba colgada posesivamente del
brazo de Bobby.
–¡Vaya, así que es el mismísimo Lord Jimmy, reducido a
alternar con desechos!
Lord Jimmy dio un paso hacia Bobby, levantando el puño con
cierta indecisión.
–¿Quién demonios crees que eres?
–¡Sólo uno de tus admiradores que considera patético ver a
una gran estrella del rock como tú con el cerebro tan quemado por
el wire como para perder el tiempo con una
Espinilla obesa embutida en un traje de goma!
–¿Traje de goma… wire…? -tartamudeó
Lord Jimmy, saliendo, con un parpadeo, del flash
mágico.
–¡No! – gimió Sally-. ¡Oh, por favor, no!
Pero ya había sucedido. Lord Jimmy estaba allí, de pie, con
el entrecejo fruncido y mirando interrogativamente a Bobby Rubin.
Sacudiendo su magnífica cabeza como si intentara quitar las
telarañas de su cerebro.
–¿Traje de goma…? – murmuró Lord Jimmy,
dudando.
Alargó la mano y pellizcó la envoltura de goma espuma de
Sally.
–¡Mierda! – exclamó y su cara enrojeció hasta tornarse
escarlata.
Se produjeron risitas aisladas, que pronto se convirtieron en
una carcajada general.
Por primera vez, Sally se dio cuenta de que una pequeña
multitud se había congregado a su alrededor. Mujeres altas y
elegantes, actores apuestos con camisas de seda y cadenas de oro,
productores de mediana edad, starlets con
trajes ceñidos… La élite de la Cúpula Resplandeciente formaba un
semicírculo de espectadores que se reía de ella.
Y Bobby Rubin más fuerte que nadie.
–¡Maldita sea! – gritó Lord Jimmy-. ¡Apartaos de mi camino,
gilipollas! – Y se abrió paso a codazos entre la pequeña audiencia,
alejándose a zancadas por la curva de la terraza-. ¡Todo el jodido
país se ha convertido en un zoo!
Sally Genaro se quedó mirando a Bobby con lágrimas en los
ojos y los puños crispados.
–¿Por qué has tenido que hacer eso? –
chilló.
–¿Quizás estaba celoso…? – sugirió Bobby maliciosamente-.
Después de todo, ¿no estás colada por mí?
–¿De veras? – le preguntó con ingenuidad, sintiendo una
repentina oleada de calor en medio de sus lágrimas-. ¿De veras,
Bobby?
Bobby rió, rió y rió.
–¡Te odio, te odio, te odio, os odio a todos! – gritó Sally,
y sin pararse a pensar o a darle a su contacto, corrió tras la
figura de Lord Jimmy que desaparecía.
–Te has comportado muy bien ahí fuera, chico -dijo el hombre
de la americana de terciopelo verde-. ¿Cómo te
llamas?
–P-Paco… Paco Monaco, Sr. Steiner… -contestó Paco
nerviosamente.
Estaba sentado ante una sencilla mesa de despacho de acero en
una diminuta oficina que daba a un pasillo poco iluminado del
sótano de The American Dream. Se había desenchufado en seguida
cuando el hijoputa le dijo que era el jefe de seguridad. Cabía la
posibilidad de que hubiese matado a alguien allí fuera, y tenía que
asegurarse de que este viejo gordo no iba a entregarlo a los
polis.
–¿Tienes trabajo, Paco?
–No… sí… bueno, algo así…
–¿Algo así? – repitió el hombre del pelo gris en tono
interrogativo, mirando a Paco con atención.
–Soy portero suplente en un club llamado Slimy
Mary's.
Steiner le sonrió.
–¿Eres un portero con experiencia? –
preguntó.
Paco observó al jefe de seguridad de The American Dream
mientras empezaba a caer en la cuenta de que no trataba de
investigar los hechos. ¿No había dicho el tipo que hicieran
desaparecer aquella basura? Y Fritz había
salido bastante malparado…
–Oh sí… -dijo lentamente-. Soy el hombre de confianza de
Dojo, Sr. Steiner. Sé cómo funciona…
–¿Puedes adivinar cuál es el objeto de esta
conversación?
Paco se arriesgó a sonreír.
–¿No irá a entregarme a la poli…? Y el pobre Fritz parece que
va a tener que descansar una buena temporada. Quiero decir que él
es amigo mío y no quisiera… Pero…
Henry Steiner frunció el entrecejo.
–No te preocupes por quitarle el trabajo a Fritz -dijo
fríamente-. Lo perdió en el momento en que no pudo controlar la
situación. Si esos payasos hubieran entrado… Si no hubieras llegado
tú… -Le sonrió sin perder la frialdad-. Sólo tienes una oportunidad
de fallar en este trabajo, Paco. Después de la cual, te largas.
¿Nos entendemos?
–Claro, Sr. Steiner.
–Te probaremos de martes a sábado, de diez a tres. Dos mil
dólares, nada de ventas ni historias en la puerta, nada de aceptar
sobornos para dejar entrar a gente. Si dejas entrar a alguien que
causa problemas, te quedas en la calle -dijo Steiner-. ¿Trato
hecho?
–Soy su hombre, Sr. Steiner -contestó Paco alargándole la
mano.
El gordo no la tomó, ni tampoco le dio una
palmada.
–Vuelve mañana por la noche -dijo en tono distante-. Ya sabes
el camino de salida…
–¿Ya está? ¿Estoy contratado?
Steiner asintió con la cabeza. Paco se levantó. Miró a
Steiner durante un largo momento.
–¿Qué? – dijo el hombre de pelo gris.
Paco se encogió de hombros, inseguro.
–No sé…
–¿Qué quieres, una ceremonia?
Paco se encogió de hombros otra vez.
–De acuerdo, de acuerdo, bienvenido a The American Dream,
Paco Monaco. Ahora lárgate hijo, tengo asuntos más importantes que
atender.
Sally alcanzó a Lord Jimmy en la escalera mecánica que se
deslizaba hacia la salida de la Cúpula
Resplandeciente.
–¡Espera! – le gritó, ya próxima a él.
–Déjame solo, ¿quieres? ¿Me has puesto bastante en ridículo,
quienquiera que seas?
–¡Soy Sally Cyborg, de verdad lo soy!
–¡Claro! Y yo soy el maldito Príncipe Carlos, ¿o no te has
dado cuenta?
Ella lo cogió por el brazo.
–Por favor -dijo-, no quería… yo…
Era muy consciente de su propia sudorosa flacidez bajo el
forro de goma espuma, de su grotesca vestimenta, del hecho de que
estaba hablando con Lord Jimmy, una verdadera estrella de rock, y
de que ella era sólo… era sólo…
Lord Jimmy volvió su magnífica cabeza rubia para mirarla con
una mezcla de enfado y compasión.
–Está bien, está bien -dijo-. Te perdono. Nobleza obliga y
todo eso.
Alargó la mano y le dio unas palmaditas en el brazo
recubierto de goma como si consolara a un perrito.
–Probablemente sólo eres una pobre e intrépida admiradora que
lo único que pretendía era presumir contando que había estado
conmigo a sus amigas. De acuerdo, de acuerdo cariño, no te pongas
triste. Ya te has divertido a mis expensas. Ahora podrás recordar
todo esto durante el resto de tu vida.
–¡No, te equivocas, yo soy ella, yo
soy su voz, yo soy su música, yo soy Sally Cyborg, de verdad soy
yo! ¿No me has oído? ¿No me has sentido? ¿No me has
tocado?
Lord Jimmy levantó lentamente la vista para mirarla a los
ojos.
–Maldita sea, sabes que casi te creo -dijo-. Quiero decir…
esa cara… esos ojos…
–Soy yo -repitió ella-. Soy la intérprete de VoxBox del
disco, yo escribí la música, yo introduje la letra. Ella tiene mis
ojos… ¿Acaso no son los ojos el espejo del alma?
La escalera mecánica llegó al rellano. Él podía haber
escapado, pero no lo hizo. Por el contrario, le concedió un momento
final quedándose allí, erguido, mientras la brisa perfumada
alborotaba sus cabellos dorados.
–¿Intérprete de VoxBox? – preguntó-. ¿Introducir la letra?
¿Qué coño ha pasado con el rock and roll? Oh sí, pobre y patética
criatura, todo tiene un repugnante sentido. Una oscura desconocida
pasando palabras de plástico a través de su maldito VoxBox. Y más
bastardos patéticos pasándolo todo por sus ordenadores. Y por el
otro lado sale un jodido disco que me borra a mí de las listas.
Goma, pintura grasienta y artilugios de magia. Maldita sea, Sally
Cyborg tiene que ser exactamente como tú, ¿no es
cierto?
Las lágrimas le caían por las mejillas, disolviendo la
pintura plateada.
–Eres un hombre hermoso, ¿lo sabías?
–Claro que lo sé -respondió Lord Jimmy-. Mi madre no deja de
decírmelo.
Y se volvió para marcharse, con una leve y galante
reverencia.
–¡Espera! ¡No te vayas!
–Tengo que actuar, cariño. – Le dirigió una última mirada por
encima del hombro-. Pero si realmente eres quien dices ser, puedes
demostrármelo, ¿verdad, cielo? Si realmente eres Sally Cyborg, demuéstramelo en el único lugar
que cuenta. ¡En directo! ¡Sobre el escenario! ¡En The American
Dream! ¡Demuéstralo allí u olvídalo! – Le lanzó un irónico beso y
se alejó.
–¡Te veré en Nueva York! No lo dudes -le gritó a sus
espaldas.
Se quedó allí estúpidamente, analizando la fatuidad de su
promesa durante un largo momento. Entonces recordó lo que le había
dicho Lord Jimmy.
¿Dónde y cuándo va un cantante con un número
uno?
Adonde quiere y cuando le da la gana.
Sally Genaro no era una estrella del rock como Lord Jimmy,
pero Sally Cyborg sí. Sally Cyborg podía ir adonde quisiera y
cualquier empresario se desharía de gratitud si se presentaba de
improviso para actuar en su club sin contraprestación
económica.
Lord Jimmy tenía razón. Era hora de que Sally Cyborg empezara
a ir de gira. Era hora de que la pequeña Sally la del Valle se
pusiera su indumentaria, se enchufase y demostrara ante todos los
Bobby Rubin del mundo cómo era el auténtico rock and
roll.