La situación le estaba resultando paranoica, por no decir
algo peor. Nunca imaginó siquiera que se aventurara a penetrar
hasta el centro de un distrito de vagabundos como había hecho
aquella noche. Y ahora se encontraba allí, para conectarse al
wire en un tugurio callejero de la peor
clase.
–Es Karen Gold, Dojo, la señora de que te hablé -le dijo Paco
con orgullo, apretando la mano de Karen con un visible sentido de
posesión.
Por extraño que parezca, la actitud del portero cambió al
instante y se hizo casi respetuosa.
–Ah, la traficante de programas chinche del Frente de
Liberación de la Realidad -dijo entusiásticamente, mostrando una
sonrisa victoriosa.
–¿Has oído hablar del FLR? -le
preguntó Karen sin ocultar su sorpresa.
El portero frunció el entrecejo con
arrogancia.
–¿Crees que no ando por ahí? – dijo-. ¿De dónde piensas que
mi hombre saca sus Zaps, de Bloomingdale's? – La miró
especulativamente-. Y hablando de negocios, ¿traes los programas
chinche que encargué?
–Los traeré el martes -dijo Paco antes de que ella
contestara-. Karen quiere hablar contigo primero.
El portero sacudió la cabeza con cierto aire
beligerante.
–¿De verdad tengo aspecto de poli? –
inquirió.
–Nunca se es demasiado precavido… -dijo Karen-. Son muchos
los que estarían encantados de meternos en chirona. – Le dirigió
una sonrisa de complicidad por encima del hombro mientras Paco la
conducía al interior-. Así que si alguien viene husmeando, nunca
has oído hablar de mí, ¿vale?
Estaba empezando a divertirse con aquello.
Pero cuando bajó una espiral de la escalera y se encontró en
el infernal pozo del sótano, ya fue otro asunto.
Una colección de bombillas de colores colocadas en un techo
recubierto de aluminio parpadeaban sobre una pista de baile, donde
diez o doce harapientas y ensimismadas criaturas se contorsionaban
al estúpido ritmo de max metal procedente de los altavoces que
flanqueaban una pantalla mural de calidad ínfima. En ella, una
musculada marimacho con pantalones de cuero negro y una chaqueta
tejana de motorista berreaba desde el asiento de una antigua Harley
mientras el horizonte de Manhattan llameaba
detrás.
¡Sudorosas madres de
cerdos,
Hermanos simios
colgados,
Quemad vuestros
puentes
En la noche de color de
sangre!
Vagamente visibles en los linderos de la luz, tumbados sobre
montones de cojines mugrientos y muebles deteriorados que rodeaban
tres lados de la pista de baile, había más vagabundos cochambrosos.
Como los que bailaban, vestían vaqueros harapientos, viejo cuero
negro cuarteado y camisetas de que las regalan las firmas
comerciales. Llevaban el pelo teñido, engominado en forma de
cascos, crestas, rudimentarias cabezas de animales o incluso tótems
personales más difíciles de identificar.
Lo que Karen no podía ver era aún peor que lo que estaba
viendo, porque el sótano se extendía más allá del área iluminada
hacia una oscuridad que llegaba a ser impenetrable, donde seres
sombríos estaban haciendo cosas incluso más sombrías, y donde, a
juzgar por el rancio olor a moho que pendía en el aire, se
escondían ejércitos enteros de ratas y cucarachas.
–Ya veo por qué le llaman Slimy Mary's… -murmuró
sarcásticamente en un intento de mantener el valor-. ¿Qué hace una
chica como yo en un sitio como éste?
Quizá por fortuna, Paco no captó del todo su
ironía.
–¿Quieres bailar? – le dijo, tirando de ella sin esperar
respuesta.
Karen opuso resistencia. Paco se detuvo, se giró, la miró a
los ojos y al fin vio lo que había en ellos.
–Sí -dijo con expresión de perro apaleado-. No es exactamente
The Temple of Doom.
Pero con un visible esfuerzo su rostro se alegró, y le guiñó
un ojo.
–Pero parecerá mucho mejor con un pequeño toque de Zap -dijo
y, sin más preámbulos, alargó la mano y activó la caja de circuitos
de Karen.
–Eh…
Antes de que pudiese hacer más que pronunciar una sola sílaba
de protesta, él ya le había dado a su propio contacto y la había
sacado de las sombras e introducido en la cortina de luz
parpadeante. Y a través de ella en…
En algún otro lugar.
Crueles rayos láser de luz roja, blanca y azul descendían
como lanzas, encendiéndose y apagándose, formando dibujos
imprevisibles a su alrededor, siguiendo un ritmo ardiente y
plomizo. ¡BOMP, ba-ba-ba-ba, BA ba ba BOMP BOMP! Aquello la
inundaba, la obligaba a girar, a retorcerse y saltar de un lado a
otro, como si un pistolero invisible disparara a sus pies sólo por
el maligno placer de hacerla bailar.
Saetas de luz de diversos colores danzaban en un escenario
infinito, como proyectores celestiales manejados por dioses
enloquecidos destacando caprichosa y arbitrariamente a sus
compañeros de baile en un parpadeo calidoscópico de imágenes
fijas.
¡BOMP ba-ba-ba-ba, BA ba ba BOMP BOMP!
Un solitario y pálido espectro de muchacha con profundas
ojeras negras y el pelo recogido en lo alto de la cabeza igual que
un hongo atómico anaranjado, moviéndose sólo de cintura para abajo
y la mirada puesta en el vacío.
¡BOMP ba-ba-ba-ba, BA ba ba BOMP BOMP!
Una pareja de color con las cabezas cubiertas de pequeñas
trenzas blancas erizadas como púas de puercoespín, bailando espalda
contra espalda.
¡BOMP ba-ba-ba-ba, BA ba ba BOMP BOMP!
Un jovencito de cara granujienta que vestía una camiseta de
Dow Chemical con hojas de afeitar pegadas como adorno y un peinado
de sierra circular de color azul acero.
¡BOMP ba-ba-ba-ba, BA ba ba BOMP BOMP!
Una chica gorda, cuya cara estaba sombreada por un gran casco
de pelo color púrpura, que llevaba una ceñida camiseta de Gucci y
pantalones vaqueros entre los cuales sobresalía su estómago al
descubierto.
¡BOMP ba-ba-ba-ba, BA ba ba BOMP BOMP!
Un ser masculino de aspecto malévolo, vestido de cuero negro,
con retorcidos cuernos de demonio de color verde y la boca llena de
dientes ennegrecidos y rotos, mirando a todas partes de
reojo.
¡BOMP ba-ba-ba-ba, BA ba ba BOMP BOMP!
Aislados unos de otros por la luz de los proyectores, las
ruinas y los desechos humanos se movían con determinismo
espasmódico igual que marionetas bajo la voluntad cambiante de un
estúpido titiritero electrónico.
¡BOMP ba-ba-ba-ba, Ba ba ba BOMP BOMP!
No obstante, mientras su cuerpo interpretaba su propia danza
espasmódica entre las luces del laberinto de láser, mientras los
habituales del lugar y los proyectores bailaban con ella y a su
alrededor, BOMP ba-ba-ba-ba, BA ba ba BOMP BOMP, mientras el ritmo
la transportaba, Karen experimentó una inesperada unión empática
con aquellas pobres criaturas perdidas de la calle, una patética
ternura hacia todas las víctimas que nunca había conocido, BOMP
ba-ba-ba-ba, BA ba ba BOMP BOMP. Ella también brincaba y bailaba
como una pieza de carne en la indiferente maquinaria del destino,
BOMP ba-ba-ba-ba, Ba ba ba BOMP BOMP, mientras una áspera voz de
mujer gritaba desde alguna parte lo que resonaba en su
corazón.
¡Sudorosas madre de
cerdos,
Hermanos simios
colgados,
Quemad vuestros
puentes
En la noche de color
sangre!
Marginados de la
vida
vagabundos
derrotados
¡No vayáis
mansamente
A la muerte de la
luz!
Un foco de neón azul destelló sobre Paco un instante, fijando
su imagen mientras bailaba delante de ella con su delgado cuerpo
arqueado hacia atrás y sus oscuros ojos marrones mirándola con un
frío resplandor azul de luz reflejada.
¡BOMP ba-ba-ba-ba, BA ba ba BOMP BOMP!
Volvió a sumirse en la oscuridad a la vez que ella penetraba
de repente en un cálido rayo blanco.
¡BOMP ba-ba-ba-ba, BA ba ba BOMP BOMP!
Como si sus distintas realidades se estuvieran
desincronizando por la intervención de unos dioses sádicos
invisibles que antes las habían unido, permitiendo que ambos
vislumbraran el mundo prohibido del otro para burlarse de ellos, y
luego, con una carcajada eléctrica y un leve quiebro de sus muñecas
electrónicas, los separaran de nuevo.
Entonces, durante un azaroso momento mágico, sus ojos se
encontraron en un rayo de color rojo sangre de espacio y tiempo
compartidos, y la cara de Paco se transformó en una rígida máscara
azteca angular con orgullosa nariz de águila, crueles labios
curvados sobre una dentadura perfecta y blanquísima y ojos
sensuales; un rostro que ella no había visto jamás pero que conocía
bien, el rostro de un poderoso amante guerrero que ardía por ella
desde el interior de aquel sucio muchacho de la
calle.
Malas madres,
Padres viciosos,
¡Maldecid los
torpedos
Y dejad que el bien se
fortalezca!
¡BOMP ba-ba-ba-ba, BA ba ba BOMP BOMP!
–Chingada, ¿te gusta esta mierda? –
preguntó Mucho Muchacho un poco asombrado cuando aquello
terminó.
Karen Gold le sonrió, radiante, con sus claros ojos azules
destellando, su larga cabellera rubia agitándose sobre sus hombros
desnudos y su ajustado vestido de satén blanco resaltando su
magnífica figura.
Una voz de fondo rezumó por la emisión de Muzik sobre una
foto fija de un extraño gordo maricón. De las vetas blancas de su
pelo rojo podía deducirse que llevaba puesto un maldito
Zap.
–Esta noche en directo desde The American Dream. Bueno,
casi en primicia el primer disco de una
nueva estrella que va a iluminar el cielo del rock and roll como
nadie lo ha hecho hasta ahora…
–¡Oigamos música de verdad, mamacita!
– dijo Mucho Muchacho, tomando de la mano a la Reina de Ciudad
Chocharrica y deslizándose hacia el Lizardo.
Metió la mano en un bolsillo de sus ajustados vaqueros
blancos recortados, sacó diez dólares y los dejó de golpe encima de
la mesa que había delante de la consola de discos.
–Déjame que adivine… -dijo secamente el Lizardo, revolviendo
ya en su montón de videodiscos.
–«Tu madre también…»
–Y tú eres otro -dijo el disc jockey,
poniendo el disco.
Tu ma-dre TAMBIÉN
Tu ma-dre TAMBIÉN
Tu ma-dre TAMBIÉN
Un estruendo rítmico de trompas, un fuerte redoble de
tambores, y se encontró bailando una stompada al compás de los latidos de su propia
sangre en la discoteca de un ático, bajo la brillante noche
estrellada que cubría las enjoyadas torres de Ciudad
Trabajo.
Las atractivas fulanas rubias suspiraban, gemían y le
lanzaban besos provocativos, pero él ignoraba a estas criaturas
inferiores para conceder el favor de su altiva mirada sólo a la
reina de todas ellas que bailaba para él. Sus ojos azules no se
apartaban de los suyos, su rubia melena resplandecía y ondulaba
sobre sus hombros de alabastro al palpitante ritmo, sus labios
brillaban. Era como siempre la había soñado.
Ah, pero había algo más ahora, muchacho, porque una parte de
él sabía que detrás de aquella imagen existía una mujer real que compartía el flash con él, una mujer
que había sido salvada de un peligro real por al auténtico valor de
Mucho Muchacho, que lo había llevado a su cama, que lo había
alimentado con auténtica comida, que le había proporcionado dinero,
que le había abierto una puerta y conducido de la mano a un mundo
más amplio.
Las orejas le ardían. Su corazón latía con fuerza en su pecho
vacío. Sintió que sus mejillas se sonrojaban a causa de una extraña
y deliciosa turbación.
Chingada, pensó Paco Monaco, Mucho Muchacho, mientras la
palabra penetraba en su mente, ¿es esto lo que se siente cuando se
está enamorado?
Karen Gold no podía apartar la vista de la cara de Paco,
porque a pesar de que había algo terrorífico en sus ardientes ojos
oscuros que estaban fijos en los de ella, en el cruel pico de
depredador que tenía por nariz, en su deslumbrante sonrisa blanca,
en su violento ritmo selvático, era un terror sensual estimulante,
considerando lo que sentía moverse y bailar fuera del claro que
compartían, en la fétida jungla de edificios en ruinas, que le
inspiraba un terror mucho más simple y menos
ambiguo.
Ella conocía lo que había fuera, las oscuras caras sucias,
los dientes cariados, las pieles ulcerosas, las manos que
agarraban; podía oír el pesado jadeo, oler el fétido aliento de ajo
y el sudor agrio de las criaturas de la calle que esperaban para
atacarla. El discordante y pesado ritmo se burlaba de ella; la
estridente guitarra de max metal arañaba su piel excesivamente
blanca y una voz horrible chasqueaba con lujuria puertorriqueña su
deseo.
Tómalo mientras
puedas
¡TU MADRE TAMBIÉN!
de un macho
ardiente…
Mucho Muchacho se inclinó hacia adelante, abrazó a la esbelta
reina rubia de Ciudad Chocharrica y, bailando mejilla contra
mejilla, le tarareó al oído su canción de amor, haciéndola
retroceder hacia la oscuridad acechante.
Oh Dios, la estaba empujando hacia la oscuridad, hacia un
sucio callejón sobre el que caía una lluvia helada, acorralándola
contra unos cubos de basura. Podía oler los desperdicios podridos,
oír el movimiento de las cucarachas y las carreras de las ratas en
la espantosa voz que le gruñía al oído…
Todos recordamos
cuando
¡TU MADRE TAMBIÉN!
Y sin embargo… Sin embargo el hombre era Paco, una parte de ella lo sabía, su príncipe de la
calle, su caballero de brillante armadura, el que la había salvado;
y en realidad no se hallaba en el callejón oscuro de aquella
terrible noche lluviosa. Se hallaba… se hallaba…
Con un enorme esfuerzo recordó. Recordó y alzó la mano hasta
el contacto de la caja de circuitos que llevaba en la
nuca…
–Aquí no -susurró con voz gutural, zafándose de su agarro con
delicadeza, cogiéndole las manos y guiando ella ahora a Mucho
Muchacho, sonriéndole, prometiéndole mundos maravillosos con sus
ojos azules como el hielo-. Deja que te lleve a un lugar donde no
has estado nunca.
–¿A cuál?
–Vayamos… ¡vayamos a The American Dream!
–¿The American Dream? ¿Puedes
conseguir que entremos, muchacha? – preguntó Paco, saliendo del
flash para entrar en lo que parecía otro sueño.
Había visto con frecuencia The American Dream en la pantalla;
Muzik emitía desde allí en directo, era casi el número uno de los
clubes del mundo. ¡Pero nunca se había imaginado, ni siquiera como
Mucho Muchacho, que podría entrar en un
sitio como aquél!
–¡Claro! Vendo programas chinche allí, el portero me conoce
-dijo Karen-. ¡Vamos, tomemos un taxi!
–¡Un taxi!
¡Chingada, jamás en su vida había estado en un jodido
taxi! Incluso aunque hubiese tenido dinero
y ganas de pateárselo, ningún maldito taxista se hubiera parado
para recoger a alguien con su aspecto.
–¿Un paseo en taxi? ¡Eh, mamacita, voy a alucinar con
eso! -exclamó, y pulsó el
interruptor.
Sí, ésta era la noche mágica y la reina de Ciudad Chocharrica
era su dama, porque lo llevaba de la mano por la calle y cuando al
fin apareció el taxi y ella le hizo señas, chingada, el hijoputa se
detuvo justo delante.
Y Mucho Muchacho y su dama se arrellanaron juntos en los
asientos tapizados con terciopelo, mientras que su chofer de
uniforme chillando y maldiciendo contra el tráfico en jodido chino
o alguna mierda semejante, los conducía por Houston y luego hacia
el sur por West Broadway como si fueran en un gran yate blanco
navegando sobre un río de luz dorada entre las suaves piernas de la
ciudad tal y como siempre había soñado, tal y como siempre había
sabido que debía ser, Mucho Muchacho, Príncipe de la Ciudad,
transportado por las calles detrás del cristal de espejo negro de
una limusina por la reina rubia de ojos azules de su
noche.
–Deja que hable yo -dijo Karen Gold al bajarse del sucio taxi
pirata, mientras le pagaba al enloquecido conductor
tailandés.
¡Dios mío, vaya viaje! ¿Es que ya no quedaba en aquellos cacharros ni un sólo
muelle?
The American Dream no parecía gran cosa desde el exterior. No
era más que un enorme almacén de hormigón visto en una calle
secundaria del Soho, sin un letrero que avisara a los turistas de
Jersey que aquél era el famoso club de Muzik, Inc.
Pero en realidad no era necesario, porque la calle estaba
atascada de taxis y la acera presentaba la acostumbrada escena de
un gran número de personas bastante bien vestidas, que hacían cola
para pagar los cuarenta pavos de la entrada y de vagabundos que
esperaban obtener el favor de Fritz y algún pase
gratis.
Tirando de Paco y dispuesta a afrontar las dificultades,
Karen pudo abrirse paso hasta la puerta con menos empujones de lo
habitual. Fritz, el portero, un tipo corpulento de pálida piel y el
pelo rubio cortado al estilo militar, estaba de pie en el portal
vestido con una trinchera negra por completo, mirando con
desconfianza a la multitud e indicando, de vez en cuando, a algún
vagabundo que se acercara mediante un movimiento de su índice
embutido en un guante de cuero también negro.
Karen atrajo su atención, él asintió con la cabeza, la dejó
pasar, pero entonces frunció el entrecejo y avanzó para detenerlos
con su cuerpo cuando vio que Paco, de la mano de Karen y con el
macuto en la otra, intentaba entrar con ella.
–¿Quién es éste? – preguntó con
displicencia.
–Viene conmigo.
Fritz sacudió la cabeza en señal de negativa e hizo un gesto
para que se marchara.
–De eso nada -dijo.
–Yo pago su entrada.
–Yo digo qué vagabundos entran aquí.
No me gusta su aspecto. El dinero no hace que deje pasar a los
vagabundos.
¡Oh mierda! Paco se puso a su lado, con los ojos fijos en el
portero, después se colocó delante de ella…
–Venga, Fritz…
Paco salió nadando del flash dorado para entrar en una
disputa en pleno apogeo, en la clase de mierda que conocía
demasiado bien desde la posición opuesta cuando alguien se empeñaba
en hacerle pasar un mal rato a un portero de tugurio. Karen lo
estaba haciendo mal. Desde luego, él no dejaría pasar a nadie que
lo incordiara y protestara de esa forma.
–El hombre sólo está cumpliendo con su obligación -le dijo a
Karen suavemente, mirando directamente a los ojos del gran portero
rubio-. ¿No es cierto, amigo? Dígale a la señora que usted sólo
está cumpliendo con su obligación, Fritz.
El portero lo miró también, atónito por
completo.
–Yo también trabajo en la puerta -le dijo Paco, sonriendo
como lo hacía Dojo-. No queremos follones con desgraciados como
nosotros, ¿verdad, muchacho?
El portero gordo se echó a reír. Metió la mano en un bolsillo
de la trinchera, sacó dos tarjetas con los colores de la bandera
americana y el nombre «Fritz» en letras doradas y se las dio a
Paco.
–Perdona -dijo-. ¿Dónde trabajas?
–En Slimy Mary's. No llevo pases encima, así que pregunta por
Paco.
–¡Te ha dado pases! – exclamó Karen mientras entraban, con
los ojos dilatados de admiración-. ¿Cómo has
podido…?
Él le apretó la mano y le sonrió.
–Eh chica, puede que éste sea tu territorio -dijo-, pero ese
hijoputa procede del mío.
Paco le dio los pases de Fritz al cajero, Karen dejó su
abrigo en el guardarropa y luego condujo a Paco por un estrecho y
oscuro pasillo descendente que, de repente, se doblaba en un ángulo
de noventa grados para desembocar en el enorme caos del
foso.
Tres de las paredes de la inmensa estancia eran pantallas de
video, cuyas imágenes gigantescas en movimiento destruían la
perspectiva interior y cualquier sentido de sus proporciones.
Cuando entraron, MUZIK estaba poniendo un número de un cowboy del
espacio llamado «Three Ring Blues». Un cantante, de una altura
equivalente a la de un cuarto piso, vestido con traje espacial y
sombrero Stetson, rasgaba una guitarra acústica mientras cabalgaba
sobre un caballo robot de propulsión a chorro en el tiovivo de los
anillos del gran Saturno filmados por la NASA. Los proyectores
atrapaban grupos de bailarines o individuos solos en sus brillantes
charcos de luz, y después se apartaban. Rayos multicolores
procedentes del techo invisible fragmentaban la pista de baile en
parpadeantes zonas de color.
–Chingada… -murmuró Paco a su lado, lleno de aturdimiento y
asombro.
Sí, de acuerdo, pensó Karen, incluso sin un toque de Zap
puedes estar segura de que no te hallas en Kansas.
Todo el enorme lugar vibraba por igual como una gran sala de
resonancias, aunque el abrumador muro de música no llegaba a
ensordecer por alguna magia de emplazamiento de altavoces y de
diseño acústico, permitiendo la conversación casi a un nivel normal
de decibelios.
Un escenario circular, vacío en aquel momento, se elevaba
desde el centro del foso sobre un pedestal curvado de cristal negro
que contenía una escalera interior. En él tenían lugar las
actuaciones en vivo, con la ventaja de una posición dominante y la
seguridad de que no lo invadirían quienes estaban tres metros más
abajo.
–He visto esto muchas veces en las grabaciones de MUZIK -dijo
Paco, girando lentamente con la vista alzada, pero es tan grande… y
el sonido…
–Bienvenido a The American Dream, Paco. Echa una ojeada a la
forma en que vive la otra mitad -dijo Karen, volviéndose también
para mirar, no sin envidia, la parte alta de la cuarta pared de la
inmensa habitación, por donde habían entrado.
Una serie de galerías ascendía hacia las alturas tres metros
por encima del foso de The American Dream, una imagen de la
jerarquía de la sociedad de los clubes y de las medidas
arquitectónicas para la preservación de la misma.
El primer nivel, bordeado por una barandilla de latón que
llegaba hasta la cintura, era el salón principal, con un bar y
mesas de café, al que se podía llegar por las escaleras del foso.
Es decir, al que podían llegar todos excepto los vagabundos, que
estaban confinados en las zonas bajas por guardias de seguridad
armados que los vigilaban. Karen jamás había rebasado ese
nivel.
Sobre éste se hallaba la cabina de emisión desde donde MUZIK
trasmitía las actuaciones en vivo del American Dream a su red
nacional de satélites.
En la planta de arriba, festoneado por colgaduras a rayas
rojas y blancas, había un elegante y escandalosamente caro
restaurante francés, protegido por paneles de cristal transparente.
Allí sólo se podía entrar con reserva previa, en el caso de que
fuera aceptada.
Encima del restaurante, enmarcado por colgaduras con fondo
azul y estrellas para que el conjunto de los dos niveles tuviera un
vago parecido con la bandera americana, estaba la sala de los VIPs,
para los príncipes y princesas del mundo del espectáculo, detrás de
grandes vidrios ahumados.
En el pináculo, circundado por las alas extendidas de una
enorme águila dorada, se hallaba lo que en otra época podía haber
sido el palco del emperador, pero allí estaba reservado para los
dioses corporativos sin rostro. No era más que un pequeño cenador
cerrado en la oscuridad de las alturas próximas al techo, desde
donde se inspeccionaba toda la escena.
Al volver la cabeza, vio que Paco se había encaminado a la
pista de baile y provocaba miradas furiosas de los danzantes con
quienes chocaba al bambolearse de acuerdo con el ritmo y los ojos
puestos en el techo, como un turista palurdo que contemplaba el
Empire State Building por primera vez mientras caminaba alelado
entre el tráfico de Herald Square.
–Vamos -dijo ella, cogiéndolo de la mano-. Sentémonos en el
bar y ocupémonos de los negocios.
Las pantallas de video no llegaban al nivel del suelo, se
iniciaban a más de dos metros sobre la pista de baile al objeto de
dejar espacio para unos largos mostradores que bordeaban tres de
los lados del foso bajo un voladizo horizontal, destinado tanto a
proporcionar sensación de intimidad como a amortiguar el sonido de
los altavoces.
Era Ciudad Cutre. La larga barra adornada con espejos y los
taburetes tapizados en plástico podían haber pertenecido a
cualquier mísero antro de la Avenida A. Desde allí, lo único que se
veía del resto de The American Dream era la pista de baile, una
humanidad que se retorcía espasmódicamente colgada como un tapiz
barato en la boca de una cueva.
Era como si una sórdida y siniestra tabernucha hubiera sido
cavada al pie de una espléndida montaña, lo que en cierto modo
había sucedido. Sin duda, la sordidez formaba parte del decorado,
porque allí era donde la gente de los niveles más altos iba a
contemplar a los vagabundos en una versión a lo Disneylandia de su
entorno natural, y a comprarles sexo, wire
y sensaciones facilonas. Allí era donde a los vagabundos, a quienes
se les permitía entrar con ese único propósito, se les dejaba
vender sus mercancías sin interferencias por parte de la dirección
siempre que no se pusieran violentos ni vomitaran encima de las
instalaciones.
Era también donde Karen se veía obligada a vender sus
programas chinche, porque Muzik, Inc. veía con malos ojos toda
clase de tráfico más allá de los confines del
foso.
–Siéntate aquí, toma una bebida y no te enfades cuando hable
con otros tipos -le dijo a Paco, acomodándose en la barra-. Sólo
son negocios.
Él le dirigió la sonrisa más extraña que jamás le había
dirigido; como si en vez de molestarse ante la perspectiva, ésta lo
enorgulleciera por algún motivo.
–Bueno, muchacha -dijo con voz casi sedosa-. Tráete la
manteca a casa.
–¿Tienes algo para larga distancia? – le preguntó el hombre
canoso vestido de esmoquin.
Karen asintió con la cabeza, rebuscó en su bolso, extrajo un
disco, lo puso sobre la barra y mantuvo la mano
encima.
–Le costará cuatrocientos.
El hombre canoso sacó un puñetero billete de cuatrocientos
dólares de su bolsillo, lo deslizó hasta la mano de Karen, recogió
la mercancía y le sonrió; todo ello mirando a Paco con nerviosismo.
Paco le hizo un gesto de enfado y el hombre se perdió entre la
multitud de la pista de baile.
Se sentía feliz. Había tomado posesión de un lugar donde
nunca había estado antes. Se había sentado en el bar del club
Número Uno de todo el maldito país, The American Dream, tío, donde
se reunían todas las estrellas de rock y de cine, ¿y quién era el
Coco de la Calle allí, en el mercado secreto?
Era él.
Allí estaba sentado, sorbiendo su ron con Coca-cola, mientras
observaba cómo su mamacita le traía a casa la
manteca.
Un tipo alto y delgado, con traje de dril azul de corte
sobrio y gafas plateadas, le susurró algo a Karen. Ella asintió con
la cabeza, metió la mano en su bolso, sacó otro disco, se lo dio y
cogió un fajo de billetes. Traje Azul le dirigió a Paco un leve
saludo y desapareció.
Eso sí, todos aquellos gordos bien vestidos que se acercaban
a Karen para comprar programas chinche lo vigilaban de reojo
mientras negociaban con ella, y se cuidaban mucho de evitar que
tuviera la impresión de que estaban ligándose a su
chica.
De modo que todo lo que tenía que hacer era estar sentado en
el taburete, tomar su bebida, burlarse de los hijoputas ricachones
como el príncipe de la calle que era, contar lo que entraba y
cronometrar la acción.
Lo cual no era muy distinto de su cometido en el Slimy
Mary's.
Era verdad que aquella barra parecía no tener fin y también
que había tías vistosas en la pista de baile en lugar de brujas
adictas al wire y puercas baratas, y seguro
que mucho más dinero en movimiento, muchacho.
Pero lo que se vendía era prácticamente lo mismo, y la mayor
parte de la gente que traficaba era semejante a la que se fundía
con las sombras infestadas de ratas y cucarachas de las zonas
interiores del Slimy Mary's.
Las prostitutas callejeras adictas se vendían a viejos
vestidos con trajes de dos mil dólares. Los adolescentes de la
calle se ofrecían a los maricones ricos. Los productores de porno
encontraban vagabundos dispuestos a hacer lo que fuese por cinco
pavos la hora. Las furcias elegantes, que podían permitirse el lujo
de esnifar polvo sintético a paletadas, compraban mierda como el
Prong o el Tío Charlie a zombis quemados como Monkey Girl o el
Conde a precios escandalosos. Y Karen, segura a su lado, vendía sus
programas chinche a los propietarios de Ciudad
Trabajo.
¡Por fin había trepado por las piernas de Ciudad
Chocharrica!
Porque había penetrado en el corazón del Soho, en el club que
la propia MUZIK proclamaba como la tierra prometida, y lo que había
encontrado allí, bajo la elegante falda de seda de The American
Dream, era un maldito mercado callejero donde los gordos y los
ricachones rondaban temerosamente alrededor de las sombras de
su territorio.
Aunque quizás él no fuera el único príncipe de las calles en
aquel bar, tenía lo que ninguno de esos chicos menos importantes
poseía: una línea de enlace con el Frente de Liberación de la
Realidad, con un nivel de la ciudad más alto que el de la calle,
con algo demasiado grande para que él lo comprendiera pero que
había logrado ganar como aliado.
Aunque era Karen quien estaba ahora cambiando programas
chinche por dinero que iría a parar a ellos, él tenía su propia
mercancía que vender cuando encontrase el procedimiento para
hacerlo: los Zaps de Dojo. Entonces se dio cuenta de que eso no
tenía nada que ver con el jodido FLR. Que los folien. Le estaban
poniendo difícil lo de vender Zaps y no tenía por qué darles tajada
en absoluto.
Si Karen seguía introduciéndolo allí, él podría arreglárselas
solo y guardarse la parte que Dojo creía destinada al
FLR.
Todo lo que tenía que hacer era observar como trabajaba su
mamacita y aprenderlo.
Un tipo de pelo rubio y largo con un traje de seda rojo se
acercó a Karen y le murmuró algo al oído. Ella asintió sacó un
disco, escondiéndolo bajo la palma de la mano, y se lo dio. Él se
lo guardó con disimulo en el bolsillo interior de la chaqueta
mientras Karen metía los billetes en el bolso. Después le sonrió,
miró a Paco desconfiadamente, se apartó del bar y atravesó la pista
de baile.
–¿Dónde habré visto a ese tío antes? – preguntó
Paco.
Karen se encogió de hombros.
–Creo que es un actor de televisión -dijo.
–¿Lo conoces? – se interesó Paco-. Al parecer, todos te
conocen a ti.
–¿Celoso? – se burló ella humedeciéndose los
labios.
–¿De esos hijoputas maricones? – dijo Paco, desdeñoso-. No,
mierda. Sólo estoy tratando de averiguar cómo todo el mundo se ha
enterado de que vendes programas chinche.
–Esos no lo saben -dijo Karen, señalando con la cabeza hacia
la pista de baile-. Debe de haber miles de personas aquí, y la
mayoría no sabe nada de esto. Sólo algunos me han comprado
programas y tienen amigos que están interesados. Todo es cuestión
de boca a boca. Cuando una se dedica a estos negocios, no hace
presupuesto para publicidad.
Se echó a reír.
Paco frunció el entrecejo.
–Entonces, ¿cómo demonios se empieza? –
preguntó.
Alzó la cabeza, asombrada.
–¿Empezar qué?
Él metió la mano en su macuto, sacó un Zap envuelto en
plástico, lo puso sobre la barra y lo tapó con ambas
manos.
–A vender esto -dijo.
–¿Quieres vender Zaps aquí? Pero Larry dijo…
–¡A la mierda con lo que dijo Larry! Esto no tiene nada que
ver con el maldito Frente de Liberación de la
Libertad.
–¡Pero estás conmigo!
–Eh, mamacita, tú estás conmigo -le
espetó Paco.
–¿Quién ha conseguido que entres?
–¿Quién consiguió los jodidos pases?
Ella lo traspasó con la mirada. Tenía los brazos cruzados
sobre la barra en un gesto de arrogancia propio de un gordo. Él la
miró del mismo modo, emitiendo vibraciones de macho enfurecido.
Permanecieron sentados durante largo rato, desafiándose con la
vista, encerrados en una actitud de voluntades
enfrentadas.
Entonces, de repente, la música cesó.
El abrupto silencio fue como una bofetada en plena cara.
Instintivamente, Paco giró en su taburete. Una luz uniforme, pálida
y rosada cubrió la pista de baile, donde cientos de personas se
habían quedado inmóviles mirando hacia arriba, hacia algo que el
voladizo que techaba el bar le impedía ver.
–¡En directo desde The American Dream! – bramó una voz
masculina.
Todos los que se hallaban en la barra se volvieron,
abandonaron sus asientos y se apresuraron hacia la pista de
baile.
–¡Chingada! – exclamó Paco, saltando de su taburete y
cogiendo a Karen de la mano-. ¡Vamos! ¡Están haciendo una
retransmisión de Muzik!
Karen ya estaba de pie, y juntos se unieron a la multitud que
miraba expectante el escenario sostenido por el pedestal de cristal
negro situado en el centro de la pista.
Un único foco blanco brillante proyectó una nítida mancha de
luz sobre él. En el centro había un hombre de color con un ceñido
esmoquin blanco bordado con miles de espejos diminutos que lo
envolvían en un aura de luz refractada de múltiples
colores.
–Alí Babia… -le murmuró Karen al oído.
Paco asintió con la cabeza, sin apartar los ojos del hombre
del escenario. Alí Babia era uno de los acostumbrados presentadores
de MUZIK y Paco siempre había pensado que era un gilipollas. Pero,
no obstante, había algo fascinante y mágico en el hecho de ver a un
gilipollas famoso en carne y hueso por
primera vez. Nunca había visto a ningún famoso en directo en toda
su vida.
–¡Chingada, Karen, tenemos que enchufarnos para tener un
flash con esto! – gritó, alargando la mano para darle un toque al
Zap de ella antes de tocar el suyo.
–¡Sí, ésta es la Boca Motora Maestra que os llega en directo
desde The American Dream, y esta noche vais a presenciar cómo se
hace historia musical! Esta noche la vieja Boca Motora Maestra ha
estado a punto de quedarse sin habla, porque no habéis visto ni
oído nada todavía, quiero decir que MUZIK es música, el no va más del arte, pero esperad a oír
qué es el no va más del arte ahora, aquí mismo, ahora mismo, en
directo y no en directo, ni siquiera sabréis de qué estoy
charloteando hasta que veáis lo imposible, no sólo una nueva
estrella, sino una nueva clase de estrella,
dominad vuestras cabezas y prestad atención a esto, aquí está, no está aquí, es en directo, no es
en directo, pero en verdad es algo único; ¡Jack
el Rojo, vuestra Máquina del Rock and Roll recién
creada!
El foco de luz se apagó, el mundo entero explotó en una
blancura cegadora y The American Dream tembló con un rugido nuclear
que hacía crujir los huesos. Del estampido y el destello brotó un
ritmo machacón cargado de subsónicos que retumbaba en el estómago,
y los tres enormes murales de video se llenaron de nieve de colores
que parecía latir con él como su lo hubieran transportado de
repente al interior de una pantalla
sintonizada con un canal vacío.
¿Vacío?
¡Chingada!
Una voz cantó desde las paredes de estática, una voz distinta
a todas las que había oído en su vida; fuerte y varonil, femenina e
insinuante, como producida por una máquina, pero no monótona y
maquinal. Era la voz de un cantante solista y también las voces de
un coro, algo que no podía ser humano.
Yo te potencio a ti…
Una enorme cara, triplicada por las pantallas, surgió de
repente del desordenado confeti electrónico.
Tú me potencias a
mí…
Unos destelleantes ojos castaños, enmarcados por gruesas
cejas negras y largas pestañas, y una boca de labios carnosos y
sonrisa presuntuosa lo hacían parecer hermano gemelo de Mucho
Muchacho, pero la fina nariz indicaba arrogancia de gordo, y el
brillante y largo pelo rojo le otorgaba semejanza con ambos y con
ninguno. Era un monstruo del rock and roll.
El pelo… el pelo… Una redecilla de finos alambres plateados
se distinguía sobre su pelo rojo como si… ¡como si llevara un
Zap!
Tú me potencias a mí
Yo te potencio a ti…
El coro lo repetía dos veces y, al final de la segunda, la
cara se disolvía en confeti de colores durante un compás para
reaparecer al siguiente. Allí y no allí, en directo y no en
directo, entrando y saliendo de la realidad a través del
ritmo.
Yo te potencio a ti
Tú me potencias a mí
Tú me potencias a mí
Yo te potencio a ti…
Karen se encontró moviendo los pies, se encontró bailando en
medio de una multitud frenética, con la vista alzada hacia la
enorme figura del ser llamado Jack el Rojo que se contoneaba y
saltaba sobre un fondo vacío de color azul pálido mientras la
monótona percusión y el palpitante contrabajo, el rasgueo de
guitarras, la misteriosa voz insinuante con un registro imposible,
jugaban con su conciencia llevándola hacia el límite de una
revelación evasiva.
Entonces, los pantalones y la camisa de Jack empezaron a
cambiar una y otra vez cuando fragmentos de viejas películas,
imágenes de cielos estrellados, escenas de multitudes, caras, y un
sinfín de figuras y paisajes procedentes de filmaciones del banco
de datos fluctuaron a través de ellos.
Soy el que siempre me
dijeron
Que nunca sería…
Soy la culminación de lo que
creaste
En tus sueños
mágicos…
Jack el Rojo se descompuso en pixels durante un largo
momento. Después volvió a tomar forma lentamente a partir de un
montaje de caras vulgares, proclamándose como una auténtica
criatura de la esfera cibernética.
¡Claro! ¡No se hallaba allí! ¡No era real! ¡Era buen programa, no un cantante vivo, y se lo estaba
restregando por la cara!
Entonces, diversas tomas de audiencias multitudinarias se
superpusieron unas sobre otras mientras él bailaba y cantaba
delante, destacándose de ellas como un íncubo electrónico; la
manifestación en software del sueño colectivo de rock and
roll.
Déjame bailar en tus
sueños
¡Soy tu Máquina del Rock and
Roll!
Karen se encontró de regreso en Rutgers, dentro de una enorme
clase de informática surgida de la unión de fragmentos de películas
de enseñanza práctica y de documentales engañosos que mostraban una
brillante imagen del futuro de la generación cibernética,
afanándose con todos los demás esclavos en una deprimente fila de
consolas. Tanto ella como el resto se unieron al
coro.
Yo te potencio a ti
Tú me potencias a mí
Tú me potencias a mí
Yo te potencio a ti…
Ella bailaba con Jack el Rojo por interminables pasillos de
consolas de ordenador en la sórdida fábrica de camisas, lanzando
discos de programas chinche a todos los currantes sometidos por la
paga al servicio de la Realidad Oficial.
Ponme en marcha y
bailemos,
Dice el fantasma dentro de tu
máquina…
Y todas las pequeñas ratas del ordenador empezaron a insertar
discos en su consolas, que se convertían por arte de magia
brillantes tocadiscos automáticos pintados con fantásticos
remolinos fluorescentes y dibujos de cachemira.
Me han encerrado en tus
circuitos
He estado donde nadie podía
verme,
Pero ahora estoy aquí para
decirte
Levanta la voz y
grita…
Y todas las pobres y débiles criaturas se hicieron sus
semejantes; ágiles, atractivas y poderosas con sus camisetas del
Frente de Liberación de la Realidad le sonrieron al mundo que ellas
no habían construido con la cara de Jack el Rojo, y cantaron con la
voz recién encontrada de su generación.
¡Tú y yo juntos
Somos una Máquina de Rock and
Roll!
Varios gordos salieron de una extraña fábrica llena de
ordenadores para unirse al ejército de vagabundos callejeros de
Mucho Muchacho, bailando su danza de libertad por la calle
principal de Ciudad Trabajo, y Jack el Rojo iba a su lado
dirigiendo el conjunto, y eso era bueno, porque tanto los gordos
como los vagabundos llevaban redecillas de alambre de plata en el
pelo, unidos por fin en la hermandad del Zap.
Yo te potencio a ti
Tú me potencias a mí
Tú me potencias a mí
Yo te potencio a ti…
Salieron más gordos de altas torres de cristal, más
vagabundos surgieron de callejones y bocas de metro como una horda
vengadora de cucarachas; y cuando llegaban a la calle y se unían al
desfile de Mucho Muchacho y Jack el Rojo, aparecían Zaps en sus
pelos y sus caras se convertían en la cara de Jack y después en la
de Mucho. Jack, Mucho, Jack, Mucho, hasta que se fundieron en una
sola cara y él era esa cara, cantando con
la voz de los barrios bajos de la ciudad.
Tú estás aquí a mi
lado.
Donde siempre he
estado
Te has escondido dentro de
mí…
Cantando en un escenario ante tribunas formadas por filas de
cubos de basura, sobre los que se apoyaban consolas de ordenador.
Vagabundos tocados por Zaps tecleaban en ellos como si fuesen
pianos. Sus dedos volaban, sus cabezas oscilaban al compás del
ritmo, sus pies golpeaban el suelo, sus ojos giraban, y se
convertían en Mucho Muchacho, en Jack el Rojo; Mucho, Jack, Mucho,
Jack, al gran latido del max metal.
Somos el fantasma de la
máquina…
Puede que seamos bits, bytes y
programas
Pero, nena, no somos Mr.
Perfecto…
Y él estaba allí, entre el público, con todos ellos, tocando
sintetizadores, guitarras, pianos, percusión, conjurando la cara de
Jack el Rojo en cada pantalla de ordenador y de nuevo en el
escenario, bailando su danza de Mucho Muchacho…
Yo te potencio a ti
Tú me potencias a
mí…
Adelante y atrás, adelante y atrás, adelante y atrás, al
ritmo de la música en un parpadeo estroboscópico, cuatro cambios
por compás.
Tú me potencias a mí… Yo te potencio a
ti…
Y de repente, el desorden se adueñó de Ciudad Trabajo
mientras él conducía a su ejército de vagabundos alucinados, a su
horda de puñeteros gordos bajo los efectos del Zap, y llegó a los
bancos, a los centros de control de misiles, a las salas de control
de televisión, a las cajas de los grandes almacenes, a las
corredurías de bolsa, a las oficinas del gobierno y de la
industria.
Generales y ricachones, guardias de seguridad y fulanas de
lujo, viejos gilipollas con esmoquin, corrían en círculos unos
detrás de otros, aterrorizados, gritando, con los ojos
desorbitados, agitando los brazos, orinándose en pantalones, como
ratas con traje y abrigo de piel, como cucarachas precipitándose en
tropel de cada agujero y cada grieta, mientras Mucho Muchacho reía,
reía y reía, y todos los monitores de televisión y las pantallas de
ordenador mostraban la burlona cara de Jack el
Rojo.
La roja anarquía ha
madurado
A la vista de todos…
¿Qué harán los Hombres
Gordos?
¡Tú me potencias a
mí
Yo te potencio a ti!
–¿El Zap? -preguntó Karen, mirando a
Paco con no poca extrañeza-. ¿Viste que todo el mundo llevaba el
Zap?
–Claro, mamacita -contestó Paco, tomando otro trago largo de
ron con Coca-Cola-. ¿No lo has visto tú? ¡De eso trataba toda la
jodida canción!
–¿De veras? Creía que se refería a programas
chinche.
–¿Programas chinche? ¡Chingada! ¿Qué
coño tiene todo eso que ver con los programas?
Karen se echó a reír y se frotó el dedo pulgar contra los dos
primeros dedos de la mano derecha.
–Ha sido como trabajar en un anuncio
para ellos, ¿verdad, Paco? – dijo.
El final de la canción los dejó a todos paralizados sobre la
pista, igual que si fueran un grupo de durmientes despertados de
repente de un sueño compartido, demasiado asombrados incluso para
hacer algún comentario. Ciertamente alucinados sin necesidad de la
intervención del Zap. Karen lo había desconectado mientras
regresaba insegura a la barra, e incluso Paco daba la impresión de
que los efectos le durarían bastante rato.
También había sido bueno en otro sentido, porque los negocios
se habían caldeado y empezado a funcionar casi antes de que ella
tuviese tiempo de sentarse en un taburete y pedir otra bebida, y
necesitó reunir toda su concentración para no equivocarse en los
precios y el cambio.
Aunque el flash le hubiera mostrado otra cosa a Paco, mucha
gente había visto lo mismo que ella, y eso
había provocado un gran interés por su mercancía, dejándola con
sólo un disco de programas chinche de ATM en su
bolso.
–¿No viste a Jack el Rojo con un Zap como los nuestros? –
insistía Paco, sin podérselo creer.
Karen meditó sobre el asunto. La escarcha de finas líneas
plateadas en el pelo rojo de la fantasmagórica estrella del
rock…
–Ahora que lo pienso… -murmuró-. ¿No lo viste repartiendo
discos de programas chinche? ¿No viste todos aquellos sistemas
infectados volverse locos al final?
Paco la miró con atención y fue
comprendiendo.
–¿Se trataba de eso?
Karen se encogió de hombros.
–Al parecer, muchos de mis clientes lo creyeron -dijo,
moviendo la cabeza.
Paco pidió otra bebida.
–Es extraño -dijo-. Primero un jodido cantante que en
realidad no estaba aquí y ahora tú…
–¿Tú también lo viste? – preguntó Karen
bruscamente.
–Puede que no tenga ni puñetera idea de ordenadores pero sé
que el viejo Jack el Rojo es… es…
–Una Personalidad Artificial…
–¿Una qué?
–Una Personalidad Artificial, como las que usan en los
anuncios de televisión. Ya sabes, como el Capitán Coca y Ronald
McDonald, sólo que este programa es lo
bastante bueno como para transmitir la impresión de que es un
verdadero ser humano…
–Pero es como si no quisiera engañarte incluso pudiendo
hacerlo… Chingada, ¿qué coño es todo esto?
–Factores azarosos -dijo Karen-. ¡A
montones!
–¿Qué?
–¿Tienes programas chinche? He oído decir que
tienes.
Una mujer de mediana edad, bajita y gorda, con un complicado
peinado ya un poco deshecho y un traje ceñido de seda negra,
costoso en apariencia, con manchas de sudor debajo de los brazos,
se había acercado tambaleándose a su taburete. Tenía los ojos
enrojecidos y le tiraba insistentemente de la
manga.
–Vamos, vamos, los estás vendiendo, todo el mundo lo
sabe.
–Bueno, me queda uno -dijo Karen, metiendo la mano en su
bolso y apartando la cabeza a un lado para no respirar el aliento
de la borracha.
–¿Cuánto? – inquirió la mujer.
–Cuatrocientos -contestó Karen a la vez que ponía su último
disco sobre la barra.
–¿Para qué sirve? – farfulló la mujer alargando la
mano.
–Es un programa de ATM.
–¿Un qué?
–Permite usar los cajeros automáticos con una tarjeta falsa.
Te introduce en los bancos de datos y…
–¿Para qué quiero una mierda como ésa? – preguntó la mujer
borracha en tono beligerante-. ¿No tienes otra cosa
mejor?
–No tengo nada más -le espetó
Karen.
La mujer frunció el entrecejo y empezó a
alejarse.
–¡Yo sí! – dijo Paco.
Ambas lo miraron, Karen con sorpresa, la fulana borracha con
un súbito interés. Paco le dirigió una sonrisita
sexy.
–Otra cosita -dijo seductoramente, inclinándose hacia ella,
le puso sobre el pelo la redecilla de su Zap, que retiró en
seguida.
–¿Qué es eso?
–Se llama Zap, mamacita -ronroneó Paco-. Lo que Jack el Rojo
llevaba en el video. ¿Sabes…?
–Sí… -murmuró la mujer, mirándolo con reserva-. ¿Qué es, una
pieza de wire callejera? Bah… ya estoy
quemada con el polvo y el alcohol, no necesito ninguna mierda
eléctrica…
Paco sonrió y asintió con la cabeza
comprensivamente.
–Nada de mierda de la calle, mamacita -dijo en tono
confidencial-. Algo nuevo por completo, no puedo decirte de donde
lo he sacado, pero… es lo que le da a él sus poderes,
¿comprendes?
–¿Poderes…?
Paco asintió. Metió la mano en su macuto, sacó un Zap
envuelto en plástico y lo sostuvo debajo de la nariz de la
mujer.
–Póntelo, pulsa el interruptor y serás quien quieras
ser…
La mujer se inclinó para observar el
paquete.
–¿Ser quien quiero ser…?
–Ser lo que sueñas ser, mamacita -le dijo Paco-. Joven.
Atractiva. La reina de la cama y una máquina de rock and roll. Como
dice la canción, quien siempre te dijeron que no serías. Sólo
tienes que pulsar el Zap…
Ella alzó la cabeza hacia él inquisitivamente. Su expresión
denotó desconfianza, pero se humedeció los labios en actitud
pensativa.
–¿Cuánto? – preguntó.
–El precio normal son seiscientos -dijo Paco, guiñándole un
ojo-. Pero para ti, quinientos, mamacita, sólo porque me pareces
muy sexy.
Ella lo miró ansiosa y nebulosamente durante un largo
momento. Paco le correspondió con la mirada más insinuante que pudo
dadas las circunstancias.
–Bueno, vale -dijo al fin, metiendo la mano en su bolso-. ¡Ya
me he gastado bastante en polvo esta noche!
Paco se apoderó del dinero y le dio el Zap.
–Ah, mamacita -le dijo cuando empezaba a volverse-. Dile a
tus amigos gordos que Paco tiene el Zap, les dices que pueden
encontrar al hombre de confianza de Jack el Rojo aquí mismo, en The
American Dream.
–Muy hábil -le dijo Karen a Paco con una sonrisita cuando la
mujer se hubo marchado.
–¿No estarás cabreada?
Parecía tan orgulloso de sí mismo sentado allí junto a la
barra… Demonios, ¿acaso no había vendido ella cosas peores en la
universidad? Movió la cabeza, riendo.
–Por lo menos te he enseñado un oficio -dijo-. ¡Y uno del que
no te pueden echar!
–¿Quedará esto entre tú y yo? – preguntó él-. No tenemos por
qué contarle a Larry Coopersmith algo que no va con él,
¿verdad?
Karen contempló la pista de baile, donde cientos de personas
se movían al son de la música acostumbrada bajo las luces
parpadeantes, como si no hubiera ocurrido nada en
absoluto.
Pero había ocurrido algo. Ella no sabía exactamente qué,
incluso tenía la impresión de que no captaba ni la mitad. Jack el
Rojo, programas chinche, algo nuevo andaba suelto por el mundo,
factores tan azarosos que ni el mismo viejo Markowitz sentiría
amenazada su cómoda visión de la realidad. Nada volvería a ser como
antes. ¡Oh sí, la roja anarquía maduraba para que todos la vieran!
Y algo en su interior insistía en que Paco estaba en lo cierto; el
Zap también formaba parte de aquello.
Miró de nuevo a Paco. Sonrió. Tomó su mano. Aceptó su
proposición con una inclinación de cabeza.
–Estoy con Mucho Muchacho ahora, ¿verdad? –
preguntó.
Él le sonrió.
–Vamos a bailar, mamacita -dijo, tirando de ella para que se
pusiera de pie.
Karen lo besó levemente en los labios mientras se deslizaban
hacia la pista.
–Tú me potencias a mí, yo te potencio a ti -le
cantó.
–¡Yo te potencio a ti y tú me potencias a mí! – contestó
él.
Estuvieron cogidos de las manos durante un compás, luego
dieron vueltas en medio del torbellino humano, bajo las luces, y
por un momento se encontraron atrapados en una brillante mancha de
luz blanca mientras se reían y echaban las cabezas hacia atrás, se
entregaban al ritmo y gritaban al unísono.
–¡Tú y yo juntos, somos una Máquina de Rock and
Roll!