XLVIII.
VARMLAND
Miércoles, 5 de octubre
AL DÍA SIGUIENTE, durante un alto en el camino y aprovechando un momento en que Okka se había alejado un poco de los otros patos, le preguntó Nils si era verdad lo que le había dicho Bataki. Okka no pudo negarlo. El muchacho hizo entonces que la vieja pata le prometiera que por nada del mundo daría motivos para que el pato blanco sospechara lo más mínimo referente a este secreto. Bravo y generoso como era, podría obrar por su cuenta sin pedir consejo a nadie.
Después de esta conversación, Nils permaneció silencioso, recostado sobre las espaldas del pato y sin interesarse por nada. Sólo le sacaron de su abstracción los gritos de los patos que llamaban a sus crías y anunciaban que ya se podía ver el Städjan, por haber entrado en la Dalecarlia.
—Como es probable que tenga que viajar toda mi vida con los patos ya tendré tiempo de ver este país más de lo que deseo —refunfuñó Nils.
Tampoco mostró mayor interés cuando los patos gritaron que ya estaban en Varmland y que el río que seguía hacia el sur era el Klar.
—He visto tantos ríos, que ya tengo bastante —añadió.
Aunque Nils hubiese tenido curiosidad por conocer el país, no hubiera encontrado muchas cosas que ver, porque el norte de Varmland abunda en grandes bosques de abrumadora monotonía, a través de los cuales serpentea el Klar, estrecho y dibujando curvas rápidas. Aquí y allá, cascadas, una muela de carbón tierra sin cultivo o algunas casitas bajas habitadas por finlandeses. La extensión de los bosques hacía creer que aquél no podía ser otro país que la Laponia.
Los patos descendieron en la orilla del río y, mientras picoteaban la yerba buscando alimento, oyó Nils risas y algazara por la parte del bosque. Las voces dábanlas siete hombres corpulentos que caminaban con sendos petates sobre la espalda y el hacha al hombro.
Aquel día experimentaba el chicuelo un deseo indescriptible de tropezar con gente que le recordasen su antigua condición, y por eso fue tan grande su alegría cuando vio que aquellos hombres se despojaban de sus petates y se echaban a descansar. Hablaban sin descanso, y el pequeño Nils, que disfrutaba con oír la voz humana, se colocó cerca de ellos sin ser visto. Pronto supo que eran oriundos de Varmland y que se dirigían a Norrland en busca de trabajo. Era gente alegre y tenían mucho que contar, por haber trabajado en distintos sitios. En el curso de la conversación uno de ellos, que conocía toda Suecia, afirmaba que la región más bonita era la del Norte, el Varmland del oeste, donde había nacido.
—Tendrías razón —replicóle otro— sí hablases de Fryksdalen, de donde yo soy.
—Si esto se dijese de Jösseharäd, que es donde yo he nacido —dijo un tercero— podría daros la razón, por cuanto este sitio es más hermoso que las otros dos de que me habláis.
Surgió con esto una disputa y entonces se supo que cada uno era de un punto distinto del Varmland; y cada cual creía que el sitio en que había nacido era más bonito y mejor que el de los demás. Y como no podían convencerse se hubiera suscitado una cuestión entre ellos si no hubiese acertado a pasar un anciano de larga barba y mirada penetrante, que les interrogó:
—¿Por qué disputáis? Dais unos gritos que se oyen en todo el bosque.
Uno de los varmlandeses se volvió hacia el anciano, diciéndole:
—Tú debes ser, sin duda, finlandés, puesto que andas por estos bosques, tan al norte.
—Sí, lo soy, efectivamente. A lo que replicó el otro:
—Está bien; yo siempre he oído decir que los finlandeses suelen tener más conocimiento que otras gentes.
—Gracias por ello; la buena fama vale más que el oro —replicó el finlandés.
Luego le refirieron que discutían acerca de cuál parte de Varmland era la mejor, invitándole a que solventase la contienda, para evitar que por un asunto de esta naturaleza pudiesen enemistarse.
—Lo haré como mejor pueda —dijo el finlandés— pero antes os pido un poco de paciencia para que escuchéis un cuento.
«Había allá en el sur un hombre que tenía siete hijos. Todos eran fuertes y robustos y como hallábanse engreídos y cada cual quería ser más que el otro, disputaban con frecuencia. Dispuesto el padre a acabar con tantas cuestiones, llamó un día a sus hijos y les preguntó si querían someterse a prueba para conocer cuál de ellos pudiera valer más. Todos contestaron que sí; no deseaban otra cosa.
»—Ya sabéis —continuó el padre— que al norte de esta pequeña laguna de Vanern, tenemos un terreno inculto, tan lleno de piedrecitas, que no puede obtenerse de él beneficio alguno. Así es que mañana tomaréis cada uno de vosotros vuestro arado y lo labraréis durante el día tanto como podáis. Cuando llegue la noche yo iré a ver cuál de vosotros ha hecho el trabajo mejor.
»Apenas amaneció el siguiente día los siete hermanos se hallaron dispuestos con sus caballos y sus arados, y daba gusto ver el brioso aspecto de los caballos y la bruñida reja con sus afiladas cuchillas. Al marchar desviáronse para dar la vuelta a la laguna dos de los hermanos; pero al ver que el mayor se dirigía rectamente al Vanern diciendo que una charca como aquella no le arredraba, tomaron todos la misma determinación para que no se creyese que les faltaba valor; de pie sobre los varales, guiaron los caballos a través del agua. Como éstos eran grandes, anduvieron largo trecho, hasta que perdieron pie y les fue necesario continuar a nado. También tuvieron que nadar los siete hermanos y, por más que un par de ellos lo hiciesen cogidos al arado, todos llegaron, por fin, a la otra orilla de la laguna, que hoy se llama Varmland y Dal.
»El hermano mayor empezó un surco y a cada uno de sus lados se fueron colocando los hermanos, según la edad, para trazar paralelamente los surcos suyos. Cual más cual menos, todos encontraron sus dificultades en las piedras, teniendo necesidad en algunas ocasiones de levantar el arado.
»Cuando llegó la noche, los siete hermanos, en extremo fatigados, esperaban al final de sus respectivos surcos. Por fin llegó el padre, y después de las buenas noches, preguntó como les había ido el trabajo.
»—Bastante mal —contestó uno de los hijos—. Es un terreno muy difícil el que se nos ha dado a labrar.
»—Paréceme —dijo el padre— que estás de espaldas al terreno que has labrado; vuélvete y verás el resultado de tu trabajo, que no es tan pequeño como crees.
»Cuando el hijo volvió la cabeza vio con asombro que en el sitio que había recorrido su arado había ahora hermosos valles con lagunas y espesos bosques en las cañadas.
»—Ahora veremos lo que han hecho tus otros hermanos.
»El quinto de ellos había producido el Jösseharäd y el lago Glafsjorden y a todos los demás se les debía las preciosidades que en pequeños lagos y riqueza forestal existen en Vastmanland actualmente.
»Cuando el padre hubo inspeccionado todo el terreno labrado dióse por muy satisfecho, diciendo que lo habían hecho muy bien. Aquel erial podía ya utilizarse y ser habitado. Allí había lagos ricos en peces y cascadas que producían fuerza para mover serrerías y otras industrias.
»Los hijos, si bien se mostraban muy alegres, deseaban que se les dijese cuál de los surcos resultaba mejor.
»—En una tierra de labradío como ésta —replicó el padre— es de mucha más importancia que unos surcos correspondan a los otros, que determinar cuál de ellos es el mejor. Y lo que digo de la tierra, aplicáoslo vosotros, hijos míos, porque ninguno debe vanagloriarse de ser más que el otro y sólo debéis alegraros de poder cruzar serenamente vuestra mirada y que al trataros haya en vuestro ánimo esa placidez que es el contento de la vida».