LA LLAVE DE CUALQUIER

PUERTA

Karen Gold sonrió, metió la mano en su bolso, sacó un disco chinche envuelto en papel marrón, lo entregó, cogió el dinero, lo guardó y tomó otro sorbo de vino blanco. El hombre calvo del traje de color tostado y la camisa de seda roja que estaba sentado en el taburete contiguo deslizó el paquete en un bolsillo de su chaqueta, recorriendo con mirada precavida la galería de The Temple of Doom sin ninguna razón especial, se bebió el resto de su Jack con hielo, se apartó de la barra y bajó las escaleras hacia la pista de baile. De alguna manera, su comportamiento revelaba más tensión que naturalidad mientras completaba su papel en la pavana tradicional de la coreografía de las transacciones.


Siglos atrás hubiera sido una bolsa de hierba, más tarde un gramo de coca, en los últimos tiempos un artilugio de wire era lo más frecuente, y en la actualidad se trataba de programas chinche. Los objetos del comercio podían cambiar, pero el proceso siempre era el mismo.

Y ahora, encaramada en un taburete, tomando vino blanco y observando con disimulo la galería de un bar del Soho por encima de su copa igual que un perseguido en una vieja película de gangsters, Karen se sentía con derecho a sumergirse en la sórdida emoción de la paranoia del traficante por primera vez en su vida.

Aunque el tráfico de drogas siempre había sido un delito grave, las autoridades miraban a otro sitio cuando los alimentados por la Beneficencia negociaban entre sí con aparatos de wire. Les tenía sin cuidado que los indigentes se frieran el cerebro hasta quedar imposibilitados para conseguir empleo.

En efecto, puesto que la adicción al wire acortaba la vida por lo general, existían argumentos para fomentar este comercio a nivel de calle, económicamente hablando.

No obstante, vender wire de puerta en puerta a asalariados de categoría estaba perseguido, porque con el paso del tiempo convertiría a los pagadores de impuestos en vegetales alimentados con galletas de maíz. Cuando Karen compraba wire en Nueva York para sus amigos de Rutgers, la gente con que trataba eran seres desesperados que se arriesgaban a pasar en la cárcel de tres a cinco años si los atrapaban, aunque una chica universitaria como ella no podía esperar nada peor que pasar la noche en una comisaría y un pomposo discurso por la mañana por servir de enlace.

El uso de programas chinche para estafar a bancos, compañías de tarjetas de crédito, servicios públicos o, que Dios te ayude, a la Superintendencia de Contribuciones o a las autoridades de impuestos del estado, era un acto criminal inequívoco en cualquiera de sus modalidades y estaban tipificadas en los Estatutos Informáticos.

Pero era imposible procesar a alguien por la mera posesión de algo tan inconsistente como un programa que incluso podías memorizar si estabas lo bastante capacitado. Además, según Larry Coopersmith, traficar con programas chinche en disco era un delito totalmente nuevo, limitado hasta entonces al Frente de Liberación de la Realidad y, por consiguiente, todavía no cubierto por ninguna ley específica.

Sin embargo, Karen estaba segura de que la venta de discos chinche sería considerada delito grave de una forma u otra si la atrapaban en posesión de la mercancía.

El programa que acababa de vender por cuatrocientos dólares era estándar. Con él, el tipo que lo había comprado, un ejecutivo de publicidad en apariencia, podía incrementar enormemente el dinero destinado a su cuenta de gastos cada mes y luego hacer que el ordenador de su empresa lo distribuyera por todo el sistema incrementando en unos centavos cada apunte deudor. Malcolm McGee, que era quien había escrito la cosa, la había hecho invisible. Hacías el cargo, realizaba el trabajo sucio, y borraba el programa de la memoria hasta que actuabas otra vez. Los contables se volverían locos tratando de comprender por qué cada saldo deudor de los libros podía ser unos siete centavos más elevado y le echarían la culpa al software, los programadores le echarían la culpa al hardware, y los técnicos de mantenimiento no encontrarían nada. Cuando el coste mensual de la inútil búsqueda del programa chinche superara al drenaje, la abandonarían y lo anotarían en lo que Coopersmith llamaba «entropía del sistema».

No obstante, si por algún motivo la arrestaban en el momento de realizar una venta, posiblemente la acusarían de algo. Conspiración para cometer fraude o malversación de fondos por medio de ordenadores. Quizás incluso por posesión de herramientas para robar, si no podían encontrar nada mejor.

Pero hasta que las autoridades se dieran cuenta de que existía el comercio de discos chinche, el riesgo de vender uno a un policía de paisano era nulo, y la paranoia del traficante que Karen se permitía mientras estaba sentada en el taburete terminando su vino no era más que una emoción ficticia. Además, el papel de intrépida traficante callejera que representaba en beneficio de sus nuevos amigos del local del FLR pertenecía a una comedia que no hubiera impresionado a nadie un poco menos ingenuo que aquellos inocentes.

Y, en el estricto significado de la palabra, el Frente de Liberación de la Realidad era una camarilla de inocentes.

Tommy Don, nieto de laboriosos inmigrantes vietnamitas. Bill Connally e Iva Cohen, cuyos padres se habían esforzado y sacrificado para poder enviarlos a la universidad, con la esperanza tradicional de que sus inteligentes hijos se elevarían de su estatus de clase trabajadora. Teddy Ribero, el primero de su familia en completar sus estudios en la escuela secundaria desde que sus antepasados llegaron a Nueva York de Puerto Rico. Malcolm McGee, procedente de la clase media negra de Tarrytown. Eddie Polonski y Mary Ferrary, que habían obtenidos becas para universidades de Nueva York y pensado que con eso escapaban de la depresión permanente del Medio Oeste.

Lo que estos ingenuos de la cibernética tenían en común era que todos habían sido genios de la informática prácticamente desde el nacimiento. Crecieron obsesionados con los ordenadores, sumidos en el baile de los bits y de los bytes. A diferencia de Karen, no tenían recuerdos de una infancia en un edén perdido del Upper West Side de Nueva York para atormentarlos. A diferencia de Karen, la licenciatura en informática había sido el gran deseo de sus corazones y no una calculada vía de escape del exilio en Poughkeepsie hacia Manhattan.

Oh sí, ellos también habían sido traicionados cuando su economía personal se fue al traste; pero ahora, felizmente instalados detrás de sus teclados y pantallas, esforzándose con los programas chinche por el placer de hacerlos, viviendo, comiendo y respirando el ozono de sus amadas esferas cibernéticas día y noche, tenían lo que siempre habían querido. Los chinches que escribían, la cháchara de ordenador en que tomaban parte, incluso la razón revolucionaria de la existencia del Frente de Liberación de la Realidad, eran como un gran juego de ordenador que regía toda su vida. Pocas veces se molestaban en salir del local. Ni siquiera pensaban en el dinero. Los usos que hacían los clientes de Karen y Leslie Savanah de sus programas eran meras abstracciones. Y, para ellos, el mundo de las calles podía pertenecer a otro planeta.

Sólo Leslie Savanah y «Markowitz» eran diferentes.

Leslie le hacía pensar a Karen en sí misma. Tampoco tenía una verdadera pasión por los bits y bytes. Podía haber crecido en el Medio Oeste en lugar de en el Upper West Side, pero sabía lo que significaba perder una participación en un piso compartido en Manhattan y encontrarse en la calle, arruinada y desesperada, pero no dispuesta a abandonarlo todo y partir de la Manzana. Su comercio de los programas chinche podía limitarse a bares de poca monta, y no había pasado los fines de semana de sus años universitarios comprando droga en salones y clubes elegantes, pero era una traficante y había recogido a Karen en «La Escampada». De modo que aunque la entrada en el FLR de Leslie Savanah había precedido a la suya año y medio y fue ella quién la reclutó, Karen la consideraba como una especie de provinciana.

Larry Coopersmith, alias Markowitz, era algo más, aunque no había dos personas en el local que coincidieran en qué, y él no lo aclaraba. Incluso Leslie, su amante ocasional, sólo sabía que su edad estaba entre los cuarenta y los cincuenta y cinco. Daba la impresión de que había sido motorista, tenía una colección de libros semejante a la de un antiguo profesor de universidad, y hablaba como ambos, mezclando tacos y palabras cultas en la misma frase. Nunca se refería a su pasado. Ninguno de los componentes del FLR formaba parte de él antes de que alquilara el local. Ninguno sabía de dónde había salido el dinero para crearlo. Ninguno tenía idea de dónde había salido «Markowitz».

Parecía poseer conocimientos de programación, pero Karen nunca lo había visto escribir nada. Insistía en que no era anarquista ni comunista, y proclamaba su odio contra «cualquier cosa que acabara en ismo». Leslie lo había apodado «Markowitz» porque Gregor Markowitz, un oscuro teórico político del que Karen nunca había oído hablar, era su principal gurú intelectual. Tenía montones de libros de tapa dura de Markowitz con títulos tales como La Teoría de la Entropía Social, Caos y Cultura y Orden contra el Orden, que le ofreció a Karen para que los leyera, cosa que aún no había hecho.

Por todo eso, Larry Coopersmith estaba más rodeado de misterio que cualquier otro hombre que hubiera conocido anteriormente, y se hubiese interesado por él de no ser por la relación que mantenía con Leslie.

O quizá no. Porque aunque Coopersmith fuese un hombre de gran fascinación, el local del FLR mucho mejor que dormir en el metro, se considerara amiga de Leslie, y los vagos objetivos del Frente de Liberación de la Realidad estimularan su fantasía estética, la verdad era que en el fondo de su corazón sólo podía ver todo aquello como un alto en el camino y no como un estilo de vida al que pensara adaptarse para siempre.

No, eran lugares como The Temple of Doom y el estilo de vida que implicaban los que todavía representaban el Nueva York de sus aspiraciones.

Aunque no llegaba a la altura de The American Dream, The Temple of Doom era el típico club lujoso donde aquellos con dinero suficiente para vivir en la Nueva York de su infancia, magnificada por su imaginación, se reunían para beber, comprar droga, ligar, exhibirse y encontrar la forma de asistir a fiestas más íntimas.

La barra, junto a la que Karen se hallaba sentada, abarcaba toda la galería que rodeaba la pista de baile de la planta de abajo. Era un mostrador de piedra negra (o una imitación bastante convincente) con motivos aztecas tallados, y la pared que tenía detrás estaba recubierta de espejo de color rosado. Los barmans, desnudos de cintura para arriba llevaban faldas aztecas cortas de forma trapezoidal, estampadas con dibujos abstractos, y cascos de latón con penachos de plumas. Las camareras que servían las mesitas situadas a lo largo de la barandilla de la galería llevaban unas faldas del mismo estilo, aunque más airosas, cascos similares y pequeños corpiños de latón que les dejaban al descubierto la espalda y los brazos. Las lámparas de gas colocadas encima de cada mesa e imitaciones de antorchas proporcionaban la suave iluminación rojiza.

Las brillantes baldosas de la pista de baile también tenían dibujos pseudoaztecas, vidriadas aquí y allá con algo que le daba la apariencia de estar encharcada de brillante sangre roja. Tres grandes pantallas de video exhibían las pistas visuales de los discos que ponía algún pinchadiscos invisible.

Desde la galería, podías mirar hacia abajo sobre la densa maraña de cuerpos que bailaban en la pista y creerte la Princesa de la Ciudad observando a los campesinos desde las alturas. Karen trataba de olvidar que la mayoría de la gente que pagaba treinta dólares para entrar y tomaba bebidas aguadas de veinte dólares estaba comprando la misma ilusión.

Se terminó el vino y pensó en pedir otro, pero antes miró a su alrededor. No había ningún Príncipe Encantado a la vista, sólo simuladores como ella. Había vendido ya su último disco y tenía mil seiscientos dólares en el bolso, unos excelentes ingresos para una noche. Allí podía no ser nadie, pero en el local del FLR había alcanzado la categoría de traficante número uno.

Ya era hora de regresar.

Bajó a la pista de baile, serpenteó al son de la música entre los cuerpos que danzaban, recorrió un corto pasillo hasta el guardarropa, donde recogió su trenca, se dirigió a la salida pasando ante un portero embutido en un viejo abrigo de mapache, y se sumergió en el viento frío y húmedo del exterior.

The Temple of Doom estaba en el Bowery, en el extremo este del Soho, dos manzanas al norte de la Calle Grand y muy al sur del local del FLR. En una noche más agradable que aquella, Karen se habría desviado hacia Grand para ir andando a casa por esa calle bien iluminada. Pero el voluble tiempo de primeros de diciembre había empeorado mientras estaba dentro. La temperatura había bajado considerablemente, un viento impulsaba una fina lluvia helada contra su cara, no llevaba guantes y se hallaba en una Zona, después de todo; así que se echó la capucha, se colgó el bolso al hombro, metió las manos en los bolsillos, se inclinó hacia adelante para protegerse del viento húmedo y giró por la esquina noroeste de la manzana, encaminándose hacia el calor del local por el camino más corto posible.

Era más de media noche y había poca gente en la calle bordeada de altos y oscuros edificios de pisos residenciales, pero anduvo junto a ellos para protegerse en la primera manzana, e incluso se cruzó con la figura tranquilizadora de un gigantesco guardia negro que paseaba arriba y abajo para mantener el calor, agarrando el frío metal de su M-16 con sus gruesos y grasientos guantes de guardafrenos.

La capucha le impedía la visión lateral y disminuía su capacidad de oír, la lluvia goteaba de sus cejas y le helaba la nariz, el repiqueteo de sus tacones altos contra el suelo se imponía a cualquier otro sonido y su única preocupación era resguardarse del mal tiempo, de modo que hasta que se encontró sola en la oscura manzana siguiente no empezó a sospechar que alguien la seguía.

Se inició como un vago hormigueo molesto en la nuca, como una sombra de temor irracional que tomara cuerpo detrás. Entonces, cuando sus sentidos se agudizaron, identificó la causa.

Había estado oyendo un leve ruido sordo que parecía el eco de sus propias pisadas, un contrapunto al fuerte repiqueteo de sus tacones sobre el cemento de la acera.

¿O quizá no era más que paranoia?

Algo le impedía girar la cabeza y mirar atrás. Entonces aceleró un poco el paso para después detenerse de repente y volver a caminar con más lentitud.

Oyó claramente una serie de traspiés y pisadas detrás de ella durante un momento, antes de que se fundieran con el sonido de sus propios pasos.

Una garra oprimía su estómago. Había alguien persiguiéndola. Sin detenerse a pensar ni atreverse a mirar hacia atrás, acelero la marcha.

¡Terrible error!

Las pisadas que la seguían también lo hicieron, incluso más que ella, aunque sin llegar a correr; pero eran más ruidosas y más cercanas, como si su seguidor hubiese supuesto que estaba enterada de su presencia y abandonara el sigilo, pero sin decidirse aún a lanzarse sobre ella.

Para la esquina siguiente faltaban casi treinta metros, treinta metros de acera vacía, ventanas oscuras, portales sombríos y negras bocas de siniestros callejones. A pesar del terror que la dominaba, Karen volvió a andar más despacio, como si la falta de reacción ante la presencia del perseguidor que se aproximaba pudiera otorgarle un poder mágico que lo hiciera desaparecer.

Pero las pisadas a su espalda casi se convirtieron en un trote, y ahora parecía que tenía detrás un ejército de asaltantes.

Ya no podía refugiarse en la ignorancia, tenía que girarse y mirar.

¡Oh, mierda!

¡Eran dos!

Un hombre corpulento vestido con un sucio y raído abrigo militar y los pies envueltos en harapos, con una larga maraña de pelo castaño, una sonrisa lasciva que mostraba dos hileras de dientes cariados y una asquerosa masa de costras en la frente; el otro, que se cubría con una vieja trinchera, era más joven y aún más alto, delgado hasta parecer enfermo, con la cara llena de granos infectados. La mirada lujuriosa de ambos mostraba de forma inequívoca sus intenciones.

Sólo una ojeada, luego…

Al ver que se volvía para mirar, empezaron a correr hacia ella…

Karen huyó desesperadamente, tropezando por la acera mojada con sus zapatos de tacón alto. Resbaló, se tambaleó, casi cayó al suelo, pero recobró el equilibrio y entonces…

Unas crueles y toscas manos la agarraron por el cuello acolchado de su trenca. Sintió la presión de los cuerpos contra su espalda y las calientes y fétidas respiraciones en su cuello. Entonces la empujaron hacia un grupo de cubos de basura que estaba en la lóbrega entrada de un callejón oscuro…

Desde lo más profundo de sus entrañas, desde la boca de su rugiente estómago, gritó, gritó y gritó…


Un cálido y fragante viento de Santa Ana llevó el dulce e intenso perfume de buganvilla y eucaliptus a través de la terraza de la casa de madera de Glorianna O'Toole en Lookout Mountain, sacudiendo las copas de los árboles, susurrando a través del follaje, limpiando la atmósfera hasta dejarla cristalina. Así que, por una vez, las estrellas que punteaban el cielo negro por completo y la brillante luna creciente compitieron ventajosamente con el esplendor eléctrico del enjoyado panorama de la ciudad que se extendía debajo de horizonte a horizonte.

Era una noche tan perfecta para un viaje como la que Glorianna podía haber encargado a los dioses de los efectos especiales, pero Bobby Rubin mostraba poco entusiasmo en embarcarse en este mágico paseo misterioso.

–¿Qué es? ¿Una sacudida en el centro del placer? ¿Una actuación sobre el lóbulo temporal? – preguntó, apoyado en la barandilla de la terraza, de espaldas a la magnífica vista, sosteniendo la flácida red de cables y oliéndola con la misma expresión con que olería a un pez muerto.

–Te lo dije. Esto no es una burda pieza montada por los cabezas quemadas de siempre -explicó Glorianna en tono exasperado-. Es wire de primera calidad de Silicon City.

–El cual tú no has probado todavía, ¿verdad?

–Vamos, Bobby, esto podría ser divertido de veras -dijo Sally Genaro alegremente.

Ya se había puesto su Shunt y sentado en una hamaca de secuoya, con el casco de cables oculto entre su pelo rizado.

Bobby la observaba en silencio, y en aquella mirada sombría Glorianna leyó la verdadera naturaleza de su rechazo. El hecho de que se sintiera temeroso ante un wire desconocido no tenía que ser necesariamente un signo de cobardía, considerando la mierda que flotaba por ahí. Sin duda, su miedo a freírse el cerebro estaba justificado, pero Glorianna hubiera apostado hasta su último dólar a que el verdadero temor de Bobby Rubin era que el artefacto funcionara como se esperaba y encontrarse compartiendo un viaje parecido al del ácido con Sally Genaro.

Lo cual era exactamente lo que Ellie Dawson había prometido, y en lo que se basaba la última esperanza de Glorianna de sacar el Proyecto Superestrella del punto muerto y de salvar su propio cuello.

El pobre Bobby estaba cada vez más antipático con ella desde la escena etílica de aquella horrible fiesta, pero aunque eso empezaba a irritar a Sally Genaro, especialmente desde que había adelgazado tres kilos y medio matándose de hambre con sólo ensaladas y pomelos, también sabía que debía ser paciente.

Después de todo, ¿cómo se sentiría ella si le hubiera abierto su corazón y después vomitado casi encima de él en el momento en que las cosas se estaban poniendo románticas?

Así que Sally Genaro podía entender que aún se sintiera avergonzado, e incluso que sus esfuerzos para demostrarle que no le daba importancia y que seguía considerándolo un tipo atractivo podían necesitar un poco más de tiempo para hacerle efecto. A fin de cuentas, era un poco obtuso para ciertas cosas, no exactamente un experto en relaciones humanas.

Pero nunca creyó que fuese tan gallina ante un pequeño aparato de wire. ¿Qué motivo había para asustarse? Aquello no era una horrible droga psicodélica que, cuando te la habías tragado, te aprisionaba durante horas sin que pudieras hacer nada para liberarte en caso de que resultara un mal rollo. Todo lo que tenías que hacer era tocar el interruptor que había en la caja ajustada a tu nuca para salir de inmediato.

Glorianna O'Toole dio unos pasos hacia Bobby.

–No hubiera estado bien que lo probara yo sin vosotros -dijo, poniéndose su propio Shunt y acomodándose la caja de circuitos en la parte posterior de la cabeza-. Ellie quería que lo probara con ella, pero me negué. Los tres estamos juntos en esto y debemos entrar como iguales.

Sally se levantó de la hamaca, se acercó a Bobby e intentó coger la malla de cables que colgaba nacidamente de sus dedos.

–Vamos Bobby, es una noche preciosa, déjame…

Bobby alejó el Shunt de su alcance, furioso, extendió la malla con ambas manos y se la encasquetó en la cabeza con un irritado movimiento impulsivo.

–¡Puedo freír mi propio cerebro sin tu ayuda, si es lo que se me exige! – dijo con brusquedad.

Sally retrocedió, ofendida y confusa.

–¿Por qué siempre tienes que comportarte de una manera tan odiosa, Bobby Rubin? – le espetó, pero se arrepintió al ver su venenosa mirada.

–¡Hijos, hijos, por favor! -les rogó Glorianna O'Toole, mirando con desesperación hacia el cielo-. ¡Este no es exactamente el karma con que hay que empezar una bella experiencia! ¡Mirad las estrellas! ¡Oled el aire! ¡Escuchad la música del viento en los árboles! ¡Poned algo de vuestra parte!

Bobby Rubin estaba seguro de que si seguía protestando sólo retrasaría lo inevitable. ¡De ninguna manera estaba dispuesto a admitir que tenía menos valor que la Espinilla!

Además, la verdad era que aquel aparato de wire no le inspiraba grandes temores. Por el contrario, los efectos descritos por Glorianna lo habían intrigado desde el principio.

Nunca había probado una droga psicodélica; pero, aunque era un inexperto en lo referente a psicofarmacología, era un mago de los bits y bytes y, como tal, se interesaba por aquel artilugio.

La mayoría del wire callejero, marañas de calles conectadas por gilipollas de cabezas quemadas que había que enchufar a la potente corriente casera de 120 voltios, era un material chapucero y peligroso que funcionaba golpeando indeterminadas áreas del cerebro con una sobrecarga eléctrica. Pero el Shunt Transcortical era un dispositivo de baja corriente que se activaba con pilas pequeñas; por lo cual, el efecto, fuera el que fuese, no dependía de la fuerza bruta electrónica.

De un primer vistazo apreció la destreza con que se había elaborado la cosa, y eso hizo que creyera la historia de Glorianna sobre las tiendas mágicas de Silicon City.

No, si Glorianna O'Toole lo había llevado a la cima de una montaña aquella cálida noche fragante de Santa Ana, le había mostrado las estrellas del cielo y las brillantes luces de la ciudad a sus pies, e invitado a usar el Shunt a la vez que ella, no debería mostrar vacilación alguna.

Su mirada se enlazó con la de Glorianna durante un largo momento. Había un afecto en sus ojos, una sabiduría, un espíritu de aventura, e incluso un atractivo sexual, que le hizo desear un retroceso en el tiempo, porque en verdad nada le hubiese gustado más que embarcarse en esta aventura con la atractiva joven que la vieja señora sin duda había sido.

Hacer ese Paseo de Misterio Mágico con la Espinilla pisándole los talones era lo que le llenaba de un espanto por completo racional.

Después de todo, había que considerar lo ocurrido cuando cometió el error de emborracharse con ella. El alcohol, el polvo, ella y la frustración del momento lo habían afectado dejando a su lengua fuera de control, otorgándole voz a sentimientos de los que ningún hombre debería hablar a gritos. Y peor aún, sin conciencia de lo que ocurría, la había dejado que le rodeara el cuello con el brazo, que le cogiera la mano, que le diera un beso. El recuerdo hizo que se estremeciera y se le revolviera el estómago incluso ahora.

Las consecuencias fueron nefastas. Desde aquella noche, a Sally la del Valle se había metido en la cabeza que sabía los secretos de su alma. Y para su tortura, no podía dejar de reconocer que, en cierto sentido, tenía razón.

Ahora estaba convencida de que aquello había constituido un vínculo psíquico entre ellos, de que era sólo cuestión de tiempo y persistencia que se convirtiera…

¿Hasta qué punto empeorarían las cosas si alucinaba con ella?

Nada le gustaría menos que averiguarlo.

La miró de reojo y vio una expresión apasionada que le produjo un estremecimiento interior.

Pero estaba decidido.

Se encogió de hombros, levantó la mano y la puso sobre el interruptor de la caja de circuitos colocada en su nuca.

–Nosotros, los que vamos a freímos, te saludamos, oh, Cesar -dijo, y apretó.

Sally la del Valle, lo miró con los ojos desorbitados, sin comprender, pero también puso el dedo en el interruptor.

Glorianna O'Toole le hizo un guiño a Bobby en señal de asentimiento, se llevó la mano izquierda a la parte de atrás de la cabeza y movió la derecha de un lado a otro como si fuera la batuta de un director de orquesta marcando el ritmo inicial.

–¡Uno-dos, uno-dos-TRES!


–¿Llevas ahí lo que esa sonrisa de estúpido dice que llevas, tío? – preguntó Dojo, mirando el macuto de Paco Monaco con una mezcla de sorpresa y aprobación.

Paco le sonrió con satisfacción al enorme portero.

–Te enseñaré lo que traigo si tú me enseñas lo que vas a darme -dijo, metiendo la mano en el macuto.

–¿Has perdido el juicio? – le gritó Dojo-. ¡Aquí no!

Observó la oscura calle con mirada atenta.

–Vigila la puerta mientras voy a buscar al Conde para que me sustituya, y procura no cargarte a nadie con esa cosa mientras estoy ausente -dijo, perdiéndose en el interior y dejando a Paco de portero interino del Slimy Mary's.

Habían pasado casi cinco minutos desde que Dojo se fue, y Paco estaba con el macuto colgado al hombro, los brazos cruzados, la barbilla alzada con gesto autoritario, imaginándose que era Dojo, dueño de todo lo que vigilaba. Esperaba que alguien, cualquiera, intentara entrar antes de que regresara, porque fuera quien fuese no iba a dejarlo pasar, sólo para ver qué se sentía.

Pero antes de que ocurriera, Dojo regresó en compañía del Conde, con el entrecejo fruncido y refunfuñando entre dientes.

Por fortuna, el objeto obvio de su contrariedad era el Conde y no Paco.

Se trataba de un tipo alto con una raída chaqueta de cuero negro, vaqueros azules y una sucia manta negra sobre los hombros a modo de capa. Dojo u otro, había hecho que saltaran todos sus dientes excepto dos, que él limó y ahora tenían forma de colmillos. Llevaba la cabeza rapada, menos la parte de atrás, donde se había dejado una gran cresta impregnada de brillantina que parecía el cuello de la capa de un vampiro. Paco recordaba la época en que el Conde era corpulento e intimidador, pero ahora estaba flaco como un esqueleto, la piel de su cara era tan pálida que casi verdeaba y sus ojos azul acuoso estaban enrojecidos como si les hubiese entrado salsa de Tabasco.

El progresivo deterioro del Conde hasta llegar al extremo de convertirse en un cadáver andante se debía a que era un auténtico adicto al wire que se enchufaba a cualquier artilugio, y Paco lo vio una vez enchufado a dos al mismo tiempo. El Lizardo proclamaba haberlo visto con tres y quedarse sonriendo, y Paco se lo creía.

–No dejes entrar a nadie cuyo nombre no recuerdes hasta que yo vuelva. ¿Crees que podrás hacerlo, gilipollas? – le preguntó Dojo al Conde, y condujo a Paco por la oscura escalera que bajaba al interior del antro.

–Tengo que deshacerme de ese zombi antes de que empiece a joderla de verdad -se advirtió a sí mismo mientras bordeaba la zona de penumbra que rodeaba la pista de baile, manteniéndose en la oscuridad cercana a las paredes. De pronto se detuvo y abrió la puerta de una habitación, cerrada con llave, que Paco no sabía que existiese.

Encendió una débil bombilla colgada del techo con un interruptor de pared, descubriendo un pequeño dormitorio con una cama deshecha en la que, sin duda, se había desarrollado poco tiempo antes una intensa acción, una consola de discos, un monitor y unos altavoces, y tres paredes con cajas de cartón apiladas junto a ellas.

–Vamos a ver lo que traes, Paco -dijo sin sentarse.

Paco metió la mano en el macuto, sacó el Uzi y se lo alargó. Creyó ver que los ojos de Dojo se agrandaban durante un momento, pero el gigantesco portero negro aparentó la frialdad de costumbre. Hizo saltar el cargador, comprobó el mecanismo y volvió a meterlo; todo ello sin pronunciar una palabra ni mirar a Paco.

–Parece bueno -gruñó al fin, alzando los ojos hacia Paco y estudiándolo con expresión pensativa-. ¿Cómo te las has arreglado para conseguirlo? – preguntó-. Nunca imaginé que llegaras a hacerlo -añadió en un claro tono de inequívoca aprobación.

Paco vaciló.

–Atraqué a un jodido vigilante negro, ¿de qué otra forma si no? – dijo con orgullo.

La mirada de Dojo reflejó sus dudas.

–¡Ya! – susurró burlonamente.

–De acuerdo, me lo encontré en el metro, si eso te parece más creíble -dijo Paco en el mismo tono.

–¿De veras atracaste a un guardia de seguridad? – preguntó Dojo, sin disimular cierta admiración en su voz.

–Tienes el Uzi en las manos…

–¿Cómo cojones te las arreglaste?

–¡Yo soy mucho muchacho, es mejor que lo admitas!

Dojo se echó a reír, moviendo de un lado a otro la cabeza. Se acercó a un montón de cajones, dejó con cuidado el Uzi detrás de ellos y sacó un Zap pulcramente precintado en una bolsa de plástico transparente.

–Aquí tienes, matador -dijo, tirándosela a Paco-. ¡Qué te diviertas!

Paco luchó un instante con la bolsa de plástico, intentando desprecintarla, pero pronto perdió la paciencia y la rasgó con las uñas. Sacó de un tirón la malla de cables, se la colocó en la cabeza, con la impecable cajita de circuitos y su mágico contacto frío, cómodo y prometedor contra la nuca, con la red oculta por completo por su mata de pelo.

Su cuerpo entero temblaba con una maravillosa anticipación. Todo lo que necesitaba ahora eran diez dólares para soltárselos al Lizardo por cinco minutos de Mucho Muchacho, quizás Dojo le…

Pero antes de que empezara a pedírselos, el portero fijó en él una fría y especulativa mirada que borró aquella estúpida idea de su mente.

–Quizá puedas hacerlo -dijo.

–¿Hacer qué, Dojo?

–El maldito Conde se ha frito los sesos como si fueran verduras, o sea que se le salen por las orejas. Ya estoy harto de ese desgraciado. Acabo de decidir que necesito un nuevo portero suplente…

-¿Yo? -preguntó Paco sin llegar a creer lo que oía.

–Me imagino que un tipo que puede robar el arma a un guardia de seguridad también será capaz de arreglárselas con los sesos quemados de aquí -dijo Dojo-. De jueves a lunes, cuando yo necesite relevo. Diez pavos por noche y no me importa lo que vendas en la puerta, pero mejor que no te pesque cogiendo dinero por dejar entrar a alguien. ¿Tienes cojones para intentarlo? ¿O sólo querías que me tragara la historia de lo valiente y audaz que eres?

–¡Soy tu hombre, Dojo! – aseguró Paco sin pararse a pensar ni un momento, sin apenas creer en su buena suerte, pero precipitándose sobre ella como un pájaro sobre un montón de grano-. ¡Puedes estar seguro!

Dojo sonrió.

–Ya lo veremos, tío. Empiezas la semana que viene.

Abrió la puerta para que saliera Paco, apagó la luz, y cerró con llave.

–Sólo una cosa -dijo-. No es asunto mío si te fríes los sesos en tu tiempo libre, pero no quiero verte con el wire en la puerta. Deja que el Conde te sirva de lección, hijo mío.

–Eh… ¿qué pasa con el Conde? – preguntó Paco con vacilación-. ¿Tengo que…?

De repente recordó que aunque el Conde estaba en muy mala forma tenía la reputación de ser un asesino de kung fu o algo parecido.

Dojo rió.

–No te preocupes por el Conde -dijo a la vez que lo miraba de reojo y señalaba con la cabeza hacia el techo, hacia las legendarias habitaciones de arriba donde se decía que estaban los cabezas quemadas haciendo aparatos de wire para Dojo-. El Conde acaba de ganarse un billete gratis para Florida.

Paco se estremeció y se quedó atrás, lejos de la pista de baile, al fondo, en la oscura sombra de la parte trasera del Slimy Mary's, mientras Dojo volvía a la puerta a relevar al Conde, porque de ninguna forma quería que éste lo viese al regresar. Cuando el Conde bajó las escaleras unos minutos después, se fue derecho a su habitual montón de cojines en la zona de penumbra cercana a la pista de baile, cogió una pieza del montón de variados aparatos de wire, se la colocó en la cabeza, la enchufó y empezó a alucinar con la vista fija en el parpadeo de las bombillas de colores del techo como si no hubiera pasado nada.

Quizá no había pasado nada todavía. Quizá Dojo no le había dicho nada. Quizá proyectaba esperar a que el Conde perdiera el conocimiento para llevarlo al piso de arriba, y así al despertar se encontraría en Florida. Quizás el Conde estaba ya tan quemado que ni siquiera lo notaría.

Paco apartó de sí esos pensamientos. Se dio cuenta de que no había motivo que le impidiera seguir adelante y tener un flash. El Conde no iba a preocuparse de él. No obstante, se quedó en las sombras.

Estaba puesta una estúpida grabación de gordos llena de chispas, destellos luminosos y espectros gimientes, y una docena de clientes habituales del Slimy Mary's bailaban al son de su música. No tenía dinero para que el Lizardo la cambiara por una de Mucho Muchacho, y además recordó que la única razón de que hubiese arriesgado la piel era conseguir su propio Zap para no verse obligado a tener el flash con las puercas de un agujero de mierda como aquél.

Paco se sonrió a sí mismo. ¡Chingada, qué noche loca! ¡Le he pegado una patada en los cojones a un jodido vigilante marica, le he robado el Uzi, Dojo me ha contratado y ahora tengo mi propio Zap y voy a hacer un pequeño viaje a Ciudad Chocharrica! ¡Qué noche, muchacho!

Y tuvo el presentimiento de que esa noche mágica sólo acababa de empezar.


Paco caminaba con paso rápido en dirección sur, hacia Houston, y luego torció hacia el oeste en la esquina de Houston con West Broadway, sin notar siquiera el viento helado que comenzaba a soplar ni la tenue niebla que mojaba su cara, sumido en la tensión deliciosa que invadía su cuerpo desde la punta de los pies hasta la fría presión de la caja del Zap en su nuca.

Se detuvo un momento para mirar al sur a través de las brillantes luces de West Broadway, la calle principal del Soho, la dorada avenida de restaurantes, galerías, clubes para ricachones, salones, bares fabulosos, destellantes anuncios de neón que se extendían ante él.

Recordó aquella noche, desde la que parecía haber transcurrido toda una vida aunque en realidad habían sido sólo pocas semanas, cuando se paró en aquel mismo lugar y miró con desesperación hacia arriba jurándose que pronto volvería, no como Paco Monaco, el sucio y pequeño vagabundo que no se atrevía a poner los pies en esa zona prohibida, sino como Mucho Muchacho, el Príncipe de la Ciudad.

La temperatura era más cálida entonces, y West Broadway estaba atestado de ricachonas con sus acompañantes maricones y de gran cantidad de vigilantes armados. Ahora hacía más frío, empezaba a llover y circulaba menos gente por West Broadway. Quienes lo hacían se apresuraban entre los edificios iluminados, y los guardias de seguridad se resguardaban en los portales.

Pero allí estaba él, de pie en las sombras, mirando al sol, en el borde de su propia Hora Frontera personal, y la llave mágica que le permitiría cruzarla, la llave que había ganado con su propio valor y atrevimiento estaba al alcance de sus dedos.

Su mano se dirigió a la caja de circuitos que tenía en la nuca mientras él cantaba en voz baja para sí, pero oyendo la música a todo volumen con los oídos de su mente…


Nosotros somos gigantes

(Tu ma-dre TAMBIÉN)

Cojones de elefante

(Tu ma-dre TAMBIÉN)

Y os esperamos

¡Y TU MADRE TAMBIÉN!


Le dio al contacto.

Nada cambió en su interior cuando empezó a bailar contorsionándose sin esfuerzo alguno a través del escaso tráfico, contra el fondo luminoso, al ritmo de la estompada, con sus fuertes músculos destacándose bajo su piel morena que contrastaba con la blancura de sus vaqueros recortados.

Y entonces sintió que había atravesado una puerta invisible que conducía de la sombra al sol. La lluvia ya no caía en lóbregas cortinas grises sino que colgaba entre los edificios como una cálida y destellante neblina de verano, proyectando aureolas de arco iris alrededor de las farolas y transformando West Broadway en un largo y reluciente corredor de luz dorada.

Los letreros de neón se retorcían como culebras eléctricas en la niebla perlada. Los oscuros escaparates de las galerías, las tiendas de ropa y los bares te tentaban con montones de tesoros quiméricos apilados en su interior. Las ventanas iluminadas de los restaurantes descubrían vistas de ensueño de interminables mesas con inmaculados manteles, plata reluciente y porcelana de calidad, donde estrellas del rock, viejos en esmoquin y generales condecorados, verdaderos reyes y príncipes de la ciudad con uniformes de seda galoneados en oro, se atiborraban de pavos, jamones, cochinillos y corderos asados, rociándolo todo con grandes copas de vino, mientras mujeres elegantes en traje de noche y llenas de joyas se apoyaban en sus hombros y preparaban gruesas líneas de polvo.

Una música susurrante mezclada con risas nerviosas de mujer salía de los bares y clubes de lujo, y en el interior, que él veía a través de las cristaleras ahumadas y las paredes como si poseyera la visión de rayos X de Superman, había cientos, miles, millones de hermosas ricachonas con desesperada ansia de sexo por un verdadero macho, mientras pálidos gordos fofos, peludos maricones viejos y cobardes embutidos en trajes de seda las manoseaban.


Tus hermanas y tus tiítas

Ricachonas elegantes

No quiero alegres románticos…


Una gran banda de max metal iba detrás de él, impulsándolo con un muro de música mientras la letra surgía de él y un coro invisible cantaba con voz ronca.


Tu ma-dre TAMBIÉN

Tu ma-dre TAMBIÉN

Tu ma-dre TAMBIÉN


Una mujer rubia y alta, con un ceñido traje de noche blanco y los hombros desnudos envueltos en una estola de piel plateada se acercaba por la avenida del brazo de un grotesco enano jorobado que tenía una enorme nariz granujienta. Sus ojos de color azul claro miraban con avidez a Paco.

Mucho Muchacho rió, guiñó un ojo, hizo un chasquido con los labios y cantó dirigiéndose a ella.


Acepta mientras puedas

A un macho ardiente

Todos recordamos cuando…


El desagradable enano giró los ojos lleno de terror y arrastró a su acompañante hacia el bar más cercano, mientras ella suspiraba y Mucho Muchacho rugía en el clímax del ritmo con la poderosa voz de su ejército callejero.


¡Y TU MADRE TAMBIÉN!


Lanzó una carcajada, sin dignarse a seguirlos, y se alejó danzando por el brillante cañón de luz que se abría ante él hacia el palpitante corazón de la ciudad, porque había más tías a ambos lados de la calle: pelirrojas con vaqueros ceñidos, deliciosas putas de piel pálida y pelo negro como el carbón, castañas con abrigos de piel, esbeltas rubias de ojos de hielo con lujosos y tenues vestidos blancos; y todas ellas se inclinaban ante él, dispuestas a entregársele.

Era verdad que había gordos y poderosos ricachones tratando de acaparar la mayor parte de este tesoro para sí mismos, vigilándolo con gesto amenazador, agarrándolo por el brazo, gruñendo, regateando, intentando protegerlo con sus cuerpos blancuzcos y flojos; pero no eran más que debiluchos maricones, pequeños cabroncetes sobrealimentados, y él era Paco Monaco, Mucho Muchacho, estrella del rock y karateca asesino, el Príncipe de la Ciudad, general del ejército vengador de la noche, señor de todas las mujeres que veía, y esta noche era su noche.

Chingada, allí estaba la mujer perfecta de sus sueños flotando por la calle hacia él; alta, rubia, fría y con ojos azules, ciñéndose el abrigo de visón, sobre unos zapatos de tacón alto que parecían no tocar el suelo, mirándolo con deseo. Sí, ella, ¡con ésta joderé hasta que se le caigan los dientes!

Mucho Muchacho se acercó a la Reina de la Ciudad bailando su estompada, cantando su canción de amor.


Nosotros somos gigantes

Cojones de elefante…


¿Qué pasaba? ¡El debilucho y viejo cabrón que la llevaba del brazo avanzó y se colocó delante de ella, el hijo de puta estaba intentando apartar a Mucho Muchacho! Paco rió y le cantó en su cara.


¡Besa mi pico!

¡Y préstame a tu hermana!


Y lo alcanzó de lleno en la mandíbula con un tremendo derechazo…


¡Mejor es que me llames Señor!


…y lo lanzó hacia atrás a la vez que le propinaba una patada de karate en el estómago.


¡Y TU MADRE TAMBIÉN!


Chillidos y gritos atravesaron la brillante niebla dorada, convirtiéndose en sirenas de coches de policía que se clavaban en el estómago. La rubia iba tropezando y tambaleándose calle abajo. El aire pareció romperse en un millón de esquirlas de cristal cortantes como navajas. La temperatura descendió hasta helar los huesos y empezó a llover con fuerza.

¡Y de un portal cercano salió un maldito y enorme gorila con un M-16!

Era el maldito guardia de seguridad más horrible del mundo. Un auténtico mono gigantesco cubierto de grasiento pelo negro, cuya estatura alcanzaba los dos metros y medio, embutido en una camiseta blanca con las costuras a punto de estallar y pantalones de cuero negro con una gran cremallera cromada. Llevaba pendientes de acero que le cubrían ambos lóbulos, tenía pequeños ojos negros redondos y brillantes y una boca con grandes y afilados colmillos cariados babeando sangre. Estaba a menos de un metro de él, apuntando la M-16 a su estómago.

El tiempo pareció detenerse. Todo se congeló. Excepto la música.


¡TU MADRE TAMBIÉN!

¡TU MADRE TAMBIÉN!

¡TU MADRE TAMBIÉN!


Una gran banda de max metal cantaba con todas sus fuerzas detrás de él, y un gran ejército de voces marcaban los tonos graves. Mucho Muchacho recordó quién era y sonrió.

–Eh, tío, que arma tan grande tienes -le espetó con sarcasmo al enorme monstruo que babeaba sangre.

Los pequeños y negros ojos del gorila se agrandaron un instante, la boca llena de horribles dientes se cerró y entonces…

-¡TU MADRE TAMBIÉN, CRETINO! -rugió Mucho Muchacho, a la vez que su ágil y musculoso cuerpo saltaba hacia adelante sobre el pie izquierdo y le daba una patada con el derecho alcanzando el M-16 y lanzándolo al aire lejos del monstruoso vigilante. Mucho descendió aún girando, y golpeó con el talón izquierdo al jodido ser en los cojones recargando con todo su peso. Mucho alzó la rodilla mientras el simio gritaba y se doblaba, y el filo de su mano derecha cayó primero sobre la barbilla y después sobre la nuca del cabrón.

El vigilante de pesadilla se contrajo y se deshizo como si nunca hubiese existido, como un globo pinchado que cayera a sus pies; porque, como todos los gordos, los ricachones y sus esbirros, no era más que una bolsa llena de aire caliente cuando se enfrentaba con un hombre de verdad.

Pero docenas de ratas enormes salían a raudales de los bares y restaurantes con malignos ojos inyectados de sangre y dientes puntiagudos como alfileres. Vestidos igual que los gordos y ricachones con trajes, vaqueros y abrigos de lana, docenas de ratones grandes como perros, cabrones cobardes cuando estaban solos pero envalentonados por formar parte de una multitud, lo rodearon con las colas dobladas hacia arriba como gatos a punto de saltar, pululando como cucarachas furiosas.

¡Que vengan los guardias se seguridad! ¡Llamad a la policía! ¡Bastardo hijo de puta!

Mucho Muchacho giraba lentamente en el centro del círculo, agachado, lanzando golpes y patadas de karate, manteniendo a las ratas a raya, mostrándoles su desprecio, haciéndoles gestos obscenos, desafiándolas para que cualquiera se adelantase e intentara ser un hombre.

A lo lejos, empezó a sonar una sirena, como si alguien pisara una y otra vez al mismo maldito gato, e incluso Mucho Muchacho supo que había llegado la hora de correr.

–¡Jodeos, gilipollas! – gritó con todas sus fuerzas, arremetiendo contra el grupo de ratas vestidas como gordos más cercano, repartiendo golpes con las manos, apartándolas para abrirse paso.

Y pronto se encontró fuera y corriendo hacia el sur por West Broadway, saltando, sin apenas tocar el suelo con los pies. Pasó por delante de bares y restaurantes, serpientes rojas y azules dentellaban hacia él desde los letreros de neón, ratas y cucarachas, perros callejeros y gatos salvajes salían en manadas de los edificios para morderle los talones mientras él corría para salvar su vida por un solitario pasillo de sufrimiento lleno de una despiadada y deslumbrante luz aclínica…

…Paco Monaco estaba corriendo a través de una lluvia que le helaba los huesos West Broadway abajo, a pocas manzanas del norte de Grand, donde la avenida central se desvanecía entre oscuros y fantasmagóricos edificios de viviendas. Al mirar hacia atrás por encima del hombro, se quedó paralizado durante un largo momento.

¡Chingada! ¿Qué demonios…?

No había ninguna horda de ratas gigantes vestidas de ricachones persiguiéndolo por un pasillo iluminado por una luz tan blanca que hería los ojos, ni serpientes que intentaran morderle desde los anuncios de neón. Pero tan seguro como la muerte era que media docena de jodidos gordos bajaban por West Broadway hacia donde él se hallaba, y podía suponer que también había un par de guardias blandiendo sus armas; y, chingada, la maldita sirena sonaba en realidad, porque un coche de policía estaba doblando la esquina unas seis manzanas más arriba.

A punto de cagarse encima, Paco se apresuró hacia la próxima bocacalle y giró al este. Corrió a lo largo de una manzana y media y después se paró, jadeante y aterrorizado.

Chingada, al fin tuvo tiempo de comprender. ¡Vaya un momento para salir del maldito flash! ¿Qué podía hacer?

No lo sabía.

Pero conocía a alguien que sí.

Subió la mano y volvió a conectar el Zap.

Mucho Muchacho giró, miró, sonrió y desapareció en las sombras que le esperaban a la vuelta de cada esquina, lentamente, deliberadamente, con la cabeza erguida. West Broadway, Ciudad Chocharrica, la prohibida Zona del sol, era tan sólo una lejana mancha de luz nebulosa desde su perspectiva, que desaparecía de la vista y de la memoria como un mal sueño.

Era un mundo diferente el de la sombra, su territorio, un mundo tan prohibido para sus perseguidores como el de ellos para él. Manzanas y manzanas de estrechas callejuelas laterales delimitadas por oscuros y altos edificios que se extendían delante de él bajo la lluvia, alzándose a su alrededor como los árboles de un bosque urbano. Su jungla, cuyos senderos secretos conocía, donde cada callejón y cada portal era un refugio, donde la persistente lluvia, los lejanos ecos del tráfico invisible y sus propias pisadas cautas y despaciosas constituían la música de su noche.

Mucho Muchacho, Señor de la Jungla de Cemento, se dirigió sin prisas hacia el este, inhalando el aire fresco de la noche, inconsciente de la baja temperatura, con los oídos atentos a los furtivos crujidos y murmullos nocturnos, deslizándose por delante de los edificios como una sombra, protegido de la lluvia por los aleros y los balcones. En verdad, aquél era otro mundo, con las aceras relucientes de humedad y los pequeños arroyuelos que bajaban suavemente junto a las aceras, espumeando al penetrar por las rendijas de las alcantarillas. Nada alteraba la aterciopelada tranquilidad de la noche selvática excepto…

¡Los gritos de una mujer!

Provenían de un callejón que se abría a mitad de la manzana siguiente. Eran gritos fuertes y penetrantes de terror y dolor. Tras ellos, como un repulsivo coro de fondo, se oían gruñidos guturales e ininteligibles blasfemias de hombre.

Corrió hacia allí sin pararse a pensar, sin saber por qué. Al llegar, lo que apareció ante su vista lo llenó de una barahúnda de emociones contrapuestas que no se detuvo a analizar.

Dos enormes y asquerosos hijos de puta tenían acorralada a una mujer contra un montón de cubos de basura volcados. Su largo pelo rubio estaba empapado de lluvia, su trenca desabrochada. Un gordo andrajoso con un abrigo del ejército intentaba quitarle la falda mientras que un tipo abyecto más delgado que llevaba una trinchera le sostenía los brazos por encima de la cabeza, inclinándola sobre los cubos de basura.

Sintió a la vez deseo e indignación. ¿Quienes pensaban que eran aquellos cabrones? ¿Cómo se atrevían aquellos sucios hijos de puta a violar a su novia?

Mucho Muchacho se plantó allí en tres zancadas rápidas, al final de las cuales le propinó una patada con toda su fuerza al hombre que llevaba el abrigo del ejército en la base de la columna vertebral. El hombre lanzó un grito horrible, se enderezó y cayó hacia atrás, encontrándose con el puño de Mucho que lo golpeó en la nuca. Cayó al suelo y se quedó tendido como el saco de mierda que era.

El otro se dio la vuelta justo a tiempo de recibir una patada en la garganta que hizo que su cabeza se golpeara contra la pared, produciendo un ruido sordo. Lentamente se fue deslizando por la pared hasta sumarse al resto de la basura tras dejar un largo rastro de sangre en los ladrillos.

Mucho Muchacho se quedó allí de pie, con las manos sobre las caderas y un gesto de triunfo, mirando a su trofeo, que tenía una larga cabellera rubia, los labios rojos y los ojos de color azul claro y fríos como el hielo.

Ella lo miró, y él le correspondió con una sonrisa. Dio un paso hacia adelante, erguido y orgulloso. La mujer empezó a levantarse del montón de cubos de basura. Él se pasó la lengua por los labios, dispuesto a actuar.

Sollozando, la muchacha se echó en sus brazos y enterró la cabeza en su cuello.

–Gracias, oh, gracias, gracias, gracias… -dijo suspirando, con su aliento templado y húmedo rozando la oreja de él. Él sintió una cálida, hueca y no desagradable sensación en la boca del estómago. Sintió un extraño y picante hormigueo en los ojos. Sintió el tembloroso cuerpo de ella acurrucado en sus brazos. Sintió algo que no sabía cómo llamar, algo que no había sentido nunca.

La rodeó con sus brazos.

–Oh, Dios, fue… fue… -empezó a sollozar ella de forma incontrolada.

Él alzó la mano inconscientemente para acariciar suavemente su pelo mojado. Sintió como su otra mano, con la misma delicadeza, le alzaba la barbilla para que los ojos llenos de lágrimas se encontraran con los suyos, a unos pocos centímetros de distancia.

–Eh, chica -le dijo-, estás con Mucho Muchacho. Nadie puede hacerte daño ahora.

Ella le sonrió, tratando de dominarse. Le dio un suave beso de agradecimiento en los labios. Él la apartó extendiendo los brazos y delicadamente le estiró la falda, la envolvió en su trenca y se la abrochó.

–¿Podrías… podrías acompañarme a casa? – le preguntó en tono implorante.

Él le sonrió y la rodeó con el brazo como muestra de protección.

–Claro -dijo.

–No está lejos… -Ella se colgó el bolso del hombro, puso su brazo alrededor de la cintura de él, le dio un beso en la mejilla y se acomodó contra su cuerpo fuerte y firme.

Anduvo hacia el oeste con ella a través de una ciudad transformada. Los húmedos edificios grises destellaban y relucían bajo una increíble luz de luna plateada igual que las brillantes torres de cristal de Ciudad Trabajo, y el sucio callejón del Soho se había convertido en la Quinta Avenida bajo un crepúsculo dorado por la que paseaba ante los escaparates de los grandes almacenes y las joyerías con la mujer rubia, de ojos azules y vestida con pieles de sus sueños asida trémulamente a él.

Igual que en sus sueños y distinto que en sus sueños, porque aunque flotaba por la Ciudad Trabajo soñada con la rubia de sus sueños eróticos, no había ningún ejército de vagabundos que lo siguiera, y lo que sentía en aquel momento no tenía parecido con la feroz lujuria animal y el deseo de convertir en su esclava a la Reina de la Ciudad.

Ella lo condujo hasta una magnífica vivienda unifamiliar blanca y abrió la gran puerta de roble con una llave dorada. En el interior, una larga escalera curvada de mármol negro conducía a la planta de arriba destellando bajo las arañas de cristal.

Ella se detuvo antes de cruzar la entrada, se deslizó por debajo de su brazo, le puso ambas manos en los hombros y lo miró a los ojos intensamente.

–Yo… yo… ni siquiera sé tu nombre -dijo.

–Mucho… Paco -contestó él-. Paco Monaco. ¿Y tú…?

–Karen… Karen Gold -dijo ella, sonriéndole con incertidumbre y lágrimas surcando sus mejillas-. No sé qué decir… Nunca me había encontrado antes con un caballero de brillante armadura.

Un calor estimulante, aunque en cierto modo embarazoso, lo inundó, un calor que hizo que sus ojos se humedecieran y sus pies se trabaran sin moverse del sitio, y todo su cuerpo pareció vibrar.

–Eh…

Se quedaron allí, de pie, mirándose a los ojos en silencio durante un largo rato, casi sin respirar. Entonces ella acercó su rostro y le dio un breve y casto beso.

–¿Te encuentras bien ahora, mamacita? – le preguntó.

Ella asintió con la cabeza, se giró hacia la larga escalera de mármol. Cuando volvió de nuevo la vista hacia él, su entrecejo estaba fruncido y su labio inferior temblaba.

–Esto… Sé que es tonto por mi parte, pero si pudieras acompañarme hasta arriba… Quiero decir…

–No hay problema -respondió él en voz baja y, ofreciéndole su brazo, la escoltó galantemente por la larga escalera hasta la puerta dorada del último piso.

Ella sacó un llavero del bolso, manipuló en lo que le parecieron cien cerraduras, abrió la puerta, miró al interior, se quedó parada en el umbral un instante, mirándolo a los ojos.

–¿Te importaría… te importaría entrar un momento? – le preguntó al fin-. Todo el mundo está dormido y ahora… ahora no sé si podré soportar la soledad…

Él asintió con la cabeza, sin pronunciar palabra, y dejó que ella lo cogiera de la mano y lo condujera a través de una enorme habitación sólo iluminada por la tenue luz que entraba por los dos enormes ventanales cubiertos de escarcha de la pared de enfrente. Se hallaba en un palacio mágico distinto a todo lo que había visto o soñado antes, con sofás de terciopelo y mesas doradas con hermosas tallas, sí; pero también con innumerables aparatos misteriosos que eran como una muestra de las maravillas de algún incomprensible futuro de riqueza y de poder.

Ella separó los pliegues de un gigantesco tapiz bordado que colgaba en medio de la habitación y lo llevó de la mano por un fantástico corredor que discurría entre lujosas tiendas de campaña. Al final de éste, ella apartó una cortina de terciopelo color de oro y lo introdujo en un gran dormitorio cuyo techo estaba recubierto por un enorme espejo ahumado, donde se reflejaba el resplandor de las llamas de la chimenea, y las paredes de terciopelo de un rojo vivo, como el de una barra de labios.

Ella se quitó su largo abrigo de piel plateada y lo dejó caer. Después lo besó y se sentó en el filo de una cama redonda con sábanas de satén dorado, mirándolo tímidamente.

–¿Quieres que me vaya ahora? – le preguntó él sin moverse, seguro de que ella no quería.


Karen Gold se acurrucó en la cama con la vista alzada hacia su salvador, aquel extraño de piel oscura y aspecto depauperado vestido con harapos de vagabundo, preguntándose por qué no decía que sí, preguntándose por qué había llevado allí a aquella criatura de la calle.

Sabía que, con sólo dar un grito, Larry, Malcolm y los otros se apresurarían a salvarla de sus toscas manos.

Parpadeó. Enrojeció de vergüenza por el pensamiento que se había introducido en su mente mientras miraba a Paco Monaco. Él no era uno de sus atacantes, era su salvador. Si hubiera querido hacerle daño, si hubiese querido violarla, lo hubiera hecho allí, en la calle, cuando estaba por completo a su merced.

Pero no lo hizo. Había sido valiente y fuerte, y después tierno y amable, había sido el hombre que necesitaba en el peor de los momentos. Había sido un auténtico caballero de brillante armadura y, de alguna manera, aún irradiaba un resplandor, una fuerza, un poder varonil impregnado de ternura.

Había sido lo que ella precisaba que fuera aquella noche. Había sido un hombre mágico.

Y todavía necesitaba esa magia.

–Siéntate -le dijo, señalando un lugar de la cama cerca de ella-. Por favor.

La obedeció sin decir nada. Estuvieron mirándose a los ojos durante largo rato, casi sin respirar.

–Tócame -dijo Karen al fin.

Él alargó la mano, rozándola apenas. Ella se encogió, esperando que la caricia se hiciera dura, cruel e insistente. Pero no fue así.

–Abrázame -dijo, tras unos instantes-. Con amabilidad, por favor. Es lo que necesito después de todo lo que ha pasado.

–Comprendo… -susurró él y la envolvió delicadamente con sus brazos, acariciándole el pelo.

Karen se aferró a él, sintiendo como el corazón de Paco latía junto al suyo, sincronizando sus respiraciones.

–¿Puedo besarte…? – le preguntó ella.

Y después le pidió:

–Haz el amor conmigo. Hazme olvidar.


Una vez más se repitió el sueño, aunque no era igual que en el sueño. Porque cuando Mucho Muchacho se encontró al fin en la cama de satén dorado de la habitación tapizada en terciopelo rojo con la rubia de sus deseos, no había hielo en sus ojos azules ni resistencia en su actitud. Y tampoco él tenía una sensación de triunfo vengativo.

En verdad, él era Mucho Muchacho, el gran gallo del mundo, y oh, sí, su machismo era grande. Pero no había animosidad en la cálida y voluntaria rendición de la mujer, ni él se sentía orgulloso de su actuación magistral.

Sin embargo, al sumirse en la reparadora inconsciencia, tuvo la más extraña de las visiones.

Yacía sobre un catre estrecho y duro en una diminuta tienda de arpillera vieja que olía a moho. Más allá de las paredes de harapos, se oían ásperos y ruidosos ronquidos. En algún lugar había un grifo que goteaba. En algún lugar alguien expulsaba aire.

Había una chica aferrada a él en el pequeño catre, durmiendo boca abajo con un brazo rodeando su cintura. Tenía el cabello enmarañado, húmedo y corto, pero rubio como la miel.

Antes de que el sueño lo rodeara de oscuridad, sólo pudo preguntarse de qué color serían sus ojos.