FRENTE DE LIBERACIÓN DE LA

REALIDAD

Con los fríos y grises días de noviembre transcurriendo sobre la ciudad y el próximo plazo de Greg a tan sólo cinco días vista, Karen Gold admitió por fin que no debía dejarlo pasar sin beneficiarse en lo que pudiera. Porque aunque aceptar los dos mil seiscientos dólares de aquel bastardo por una participación en un apartamento de propiedad compartida que le había costado veinte mil era humillante, desde su actual perspectiva callejera constituían casi una fortuna, y la necesidad estaba empezando a enseñarle a pensar como una vagabunda, al menos en lo referente a economía de supervivencia. Mientras deambulaba por la ciudad, hacía cálculos mentales una y otra vez.


Las galletas de maíz eran gratuitas y tenía mucha ropa en el apartamento, incluyendo un lujoso abrigo de invierno, de modo que podía administrar los dos mil quinientos para mantenerse sobre un estricto nivel de supervivencia durante años, en caso necesario.

Un par de coladas al mes en la lavandería supondrían unos veinte dólares, de modo que doscientos cuarenta al año le permitirían ir vestida como un ser humano en lugar de como una sucia vagabunda. Había localizado unas casas de baños donde una ducha, con toalla incluida, costaba sólo quince dólares, lo que significaba librarse de apestar bañándose dos veces por semana por trescientos sesenta anuales. Por lo menos en teoría, le sería fácil evitar la adquisición del aspecto y el olor de una criatura de la calle durante casi cinco años, si se mantenía fuerte en su propósito y no gastaba dinero en frivolidades, como comida auténtica o ropa interior nueva.

Había muchos bares y tugurios donde la entrada era gratuita para una chica que cuidara su aspecto, de modo que aún podría conseguir bebidas gratis e incluso ocasionales comidas a cambio de favores sexuales. Pero lo más importante era mantener el acceso a niveles sociales respetables donde, tarde o temprano, conseguiría un contacto, romántico o de otro tipo, que la rescataría de la indigencia.

Se las había arreglado para convencerse de que podía controlar la situación de esta manera hasta que los días se hicieron más fríos y se dio cuenta de que aún no había pensado en el asunto del refugio.

Cuando lo hizo, pronto volvió a aprender lo que todo neoyorquino, ella incluida, sabía; es decir, que dos mil seiscientos no daban para mucho de eso en la Gran Manzana.

Los hoteles más sórdidos cobraban al menos cuatrocientos a la semana por un mísero catre en una sucia habitación del tamaño de un armario, lo cual acabaría con su dinero en menos de dos meses. Los vagabundos dormían en el metro o en edificios abandonados, una perspectiva que Karen encontraba del todo inaceptable.

Una mujer que se adentraba sola en las ruinas se enfrentaba a la posibilidad de ser violada cada noche. De día, el metro era un refugio seguro contra el frío del invierno cada vez más cercano mientras los trenes circulaban y los policías del transporte patrullaban, pero podía imaginarse que la ley de la selva prevalecería en la noche, cuando los policías dejaban las estaciones y los túneles a merced de los sin hogar.

Por tanto, todo se reducía a un par de meses en algún hotel cochambroso, durante los cuales debería encontrar alguna fuente de futuros ingresos. En caso contrario, tendría que arriesgarse a la muerte de su cuerpo en las ruinas o en el metro, o renunciar al único sueño de su vida y volver a Poughkeepsie con el espíritu destrozado, lo que aún era peor.

Carecía de valor para pensar en cuál sería su decisión.

Una tarde ventosa en la que iba meditando sobre el tema mientras caminaba sin propósito determinado por la Primera Avenida cerca de la Calle Tres, el cielo, como si quisiera aumentar su miseria, descargó de repente sobre ella una helada lluvia torrencial que la dejó medio empapada y temblando antes de que lograse encontrar un lugar donde guarecerse.

Lo primero que halló fue el portal de un pequeño bar de aspecto lúgubre con un letrero de neón verde en el que se leía «La Escampada» colocado encima de la cristalera frontal. La entrada era poco profunda y el viento impulsaba la lluvia hacia ella, así que, sin considerar la realidad económica, Karen pasó al interior.

No era gran cosa; sólo una vieja barra de fórmica con varios taburetes de plástico verde y cromo oxidado, atendida por un negro viejo y gordo de ensortijado pelo gris, media docena de mesas y sillas deterioradas, atendidas por una camarera con los ojos inexpresivos y la actitud indiferente de una auténtica adicta al wire, dos lavabos y un teléfono de pago. La máquina de discos era un antiguo modelo sin imagen que podría valer una pequeña fortuna para un coleccionista si la limpiaran. Una música de jazz que Karen no reconoció sonaba a bajo volumen.

Aparte del barman y la camarera, las únicas personas que había en el bar eran una pareja, que evidentemente se hallaba bajo los efectos del wire, sentada en una mesa ante unas jarras de cerveza y mirando al vacío, un tipo vestido con un viejo tabardo marinero en la mesa más próxima a la puerta, con un gran vaso de vodka en una mano y tamborileando nerviosamente con la otra como si esperara a alguien que estaba retrasándose, y un hombre y una mujer que ocupaban dos taburetes contiguos.

El hombre era de mediana edad, del tipo que habita en la parte alta de la ciudad, y llevaba una elegante trinchera marrón. La mujer tenía aproximadamente la edad de Karen, con el pelo rubio corto peinado sin artificio, nerviosos ojos azules, y un gesto irónico en la boca. Vestía unos vaqueros viejos, botas camperas, una holgada camiseta roja y un poncho de plástico amarillo. En la camiseta habían sido estampadas las iniciales FLR bastante toscamente en letras dentadas de color amarillo brillante.

Había algo extraño en aquel lugar. No era lógico que se hallase casi vacío a esa hora en esa calle. De hecho, parecía que el propietario, fuera quien fuese, no se esforzaba mucho en atender el negocio. El barman le dirigió una mirada turbia mientras ella dudaba en la puerta. ¡Qué clientela había…!

Entonces la mujer de la camiseta roja le dio un envoltorio al hombre de la trinchera marrón, que se lo guardó en el bolsillo y a cambio le entregó con disimulo un delgado fajo de billetes. Tras eso, todo adquirió sentido.

La pareja de expresión ausente, el tipo de la chaqueta de marinero que esperaba la llegada de alguien, la mohosa y vieja máquina de discos carente de pantalla, la mirada que el barman le había dirigido. Era un bar de traficantes.

Karen había hecho contactos en antros como aquel en su época de estudiante universitaria, cuando compraba wire para sus compañeros de Jersey. La casa se quedaba con una comisión y no se interesaba por mantener una clientela que sólo iba a tomar unas copas y charlar. De hecho, si no tenías que negociar en un sitio así…

Karen se volvió para mirar la lluvia que caía fuera, luego vaciló, atrapada un momento por la indecisión y aún más por el tiempo espantoso que hacía. Doscientos sesenta considerados como capital constituían una apuesta suficiente para volver a introducirse en el juego al modesto nivel que había jugado en la universidad. Estaba desconectada, no tenía clientes seguros, ni contactos, y nunca había aventurado su propio dinero en un negocio de wire, pero…

Mientras estaba allí de pie, contemplando la lluvia, el hombre de la trinchera marrón que acababa de cerrar un trato pasó junto a ella y abrió la puerta, lanzándole una ráfaga fría y húmeda de mal tiempo a la cara. Karen se apartó, se giró hacia el calor del interior del bar y chocó prácticamente con la mujer de la camiseta roja, que también se dirigía a la salida.

Sus ojos se encontraron un instante. La traficante la estudió con detenimiento. Karen empezó a recordar el lenguaje. Asintió con la cabeza de modo casi imperceptible. Sí, lo vi. El gesto de la otra mujer se endureció. El labio superior de Karen se curvó un poco. Mierda, no. No soy, una poli.

–¿Te apetece un café irlandés? – le preguntó la mujer de la camiseta roja con una precavida timidez-. Parece que lo necesitas.

¿Es una lesbiana?, se preguntó Karen. ¿Quiere asegurarse de que no voy a armar jaleo? ¿Sólo intenta ser amable? ¿O busca una oportunidad respecto a algo? ¡Qué importa!

–Sí -dijo.

La traficante la condujo a una mesa apartada del paso y pidió dos cafés irlandeses a la camarera.

–Leslie Savanah -dijo cuando estuvieron sentadas.

–Karen Gold.

–¿Sin trabajo? ¿Sin blanca? ¿En la calle?

–Más o menos -contestó Karen con cautela.

–¿Más qué? ¿Menos qué?

–Sin trabajo, y aún cuento con varios días antes de quedarme en la calle -dijo Karen, evitando comprometerse en el tema de su apuesta potencial de capital de una forma u otra.

Leslie Savanah asintió con la cabeza y sonrió.

–No te he tomado por una vagabunda -dijo en un tono más cálido.

Karen se encogió de hombros.

–Todavía no lo soy -afirmó.

–Pero tienes ojos de conocedora de la calle -se aventuró Leslie-. Quiero decir…

Karen dudó. ¡Al infierno con las precauciones!, decidió. Vamos a entrar en el asunto más tarde o más temprano, a menos que sólo sea una lesbiana insinuándose.

–Yo… yo vendí un poco de wire en la universidad.

Leslie se echó a reír.

–¿Acaso no lo hemos hecho todos? – dijo alegremente-. ¿A cuál ibas?

–A Rutgers.

–Michigan State.

Ahora le tocó reír a Karen. Aquello estaba adquiriendo un cariz inesperado, casi convencional.

–¿Obtuviste la licenciatura? – preguntó.

Leslie asintió.

–En informática.

–¿De veras? – preguntó Karen-. ¡Yo también!

–¡Y mira cómo estamos ahora!

Ambas rieron con tristeza. La camarera llegó con las bebidas y las dejó bruscamente sobre la mesa, de una forma que denotaba malhumor. Karen tomó un trago largo de café irlandés y se deleitó con el calor que bajaba por su garganta hasta el estómago.

–Oye -se atrevió a decir-, ¿tú eres…? quiero decir…

Leslie rió.

–Con franqueza, Karen -dijo-, no voy detrás de tu cuerpo, si es eso lo que intentabas preguntar. ¿Y tú?

Karen tomó otro gran sorbo de café, y se sintió relajada.

–Tampoco es ésa la clase de acción que voy buscando -contestó.

Y antes de darse cuenta le estaba contando a Leslie una versión reducida de su triste historia, sin mencionar los dos mil quinientos dólares. Y pagó otra ronda con su menguada cantidad de dinero destinada a gastos varios mientras escuchaba la historia de Leslie Savanah, que no difería mucho de la suya propia.

Leslie había llegado a Nueva York con su licenciatura del Estado de Michigan, consiguió un empleo en un banco de datos y se fue a vivir con su novio, Rex, un estudiante de derecho de la Universidad de Nueva York, subvencionado generosamente por su padre, que era un rico comerciante. En la última vuelta de la espiral económica descendente, el padre de Rex se arruinó, Leslie fue despedida, perdieron su piso, la relación pronto se agrió, Rex volvió arrastrando su cobardía a Des Moines, donde ahora debía de estar girando sobre una parrilla hamburguesas grasientas en un McDonald's, y Leslie, bueno…

–Y ahora te las arreglas vendiendo wire -se le escapó a Karen, que ya estaba un poco mareada.

¿Wire? ¡Demonios, no!

–Pero yo vi…

–No viste lo que creíste ver.

–Vamos, Leslie, soy de fiar, no tienes que…

Leslie señaló con orgullo las iniciales de su camiseta.

–¿No sabes lo que significa esto? – preguntó.

–Karen negó con la cabeza.

–Por Dios, Karen, creía que habíamos conseguido que todos lo supieran -dijo Leslie-. ¡Estoy en el Frente de Liberación de la Realidad! ¡El FLR nunca traficaría con wire! Traficamos con chinches. ¡Le estaba pasando a ese tipo una grabación chinche, no una mierda de wire!

Naturalmente, Karen sabía lo que eran los programas chinche. Ella, como la mayoría de su grupo, los había empleado con frecuencia en la universidad. Había utilizado un programa chinche para cargar todas las llamadas de larga distancia a Poughkeepsie a números falsos de tarjetas de crédito. Era una práctica normal hacerlos pasar por los ordenadores de la universidad para lograr que tus notas se parecieran a las que deseabas, si podías acceder a una terminal. Había oído historias de gente que se las arreglaba para introducir tales programas en los ordenadores de la Superintendencia de Contribuciones, consiguiendo que sus rentas se hicieran invisibles. Los verdaderos expertos se jactaban de alterar sus saldos bancarios y los resultados de las empresas en que tenían acciones. Se suponía que existían magos de ese arte que jugaban a la Bolsa con cuentas inexistentes a través de sus ordenadores. Incluso había conocido a un tipo que proclamaba ser capaz de escribir programas chinche que generaban Números de Identificación Personal que harían que los cajeros automáticos escupieran billetes y cargaran los débitos a cuentas ficticias.

Pero nunca había oído nada de un Frente de Liberación de la Realidad.

–¿Qué es eso? – le preguntó a Leslie.

–¿Qué es que?

–El Frente de Liberación de la Realidad.

Leslie la miró de una manera extraña.

–¿No sabes qué es el FLR? Creía que intentabas entrar, puesto que eres licenciada en informática y estás sin blanca…

–Podría intentarlo si supiera de qué me estás hablando…

Leslie se encogió de hombros, pidió dos cafés más y empezó la explicación en un tono neutro, como si repitiera las palabras de otra persona más o menos de memoria.

–Todo el maldito país está arruinado, veinte millones de personas carecen de empleo y de perspectivas, incluso la gente que trabaja vive peor que hace veinte años. En general, se puede decir que América está hundida.

Karen le dirigió una mirada de incomprensión.

–¿Y eso a que viene? – preguntó.

Leslie sonrió.

–¿Cómo es posible que este país esté peor ahora que hace veinte años?

–No lo sé.

–Sus habitantes no nos hemos convertido en seres estúpidos, ¿verdad? Tenemos más conocimientos y mejor tecnología y, a pesar de eso, los economistas dicen que nuestro nivel de vida tuvo su punto culminante en 1972 y que desde entonces va cuesta abajo. ¿Cómo demonios es posible eso?

–Ya comprendo… -admitió Karen, y en verdad empezaba a comprender.

Leslie no había dicho nada que no supiera todo el mundo, pero lo había condensado en una pregunta que nunca oyó formular a nadie. No había mantenido una conversación como aquélla desde sus tiempos de estudiante, y se encontró con un sentimiento olvidado: la curiosidad intelectual. Le pareció extraño, dadas sus presentes circunstancias personales.

Leslie Savanah sonrió con aire satisfecho, como si leyera en su mente, o al menos captara interés en sus ojos.

–Algunos han descubierto la respuesta -dijo-. Y nosotros tratamos de hacer algo respecto a ella.

–¿El Frente de Liberación de la Realidad?

Leslie Savanah asintió con la cabeza.

–¿Quieres conocer a la gente? – le preguntó-. Tenemos un local a pocas manzanas de aquí, y si puedes soportar volver a exponerte a la lluvia…

¿Un local?

Los oídos de Karen se aguzaron ante la mención de algo que podía suponer un lugar para dormir.

Leslie sonrió con simpatía.

–No creas que no sé de dónde vienes, Karen -dijo-. Escucha, hace seis meses yo estaba en la misma situación que tú. Mi respuesta a la pregunta que no te atreves a hacer es quizás.

Karen la miró silenciosa y atentamente.

Leslie asintió con la cabeza.

–Nadie del FLR tiene que dormir en el metro -dijo.

Karen sonrió.

–No es necesario que agregues nada más. ¿Qué tengo que hacer para alistarme? Haré cualquier cosa. Y quiero decir cualquier cosa.

El rostro de Leslie Savanah se ensombreció.

–No vayas tan deprisa -dijo-. Tienes que convencernos de que eres válida para el movimiento y, de lo que aún es más importante, de tu sinceridad. -Su expresión se dulcificó-. Y puesto que ahora sabes menos de nosotros que nosotros de ti, es un poco pronto para que jures dedicación eterna. ¿Vamos?

–Vamos -aceptó Karen, fortaleciéndose con los restos de su tercer café irlandés-. Es la mejor oferta que me han hecho en todo el mes, puedes creerme. En realidad ha sido la única.


La lluvia había dejado tras de sí una densa llovizna brumosa, y Leslie se mantenía al abrigo de los edificios mientras conducía a Karen por la ancha arteria principal que cruzaba la ciudad hacia Houston. Tres manzanas al oeste a Lafayette giró hacia el sur, y poco después pulsó el botón del intercomunicador del portal de un deteriorado edificio de locales industriales que parecía desocupado en parte.

–Frente de Liberación de la Realidad… -dijo una chirriante voz a través de la rejilla oxidada del pequeño altavoz.

–Leslie…

La puerta principal se abrió con un zumbido y Leslie precedió a su empapada y nerviosa acompañante en la subida de cinco largos tramos de mugrientas escaleras con manchas de humedad que las condujo ante una puerta de acero sin rótulos y pintada de gris, situada en el quinto rellano. Tocó el timbre, y Karen vio que alguien corría la tapa del interior de la mirilla, oyó los clics y clacs de varias cerraduras y pestillos, y la puerta se abrió. Un negro alto y delgado, ligeramente cargado de hombros, de unos treinta años de edad, apareció en el umbral, mirándola con expresión de búho a través de unas gruesas gafas con montura metálica.

–Esta es Karen Gold -le dijo Leslie-. Una posible recluta. Karen, éste es Malcolm McGee, nuestro genio número uno, según nos repite de continuo.

Malcolm seguía mirando a Karen con desconfianza. Vestía vaqueros negros y una sucia camiseta blanca con el logotipo del «FLR» estampado en negro.

–Karen se licenció en informática en Rutgers.

La expresión de Malcolm se iluminó.

–Bueno, esto es mejor… quizá… -dijo, apartándose-. Somos el único grupo anarquista que exige a sus miembros un mínimo de tres años de universidad.

Leslie llevó a Karen a una gran habitación de techo alto y oblongo, mientras Malcolm se dedicaba a las dos cerraduras de la puerta, enganchar la cadena, correr el cerrojo y colocar la barra de seguridad. Una gran cortina, hecha con retales de lona vieja, sábanas y mantas, colgaba de una cuerda de tender ropa a lo largo de una cuarta parte de la estancia. En una pared se alineaba una serie de grandes ventanales que daban la impresión de no haber sido limpiados desde la época en que Ronald Reagan era presidente. Completaban el mobiliario una vieja estufa, una gran nevera, un fregadero doble de acero en el que se apilaban platos y ollas sucias y una ducha improvisada en un entrante detrás de una gran mesa de cocina.

El resto del local parecía una especie de almacén de equipo electrónico usado de la Calle Canal.

Había al menos media docena de ordenadores de diversos modelos antiguos, colocados sobre escritorios y mesas plegables y conectados entre sí; teclados mal ensamblados, unidades de disco dispersas, monitores sin marco que parecían sacados de viejos aparatos de televisión, pantallas murales colgadas, pesados y viejos modems, pedazos de circuitos de paneles experimentales que superaban la comprensión de Karen. Había inestables pilas de videodiscos, de antiguos discos flexibles y libros por todas partes: sobre mesas, sobre viejos y sucios sofás, sobre sillas, en cajones y sobre la astillada madera gris sin barnizar del suelo. Debía de haber dos docenas de teléfonos diseminados por el local, sin cable o conectados a modems. Alambres e hilos conductores iban de todas partes a todas partes, como si se hubiese producido una explosión en una fábrica de espaguetis.

La iluminación que producían numerosos tubos fluorescentes colgados del techo quedaba casi anulada por el resplandor verde, ámbar, blanco y negro de los diversos monitores y los círculos de luz proyectados por las lámparas de Tensor que se concentraban en las zonas de trabajo. Las unidades zumbaban, los teclados repiqueteaban, y Karen creyó que incluso oía chispear a los circuitos y olía el ozono.

–¡Oh, Dios…!

No se había imaginado lo que iba a encontrar, pero nadie hubiese esperado algo semejante.

–Bienvenida a la villa electrónica -dijo Malcolm en tono seco, acercándose por detrás-. Puede que el hardware sea la patética porquería que ves, pero el software tiene el corazón en el sitio correcto.

–¿Qué están haciendo esos? – le preguntó Karen.

Había media docena de personas absortas en sus teclados y ordenadores, que no prestaron la menor atención a la visitante. Dos mujeres y cuatro hombres que no rebasaban los treinta años, cinco blancos y un oriental de aspecto bastante descuidado; la mitad fumando ansiosamente. Una de las mujeres, una chica delgada de cabello mate que no debía de haber cumplido los veinticinco, y dos de los hombres, el oriental y un tipo blanco de apariencia apacible con un penacho negro de indio mohawk vestían camisetas del FLR. A Karen le pareció aquello una convención de ratas de ordenador.

–Están trabajando en lo nuestro -le explicó Malcolm-. Escribiendo programas chinche.

–¡Eh, Markowitz, mueve el esqueleto hacia aquí! – gritó Leslie.

Un hombre fornido y alto, mayor que los demás, que estaba observando por encima del hombro de una de las mujeres, levantó la vista, cruzó la habitación y se acercó a Leslie con una expresión resignada. Parecía un ángel del infierno de cuarenta y cinco años, con pelo negro, largo y ondulado, una descuidada barba también negra y unos profundos ojos azules que miraban a Karen sin sombra de malicia.

–Mi nombre no es Markowitz -dijo en tono paciente, como si lo hubiera repetido más de mil veces con anterioridad. Alargó una mano carnosa-. Ésa es la idea que Leslie tiene del humor.

Karen le dio la mano, insegura.

–Karen Gold -se presentó-. Temo que yo…

Gregor Markowitz.

–¿Quién?

–¿ La Teoría de la Entropía Social…?

–¿Qué?

El hombre de la barba le hizo un guiño y después miró a Leslie con los ojos muy abiertos.

–¿Qué nos has traído, Leslie, una tierna y joven virgen?

–Ideológicamente hablando, sí. Pero tiene una licenciatura en informática.

–En ese caso, encantado de conocerte, de momento -bromeó el hombre barbudo, volviéndole a dar la mano-. Soy Larry Coopersmith, el comisario local, por decirlo de alguna manera.

Coopersmith las condujo a un polvoriento sofá mientras Malcolm regresaba a cualquiera que fuesen los misteriosos quehaceres electrónicos de su competencia. Le ofreció a Karen un cigarrillo, se encogió de hombros cuando ella lo rechazó y encendió uno para él ante la mueca de desagrado de Leslie.

–Vale, Karen; así que eres licenciada en informática y estás pensando en unirte al FLR -dijo, recostándose y extendiendo los brazos sobre el respaldo del sofá-. ¿Por qué?

–¿Por qué? – repitió Karen como si no entendiera la pregunta.

Porque necesito desesperadamente un lugar donde dormir, pensó. Esa era la pura verdad, pero no era la respuesta que se esperaba de ella.

–Quiero decir, ¿qué sabes del Frente de Liberación de la Realidad? – aclaró Coopersmith.

Karen apartó la mirada de Larry para fijarla en Leslie, buscando alguna clase de ayuda. ¿Se suponía que debía decir nada? Pero, ¿qué otra cosa podía decir?

Leslie atendió su llamada de socorro, pero no como Karen esperaba, ni de una forma comprensible para ella en aquel momento.

–Lo que tenemos aquí, Markowitz -dijo-, es un ejemplo clásico de egoísmo de clase.

Karen la miró. ¿Qué demonios quería decir con eso? Miró a Coopersmith, que ahora estaba inclinado hacia adelante estudiándola con sus inteligentes ojos azules y sonriéndole como si el galimatías de Leslie se lo hubiera aclarado todo.

Cuando percibió el desconcierto, su sonrisa se acentuó y le dio una palmadita en la rodilla.

–Déjame que te cuente tu historia -dijo.

–¿Mi historia?

–Padres de clase media, bien; pero seguro que no tan de clase media como antes de la Devaluación. Sé lista, pequeña Karen, que no consigan estafarte como a nosotros, obtén un título que te asegure un buen trabajo para toda la vida, algo bonito de alta tecnología posindustrial, como… informática. De modo que la pequeña y dócil Karen trabaja con ahínco y obtiene una licenciatura en informática, e incluso encuentra algún trabajo poco satisfactorio como operadora de ordenador, compra una participación de apartamento y se cree que ya lo tiene todo hecho. Entonces, un buen día, no sólo su trabajo, sino todas las clases de trabajo que es capaz de hacer dejan de ser necesarias y la despiden, y la dejan sin perspectivas, y pronto sin lugar donde vivir. Cuando ya no tiene esperanzas, se encuentra con Leslie, que le habla de este atajo de chiflados que quizá la dejen dormir en su local, y la pobre y pequeña Karen hará cualquier cosa por conseguir un lugar donde acostarse sin tener que recurrir al metro.

Coopersmith se retrepó, le dio una profunda calada a su cigarrillo, tosió, exhaló el humo en dirección a Karen, la miró con fijeza y sonrió.

–Como el gilipollas del alcalde de esta ciudad solía preguntar cuando yo era adolescente: ¿Se puede decir que lo estoy haciendo bien?

Se quedó boquiabierta, disgustada y asombrada a la vez. Aquel tipo no sólo había penetrado en el interior de su mente, sino también relatado su vida entera en dos minutos escasos.

Pero Larry Coopersmith se echó a reír, se enderezó, presionó hacia arriba el maxilar inferior de Karen con el dedo índice para ponerlo en su lugar.

–No me mires como si fuera una especie de médium -dijo-. Sólo tengo capacidad de deducción. – Señaló a cada uno de los que estaban en el local con un amplio movimiento del brazo-. ¿Piensas que alguien de aquí es diferente? ¡Todos hemos pasado por lo mismo! ¡Es la realidad que ha sido impuesta sobre todo el maldito país! ¡Es la realidad oficial! ¡Por eso América se ha convertido en una mierda!

Bajó hacia un tono más coloquial y menos declamatorio.

–Pero al menos en el Frente de Liberación de la Realidad sabemos que no estamos solos, sabemos que estamos todos juntos en la misma porquería.

–¿Final del discurso, Markowitz? – preguntó Leslie con el entrecejo fruncido.

–¿Quieres decir… quieres decir que no estás furioso por mi intento de entrar en este Frente de Liberación de la Realidad sólo para salvar mi propio pellejo? – preguntó Karen, pronunciando las palabras con lentitud-. ¿Tú… tú no crees que soy una mierdecilla egoísta e hipócrita?

–Quizá nos has traído una aprovechada -le dijo Coopersmith a Leslie Savanah guiñándole a Karen, a quien se dirigió después-. Felicidades, acabas de definir el egoísmo de clase.

–¿Yo he… definido el egoísmo de clase? -Rió algo nerviosa-. ¿No me digáis que he caído en medio de un grupo de comunistas…?

–¿Comunistas? – casi gritó Larry Coopersmith, levantando la mirada hacia el techo-. ¡Esos cabrones con cerebro de mosquito son aún más adictos al control que los imbéciles que creen manejar las cosas aquí!

–Bien, ¿entonces qué es todo esto? – preguntó Karen-. ¿Qué estáis haciendo aquí?

–Creí que no lo ibas a preguntar nunca -dijo Coopersmith en tono amable-. Lo que intentamos hacer en el Frente de Liberación de la Realidad es, como su nombre indica, liberar la realidad.

¿Liberar la realidad? Eso no tiene sentido.

Coopersmith sonrió. Se puso de pie y empezó a pasear describiendo pequeños círculos.

–Discurso número dos -gruñó Leslie.

–Demonios, ¡no! – exclamó Coopersmith agitando los brazos-. ¡Éste es el discurso número uno! ¡El fundamento de la razón de ser! Mira, Karen, a todos los efectos prácticos, la civilización actual es la de tecnología más avanzada que el mundo ha conocido, ¿verdad?

–Sin duda -asintió Karen.

Apuntó un dedo hacia ella como un profesor de escuela secundaria.

–Entonces, ¿por qué está la vida de la gente más jodida de lo que estaba hace veinte años? – preguntó.

Ella se encogió de hombros. Era la misma pregunta que Leslie Savanah le había hecho en el bar, y ahora parecía incluso más esencial que entonces, pero aún ni siquiera podía aventurar una suposición.

–Eh, pequeña, ¿tienes alguna responsabilidad en eso? – continuó Coopersmith-. ¿No hiciste lo que te dijeron que debías hacer? ¿No jugaste según las reglas? ¿Acaso no lo hicimos todos? ¿Y qué hemos logrado cumpliendo con nuestra parte del contrato social?

–Fastidiarnos… -dijo Karen en voz baja y, de hecho, sintió cierto alivio al admitirlo.

–Sí, ¿pero quién nos fastidia? – preguntó Coopersmith con una sonrisa maliciosa-. ¿Por qué?

–¿La… la estructura del poder…? ¿Los peces gordos…?

–¡Pero ellos están en la mierda también! – exclamó él-. La Bolsa se ha ido al cuerno, las corporaciones están debilitadas, el país sólo se salvó de la quiebra total devaluando la moneda y mostrándose inflexible con sus acreedores, y eso tampoco tuvo gran efecto, puesto que sus acreedores éramos nosotros.

–¿Así qué…?

–Así que todos somos perdedores y sólo se puede llegar a una conclusión, ¿verdad? ¡El sistema está jodido! ¡Es evidente que la realidad no funciona como debería funcionar! ¡El mapa oficial no corresponde al territorio!

–Y supongo que tú tienes una idea propia de la clase de reglas que lo conseguirían -dijo Karen con tono de duda.

Pero Coopersmith le sonrió.

–¡No, mierda! – dijo-. ¿Cómo demonios podría saberlo? ¡Cualquiera que intente imponer una realidad oficial está pensando con los pies! ¡Es la estúpida idea de que existe una visión auténtica de la realidad lo que está jodido!

–¿Cómo?

¿Cómo? -la imitó Coopersmith. Se derrumbó en el sofá a su lado y movió la cabeza tristemente-. Vosotros, pobres chiquillos… Existió un tiempo en que una generación entera le dijo jódete a la realidad oficial. Ésa fue una nueva era: ¡la era de las realidades múltiples creadas por la televisión, las drogas, los teléfonos, los pueblos y el rock and roll! ¡Dejad que mil flores florezcan! ¡Dejad que se multipliquen mil nuevas tribus! ¡Dejad que un millón de versiones de la realidad compitan sin problemas!

Coopersmith hizo una pausa para estudiar a Karen. Movió la cabeza.

–Nunca habías oído nada de esto, ¿no es cierto? – dijo-. No está en los libros de historia.

–No soy tan estúpida como pareces creer -contestó Karen, indignada-. Estás hablando de los sesenta, la droga, los hippies y todo eso…

–Y de un incidente menor llamado la Guerra del Vietnam -agregó Coopersmith-. El sexo, la droga y el rock and roll eran cosas que los poderes de entonces podían tolerar, contemplando cómo se desmandaban y llenándose los bolsillos comerciando con ello.

Coopersmith se detuvo para encender un cigarrillo y, cuando prosiguió, lo hizo en un tono más irónico.

–Pero cuando encontraron a toda una generación oponiéndose a que le volaran los sesos en alguna selva lejana y negándose a pasar la vida en un trabajo de nueve a cinco, bueno, mierda, eso sobrepasaba el límite, ¿no? Era malo para los negocios. Era imposible dirigir una economía industrial moderna si nadie quería convertirse en un esclavo asalariado. Era imposible continuar con el juego del viejo y buen estado nacional con una generación que creía estúpido ir a morir por abstracciones. Así, ¿qué piensas que hicieron?

–Se lanzaron con fuerza contra todo ese asunto, ¿no? – dijo Karen.

Coopersmith asintió con la cabeza.

–Combatieron las drogas que alteran la mente, restablecieron el control de los medios de comunicación, acabaron con cientos de periódicos clandestinos de una manera u otra, recuperaron la influencia en las universidades, las escuelas secundarias y los libros de texto. Hicieron lo que tenían que hacer para conformar de nuevo una realidad oficial.

Coopersmith se retrepó, dio una chupada a su cigarrillo y sonrió sardónicamente.

–Pero terminaron imponiendo una nueva realidad oficial a sí mismos. Cometieron el error fatal de creer sus propias mentiras. Provocaron una recesión monstruosa para destruir a los sindicatos y crear un gran pozo de desempleo permanente para mantener los salarios bajos y a los jóvenes como tú dispuestos a seguir los consejos de los mayores por miedo a caer en él. Escucharon a economistas estúpidos que les decían exactamente lo que querían oír y extendieron el mayor cheque sin fondos de la historia y se lo endosaron a sí mismos. Continuaron diciendo sandeces sobre la economía posindustrial y de que todo el mundo terminaría trabajando en empresas de servicios por salarios de peón, sin darse cuenta de que no todos podrían ganarse la vida recogiendo la ropa del vecino para llevarla a la lavandería. Automatizaron tantos trabajos como pudieron para incrementar la productividad, sin comprender que la mercancía se quedaría en los almacenes si la gente no tenía dinero para comprarla.

Volvió la cabeza hacia Karen.

–Empieza a sonarte a cosa oída, ¿no es cierto? – preguntó-. En definitiva, aquí estamos hoy, con suficientes robots de producción para sustituir a treinta millones de trabajadores, de los que se obtienen tres veces más productos de los que se pueden vender, y unos treinta millones de personas como tú sin lugar donde guarecerse y preguntándose por qué.

Desde la época de la universidad, Karen no se había visto involucrada en algo con el menor parecido a una discusión histórica, y nunca, ni siquiera en un curso de historia en Rutgers, había oído esta versión de los acontecimientos recientes. Y jamás había imaginado que una interpretación histórica pudiera exponerse con tan intensa pasión personal, ni que un relato de sucesos acaecidos antes de su nacimiento lograra despertar en ella tan fuertes emociones.

Pero Larry Coopersmith se las había arreglado para convencerla al menos de una cosa: de que las fuerzas históricas no se agotaban sin herir a personas determinadas, porque no podía negar que ella estaba colgada precariamente sobre aquel final de mierda.

–¿Estás diciendo que todos somos víctimas de una gigantesca estafa…? – preguntó.

–Así es -dijo Coopersmith, asintiendo con la cabeza-. Incluidos los idiotas que nos estafaron.

–Y el Frente de Liberación de la Realidad está para… ¿para qué? – preguntó, dudosa.

Porque, ¿qué podía hacer un puñado de entusiastas en un sucio local de la Calle Lafayette para conseguir que retrocediera la gigantesca apisonadora de la historia?

–Para liberar la realidad lo mejor que podamos -contestó Coopersmith-. Para poner a nuestro pequeño diablillo electrónico a trabajar. Para destruir la viabilidad de la realidad oficial.

–¿Sin poner bombas? ¿Sin disturbios en la calle? ¿Estás hablando de derribar el sistema sólo con unos cuantos programas chinche?

–Precisamente -afirmó Larry Coopersmith-. En estos días, el sistema no es más que una inmensa red de software interconectada ¿no es cierto? ¡Los bancos de datos, el sistema telefónico, los ordenadores de la Superintendencia de Contribuciones, los de los bancos, las ATMs, las redes de satélites, los registros de tarjetas de crédito, los de empresas de servicios públicos, la Bolsa, los intercambios comerciales, las pantallas electrónicas de noticias! Todo eso está en los bits y los bytes. Y donde hay bits y bytes, hay oportunidades para…

¡Programas chinche! -exclamó Karen.

Coopersmith se echó a reír.

–¡Cientos de programas chinche, miles, millones, de chinches para el pueblo! Todos perforando la realidad oficial y convirtiéndola en un gran queso gruyere. Y cuando haya más agujeros que queso…

–¡La realidad se verá liberada!

–¡Renace el caos!

–Y entonces, ¿qué? – preguntó Karen.

Coopersmith miró a Leslie. Leslie miró a Coopersmith. Ambos con expresiones enloquecidas y ojos delirantes. Rieron como dementes y cantaron al unísono: ¡ENTONCES EMPIEZA VERDADERAMENTE LA DIVERSIÓN!

–¿De veras estáis así de locos? – dijo Karen.

Pero sonreía, y su tono denotaba aprobación. Contempló el gran local desordenado, los innumerables montones de artefactos electrónicos, a las personas tan parecidas a ella atentas a sus teclados y monitores, no para programar algún estúpido robot de producción que dejaría sin trabajo a más gente y recoger un salario hasta que se volvieran contra ellos mismos, sino al servicio de alguna delirante idea política que apenas podía comprender.

Sin embargo, delirante o no, se percibía la energía que la sustentaba, podía oírla en los clics y clacs de los teclados y las unidades, podía olería en el ozono del aire. Idealismo sólo había sido para ella una palabra en el diccionario, y se hubiera reído si alguien le hubiese dicho que era la posibilidad que ahora estaba probando; pero, demonios, ¿qué tenía que perder? En última instancia, aquél era un sitio donde dormir.

–Vosotros podéis estar locos -dijo-, pero creo que yo tampoco estoy jugando con la baraja completa. Contad conmigo.

Larry Coopersmith la miró con más frialdad ahora.

–No tan deprisa -dijo-. Tenemos que someterlo a votación. ¿Eres competente? ¿Qué puedes hacer de utilidad para nosotros?

–¿Que si soy competente? – repitió Karen con desaliento.

–¿Qué tal eres como programadora? ¿Qué clase de chinches has escrito? Exponme algunas ideas mágicas.

–¿Qué es esto, una entrevista de trabajo? – susurró Karen, sintiendo una opresión en el estómago.

Porque en verdad, como sabía muy bien, no era en absoluto una maga de ordenador, no había escrito nada, excepto programas estúpidos para robots, e incluso carecía de entusiasmo para jugar con los ordenadores como aquella gente hacía de forma tan manifiesta. Para ella, aunque fuese irónico en sus circunstancias actuales, la informática sólo había significado el medio de asegurarse un buen trabajo.

–Vamos, Larry -intervino Leslie Savanah en tono zalamero-, no seas…

Coopersmith la cortó levantando la mano.

–Ya puedes decirnos la verdad, Karen -dijo sin acritud-. La averiguaremos con bastante rapidez…

Karen sólo logró bajar la cabeza.

Coopersmith levantó las manos y se encogió de hombros, como disculpándose.

–¡Larry! ¡No te portes como un cerdo!

Coopersmith miró a Leslie Savanah con una expresión más relajada.

–Si fuera por mí… -dijo, y abarcó con la vista a la colmena electrónica en actividad-. No la votarán por caridad y tú lo sabes, Leslie.

Leslie volvió la vista hacia Karen, e imitó el gesto de Coopersmith, encogiéndose de hombros como pidiendo perdón. Entonces, de repente, sus ojos se iluminaron.

–¡Espera un momento! – dijo-. Karen era una buena traficante de wire. ¿No es verdad que me lo dijiste?

Coopersmith observó a Karen con cierta actitud especulativa. Leslie le guiñó un ojo, indicándole que le siguiera la corriente.

–¿Traficante de wire? -preguntó Coopersmith-. ¿De qué sirve? ¡Nosotros no traficamos con el jodido wire!

–Pero no vendemos muchos programas en los tugurios dedicados al comercio del wire, ¿o sí, Markowitz? – puntualizó Leslie-. El FLR puede tener mucha experiencia en la magia de los ordenadores, pero cuando se trata de conocer la calle…

–Ejem… -murmuró Coopersmith-. Quizá tengas algo ahí…

–Y Karen es una verdadera maga del tráfico de wire. Conoce la ruta de The American Dream, The Temple of Doom, Hog Heaven, ¿verdad, Karen?

–Perfectamente -dijo Karen-. No hay problema.

No era una exageración excesiva. No los había frecuentado mucho cuando compraba wire barato para sus compañeros de Jersey, pero había ido para conocer hombres interesantes a aquellos locales de lujo en la época en que tenía dinero para pagar la entrada, ¿o no?

Además, carecían de todo conocimiento referente al tráfico de wire, como ellos mismos admitían.

–¿Estarías dispuesta a vender programas chinche para el FLR en los bares de ligue? – preguntó Coopersmith-. ¿Crees que puedes hacerlo?

–Claro -dijo Karen-. ¿Por qué no? Da a cada uno según su habilidad, a cada uno según su necesidad. Necesito un sitio para albergarme y vosotros necesitáis a alguien con habilidad para vender.

–Bueno, quizás -admitió Coopersmith-. Quizás eso sea suficiente para convencerme. Pero si voy a respaldarte y responder por ti, necesitaré algo más… Algo para convencer al resto de la gente de que no eres sólo una mezquina traficante de wire a la caza de un lugar donde dormir… Algo para probar que eres realmente sincera.

Sus inteligentes ojos azules parecían atravesarla como si buscaran una cosa escondida en lo más profundo de su ser. Una cosa que no quería compartir con ellos.

Y al instante comprendió lo que era. Dos mil seiscientos dólares.

Correspondió a la mirada de Larry Coopersmith y supo con toda certeza que podía comprar su entrada en el Frente de Liberación de la Realidad. No porque estuviese formado por unos cochinos mercenarios, sino porque sería justo. Porque causaba dolor y, por tanto, sería una prueba genuina de su sinceridad y de que ella creía en la honradez de él. Pensó en el bastardo de Greg. Pensó en el wire que había vendido para conseguir lo que él le estaba robando. ¿Qué podría proporcionarle el dinero que le quedaba? Un par de meses en un sórdido hotel. Unas cuantas entradas a las casas de baños y a las lavanderías.

O un gran gesto.

Nunca había hecho un gran gesto en toda su vida.

Ni siquiera le había pasado por la imaginación.

Pero sí ahora.

Y hacía que se sintiera bien. Que se sintiera decente.

–Tengo dos… tengo dos mil dólares -dijo-. Vosotros me dejáis entrar y yo los donaré a la causa. ¿Es eso lo bastante sincero para ti… Markowitz?

Coopersmith la miró con fijeza, pero no sonrió.

–¿Lo harías? – preguntó en voz baja-. ¿De verdad lo harías?

–Ponme a prueba -dijo Karen.

Larry Coopersmith le sonrió. La rodeó con sus enormes brazos y le dio un beso de amigo.

–¡De acuerdo! – exclamó-. ¡Te quedas, o yo saldré por esa maldita puerta!

Karen Gold contempló el local del Frente de Liberación de la Realidad. Miró los trastos electrónicos que había por doquier. Miró a la gente inclinada sobre ellos. Observó a través de las sucias ventanas las repulsivas y peligrosas calles de la ciudad. Miró a Leslie Savanah con agradecimiento. Miró a Larry Coopersmith con un respeto y un afecto que no había sentido antes por nadie.

Y por primera vez en su vida supo lo que se sentía al mirar hacia fuera desde dentro.