SOÑADORES AMERICANOS


Durante todo el trayecto hasta The American Dream, Larry Coopersmith se había dejado llevar, mordisqueando su labio inferior y manteniendo un silencio completamente desacostumbrado, armándose de valor. Al menos, eso le pareció a Karen.


Paco habló con Fritz para que le diera pases para todos. Karen los condujo a través de los guardias de seguridad hacia el salón principal de arriba. Ocuparon una mesa junto a la barandilla que dominaba el foso, pidieron bebidas a una camarera y Leslie activó su propio aparato.

Sólo entonces, con un escalofrío y una sonrisa fúnebre, Larry alargó la mano con cautela y pulsó el interruptor del Jack que le habían dado.

Al principio se limitó a quedarse sentado, mirando al otro lado del foso por encima del borde de un vaso de tequila, bebiendo lentamente.

–Así que esto es el famoso The American Dream -dijo al fin en un tono carente de emoción.

Después, una extraña mirada de desprecio distante apareció en su cara cuando apartó la vista de la escena de abajo para mirar al bar, todo de latón y espejo ahumado, abarrotado de personas insignificantes, de las que la mitad llevaba el rojo, y todas vestidas con ropas lujosas para aparentar que eran importantes.

–Esto me recuerda la primera vez que estuve en un carnaval. No conocíamos a nadie en Nueva Orleans, así que me pasé los primeros días de la semana emborrachándome y divirtiéndome en la calle, y recuerdo una escena que contemplé en la calle Bourbon estando borracho. La gente se peleaba por unos collares de plástico baratos lanzados desde los balcones de las fiestas elegantes por bellas sureñas vestidas de tafetán y petrimetres ricos con trajes blancos…

–¿Carnaval? – preguntó Leslie lánguidamente-. ¡Siempre he querido asistir a uno y pasearme en una carroza con un vestido blanco hasta los pies, lanzando doblones a la multitud!

Pero Karen casi pudo ver lo que Larry Coopersmith veía, aunque su experiencia del Carnaval de Nueva Orleans se limitaba a unos reportajes emitidos por televisión. Porque se hallaba sentada junto a la barandilla de un balcón mirando a los campesinos que estaban de bajo.

Y si no estaban saltando para coger collares de plástico como perritos para alcanzar una galleta, se contoneaban y exageraban los movimientos del baile con la esperanza de que uno de los focos que recorrían la pista los atrapara en su rayo de luz y los convirtiera, durante un momento de esplendor, en protagonistas del espectáculo que contemplaban los del balcón.

Larry Coopersmith sonrió con su ácida sonrisa acostumbrada, y su barbuda cara sin edad, con sus curtidas mejillas y sus brillantes ojos azules, adquirió la apariencia del rostro del ángel del infierno que, según se decía, fue en otro tiempo.

–Eso es lo mismo que yo pensaba antes de sumergirme en él -dijo-. Conocí a una señora elegante en un bar de la Calle Charles y empezamos a hablar, y yo tenía esos botones de peyote que recogimos cuando pasamos por Texas, y eso fue suficiente para ligármela, y nos los comimos juntos, y después vomitamos juntos. Me llevó a un montón de esas fiestas, y allí estaba yo, arriba, participando en ellas, bebiendo champán, esnifando líneas, mordisqueando canapés y lanzando cosas de plástico a las masas…

–Eso debió de ser fabuloso, Larry -suspiró Leslie con la languidez de un lirio marchito, reclinándose en su silla, dándole vueltas a una boquilla imaginaria y convirtiéndose en la señora en cuestión, por lo menos en su flash.

–¿Fabuloso, Escarlata? – la imitó Larry-. ¡Vaya rollo! Allí estaba yo al lado de la reina de la fantasía y sus amigos presuntuosos como pavos reales, con mis pantalones de cuero y mis abalorios, aburrido a más no poder. Cuando vi a uno de mis hermanos de entonces atrapar un maldito collar que había tirado yo, supe que era el momento de extralimitarme con las señoras, vomitar en el cuenco del ponche, iniciar una pelea y hacer que me echaran a la calle a donde pertenecía.

–¡Oh Larry, qué repugnante! – exclamó Leslie con un gesto de desprecio.

–¿El qué? – preguntó Larry-. ¿Jugar a ser un príncipe en un balcón como éste o saber cuándo hay que vomitar y dar un puñetazo?

–Chingada, ¿realmente hiciste eso, Larry? – dijo Paco, admirado-. ¿Te metiste en Ciudad Chocharrica y vomitaste en el cuenco del ponche y todo lo demás?

–Soy un cerdo miserable, un auténtico cabrón, ciudadano. ¡No lo olvides! – afirmó Larry, convirtiéndose en el perfecto ángel del infierno vociferante y mal hablado, poniéndose de pie, con los ojos inyectados de sangre y el pelo alborotado, retando a todo el bar.

–¡Dios mío, cálmate, Larry, siéntate; vas a conseguir que nos echen! – le siseó Karen.

–¿Todavía crees que el Jack es un trozo de mierda que quema el cerebro, Larry? – preguntó Paco astutamente.

Coopersmith se detuvo, se quedó inmóvil, observó a lo largo del bar las caras que a su vez le observaban a él, se sentó y miró a Paco de una forma muy extraña.

–En primer lugar, creo que olvidé por qué llegué a convertirme en un adicto -confesó-. Tengo que admitir que éste es un aparato excelente. No se parece a nada que haya utilizado antes. No hay distorsión de la imagen corporal, ni disminución de la energía, ni paranoia, ni siquiera alucinaciones en el exacto significado de la palabra, pero es como si el espacio y el tiempo… como si la realidad te llegara a través de un sistema de transmisión… como…

–Es el aparato perfecto, Larry -dijo Karen entusiasmada-. Mira a los que están en el bar. Ninguno de ésos que llevan el rojo es un zombi irrecuperable; pues, si lo fuera, no les permitirían estar aquí arriba. Pertenecen a la clase de gente que compra nuestros discos de Jack el Rojo. ¡Tienen cuentas bancarias, valores, y acciones en empresas! ¡No están enraizados en las ruinas como vegetales!

–¿Qué me dices de los de ahí abajo? – preguntó Coopersmith, señalando con el brazo y girando la silla para encararse a la pista del foso.

Se estaba emitiendo una grabación de Tiger Lady, algo llamado «Vuelve a los Fundamentos», y la misma Tiger Lady, triplicada en las enormes pantallas de video, se destacaba con sus ceñidos leotardos de piel de tigre sobre las murallas de la jungla urbana, los edificios quemados, los yermos industriales, las tétricas y amenazadoras calles, silbando la letra a través de unos carnosos labios pintados de rojo sobre unos dientes afilados como agujas y bailando como una gata en celo al ritmo insinuante de una frenética guitarra solista.


Doblad la espalda hacia los fundamentos

Doblad la espalda hacia la jungla

Donde los nativos están inquietos

Y se desmoronan los muros de piedra…


Karen se preguntaba qué veía Larry Coopersmith en aquel flujo de cuerpos danzantes, en las fragmentadas realidades que descubrían las luces multicolores parpadeantes, en los círculos iluminados de los proyectores que se detenían sobre quienes los operadores escogían al azar, en toda aquella marea de pelo rojo que ondeaba sobre el mar de la humanidad como la bandera americana.

–¡Vamos, cariño, vamos a bailar! – exclamó, poniéndose en pie de un salto, agarrando a Leslie de la mano y tirando de ella, sin molestarse siquiera en hacerle una pregunta que no admitía respuesta.

Y así fueron las cosas en The American Dream. Larry, en su flash, bailó con Leslie, también bajo el flash, en el foso durante tres interpretaciones, mientras Karen y Paco lo hacían junto a ellos alternándose en el papel de niñera.

Cuando Larry Coopersmith arrastró tras de sí a su séquito fuera de la pista de baile en dirección a la zona de nebulosa penumbra bajo el voladizo del bar, Leslie estaba pulsando ya su contacto. Parecía mucho menos exaltada que él.

–¿Qué pasa, Leslie? – le preguntó Karen en voz baja-. ¿Estás bien…?

Leslie parpadeó.

–Sí, sí, estoy bien… -murmuró, como para convencerse a sí misma-. Pero allí… allí… mientras bailaba con ese maníaco… no sé, era como si me estuviesen partiendo por la mitad… como si naciera en otra época…

–Como algo viejo y algo nuevo, algo irreal y algo real. ¡Al fin ha llegado la hora de que renazca en esta Babilonia! – proclamó Larry Coopersmith, agitando los brazos igual que si volara, pero con una mirada llena de seriedad en sus brillantes ojos azules.

–¡Chingada, tío, estás totalmente ido! – exclamó Paco con admiración.

–No te lo he dicho nunca, Paco, pero soy el rey de los adictos. El wire era lo mío, y durante toda mi vida de conectado estuve esperando a que llegara este momento.

–¿Qué?

–El lado derecho de mi cerebro está danzando por ahí, pero el izquierdo todavía funciona con fluidez. ¡Éste es el flash perfecto que todos los verdaderos adictos han estado esperando desde que Eohippus empezó a probar el estramonio!

–¡Totalmente rifo! – gritó Paco con deleite.

–¡Cabrón, esta cosa es a la mierda de la calle de mi desperdiciada juventud lo que el oporto blanco y el zumo de limón son al Couvoisier VSOP!


Yo te potencio a ti

Tú me potencias a mí

Tú me potencias a mí

Yo te potencio a ti…


Sobre la pista de baile, la voz de Jack el Rojo cantaba el estribillo inicial de «Tu Máquina del Rock and Roll». Larry Coopersmith se quedó inmóvil, se giró y miró de nuevo hacia la pista.

–¡Voy a bailar eso! – dijo, y antes, de que nadie pudiese moverse o pronunciar una palabra, estaba de nuevo en el foso y desaparecía en las fragmentadas realidades de las parpadeantes luces multicolores, en las masas de pelo rojo, en su primer encuentro con Jack el Rojo estando conectado.

Karen se quedó de pie, bajo el voladizo, justo al borde de la pista, con la mano de Paco en la suya hasta que se acabó la canción, preguntándose qué estaría sintiendo Larry Coopersmith, recordando lo que había sido para ella el encuentro con alguien que no estaba presente y que te lo decía.

Cuando terminó la canción, Larry parecía haber salido ya del flash, porque sacudía la cabeza al regresar al bar, sus ojos se habían achicado y la expresión que se plasmó en su cara desde que se conectó era más suave y pensativa.

–Ha sido como reunirse con un viejo amigo olvidado y acordarte de que eres tú… -murmuró-. El fantasma de tu máquina…

Se volvió para contemplar la pista de baile donde los vagabundos y los agentes de bolsa, los ejecutivos y las prostitutas, los traficantes y los comisionistas danzaban ahora a un ritmo diferente.

Pero los brillantes haces de luz blanca de los proyectores seguían mostrando el rojo en todas partes, como si el mismo Jack estuviera en la sala de control destacando a quienes usaban el Jack en el caos del foso.

–La roja anarquía ha madurado a la vista de todos -dijo-. ¡Hablando de vuestros factores azarosos!

–¿Qué?

–Toda esa gente sumergida en sus propios sueños pero bailando junta, Paco -le dijo Larry Coopersmith-. Chico, yo estaba equivocado respecto a este artilugio de wire. Nunca ha existido nada semejante. Cualquier otro te limita a lo programado en los circuitos y anula tu software con una sobrecarga de electricidad. ¡Pero esta jodida cosa sólo te conecta con otra parte de tu propia cabeza y te permite experimentar tu propio flash desde allí! La puñetera canción está en lo cierto, te potencia, es un flash de factores azarosos, es el primer wire democrático.

–¿Significa eso que te gusta…? – preguntó Karen.

–¡Así que has cambiado de opinión! – intervino Paco, satisfecho-. ¿Cómo lo has entendido tan pronto?

Larry Coopersmith se encogió de hombros, sonrió y señaló la pista de baile con un movimiento de cabeza.

–Alguien que no está exactamente ahí me lo dijo, muchacho.

–¡Por qué no nos sentamos en la barra y nos tranquilizamos! – dijo Leslie, rompiendo al fin su silencio pero todavía un poco ausente.

Larry Coopersmith recorrió con la mirada el bar de arriba abajo, la estudiaba decoración y a los harapientos callejeros que estaban en la oscuridad llena de humo u ofreciendo sus cuerpos y mercancías a los clientes de los niveles superiores de The American Dream que los buscaban, y arrugó su nariz.

–¡Esto es la jodida versión de Disney! – exclamó con desprecio-. ¡El país de la fantasía para esnifadores de poca monta y turistas!

–Así es -asintió Paco.

–Sí, bueno, pero todavía vendo muchos discos de Jack el Rojo aquí, chicos -apuntó Karen-. Es un magnífico lugar para los negocios.

La verdad era que a ella le gustaba aquel bar. No cabía duda de que los vagabundos eran admitidos por la dirección para dar color, no cabía duda de que estaban allí para vender su carne. ¿Pero en qué otro lugar se mezclaban ambos lados de la calle sin guardias de seguridad entre ellos y en otras condiciones? ¿En qué otro lugar podían Karen Gold y Paco Monaco estar sentados juntos en público?

Sin embargo, lo único que quería Larry Coopersmith era marcharse.

–Un sitio como éste puede ser muy bueno para hacer negocios, pero no quiero bailar en este antro de plástico ni conectarme a este aparato, porque, por algún motivo, creo que esto es Kansas -dijo.

Le cogió una mano a Leslie y la acarició para tranquilizarla.

–Tengo una idea mejor -continuó-. ¿Qué me decís de algo auténtico? ¿Qué me dices de ese lugar donde trabajas de portero, Paco? Puedes hacer que entremos sin pagar, ¿verdad?

–¿En el Slimy Mary's? – preguntó Paco, sonriendo-. ¡Claro, hombre, no hay problema!

–¡Jesús, Larry, es mejor que no vayas al Slimy Mary's! – protestó Karen-. Es…

–¿Qué coño le pasa al Slimy Mary's? – inquirió Paco, mirándola con sorpresa y el entrecejo fruncido por el hiriente agravio.

–Bien… ¿no puede resultar un poco peligroso a estas horas de la noche…? – alegó ella.

¿Cómo podía decirles a Leslie y Larry la verdad delante de Paco, que el Slimy Mary's hacía honor a su nombre, que era un asqueroso sótano infestado de cucarachas y ratas, lleno de cabezas quemadas sin remedio y vagabundos desesperados?

–¿Peligroso? – se burló Paco-. Ey, soy el portero suplente, ¿recuerdas?, y el hombre de confianza de Dojo. ¡Nosotros hacemos lo que nos sale de los cojones en el Slimy Mary's, ninguno de esos hijoputas nos hará nada a nosotros!

–¡De acuerdo, hermano! – declaró Coopersmith, dando una palmada en la mano de Paco-. ¡Vamos al Slimy Mary's!

Y no hubo nada que Leslie o Karen pudieran hacer para detenerlos.


–Relajaos, muchachas, ahora podéis dejar de mearos encima. Ya hemos llegado -dijo Paco Monaco de muy buen humor cuando doblaron la esquina de la Calle Tres.

Karen iba agarrada a su brazo con fuerza y Leslie Savanah prácticamente colgada de Larry.

Tal como se sentía, casi le hubiese gustado toparse con algún hijo de puta por el camino. ¡Podía haber sido divertido romper algunas caras con el maldito Larry y proporcionar un poco de emoción a las muchachas! Pero sólo se habían cruzado con vagabundos solitarios, parejas o, en el peor de los casos, dos tipos juntos, y ninguno de ellos tuvo los cojones de decir una sola palabra a sus mujeres.

Dojo estaba en la puerta y Paco insistió en saludarlo con un desacostumbrado apretón de manos.

–¡Ey, Dojo, quiero que conozcas a gente importante!

Dojo frunció el entrecejo con gesto de duda.

–A la señora que se supone que no he visto antes la reconozco… -dijo.

–Sí, bueno, éste es el jefe del mismo grupo del que nunca has oído hablar, Larry Coopersmith, y ésta es su chica -dijo Paco empujándolos hacia adelante con orgullo.

–No tenemos jefe en el Frente de Liberación de la Realidad -corrigió Larry, sonriendo-. Lo único que no puedo remediar es ser el que habla más.

Los ojos de Dojo se ensancharon, y luego se estrecharon especulativamente.

–Entonces, quizá tú y yo deberíamos tener una corta charla, amigo -dijo.

–Puede -asintió Larry, evaluando al gigantesco hijo de puta negro-. ¿Sobre qué?

–Sobre de una idea tonta que tengo en la cabeza y que podría significar un importante cambio para todos nosotros -explicó Dojo-. Un intercambio que podría ayudar a ambos clubes. – Se volvió hacia Paco-. Quédate en la puerta un par de minutos mientras busco una mesa para tus amigos. Mandaré en seguida a alguien para que te sustituya -concluyó como si fuera el jefe de camareros de un local de lujo dirigiéndose a un inferior.

–Ey, negro -empezó a protestar Paco mientras Dojo indicaba a Karen, Larry y Leslie el camino hacia la escalera.

Pero el portero lo calmó al pasar ante él, sonriéndole, guiñándole un ojo y diciendo:

–¡Paco, hijo, tú eres mi hombre de confianza y, si esto funciona, estaré en deuda contigo!


–Dios mío, Karen… -le susurró Leslie al oído mientras se instalaban en un nido de polvorientos cojines que rodeaba un carrete de cable sin pintar que hacía las veces de mesa.

–No es exactamente The American Dream -convino Karen.

El Slimy Mary's era más o menos como ella lo recordaba.

Una mala imitación de la pista de baile de The American Dream con parpadeantes bombillas de colores y el techo recubierto de estaño. Una sola pantalla de video y unos altavoces que sonaban a lata, carretes de cable, viejos sofás de muelles, nidos de mugrientos cojines alrededor de la pista de baile y la sensación de una interminable cueva oscura llena de ratas, cucarachas y criaturas peores como presión a su espalda, hacia la cual no se atrevía a mirar.

La clientela estaba compuesta por la clase de vagabundos salvajes que tratas de ignorar cuando los ves rondando por los límites de una Zona. No obstante, allí, en su propio territorio, parecían menos sucios y peligrosos, más como el resto de la gente.

Quizá se debía a la larga melena roja que lucía la mayor parte. Incluso sin la colaboración del Jack, aquello hizo revivir el sentimiento pasajero de camaradería con esos pobres vagabundos que la asaltó la noche en que se conectó allí y bailó entre ellos. Sueño, por lo tanto soy humana, pensó.

Lo irónico era que el símbolo de algo que no era humano provocara ese recuerdo.

–No es tan malo como parece -le dijo a Leslie en voz baja mientras Larry Coopersmith y el siniestro portero negro se sentaban uno frente al otro como jugadores de poker ante la mesa.

–Esto no me parece mal -comentó Coopersmith-. Por lo menos no es una jodida franquicia de Muzik como el último antro en que hemos estado.

–Sí, bueno. Por otra parte, amigo mío -dijo el portero-, algo parecido a una operación de franquicia es lo que tengo en mente…

Larry se echó a reír.

–Por algún motivo que se me escapa no veo una cadena de Slimy Mary's en cada centro comercial de América -dijo.

Paco llegó zigzagueando por la pista de baile, saludando a los que la ocupaban, haciéndole alguna observación al Lizarado escondido detrás de su consola, moviendo el cuerpo al ritmo del metal africano que estaba transmitiendo MUZIK. Karen le sonrió con cariño y le apretó la mano cuando se sentó a su lado. Era agradable verlo en un lugar donde se sentía el gallo del corral.

–Le estaba hablando a tus amigos de un pequeño negocio, hijo -le explicó Dojo.

El gigantesco portero negro ponía nerviosa a Karen; pero, a pesar de eso, le agradaba por el genuino afecto que mostraba hacia Paco.

Metió la mano en uno de sus bolsillos, sacó lo que Karen reconoció como un disco de Jack el Rojo y se lo entregó a Larry por encima de la mesa.

–¿Es de los tuyos?

–Apelo a la Quinta Enmienda -dijo Larry, sonriendo.

–¡Vaya, hombre! – exclamó Dojo, con el entrecejo fruncido-. Dejémonos de historias. Tendremos que ser sinceros respecto a nuestras actividades delictivas si queremos llegar a alguna parte. Te hablaré de las mías y luego tú me hablarás de las tuyas.

–Es razonable -dijo Larry, ecuánime, volviendo a sonreír.

–Una de las más productivas fue el pequeño taller de wire que tengo arriba -explicó Dojo-. Pero ahora el único artilugio que desea la gente es el Jack, que se está vendiendo en la calle a cien, de modo que aunque contara con los chips para fabricar esas cosas no conseguiría beneficios. Así que lo que me queda no es más que un montón de cacharros caros y unos cuantas cabezas quemadas terminales que he retirado a Florida a mis expensas y no producen nada.

–Exceso de capacidad de producción… -dijo Larry-. Necesitas un nuevo producto para absorber el desempleo…

Dojo le dirigió una amplia sonrisa.

–Tenía la sensación de que estábamos en la misma longitud de onda -confesó-. Ahora podría dedicarme a copiar discos, dejándoos al margen, sin que tuvieseis medio de impedirlo. Ya hay gente por ahí haciéndolo y no estáis en condiciones legales para denunciarlo. Pero tengo bastantes dificultades para vender bien los que ya obtengo de vosotros. Quiero decir que puedo vender una cierta cantidad a la clase de gente que no queremos mencionar, pero la mayor parte de mi comercio no se relaciona precisamente con ordenadores y cuentas bancarias…

–¿Quieres un subcontrato del Frente de Liberación de la Realidad?

–Eso es, hombre. Ambos sabemos que yo podría entregároslos a cien la unidad y todavía ganar algo, y vosotros podéis venderlos a vuestros clientes de la parte alta de la ciudad a trescientos y ser los campeones…

Larry se encogió de hombros.

–Ya estamos fabricando más de los que podemos vender nosotros mismos -dijo-. Ahora bien, si pudieses idear una forma de que los discos circularan en el mercado de la calle como lo hace el Jack, entonces podríamos hacer un buen trato, Dojo.

–¿Cómo coño se supone que voy a conseguirlo? – preguntó el portero.

Larry Coopersmith alzó las manos y se encogió de hombros en respuesta.


No tengo cuerpo

No tengo alma…

Pero soy tu príncipe del rock and rollo…


MUZIK empezó a emitir «El Príncipe Coronado del Rock and Roll», y mientras el estribillo inicial sonaba a través de los altavoces baratos a su máximo volumen y Jack el Rojo aparecía en la pequeña pantalla de video, más vagabundos se materializaban a partir de las negras y sucias profundidades para unirse a los que bailaban en la pista, como mariposas nocturnas extraídas de un viejo y carcomido armario por una repentina luz blanca.

Y todos llevaban el rojo.

Larry Coopersmith, con las manos aún alzadas en su gesto de frustración, miró la pantalla que estaba detrás de la cabeza de Dojo. Como si actuara por voluntad propia, su mano derecha se dirigió al interruptor y lo pulsó. El portero, perplejo ante esto, giró la cabeza para seguir la línea de visión de Larry. Pero él no estaba alucinando.

Alguna revelación elusiva importunó la conciencia de Karen.

¿Qué estaba percibiendo Larry que ni Dojo ni ella podían captar?

Le dirigió una rápida mirada a Paco, que le correspondió de la misma forma. Le hizo un gesto afirmativo con la cabeza y él lo repitió. Con una sincronización casi perfecta, ambos activaron sus Jacks.


Durante todo el rollo entre jefes que mantuvieron Dojo y Larry, Paco había sentido una desagradable y opresiva sensación en el pecho que iba en aumento. Chingada, él los había reunido y ahora se estaban comportando como si no existiera, intentando llegar a algún acuerdo que eliminaría su intermediación en el comercio de discos de Jack el Rojo sin que les importara que el tipo que saliera jodido fuese él.

Al principio sólo se había sentido ultrajado, pero luego una extraña comprensión empezó a introducirse en su mente. Sin duda estaba cabreado, pero también celoso. Allí se hallaban dos pesos pesados, los dos únicos hombres del mundo a los que había llegado a considerar amigos, y de alguna forma estaba celoso de lo que ocurría entre ellos, como si cada uno fuera una tía que el otro tratara de quitarle a él.

Era demasiado evidente para negarlo y demasiado extravagante para pensar en ello; pero con un toque del Jack, la polaridad de la ecuación humana se convertía a través del flash en algo a lo que Mucho Muchacho podía hacer frente.

El Slimy Mary's parecía ahora infinito. La parte negra del fondo se extendía hasta la calle, hasta las ruinas infestadas de cucarachas, hasta la sombra, hacia su propia lucha por la existencia sobre el montón de basura. Pero como una promesa de escape al final de un largo túnel oscuro, más allá de los vagabundos que bailaban bajo las bombillas parpadeantes, la pista de baile de The American Dream resplandecía en la pantalla de video, llamándole para que reclamara su justo lugar en el sol.

Y allí estaba sentado de cara a los jefes de las dos mitades de este sueño. Dojo, el jefe del sector sombrío de la calle del que procedía y que conocía demasiado bien, y Larry, el jefe del local del Frente de Liberación de la Realidad, un pequeño rincón del desconocido mundo más amplio en el cual recientemente había conseguido un asidero.

Pero Karen, sentada junto a él, era la prueba de que entre la sombra y el sol había una línea sobre la que un muchacho muy macho podía sostenerse con un pie puesto en cada lado.

Y allí, en la pantalla, estaba Jack el Rojo, susurrándole al oído, cantado dentro de él con su propia voz: «¡Corónate a ti mismo sobre el montón de basura, despierta a tu alma de su letargo ansioso…!»

Contempló la pantalla de video donde la canción estaba alcanzando su clímax, donde bailaba a la cabeza de su ejército de vagabundos de pelo rojo por el centro de la arteria principal de Ciudad Trabajo, donde gordos de pelo rojo se precipitaban por las puertas de las torres de cristal y se dirigían a la pista de baile del Slimy Mary's, donde las brillantes barras rojas y las deslumbrantes rayas blancas de la bandera americana ondulaban como la libertad en casa de los valientes y en la tierra de los libres…


Presionad con los dedos,

dejad que os alegre el alma

¡Todos somos el Príncipe Coronado del Rock and Roll!


Se giró con una sonrisa de Mucho Muchacho, con una sonrisa de Jack el Rojo, con una sonrisa de Paco Monaco. Larry Coopersmith apenas se había movido durante toda la canción. Estaba conectado y miraba a la pantalla con las manos apoyadas en la mesa, mientras Dojo meneaba la cabeza y miraba con enojo a aquel adicto al wire que se hallaba fuera del mundo. Paco fijó su vista en Dojo, y después en Larry, sintiéndose como su igual.

–Jack el Rojo sabe lo que hay que hacer -dijo.

–¿Al fin te has quemado el cerebro del todo? – le preguntó el portero en tono de reproche.

Pero los ojos de Larry estaban clavados en los suyos, mostrando su comprensión con una sonrisa semejante a la suya, y durante un extraño e interminable momento le pareció que se estaba contemplando a sí mismo, o quizá que había una tercera presencia, alguien en su interior donde siempre había estado.

–¿Álzame y bailemos cuando quieras resistir? – preguntó Larry.

–¡Date un toque del viejo Jack el Rojo!

–¡Trabajad con ahínco!

–¡O acurrucaos junto a la pared!


Alguien más estaba hablando a través de Paco y de Larry, o al menos eso le pareció a Karen, porque sus voces se interpenetraban y multiplexaban y, como la voz intensificada electrónicamente de una grabación de Jack el Rojo, se convirtieron en una emanación de la multitud, en uno que hablaba con la voz de muchos.

Sin embargo, Dojo sólo estaba cabreado, su arrogante cara negra parecía la máscara despreciativa de un irritado Buda de la calle. Sus manos asían el borde de la mesa y tenía los brazos doblados hacia abajo como si se preparara para volcarla.

–¿Tengo que quedarme aquí sentado y escuchar la cháchara de un par de zombis en mi propio local? – gruñó-. ¡Creí que estábamos hablando de negocios!

–Y yo también -manifestó la voz extraña a través de Paco.

–Y Jack el Rojo es el negocio del que estamos hablando -prosiguió la voz a través de Larry-. Tú me potencias a mí y yo te potencio a ti.

Dojo lo miró con recelo.

–¿Me estás diciendo que tenemos un trato? – preguntó.

Paco asintió con la cabeza.

–Trabajad con ahínco o acurrucaos junto a la pared, encontraremos un camino a través del ensueño…

–¿Qué has dicho? – gritó Dojo-. Escuchadme, adictos idiotas, si queréis hablar de negocios conmigo, os desenchufáis de esta mierda ahora mismo para que pueda tratar con lo que os queda de humano en lugar de… en lugar de…

Larry se encogió de hombros, alargó la mano y desconectó. Al instante, algo cristalino pareció hacerse pedazos. Larry parpadeó, miró a Paco e irguió la cabeza. Paco lazó la mano, se desconectó, miró a Larry y luego a Karen, desconcertado, y adquirió la apariencia de un muchacho triste de las calles.

–Hemos de vender el Jack y los discos de Jack el Rojo juntos, eso es lo que nos está diciendo -explicó Larry en un tono normal.

Alguien que no había estado allí se desvaneció con el flash. Se desvaneció, pero se quedó escondido en su interior donde siempre había estado.

–¿Juntos?

Karen también alargó la mano para volver a la realidad. Y se encontró en el Slimy Mary's con la vieja y fría presión de la mohosa oscuridad en su espalda, ante los vagabundos de pelo rojo que ahora bailaban algo diferente, y junto a Paco, Larry y Dojo que hablaban de sus asuntos como si el flash sólo hubiese sido una interrupción que no cambiaba nada.

Pero, por algún motivo, sabía que algo importante había cambiado, que se había establecido alguna conexión, algún pacto con ese fantasma de su máquina.


–¡Ahora el Jack no vale nada! – insistió Dojo-. ¡Ya te lo he dicho! ¡Lo más que se puede sacar por él en la calle son ciento cincuenta!

–Lo que significa que comprándolos en cantidad, se conseguirían por unos ochenta, ¿verdad? – dijo Larry.

–Quizá, pero mi tiempo vale más que los veinte pavos de beneficios. ¡No soy un vendedor callejero muerto de hambre!

–¿Y si pudieras venderlos por doscientos y en cantidad?

–¡Dime cómo se supone que debo hacerlo y cerramos el trato, hombre!

–Jack el Rojo nos ha dicho cómo. Te suministramos los discos. Cada uno es un programa chinche diferente y en cada uno Jack el Rojo pronunciará una frase publicitaria. ¡Compra los discos al Frente de Liberación de la Realidad! Los unes a los Jacks, y los vendes en lote por doscientos.

–¡De ninguna manera, tío. A ese precio no me quedaría margen a no ser que estuvierais dispuestos a regalarme los discos!

–Ése es el trato, Dojo -contestó Larry Coopersmith.

–¿Cómo?

–Chingada, tío, ¿qué coño estás diciendo? – preguntó Paco, que todavía estaba tratando de digerir el evanescente recuerdo de lo ocurrido en el flash-. ¿Por qué tiene el FLR que regalar sus mercancías?

–Aquí, mi hombre de confianza tiene razón -opinó Dojo.

–Por lo que Jack el Rojo va a decir a los clientes respecto a él -dijo Larry Coopersmith.

–¿Que es…? – preguntó Leslie Savanah, mirándolo como si se hubiera vuelto loco; lo cual, en opinión de Paco, era seguro.

Larry se echó a reír y sus ojos se iluminaron mientras sacudía hacia atrás su largo pelo negro. Durante un momento, Paco vio los destellos rojos con los ojos de su mente.

–Hola, soy Jack el Rojo -dijo-. No estoy aquí, como todos sabemos, pero soy el líder del Frente de Liberación de la Realidad que te trae este programa chinche a bajo precio y también mi propia clase especial de wire, y ahora te nombro miembro del Frente de Liberación de la Realidad, así que copia este disco e inicia tu propia organización local.

–¿Dónde está el maldito dinero en eso? – inquirió Paco.

–No entiendo -dijo Karen-. ¿Quieres animar a cada experto para que piratee nuestros discos con su propio ordenador?

El condenado Coopersmith sonrió de oreja a oreja.

–¡Claro! – dijo-. Piensa un momento. ¡Cientos de pequeños núcleos independientes del Frente de Liberación de la Realidad por todo el país. Desarticulan uno y aparecen dos más, y la única conexión entre ellos que encontrarán los polis es nuestro líder nacional: Jack el Rojo. ¡Un líder imposible de arrestar porque hay miles de copias de él flotando por todas partes y ni siquiera existe! ¡Mr Factor Azaroso personificado! ¡La roja anarquía que ha madurado a la vista de todos, y ante eso no hay nada que los Hombres Gordos puedan hacer!

–¿Pero dónde está el dinero? – repitió Paco.

–No hay dinero, Paco -dijo Larry Coopersmith-. Ésa es nuestra fuerza. Ésa es la estúpida cosa que nosotros recordamos y que todos los demás parecen haber olvidado.

–¿Qué?

–El dinero no lo es todo.


–¿No me estás tomando el pelo? – preguntó Dojo-. ¿Me darás los discos?

–Exactamente -dijo Coopersmith-. Puesto que ya hemos liberado a Jack el Rojo del copyright de Muzik, Inc, ¿por qué no cederlo al dominio público? ¿De acuerdo?

Le alargó la mano a Dojo.

Éste se encogió de hombros.

–Sí quieres comportarte como un loco, no veo que yo tenga nada que perder -contestó dando una palmada en la mano extendida de Larry.

Entonces se levantó y se despidió de Paco.

–Tienes unos amigos que están como cabras, hijo, pero te lo debo. De cada uno de esos lotes que venda te daré veinticinco pavos.

Karen sintió un arranque de afecto hacia él, una oleada de camaradería. Dojo podía parecer un cínico peligroso, pero había algo bueno y amable en su interior, algo involuntariamente justo y honorable. Al menos a Karen le resultó evidente que, a su manera, Dojo estimaba a Paco.

–Ey, Dojo… -dijo Paco-. No tienes por qué hacerlo, hombre…

–¡No me digas lo que tengo o no tengo que hacer en mi jodido local! – gruñó el hombre grande, y se alejó a zancadas a través de la pista de baile.

Paco miró a Karen con una emoción patente en sus ojos.

–Ey, realmente no tiene por qué hacer eso… -comentó.

Karen le apretó la mano.

–Ya lo sé, Paco -dijo.

–¿Y qué crees que estás haciendo, Markowitz? – preguntó Leslie-. Quizá tuvieras razón al principio, quizás el Jack te ha quemado el cerebro.

Larry Coopersmith le cogió una mano entre las suyas, estrechándola como Karen la de Paco, y la besó en la mejilla.

–¡Oye, cariño! – dijo señalando la caja de circuitos en la parte posterior de su cabeza-. Este chisme no me ha frito los sesos. Me ha conducido hasta nuestro líder. – Rió-. ¡Me ha llevado hasta nuestro líder, y él somos nosotros!