LII.
LA GRAN QUINTA SEÑORIAL
LOS DOS SEÑORES: EL JOVEN Y EL ANCIANO
HACE ALGUNOS AÑOS había en el distrito de Västergötland, una joven maestra extremadamente buena e inteligente, al frente de la escuela nacional. Sabía enseñar y era habilidosa para establecer el orden.
Los pequeños la querían tanto, que por no disgustarla no querían nunca ir a la escuela sin saber la lección. Los padres también se hallaban muy contentos. La única que no sabía apreciar lo que valía la maestra, era ella misma. Le parecía que todos eran más inteligentes y buenos y sentía mucho no llegar a parecérseles.
Cuando la maestra llevaba algunos años de servicio, propúsole la junta escolar que asistiese, como otras maestras, a la escuela de talla en madera, establecida en Näas, población cercana.
Maestros y maestras, no solamente de Suecia, sino del extranjero, iban a aquella escuela para iniciar a los pequeños en los trabajos manuales.
El sitio en que la escuela estaba instalada era precioso. El gran señor que la sostenía habitaba en ella con su esposa y a diario introducía mejoras. Al morir su esposa, como no tenía hijos y se encontraba solitario en aquella su hermosa quinta, invitó a un sobrino suyo que tenía en gran estima, a que fuese allí a vivir con él. Al principio se pensó tan sólo en que el joven ayudase a su tío en la dirección de aquella finca y al visitar ambos las dependencias que habitaban colonos y trabajadores, pudieron observar que en las largas noches de invierno los hombres, niños y mujeres allí acogidos, carecían de trabajo con que entretenerse. Antiguamente, las gentes tenían que tejer en casa sus telas, coser sus vestidos y hacer sus muebles; pero como ahora todo esto se compra hecho, esta clase de trabajo manual casero ya no se conoce.
Alguna que otra vez encontró familia en la que el padre, haciendo de carpintero, construía sus sillas y mesas, y la esposa tejía sus telas, y era de notar que las familias que esto hacían parecían llevarse mejor y eran más felices que las otras.
Habló el sobrino al tío sobre estas observaciones y consideraron que sería muy conveniente que las gentes pudiesen dedicarse, en las horas de ocio, a algún trabajo manual, pero para esto era preciso que recibiesen una enseñanza conveniente y que ésta se obtuviese en los primeros años, y que el único modo de conseguirlo era estableciendo una escuela al efecto.
Tenían la seguridad de que los que se habían habituado a manejar la gubia, haciendo trabajos fáciles en madera al alcance de todos, podrían con facilidad manejar el martillo del zapatero, y las tenazas de la fragua, mientras que los que en su juventud no se habían acostumbrado a ningún trabajo manual, no podían comprender que en sus manos pudiera ser útil una herramienta.
La joven profesora se sometió a la enseñanza, con gran contento suyo, porque así podría esparcir las ventajas del trabajo manual, por cuanto no se podía admitir que todos los niños que de él pudieran beneficiarse, pudiesen asistir a la acreditada escuela de Näas.
La joven lloró de agradecimiento ante el bien que recibía, por cuanto en aquella institución no sólo se daba la enseñanza del tallado en madera; allí se pronunciaban conferencias de carácter científico, se hacía gimnasia, se entonaban cantos corales y casi todas las noches había música y lectura. Allí había libros, estanques que surcaban ligeras barcas, baños y piano.
Terminado que hubo el cursillo de verano con todas las ventajas que el mismo ofreció, volvióse la maestra a su lugar.
Un día recibió la noticia de que el señor de edad había muerto, y al recordar lo que había disfrutado en su finca, apenóse mucho por creer que no había agradecido suficientemente los beneficios recibidos.
En Näas continuóse la enseñanza como en tiempos del fundador, el cual hizo donación a la escuela de aquella finca, quedando su sobrino como director de la misma.
Algunos años después de la muerte del viejo propietario, oyó decir la profesora, un domingo en la iglesia, que el director se hallaba enfermo, y temerosa de que éste pudiese morir sin haber hecho, ella demostración de su agradecimiento, fue a visitarle aquella misma tarde y pidió permiso a los vecinos para que los pequeños pudiesen acompañarla hasta Näas, por cuanto creía que los cantos infantiles, le proporcionaban mucha alegría. El día hallábase avanzado; pero aprovecharían la hermosa luna para regresar aquella misma noche. No quería dejar la visita para el día siguiente, por el temor de llegar tarde.
LA LEYENDA DE VÄSTERGÖTLAND
Domingo, 9 de octubre
Los patos silvestres salieron de Bohusländ y se decidieron a dormir en unas charcas al oeste de Västergötland. Para evitar la humedad, se había colocado Nils sobre una pequeña cuesta junto al camino. Iba ya a cerrar los ojos, cuando vio que venía por el camino un pequeño pelotón formado por una joven maestra y doce o trece pequeños. Hablaban de modo tan alegre y animado, que el pequeño les siguió, procurando no ser visto.
La maestra, para distraerles, les contó un cuento, y apenas hubo terminado, le pidieron que contase otro.
—¿Conocéis —les dijo— la leyenda del gigante del Västergötland, que se fue a vivir a una isla lejana, en el mar del Norte?
Y como los pequeñuelos contestasen que no, empezó la profesora, diciendo:
«Sucedió una vez que en una oscura y tempestuosa noche, se estrelló un buque contra un islote lejano, del mar del Norte. El buque quedó hecho astillas y de toda su tripulación sólo dos hombres se salvaron. Mojados y ateridos por el frío se hallaban sobre las piedras del islote, cuando observaron que una gran hoguera ardía junto a la orilla cercana. Y se fueron en busca del calor, sin pensar si podría haber en ello algún peligro. Cuando se hallaron próximos a la hoguera, vieron que junto a la misma se hallaba un viejo gigante, tan grande y tan grueso que les causó miedo.
»Se detuvieron temerosos; pero pronto se decidieron a avanzar, porque temían más morir de frío.
»—Buenas noches, señor —dijo el más viejo de los náufragos, dirigiéndose al gigante—; ¿permitiréis que dos marineros de los que han naufragado, se calienten juntó a este fuego?
»—¿Quiénes sois? —les preguntó.
»El gigante era viejo y no veía bien a aquellos que le hablaban.
»—Somos los dos de Västergötland. Nuestro barco se ha estrellado contra este islote y nosotros nos hallamos medio desnudos, ateridos de frío.
»—No acostumbro a admitir gentes en mi isla, pero si sois de Västergötland podéis sentaros y calentaros, porque yo también soy de allí.
»Los marineros se sentaron sobre dos piedras y sin decir palabra no hacían más que mirar al gigante, el cual parecía crecer cuando más le miraban.
»—Mi vista —díjoles el gigante— ya no me sirve; apenas si veo vuestras sombras; pero dadme vuestra mano, para que por ella pueda apreciar si en Suecia hay todavía calor en la sangre.
»Los pobres marineros compararon las manazas del gigante con las suyas tan pequeñas, y no se atrevieron a sufrir su apretón; pero viendo una barra de hierro que había quedado en el fuego y con la que el gigante solía removerlo, agarráronla por la punta fría y la ofrecieron candente al gigante.
»—Bien se conoce —dijo éste con asombro de los marineros, al oprimirla entre sus manos— que todavía queda en Suecia sangre que arde.
»Siguió a esto un rato de pausa, pero animado el gigante por encontrarse entre paisanos, hizo a éstos un sinnúmero de preguntas acerca de los cambios y progresos habidos en la región de donde procedían.
»Los marineros le hablaron de Gotemburgo, de su gran puerto, de su comercio, de sus edificios y del canal de Gota, por el que los vapores ascendían y descendían, ante cuyos relatos el gigante frunció el entrecejo por desagradarle que el hombre hubiese llegado a dominar la Naturaleza.
»Calló de nuevo el gigante, pero pronto se dirigió nuevamente a los marineros, diciéndoles:
»—Podéis dormir tranquilos junto al fuego. Mañana temprano lo arreglaré de modo que os lleve un barco a vuestra casa; pero en pago del servicio que os presto, os pido un favor, que consiste en que entreguéis esta sortija al hombre mas bueno que encontréis en Västergötland, al que saludaréis de mi parte, diciéndole que si se pone esta sortija se hará mayor de lo que ahora pueda ser.
»Cuando los marineros llegaron a su tierra, fueron en busca del mejor hombre que en ella había y le entregaron la sortija; pero éste fue sagaz y en vez de ponérsela la colocó sobre la rama de un roble que tenía en su huerto. Acto continuo el roble empezó a crecer y a echar nuevas ramas y hojas; pero poco después, con la misma facilidad que había crecido, se encogió, se carcomió su tronco y murió.
»El hombre más bueno de Västergötland lanzó la sortija al mar para que nadie pudiera encontrarla; aunque parece que hayan podido encontrarla aquellos que esforzándose en el trabajo cometen excesos que les desgastan de un modo prematuro y acaban por morir, dejando su obra inacabada».
LOS CANTOS
La profesora andaba con paso ligero mientras refería sus cuentos, y entretenidos con éstos, llegaron sin darse cuenta a los frondosos árboles que rodeaban la hermosa quinta. Parecíale bien su propósito y estaba dispuesta a realizarlo; pero llegada al sitio, le asaltaron las dudas. Consideraba indiscreto y hasta disparatado lo que iba a hacer. Quizá se riesen al verla llegar a aquella hora de la noche de modo tan inesperado, rodeada de sus discípulos. Además, ni el canto de ella ni el de los niños tendrían mérito bastante para que nadie se fijase en ellos. Imprimió más lentitud a su paso y cuando llegó a la escalera que conducía a la terraza del edificio, que se destacaba hermosísimo a la clara luz de la luna, con su suntuosa balaustrada adornada con profusión de plantas, parecióle que todo le dijese:
«No te acerques. ¿Cómo puedes creer que tú o tus pequeños podáis proporcionar alguna alegría al que está acostumbrado a disfrutar de todo esto?».
Para disimular y disipar sus incertidumbres, empezó a contar a sus pequeños escolares lo que aquellos señores, tanto el primitivo dueño como su sobrino, habían hecho en pro de la enseñanza; y esto la reanimó. Aquel sitio había sido cedido para instalar una escuela, y esto evidenciaba de un modo claro, que el donante consideraba de mayor interés la enseñanza de la juventud de Suecia que ninguna otra cosa.
Esta consideración le dio nuevos bríos para continuar en su propósito. Y separándose de la escalera marchó hacia el parque que circundaba aquella mansión y que en la placidez y silencio de la noche, tan gratos recuerdos le ofrecía y del que no dejó de hablar a sus pequeños, refiriendo las enseñanzas y los festejos que allí había celebrado.
En una de las alas del edificio se hallaban las habitaciones del director, y se dirigía a la explanada que da acceso a las mismas, cuando vio que en la puerta de entrada había parado un coche.
Sintió la profesora un nuevo temor y llegó a presumir que el estado del enfermo fuese tan grave, que no estuviese para cantos.
El pequeño Nils, que como hemos dicho se unió a la comitiva, creyó poder prestar un buen servicio con averiguarlo, y corrió hacia la puerta en el preciso momento en que ésta se abría para dar paso a una doncella que, con una bandeja en la mano, dirigióse al cochero, diciéndole:
—Como tendrá que esperar todavía un buen rato, la señora me ha pedido que le sirva algún alimento.
—¿Cómo está el señor? —preguntó entonces el cochero.
—Parece que su corazón ha dejado de latir. El señor se halla inmóvil desde hace una hora, y apenas sabemos si vive. El doctor cree que ha llegado su última hora.
El pequeño Nils corrió en busca de la profesora y de los escolares, recordando lo que pasó al morir el bueno de su abuelo. Este había sido marinero y cuando se hallaba en sus últimas, pidió que se abriese la ventana de su aposento para oír por última vez el zumbido del viento. ¿No podría suceder que al enfermo, que tanto había querido a los niños y que tanto se alegraba de sus cantos y de sus juegos, le fuese ahora grato oír los cantos infantiles?
La profesora, pensativa, separóse de aquel sitio, extrañada de poderse separar de un sitio que tanto había anhelado. Quedó agobiada e indecisa. Ya no hablaba con los pequeños, y silenciosa se internó en lo más obscuro del parque. Una vez allí, parecióle oír sinnúmero de voces, que le decían:
«Nosotros nos hallamos muy lejos, tú te hallas más cerca. Ve y canta lo que todos conocemos».
Y la buena profesara recordaba lo mucho y bueno que el director había hecho para auxiliar a todos cuantos se hallaron necesitados.
«Ve y canta —parecía que le decían al oído—. No le dejes morir sin el saludo de los chicos de tu escuela. No pienses en tu insignificancia o pequeñez; piensa sólo en los que van tras de ti y hazle comprender al enfermo, antes de que se separe de nosotros, cuan grande es el cariño que le tenemos».
La profesora marchaba cada vez más despacio, cuando oyó algo que no procedía de su conciencia; una voz misteriosa, una voz que si bien era humana, parecíase al tenue piído de los pájaros, y que le decía de un modo muy claro que volviese.
No necesitó más. Recobró el ánimo perdido y entonó con los escolares dos cantos, junto a la ventana del director.
Nunca le parecieron sus cantos tan bellos como en aquella hermosa noche; hasta el mismo ambiente se hallaba lleno de armonías que recogían el eco de sus canciones.
Cuando terminaron, se abrió de modo rápido la puerta de la casa y alguien, con paso rápido, marchó hacia ella.
—No hay duda; vienen a pedirme que no cante más. Debo de haber causado alguna desgracia.
Pero no fue así; la señora pedíale que entrara a descansar para que cantase luego un par de cantos más.
Al subir la escalera salió a su encuentro el doctor, que le dijo:
—El peligro ha pasado. El enfermo había salido del síncope; el corazón le latía con lentitud, pero sus cantos parecieron, sin duda, al enfermo, como un llamamiento de todos aquellos que todavía le necesitaban. Y se reanimó, como si el tiempo del descanso no le hubiese llegado todavía.
Cantad de nuevo, cantad de nuevo y estad alegres, por cuanto creo que vuestro canto le ha vuelto a la vida. Creo que podremos conservarle un par de años más entre nosotros.