PASADA
Los recuerdos de la noche anterior llegaron inconexos a su
conciencia cuando su vista se enfocó en su rostro. The Temple of
Doom. Mil seiscientos dólares conseguidos en ventas de programas
chinche. Unos ojos duros bajo unas cejas oscuras, rodeados por unas
largas pestañas casi femeninas. Pisadas que la seguían. Aquellos
animales atacándola y rompiéndole la ropa. Piel aceitunada, tersa y
suave en un rostro joven, quizá más joven que el de ella. Su
salvador surgiendo de la oscuridad. Un quinqui de pelo negro rizado y corto, extraña y
sutilmente veteado por inverosímiles hilos de plata. Una criatura
amable que se convirtió en amante apasionado, sin duda alguna el
mejor que había tenido.
¡Un puertorriqueño!
La noche anterior y la mañana se fundieron en una maraña de
acontecimientos más o menos coherentes, en la que uno conducía al
siguiente. Mientras se sucedían, Karen volvió a cerrar los ojos,
aún no preparada para afrontar la realidad del día que la había
sorprendido en la cama con un puertorriqueño vagabundo.
Igual que la mayor parte de los neoyorquinos blancos con
estudios de su generación, Karen nunca admitiría tener prejuicios
raciales. Por tanto, como la mayoría de sus semejantes, se
inquietaba profundamente cuando, a pesar de todo, esos sentimientos
se manifestaban «in extremis» como en el momento
presente.
Su desazón se agravaba por el hecho de que… ¿cómo se llamaba?
¿Paco?… la había rescatado de dos canallas violadores con riesgo
considerable para su integridad física, comportándose como un
perfecto caballero, y que fue ella quien le pidió que le hiciera el
amor para alejar de su mente el recuerdo de los
acontecimientos.
¡Si este tipo fuera tu blanco
caballero de brillante armadura, ahora lo estarías abrazando de
agradecimiento en lugar de fingir que duermes para no tener que
hablarle!, se dijo, furiosa consigo misma.
Aunque quizá no se tratara de un prejuicio racial, sin duda
reprobable, sino de un prejuicio contra los vagabundos, admisible y racional considerando el
peligro que entrañaban.
¡Caray, había mil seiscientos dólares en mi monedero!,
recordó de repente en un destello de paranoia. ¿Este
tipo…?
Aquello fue más que suficiente para que abriera los ojos sin
pararse a pensarlo y mirara por encima de Paco al rincón donde su
propia ropa desgarrada y sucia y su monedero estaban apilados con
los harapos y el clásico macuto callejero de él.
Después de eso, no le quedó más remedio que mirarlo y
sonreír.
–Hola -le dijo.
–Hola… -contestó él con cierta reserva.
Recorrió con la vista la pequeña tienda de arpillera,
mostrando confusión.
–¡Chingada! – exclamó-. ¿Dónde coño estamos,
muchacha…?
–¿No te acuerdas?
Una expresión de extrañeza pasó por su cara morena. Iba a
decir algo, pero obviamente lo pensó mejor y sus palabras fueron
otras.
–Estaba oscuro… parecía… diferente…
De pronto, Karen fue consciente de la proximidad de su
cuerpo, y ese hecho no le desagradó a pesar de la situación y de
que su actitud paranoica y distante estaba empezando a
cabrearla.
–¿Y qué me dices de mí? – preguntó-. ¿También era mejor en la
oscuridad?
Las pupilas de Paco se agrandaron en respuesta a la pregunta.
Pareció que iba a echarse a reír, pero la abrazó.
–No hagas ruido -susurró ella-. Hay mucha gente ahí fuera que
ni siquiera sabe que estás aquí…
–¿Gente? – siseó él-. ¿Éste no es tu apartamento? ¿Qué clase de gente? ¿Qué pasa? ¿Qué clase de sitio
es éste, muchacha?
–Es la sede del Frente de Liberación de la
Realidad…
–¿Qué?
–Es largo de explicar -suspiró Karen, levantándose-. Estoy
segura de que Markowitz te llenará los oídos con más de lo que cabe
en ellos mientras desayunamos.
Se dirigió al montón de ropa y se vistió rápidamente antes de
que él abandonara la cama, para buscar su monedero sin que lo
notara.
–¿Desayuno? – preguntó interesado-. ¿Galletas de maíz… o
comida de verdad?
–Tenemos copos de cereales y leche, café, y creo que pan
-contestó Karen, poniéndose los zapatos de la noche anterior
volviéndose lentamente para mirarlo.
Él estaba de pie. En su cara, peligrosamente atractiva, se
dibujaba una expresión de ansia mezclada con cautela. Karen pudo
ver sus costillas sobresalientes a causa de su excesiva
delgadez.
–No tengo dinero… -dijo Paco con timidez-. Quiero
decir…
Karen se sintió como una mierda.
Los mil seiscientos dólares estaban en su monedero. Aquel
pobre chico medio muerto de hambre era el héroe que le salvó la
vida, y lo primero que ella había hecho al salir de entre sus
brazos fue comprobar si le había robado, mientras él, con las
costillas marcándose en su piel, soñaba con un cuenco de copos de
cereales.
Le sonrió. Se acercó más. Le puso las manos en los hombros y
lo besó tiernamente.
–Paco -dijo-, puedes comer todo lo que quieras de lo que
tenemos.
–¿De verdad? – preguntó como si no pudiera creer en tan buena
suerte.
–Claro -le contestó con suavidad, cogiéndole la
mano.
Era patético, conmovedor, pero no consiguió evitar del todo
sentirse superior y protectora, aunque se esforzó en ello. Porque,
a fin de cuentas, no había pasado tanto tiempo desde que ella
estuvo a punto de iniciar una existencia sin más posibilidades que
comer galletas de maíz y dormir en el metro; y por su aspecto, este
pobre y amable chico nunca había conocido otra.
Ahora estaba allí, pero por casualidad, pensó. Si la lluvia
no me hubiese obligado a entrar en aquel bar, si no hubiera
conocido a Leslie…
Si Paco no hubiera llegado cuando llegó…
si hubiera sido el monstruo salvaje que ella había creído que eran
los vagabundos muertos de hambre…
Se estremeció. Debía apartar de sí esos pensamientos que la
avergonzaban.
–Vamos -dijo con verdadero cariño en el corazón-. Vístete y
permíteme que le presente a mi amigos a un auténtico
héroe.
Mientras acababa de vestirse, Paco pensó en un toque de Zap,
pero inmediatamente rechazó la idea. Hasta que no sepas al menos
dónde coño estás y qué pasa, de ninguna manera,
hermano.
Desde luego, el Zap le daba poderes.
Estaba seguro de que su actuación con la muchacha había sido mucho
mejor la noche anterior que aquella mañana. Pero, por la noche, el
sitio en que se hallaba le había parecido un palacio y ella una
princesa de la ciudad cargada de dinero. ¡Mejor es que te mantengas
frío y sereno, muchacho; al menos hasta que sepas con quién y con qué estas
jugando!
Karen, sí, ése era su nombre, Karen Gold, lo condujo fuera de
la tienda hecha con viejos sacos de patatas y por un pasillo
bordeado de cortinas de arpillera, sábanas, lonas y mantas
malolientes, cosidas unas a otras.
–¿Qué coño es esto tan raro? – murmuró, mirando hacia arriba,
alrededor y abajo-. ¿Qué es toda esta mierda?
–Sólo la parte habitable del local -lo informó Karen-. Todos
tenemos cortinas alrededor de nuestras camas para mantener la
intimidad. Pero todos pueden oír lo que pasa
dentro.
Paco adoptó sus mejores andares de Mucho Muchacho cuando
Karen levantó el extremo de una gran cortina que atravesaba el
local de lado a lado para dar paso a una enorme habitación
abarrotada con toda clase de muebles deslustrados de estilos
diversos y trastos incomprensibles, en cuyo extremo, había una
larga mesa de caballetes con ocho personas sentadas
alrededor.
Tres muchachas y cinco hombres que fijaron su vista en él
mientras Karen lo conducía de la mano a través del desorden como si
hubieran captado cada sonido de lo ocurrido la noche
anterior.
Dos de las chicas, una delgada y de pelo castaño y otra un
poco gorda y erizado pelo negro, susurraban entre sí como si no
hubiesen estado con un tío desde hacía años. La tercera no estaba
del todo mal. Tenía el pelo rubio, la boca pequeña, y unos ojos
azules que lo miraron de arriba abajo y luego se volvieron
significativamente hacia Karen.
Dos de los hombres eran gordos, otro una especie de chino y
el cuarto un negro alto, delgado, con un aspecto vagamente
amariconado y gruesas gafas que aumentaban el tamaño de sus ojos.
El quinto era un puertorriqueño blanco, un poco mayor que él; y por
su aspecto, Paco hubiese apostado que nunca había vivido en la
calle.
A la luz del día que se filtraba por unas altas ventanas
mugrientas, aquel antro parecía cualquier cosa menos un palacio de
ricachones. Todos sus habitantes vestían con viejos vaqueros,
camisas descoloridas o camisetas, lo cual no los señalaba como
gordos ricos, pero evidentemente tampoco eran un puñado de
comedores de galletas de maíz como él.
Había una nevera, un fregadero y un hornillo cerca de la
mesa. Sobre el hornillo se calentaba una gran cafetera que enviaba
un delicioso vapor a sus fosas nasales, transmitiéndolo a través de
ellas al fondo de su garganta. Sobre la mesa había un gigantesco
paquete de copos de cereales, una botella de leche, casi una barra
entera de pan integral cortado a rebanadas, un pote de azúcar,
tazas, platos y lo que parecía ser un maldito cuarto de kilo de
dorada mantequilla.
–Éste es Paco -anunció Karen Gold-. Paco…
Lo miró de reojo, azorada.
–Monaco -completó Paco distraídamente, apartando una silla y
llenando un tazón hasta el borde de copos de
cereales.
–Oye…
–¿Qué…?
–Le dije que podía desayunar -intervino Karen, cortando a
quien había empezado a hablar.
Cogió dos tazas y las llenó directamente de la cafetera. Paco
miró a los comensales, desafiando a cualquiera a que intentara
detenerlo, tomó la botella de leche, vertió tanta en su tazón de
copos que se derramó por el borde y empezó a tomar cucharadas de la
dulce y esponjosa mezcla.
–Caray…
–¿Quién te dijo que podías…?
–Paco me salvó la vida -aclaró Karen, pasándole una taza de
café y sentándose a su lado-. O, al menos, evitó que me
violaran…
–Sí, bueno, eso no es lo que parecía ayer por la noche -dijo
el fornido gordo rubio de piel sonrosada en tono
malicioso.
Paco lo miró con fiereza y sorbió ruidosamente el café, que
le quemó la lengua y fue en directo a su cabeza como un flash de
wire.
–¡Sólo porque sea bueno en la cama no te da derecho a
invitarlo a compartir nuestra comida! –
protestó la gordinflona de pelo negro.
Paco le tiró un sonoro beso, cogió una rebanada de pan y le
puso encima un centímetro de mantequilla.
–Es comida comunitaria, Karen
-intervino el negro con calma-. Pagada con el dinero del FLR…
Karen buscó en su monedero mientras Paco le daba un gran
mordisco al pan con mantequilla.
–¿Cómo éste? – preguntó, tirando un grueso fajo de billetes
sobre la mesa.
Paco se quedó con la boca abierta, y a punto estuvo de caerse
lo que tenía dentro.
–Los ingresos de la noche pasada en The Temple of Doom -dijo
Karen Gold-. Mil seiscientos dólares. Vendí muchos programas chinche. Paco también lo salvó.
¿Creéis que el Frente de Liberación de la Realidad puede pagar por
ello un tazón de copos y un trozo de pan?
Se produjo un silencio absoluto. Todos miraban a Paco de una
forma diferente. Él empezó a masticar de nuevo, pero había perdido
parte de su voraz apetito.
¡Mil seiscientos dólares! ¡Chingada, hijo de puta,
gilipollas, esta tía guardaba mil seiscientos en su bolso y tú los
dejaste escapar de tus malditas manos haciéndote el héroe! ¡Mil
seiscientos! ¡En su vida había visto ni una
cuarta parte de esa cantidad de dinero! Era inconcebible para él.
¡Qué maldito artista del atraco que eres, muchacho! ¡Mil
seiscientos dólares a mano y todo lo que has conseguido es un tazón
de copos de cereales, un trozo de pan, una taza de café y un
revolcón en la cama!
Se oyó la descarga de una cisterna de water, y un alto y
fornido hijoputa con ondulado y largo pelo negro y una espesa barba
también negra hizo su aparición.
–¿Quién es éste? – preguntó, mirando a Paco como si le tomara
las medidas con sus penetrantes ojos azules.
–Se llama Paco Monaco -dijo el pequeño
chino.
–Salvó a Karen de unos atracadores ayer por la
noche.
–Salvó mil seiscientos dólares del
FLR, Larry -dijo el puertorriqueño blanco.
–¿Es eso cierto? – quiso asegurarse el hombre
grande.
Se sirvió una taza de café, se sentó a la mesa frente a Paco
y lo observó con atención mientras se lo tomaba
lentamente.
–No me parece que seas un hombre rico -dijo después,
sonriéndole-. Por tanto, debes de ser un
gilipollas.
–¡Markowitz! -protestó la chica rubia
de pelo corto con gesto irritado.
Paco dejó de comer y empezó a pensar mientas cruzaba la
mirada con el jefe, porque era obvio que aquel hijoputa mandaba y
no era tonto.
–¿Por qué tienes que insultarme así, tío? – preguntó como si
en realidad necesitara hacerlo.
–Porque mil seiscientos dólares es mucho
dinero.
–Y si no soy rico, ¿por qué no los cogí?
El jefe se limitó a encogerse de hombros.
–Quizá soy un hombre honrado -continuó Paco.
Nada.
–Quizás ignoraba que ella los tuviera…
–¿Cuál de las dos posibilidades es la verdadera? – preguntó
el jefe.
Paco le sonrió.
–Quizá no soy tan gilipollas como para
decírtelo.
El hombre de la barba negra continuó mirándolo durante un
buen rato. Después, de repente, se echó a reír.
–¡Está bien, Paco Monaco! – dijo, alargándole la mano-. Soy
Larry Coopersmith.
Paco se la estrechó. A diferencia de muchos hombres de su
envergadura, este Larry no se molestó en convertir el saludo en una
competición de fuerza. A Paco le estaba gustando aquel gordo. En
cierta forma, el hijoputa le recordaba un poco a
Dojo.
Le dio otro gran mordisco al pan con mantequilla y tomó un
trago de café, con la mente acelerada. Los mil seiscientos que
estaban encima de la mesa eran dinero perdido, pero quizás había
más de la misma procedencia. Aquella gente contaba con un local,
¿no es cierto?, y con comida auténtica. Eso significaba
dinero…
¡Chingada! ¿Qué había dicho Karen? Dijo que los mil
seiscientos eran los ingresos de la noche anterior en The Temple of
Doom, que había vendido muchos, ¿cómo lo había llamado?, programas
chinche…
Bueno, no sabía que coño era eso,
pero sí que The Temple of Doom era un club elegante y Karen debía
de estar traficando con
algo…
Por primera vez, miró la estancia larga y detenidamente. Una
consola de videodiscos y una pantalla de pared, más malditos
teléfonos desperdigados de los que nunca había visto, docenas de lo
que parecían pantallas de viejos televisores. Eso lo reconoció.
Pero había innumerables montones de todo tipo de trastos
electrónicos viejos, cables por todas partes, soldadores y piezas
de material chapuceramente conectadas. No tenía ni idea de qué era
la mayor parte de aquello ni para qué servía, pero estaba claro que
lo manipulaban con algún fin.
–Wire -dijo-. Estáis fabricando con
wire.
–Eh… -dijo Paco, incómodo-. No os preocupéis. ¡No soy un
jodido poli! ¡No pasa nada! Quizá podamos hacer
negocios.
–¡Ya! – exclamó Coopersmith.
–Sí… quiero decir, conozco a
gente…
–¿De veras?
–Claro -aseguró Paco-. Tengo algunos buenos contactos, tío.
¡Eh, soy el portero del Slimy Mary's!
¡Podría moveros cantidad de piezas allí!
Bien, ¿por qué no? ¿No le había dicho Dojo que podía vender
lo que quisiera en la puerta? Si Dojo se cabreaba por la
competencia con el material que sus zombies producían en el piso de
arriba, podía darle una comisión… una pequeña comisión…
–¿Slimy Mary's? -preguntó
Coopersmith.
–Sí -dijo Paco-. Todo el mundo conoce el Slimy Mary's. ¡El
maldito lugar está lleno de productos de wire! ¡Podríamos barrer, tío! ¿Qué tenéis? ¿El
Prong? ¿El Tío Charlie? ¿El Blue Max?
–No exactamente -aclaró Larry Coopersmith-. Lo que hacemos
aquí son programas chinche, Paco.
–¿ La Chinche…? ¡Ése no lo conozco, tío! ¿Cuál es el
flash?
–Es un poco difícil de explicar… -dijo
Coopersmith.
Paco se rió por dentro. Seguro, tío, pensó. Tan difícil de
explicar como el flash del aparato que llevo ante tus narices ahora
mismo ¿verdad? Estuvo a punto de decirlo, pero se
contuvo.
–No es wire, Paco… -dijo
Karen.
–Pero supongo que no podéis decir que es distinto por
completo al wire -dijo la chica
rubia.
-¿Qué?
Los ojos del tipo negro se iluminaron detrás de sus gruesas
gafas como si estuviese bajo los efectos de un
flash.
–Podrías considerar lo que hacemos como wire para ordenadores, Paco
-dijo con entusiasmo.
–No entiendo.
–¿Qué piensas de los ordenadores? – le preguntó
Coopersmith.
–Nada -dijo Paco-. No tengo puñetera idea de
ordenadores…
–Pero ellos lo saben todo respecto a ti -dijo el
chino.
–¿Y qué? ¿A quién coño le importa? ¿Qué tienen que
saber?
–Bueno, piensa en esto -dijo el tipo negro-. La mayor parte
del dinero del país está dentro de los
ordenadores. Saldos de tarjetas de crédito. Cuentas del mercado
de valores. Cuentas de ahorros. Liquidez de las corporaciones. Sólo
bits y bytes zumbando en los ordenadores.
–¿Y qué? ¡Yo no tengo ningún plástico, no tengo cuenta de
ahorros y tan seguro como que estoy aquí que no juego en el mercado
de valores!
–Pero los gordos que son los dueños de todo el jodido mundo,
sí, ¿verdad, tío? – dijo el puertorriqueño-. Es así como funciona
Ciudad Trabajo, ¿no? El dinero gordo está guardado en los
ordenadores, tío, donde la gente como tú no
tiene acceso.
–Chingada… -murmuró Paco.
¿Cuántas veces había atracado para conseguir sólo unos pocos
pavos y una cartera llena de plástico con la que no podía hacer
nada? Incluso las tarjetas de cajeros automáticos no te servían
para nada a no ser que consiguieras sacarle a golpes el número
secreto al propietario.
La verdad era que la mayor parte del dinero se hallaba en los
bancos, en los grandes almacenes de lujo, en los cajeros
automáticos. Cualquier imbécil lo sabía. Pero, por algún motivo
desconocido, él siempre había pensado en ellos como lugares donde
se guardaban montones de billetes de valor alto, joyas, pieles,
aparatos electrodomésticos, televisores, muebles…
Que en realidad casi todo estuviese flotando dentro de los
ordenadores, que hasta cierto punto no existiera, que no hubiera
forma de ponerle las manos encima aunque fueses un ladrón genial,
fue una revelación de lo evidente, de algo que siempre había sabido
pero nunca tomado en consideración. La súbita conciencia de aquello
logró cabrearlo con alguien o algo que ni siquiera sabía como
llamar.
–¿Qué piensas de eso, Paco? – le preguntó Coopersmith,
sonriendo con astucia y mirándolo con sus penetrantes ojos azules-.
¿No tienes la impresión de que el mundo está dirigido por gente y
cosas de las que incluso es imposible vengarse?
–Verdad… -dijo Paco en voz baja, temeroso de que el tipo
estuviese leyendo sus pensamientos-. ¡Mierda! ¿Pero qué coño tiene
que ver eso con el wire?
–Todo -contestó Coopersmith-. La mayor parte del dinero
existente no es más que bits y bytes moviéndose dentro de
ordenadores. Controlan quien debe qué y a quien. Mandan facturas.
Cobran cheques y recaudan impuestos. Controlan los tiques de
aparcamiento. Son el cerebro de todo el sistema…
–¿Y qué?
Le sonrió malevolente a Paco.
–¿Qué pasa cuando se conecta un cerebro a diversas clases de
wire a la vez? – preguntó.
–¡Que te conviertes en el maldito Conde! – exclamó
Paco.
–¿Qué?
–¿Quién?
–Un cabeza quemada que conozco -dijo Paco-. Un maldito
zombi…
El tipo negro se levantó de la mesa, cruzó la habitación
hacia lo que parecía un montón de videodiscos, regresó con una gran
pila de ellos y los esparció sobre la mesa como si fueran cartas de
una baraja.
–Programas chinche -dijo con orgullo-. Wire para ordenadores.
-Empezó a recogerlos al azar y a enseñárselos como lo haría un
vendedor ambulante-. Éste hace que
desaparezca tu factura de la electricidad. Éste convence a los ordenadores de la
Superintendencia de Contribuciones de que nunca exististe.
Éste te permite transferir fondos a tu
cuenta bancaria. Éste desordena todo un
banco de datos. Éste anula las multas de
tráfico. Éste hace que el software de
síntesis de voces hable en lenguas extrañas…
Paco miró especulativamente la mercancía, y después a Karen
Gold.
–¿Éste es el material que estabas
vendiendo antes de que esos hijoputas te asaltaran? – le
preguntó.
Ella asintió con la cabeza.
–¿Y conseguiste mil seiscientos dólares en una
noche?
Ella se encogió de hombros y sonrió.
–El negocio no es siempre tan
productivo -admitió.
–¿A cuánto van estas piezas?
–Depende de lo complejo que sea el programa y de lo ansioso
que esté el cliente por conseguirlo. Diría que unos trescientos de
promedio.
–¿Cuál es tu comisión?
–No funciona a…
–¿Estás pensando en algo concreto? – dijo Coopersmith
cortando la frase.
–Claro, tío -contestó Paco, y sin duda tenía más cosas en la
mente ahora de las que jamás había tenido.
¡Sólo en pocas horas le había robado un Uzi a un vigilante,
había conseguido un Zap, lo habían contratado como portero suplente
del Slimy Mary's, había salvado a esta gorda Karen, había conocido
a toda aquella gente rara y dejado escapar de sus manos mil
seiscientos dólares!
Y en aquel momento estaba contemplando una forma de hacer más
dinero del que nunca había imaginado, y estaba allí encima de la
mesa al alcance de su mano. ¡Chingada, una tía había vendido por
valor de mil seiscientos dólares en una noche! Y él era Paco Monaco, un maldito portero
de antro, ¿verdad?
Sabía que tenía que exponer un plan o se rompería la cara por
desperdiciar su única oportunidad de conseguir mucho más que los
mil seiscientos que ya había perdido…
–Mira, te lo he dicho, soy el portero de Slimy Mary's
-repitió.
–¿Y bien?
–¿Y bien? ¿No sabes lo que eso
significa? A un portero le pagan una mierda. Lo que gano, lo logro
vendiendo…
–¿Quieres vender programas chinche para nosotros? – preguntó
Coopersmith.
–¿Es un tugurio de
vagabundos?
Paco asintió con la cabeza.
–Te daré trescientos dólares por cada pieza que coloques
-dijo-. Eso es lo que ganas ahora, ¿verdad? Me arriesgaré a subir
el precio. No tienes nada que perder.
El negro se rió.
–Estas cosas no son verdadero wire
-dijo-. Necesitas un ordenador con modem para introducir un
programa chinche en el sistema de alguien.
–¿Qué es un modem?
El negro gruñó, puso ojos de mártir tras sus gruesas gafas y
alzó las manos. Paco estuvo a punto de levantarse de la silla con
los puños apretados para lanzarlos contra el cabrón. No obstante,
se contuvo, agarrándose con fuerza al borde de la mesa y pensando
en el dinero.
Pero los otros había captado su primer movimiento. Pudo verlo
en sus ojos. Karen se apartó un poco de él hacia el otro lado de su
silla. Sólo el jefe permaneció impasible. Parpadeó hacia los otros
y le dedicó a Paco una débil sonrisa y un encogimiento de hombros
casi imperceptible.
–Lo que Malcolm quiere decir es que los programas chinche son
tan inútiles sin un ordenador conectado a un teléfono como el
wire sin corriente eléctrica -explicó-. No
te ofendas, Paco, pero es que no vemos de dónde vas a sacar los
clientes.
Paco contempló los discos de programas chinche esparcidos por
la mesa y dejó que su mano se deslizara hacia
ellos.
–Dejad que yo me preocupe de eso -dijo-. Dadme un par y veré
qué puedo hacer…
Coopersmith inclinó la cabeza hacia un lado
pensativamente.
–Bien, si tienes dinero para el pago
adelantado…
–¿Dinero por
adelantado?
–Trescientos cada uno, como dijiste.
–¡Trescientos pavos! ¡Mierda, tío, no tengo ni trescientos
centavos!
–¿Esperas que te fiemos? – pregunto
el chino.
El primer impulso de Paco fue darle un puñetazo al hijoputa,
pero no lo siguió. Por el contrario, se dedicó a pensar con una
astucia y un autocontrol desacostumbrados en él.
–Dame dos durante tres días -dijo-. Si no consigo los
seiscientos dólares, devolveré las piezas.
–¿Confiar en ti, tío? – le espetó con desprecio el
puertorriqueño blanco.
–¿Me estás llamando tramposo, cabrón? – gritó
Paco.
Esta vez se puso de pie con el puño apretado antes de
controlarse.
Pero su mente trabajaba con rapidez.
–Lo siento -dijo, mirando a Karen Gold dulcemente, con
expresión herida-. Pero es bastante indignante oír que no os fiáis
de mí para entregarme un par de cosas que valen seiscientos
dólares, teniendo en cuenta que ya he probado qué clase de hombre
soy.
–¿Cómo? – preguntó Coopersmith.
Paco no apartó los ojos de Karen Gold.
–Ya te he ahorrado mil seiscientos, ¿no es así? –
dijo.
Se produjo un largo y helado silencio. ¡Os he atrapado!,
pensó Paco. Adoptó su mejor expresión de perro apaleado y la
mantuvo por la cuenta que le traía, que era mucha,
muchacho.
–Todos me consideráis un sucio vagabundo callejero que os
timaría en un minuto si me dierais la oportunidad, ¿no es cierto?
Pero soy el tipo que arriesgó su vida por
salvar a Karen y soy el tipo que la trajo
aquí con vuestro dinero en lugar de quedármelo. Si no fuera por mí,
habríais perdido mil seiscientos, ¿verdad? Tal como yo lo veo
todavía ganáis mil si os estafo.
–Tiene cierta razón… -opinó la chica rubia.
–Le debemos algo…
–Dale un par de los baratos, Larry -dijo
Malcolm.
–Eh, espera, no vas a…
–Además -dijo Paco-, o bien puedo vender esta mierda o no
puedo. Si puedo, me conviene más regresar con vuestro dinero para
que me deis otras que timaros por dos miserables piezas. Y si no
consigo venderlos, ¿por qué coño iba a robarlas?
Sus ojos se encontraron con los de Larry Coopersmith. El
hombre grande le mantuvo la mirada un rato, sin cambiar de
expresión, como si supiera lo que Paco estaba maquinando, como si
supiera que si hubiese conocido la existencia de los mil
seiscientos dólares desde el principio ni él ni el dinero estarían
presentes allí, como si supiera que estaba fingiendo, pero como si
también supiera que tenía más razones para jugar limpio que para
desaparecer sin dejar rastro con dos programas
chinche.
Al fin Coopersmith esbozó una sonrisa.
-¿Seguro que no has estudiado lógica
simbólica? – dijo.
Era posible que Paco no conociese el significado de las
palabras, pero comprendía la música, especialmente desde que
Coopersmith empezó a escoger los discos.
También la comprendían los otros, y no a todos les gustaba.
Malcolm, la rubia, Coopersmith, y desde luego Karen, estaban de su
parte; y el puertorriqueño estaba allí sentado, mirándolo con
expresión divertida, pero el resto empezó a protestar y a
lamentarse.
–Eh, espera un momento, Larry…
–Habría que votar…
–Sí, esta decisión hay que tomarla entre
todos…
Coopersmith había escogido dos discos que sostenía entre las
manos, dudando. ¡Chingada! ¿Qué haría Mucho
Muchacho?
Entonces Paco sonrió para sí, porque de repente supo lo que
haría Mucho Muchacho.
Lo que él ya había hecho.
Sonriendo tímidamente, cogió una mano de Karen, que ella no
intentó liberar, la alzó junto con la suya para que todos lo vieran
y las puso sobre la mesa.
–De todas formas -dijo en voz baja, mirándola a los ojos-,
tengo una razón más importante para volver aquí, ¿no es
cierto?
La expresión de Karen fue dubitativa. La acarició con la mano
libre por debajo de la mesa y su expresión cambió.
Coopersmith le tendió los discos.
–¡Eso es lo que yo llamo egoísmo de clase! – dijo, riéndose
de su propio chiste, cualquiera que fuese su
gracia.
El mal humor terminó con una carcajada.
Paco rió también. A pesar de que no sabía de que se estaba
riendo, a pesar de que tenía la sensación de que se estaban riendo
de él, rió de corazón, sintiendo que había cruzado una frontera
invisible entre la sombra y el sol, entre el único mundo que había
conocido y un mundo nuevo que se abría ante él, un mundo entre
Ciudad Chocharrica y el lado oscuro de la calle que nunca había
sabido que existiera.
Y se encontró prometiéndose a sí mismo para su propia
sorpresa que volvería, que no jodería a aquella gente, que
intentaría demostrar a sus nuevos amigos que podía ser el hombre
que simulaba ser.
Chingada, pensó mientras se levantaba de la mesa con el
estómago lleno de copos de cereales, pan, mantequilla y café
caliente, quizá me he creído mi propia historia.
Porque aunque nunca había oído la palabra honor, había una
cálida ternura dolorida detrás de su esternón que jamás estuvo
allí, un sentimiento que le hacía desear abrir los brazos y decirle
a todo el mundo: Yo soy Paco Monaco, Mucho Muchacho, y no os
defraudaré.
Leslie, Markowitz, Tommy Don y Teddy Ribero aún estaban
sentados a la mesa cuando Karen regresó de acompañar a la puerta a
Paco Monaco, comentando lo ocurrido con desconfianza
creciente.
–¿De verdad crees que podemos confiar
en un vagabundo? – estaba preguntando Tommy.
–Lo que quieres decir es que no podemos confiar en un
hispano, ¿me equivoco? – le replicó Teddy
Ribero.
–No me vengas con esa mierda de racismo, Teddy. ¿Acaso tienes
la impresión de que no confiamos en ti? –
le contestó Leslie.
–No, pero…
–Mira, Teddy -intervino Larry Coopersmith-. Si Paco no fuera
puertorriqueño, tú estarías protestando y
quejándote de lo ingenuos que somos al confiarle a un rufián de la
calle cualquier cosa.
–Bueno, vale, ahora que enfocas las cosas así, ¿por qué
debemos confiar en él? Larry, me parece que estás hablando en
contra de tu decisión.
–Sí, de acuerdo, la coherencia es el duende de las mentes
pequeñas -dijo Larry encogiéndose de hombros.
–Tú eres quien tiene un conocimiento más íntimo del sujeto en
cuestión, Karen -dijo Leslie mientras Karen se servía otra taza de
café-. ¿Cómo es? ¿Tú confías en
él?
–Esa es una buena pregunta… -murmuró Karen, sentándose y
reflexionando sobre el asunto mientras se tomaba lentamente la
bebida.
Sin duda Paco Monaco había sido un príncipe la noche
anterior; no sólo un violento y eficaz salvador, sino también un
amable y comprensivo caballero de las calles, y un perfecto
parangón de las virtudes masculinas.
Pero, en cierta manera, se había convertido en una rana a la
mañana siguiente; rudo, vulgar, paranoico, desconcertante y del
todo inepto como amante.
No obstante, incluso había tenido un cierto encanto como
rana, tan delgado y hambriento, tan patéticamente asombrado y
agradecido cuando ella le había dicho que podía desayunar sin pagar
nada.
Se podía pasar por alto una cierta carencia de «savoir-faire»
en un hombre para quien un tazón de copos de cereales era un
acontecimiento de importancia cósmica.
–¿No dices nada? – insistió Leslie.
Karen se encogió de hombros.
–En realidad, lo único que puedo deciros es que hay algo más
en Paco Monaco de lo que visteis esta mañana…
–¿De veras? – preguntó Leslie-. Supongo que no querrás entrar
en más detalles…
Karen la miró con sorna.
–Bien, por lo menos podrás decirnos si te parece que
volverá…
Karen lo pensó. Tenía la sensación de que el príncipe de la
noche anterior se sentiría obligado por su honor a entregar el
dinero o devolver los programas. La rana de la mañana era una
criatura incomprensible en la que no podía
confiar.
–Si he de decirte la verdad, vuestras suposiciones son tan
buenas como las mías -dijo al fin.
–Vale. ¿Qué me dices tú, Markowitz? –
preguntó Leslie-. ¿Crees que el portero de un tugurio de vagabundos
tendrá posibilidad de vender programas chinche?
–Parece improbable de entrada -admitió-. Sin embargo, estoy
de acuerdo con Karen en que hay algo en Paco Monaco que no se
aprecia a primera vista.
–¿Qué? – preguntó Tommy en tono de duda.
–El chico carece por completo de cultura, pero es enormemente
listo, rápido, lleno de sabiduría
callejera, y ha representado una buena comedia ante nosotros…
-Coopersmith rió-. Mierda, incluso me
acorraló en una esquina moral y lógica, ¿no es
así?
–De modo que es un pequeño vagabundo astuto con buen ojo para
la gran oportunidad -dijo Tommy-. ¿Es ésa una buena razón para
confiarle nuestra mercancía?
–Sí, Tommy, creo que sí -dijo Coopersmith-. Sin lugar a dudas
es una apuesta arriesgada, pero los premios son atractivos. Piensa.
¿Qué arriesgamos? Podemos copiar esos programas en discos vírgenes
por pocos centavos de electricidad. Por tanto, si los roba, lo
único que perdemos es el coste de los discos vírgenes, unos
cuarenta pavos. Pero si consigue venderlos y nos trae el
dinero…
–Tendremos seiscientos más…
Larry Coopersmith se retrepó en su silla y pareció que su
mirada se perdía en el infinito, o en una visión
interior.
–Mucho más que eso, quizá… -dijo soñadoramente-. Mucho más…
Sería un gran paso…
–¿Hacía qué?
–Afrontémoslo, en cierto sentido somos un fracaso como
revolucionarios. Me explico. Vendemos programas chinche a gente que
ya tiene dinero, que ya está conectada al sistema, que los usa para
joder al sistema y robar un poco más. Pero mientras nosotros nos
dedicamos a nuestro pequeño juego, hay millones y millones de Pacos
Monaco por las calles sin nada que perder. Esa es otra realidad que
podría pertenecer a otro planeta. En consecuencia, si Paco Monaco
sirve para introducirnos en eso…
–¿Qué, Larry? – preguntó Teddy Ribero-. ¿Qué pasaría
entonces?
Los ojos de Larry Coopersmith brillaron de placer
anticipado.
–¡El caos total! – exclamó-. ¡Así que estoy dispuesto a
arriesgar cuarenta pavos con cualquiera por la esperanza de verlo!
¡Hacedme caso, es mejor que apostar a los caballos cualquier día de
la semana!
–¿Y tú qué dices, Karen? – preguntó Leslie-. Si el tipo
vuelve, ¿estás dispuesta a representar el papel de Mata Hari para
el Frente de Liberación de la Realidad?
–Sí, Karen -dijo Coopersmith, atravesándola con sus
penetrantes ojos azules-. ¿Hasta que punto te sientes ligada a la
causa? ¿Darías tu… lo darías todo por el FLR si Paco vuelve en
busca de más?
Karen lo pensó.
Pensó en sus merodeos por los bares con la fallida esperanza
de encontrar al príncipe de la ciudad de sus sueños que la
liberaría de la pobreza devolviéndola a la situación que le
correspondía. Pensó que el príncipe de las calles que la había
salvado en la realidad, y la había envuelto en su abrigo para
protegerla del frío, abrazado delicadamente y hecho el amor después
del rescate caballeresco.
Pensó en el pequeño chico flacucho tan agradecido por un
simple desayuno. Pensó con vergüenza en lo que había sentido cuando
se despertó en la cama con un vagabundo
puertorriqueño.
–Es una prueba, ¿verdad? – dijo en voz baja.
¿Pero de quién y para qué?
Larry Coopersmith asintió con la cabeza.
–Sí, podrías llamarlo así.
Karen suspiró. En aquel momento, su corazón estaba mucho más
cerca del chico insignificante y delgaducho, de aquel príncipe de
las calles, que de los amigos que le habían dado cobijo o de
cualquier causa abstracta.
–Bueno, si vuelve, lo aceptaré.
Si vuelve, pensó, quizá lo haga. Pero no por ninguna causa,
sino por mí misma.