III.
COMO VIVEN LOS PATOS SILVESTRES

EN LA GRANJA

Jueves, 24 de marzo.

PRECISAMENTE POR AQUELLOS días registróse en la Escania un acontecimiento que fue objeto de grandes discusiones, que se comentó en los periódicos y que muchas personas reputaron de cuento, a falta de una lógica explicación.

Lo sucedido fue que en una rama de avellano, a orillas del Vombsjö, había sido cogida una ardilla, a la que se llevó a una granja próxima. Todos los moradores de la granja, jóvenes y viejos, alegrábanse infinito al ver el pequeño animal, tan hermoso con su bonita cola, sus ojos inteligentes y curiosos y sus patitas delicadas. Imaginaban ya un bello espectáculo para todo el verano, al contemplar los movimientos de la ágil ardilla, su manera de descortezar rápidamente las avellanas y sus ojos despiertos y alegres.

La ardilla fue instalada en una vieja jaula de las que se construyen para ellas, a modo de una casita pintada de verde y una rueda de alambre. La casita, que tenía puertas y ventanas, serviría para comedor y dormitorio, y allí se le preparó un lecho de hojas y se le puso un poco de leche y un puñado de avellanas. La rueda sería el lugar de esparcimiento, donde el animalito podría correr y trepar.

La gente de la granja encontraron admirable cuanto habían hecho para la mayor comodidad de la ardilla; por eso fue tan grande su asombro al descubrir que ésta no encontraba agradable su habitación. Permanecía triste e inmóvil en un rincón de la jaula y de tiempo en tiempo exhalaba un suspiro quejumbroso. Al ver que no probaba alimento, decían: «Es que tiene miedo; mañana, cuando no extrañe su encierro, comerá y jugará».

Las mujeres de la casa sintieron de súbito la necesidad de comer. En seguida comenzaron a amasar pan, y bien sea porque un hechizo retrasara el trabajo impidiendo la levadura de la pasta, o bien porque la pereza se apoderara de todos, el caso es que hubo que trabajar hasta muy entrada la noche.

En la cocina reinaba una actividad febril, y no había tiempo para pensar en la ardilla. En la casa había una anciana harto cargada de años para que pudiese ayudar a hacer el pan, y aunque se daba perfecta cuenta de ello, no se resignaba a que los demás prescindieran de sus servicios.

Como su tristeza no la dejaba dormir, optó por sentarse junto a una ventana y mirar hacia afuera. A causa del calor habíase dejado abierta la puerta de la cocina, y la luz que en ella había, iluminaba todo el corral. Estaba éste rodeado de una cerca tan baja que permitía ver la casa de enfrente, tan bien alumbrada entonces, que la anciana podía distinguir los agujeros y hendiduras de las paredes. Veía también la jaula de la ardilla, puesta en el lugar más iluminado, pudiendo observar que durante la noche la ardilla no cesó de ir de la casita a la rueda y de ésta a la casita. Pensó que del animal se había apoderado una extraña inquietud, sin dejar de suponer que la causa de la misma podía ser la fuerte luz que le imposibilitaba dormir.

Entre el establo y la cuadra había un largo corredor cubierto que conducía a la puerta de entrada. Este corredor estaba situado de tal modo que la luz llegaba hasta él. Ya bastante adelantada la noche la anciana vio entrar de repente por el hueco de la puerta a un hombrecito que no mediría un palmo y que andaba a pasitos. Calzaba zapatos y llevaba pantalones de cuero como los de los obreros. La vieja comprendió al punto que no podía ser otra cosa que el duende y tuvo miedo. Siempre había oído decir que el duende habitaba por allí y que llevaba la felicidad a todas partes.

Apenas llegó al corral dirigióse hacia la jaula donde estaba encerrada la ardilla. No pudiendo alcanzarla, buscó una caña que colocó contra la jaula y por la cual trepó con la misma rapidez y maestría que un marino a lo largo de un mástil. Golpeó la puerta de la casita verde, pero la vieja quedóse tranquila al recordar que los niños habíanla sujetado con una cadena por temor a que los hijos del vecino vinieran a robarles su ardilla.

El duende no podía abrir la puerta y la vieja vio como la ardilla salió para subirse a la rueda. Allí mantuvieron los dos un largo conciliábulo, terminado el cual descendió el duende a lo largo de la caña y desapareció por la puerta.

La vieja creyó que ya no le volvería a ver aquella noche, y como permaneciera en su sitio junto a la ventana, advirtióle un instante después. Llevaba tal prisa que sus pies parecían no tocar el suelo; corría en dirección a la jaula. La anciana pudo verle perfectamente con sus ojos de présbita. Vio también que llevaba algo en sus manos, más sin distinguir lo que era. Dejó en tierra lo que llevaba en su mano izquierda y subió a la jaula lo que llevaba en la derecha. De un puntapié hizo saltar una de las ventanas, que destrozó, y entregó a la ardilla lo que le llevaba. Volvió a bajar, recogió lo que dejara en el suelo y subió de nuevo. Hecho esto desapareció tan rápidamente que la anciana apenas si pudo seguirle con la mirada.

Entonces fue la vieja la que no pudo permanecer tranquila en la casa; lentamente ganó la puerta y fue a ocultarse tras de la bomba del agua para espiar al duende. En la casa había otro ser que descubrió lo sucedido y se mostraba también intranquilo: era el gato. Este se deslizó silenciosamente hasta la pared y se detuvo un poco antes de llegar a la raya que dibujaba la luz. Allí esperaron largo tiempo, soportando el frío de aquella noche de marzo. Ya estaba la vieja dispuesta a retirarse, cuando oyó pasos; era el duende que se aproximaba corriendo. Como antes, llevaba algo en las manos; pero lo de ahora chillaba y se agitaba. La vieja comprendió que había ido a buscar al bosque de avellanos los hijos de la ardilla, que le llevaba para que no murieran de hambre.

La vieja permanecía inmóvil para no asustarle con el menor ruido, y el duende mostrábase tranquilo. Iba a dejar uno de los animalitos en el suelo para subir con el otro hasta la jaula, cuando vio brillar muy cerca de donde estaba los ojos del gato. El duende quedó sin movimiento, desconcertado, con un pequeñuelo en cada mano; repúsose luego, miró a todos lados y al descubrir a la anciana no vaciló en correr hacia ella para entregarle uno de los bichitos.

La vieja no quería mostrarse indigna de esta confianza. Inclinóse, tomó la pequeña ardilla y la guardó hasta que el duende hubo llevado el otro a la jaula y volvió a coger el que dejara.

Cuando a la mañana siguiente reuniéronse la gente de la granja a la hora del desayuno, la vieja no pudo dejar de referir lo que había presenciado aquella noche. Todos se burlaron, naturalmente, diciéndole que era un sueño. Las ardillas no criaban en tal época del año.

Pero ella estaba cierta de lo que les decía y sólo les rogaba que vieran la jaula. Así lo hicieron. Sobre el lecho de hojas había cuatro pequeñuelos todavía sin pelo y medio ciegos, que apenas si contarían tres días de existencia.

Y al verle, dijo el dueño de la granja:

—Sea lo que sea, lo único cierto es que debiéramos estar avergonzados.

Seguidamente sacó de la jaula la ardilla y sus pequeñuelos, y poniéndoselos a la vieja en el delantal, le dijo:

—Llevadlos al bosque de nogales y dejadles en libertad.

Tal es el acontecimiento del que hablaron hasta los periódicos y que muchos se resistieron a creer porque no acertaban a explicárselo.

EN EL PARQUE

Durante el día que los patos destinaron a jugar con la zorra, estuvo durmiendo Nils en un nido de ardillas abandonado. Cuando despertó, ya casi de noche, estaba muy inquieto. «Me llevarán a casa de noche y no podré evitar la presencia de mi padre y mi madre», pensaba. Pero cuando llegó al lago de Vombsjö, donde los patos se bañaban, ninguno le habló del regreso a su casa. «Tal vez esté muy cansado el pato blanco para llevarme esta tarde» se dijo para sus adentros.

Los patos despertaron al apuntar la claridad del nuevo día, mucho antes de salir el sol.

Nils creyó que se le llevaría a su casa; pero, cosa extraña, tanto él como Martín pudieron seguir a los patos silvestres en el vuelo de la mañana.

No sabiendo a qué atribuir la causa de este retraso, pensó que los patos tolerarían su presencia hasta que estuviese harto. Pero no por eso dejaba de alegrarse por cada instante que pasaba lejos de su familia.

Los patos silvestres pasaron por encima del dominio de Evedskloster, situado, con su parque magnífico, al este del lago. Era una hermosa propiedad con un gran castillo, un patio de honor, empedrado, rodeado de murallas y pabellones, un viejo jardín con mirtos recortados, avenidas cubiertas por las ramas, arroyos de agua corriente, fontanas, árboles copudos, extensiones rectilíneas de césped, bordeadas de macizos de flores que la primavera coloreaba.

Cuando a la hora matinal pasaron los patos por encima del dominio, no se había levantado ninguno de sus moradores. Cuando estuvieron bien seguros de ello, descendieron hasta la garita del perro, y gritaron:

—¿Cómo se llama esta pequeña cabaña? ¿Cómo se llama esta pequeña cabaña?

El perro guardián se precipitó fuera de su refugio, ladrando hacia el cielo:

—¿Llamaís a esto una pequeña cabaña, miserables vagabundos? ¿No veis que esto es un gran castillo de piedra? ¿No veis esas altas murallas, todas esas ventanas y esas grandes puertas y esa terraza espléndida, uá, uá, uá? ¡Llamar a esto cabaña! ¿No veis el jardín, los invernaderos, las estatuas de mármol? ¿Llamáis cabaña a esto? ¿Desde cuándo tienen las cabañas un parque con grupos de hayas, y cuadros de manzanos, y de robles, y prados verdes, y arenales cubiertos de pinos donde pululan los corzos, uá, uá, uá? ¿Sois vosotros, vosotros, los que llamáis a esto una cabaña? ¿Hánse visto cabañas como ésta, rodeada de tantas construcciones que se diría un pueblo? ¿Habéis visto cabañas que tengan su iglesia y su rectoría, con inmensos dominios, y granjas, y alquerías, y casas de jornaleros, uá, uá, uá? ¡Llamar a esto una cabaña! Esta cabaña posee la mayor parte de las tierras de la Escania. ¡Miserables mendigos! ¡Desde donde estáis no podéis ver un solo pedazo de tierra que no pertenezca a esta cabaña, uá, uá, uá!

El perro ladró todo esto sin detenerse ni tomar aliento, y los patos iban dando vueltas al patio, esperando el momento en que la fatiga le hiciera callar. Entonces dijeron:

—¿Por qué te enfadas? Nosotros no hablamos del castillo, sino de tu garita.

Al oír esta graciosa respuesta rió el muchacho muy satisfecho, aunque al momento se apoderó de él un pensamiento que le puso triste. «Piensa cuántas gracias como ésta oirías si te dejaran llegar hasta la Laponia. En el estado en que estás no puedes desear nada mejor que este viaje».

Los patos silvestres prosiguieron su vuelo, no tardando en descender sobre uno de los grandes campos situados al este del castillo para picotear los granos caídos entre las hierbas, lo que les ocupó algunas horas. Durante este tiempo, el muchacho, que se había adentrado por el parque lindante con el campo, dedicóse a buscar entre los avellanos algún fruto. Pero la idea del viaje continuaba obsesionándole. Entreveía siempre los placeres de un viaje con los patos. Tal vez tuviera que sufrir hambre y frío; pero, en compensación, no tendría que trabajar ni estudiar.

Mientras erraba por el parque, el viejo pato que guiaba a la bandada, se aproximó al muchacho para preguntarle si había encontrado qué comer. No, no había encontrado nada. Entonces se puso el pájaro a buscar comida para él, y no pudiendo tampoco encontrar avellana alguna, decidióse a cortar con su pico otros frutos que el muchacho comió con deleite, sin dejar de preguntarse qué diría su madre si supiera que su alimentación era pescado crudo y castañas.

Cuando los patos hubieron comido bastante, aproximáronse de nuevo al lago y dedicáronse a jugar hasta el mediodía. Los patos silvestres invitaron a Martín a luchar con ellos: fue un concurso de vuelo, de nado y de carreras a pie. Martín llegaba al límite de resistencia, pero los patos le vencían siempre. A todo esto el muchacho iba sentado en las espaldas de Martín y le enardecía con sus voces, divirtiéndose tanto como los demás. Allí sólo se oían gritos, risas y exclamaciones tan ruidosas, que era extraño no fuesen oídos de los moradores del castillo.

Cuando los patos silvestres habían jugado bastante, marcháronse a descansar sobre el hielo que cubría el lago. La tarde pasó como la mañana. Después de dos o tres horas de reposo, bañáronse y jugaron en el agua junto a un banco de hielo hasta la puesta del sol; por último, quedaron dormidos.

—Me va a costar la vida —balbuceó Nils en el momento de acurrucarse bajo el ala del pato—; pero de seguro, mañana me envían a casa.

Antes de dormirse enumeró mentalmente todas las ventajas que le reportaría seguir a los patos. No le regañarían por perezoso; podría gandulear y pasar la jornada sin hacer nada; su único cuidado estribaría en encontrar qué comer; pero como ahora necesitaba tan poquita cosa, no sería muy difícil.

Al día siguiente, miércoles, estuvo con el alma en un hilo esperando el momento de la despedida; pero los patos no le hicieron ninguna indicación en este sentido. La jornada pasó como la víspera; la vida silvestre le gustaba cada vez más. El gran bosque de Evedskloster parecíale suyo y no tenía el menor deseo de volver a su vivienda tan estrecha ni a los pequeños campos de su país.

Comenzaba a tener confianza en que los patos le retendrían a su lado; pero el jueves perdió sus esperanzas.

Este día amaneció como todos. Los patos se solazaban recorriendo la extensión de los campos y el muchacho cruzaba el bosque para encontrar qué comer. A poco fue en su busca Okka para informarse de si había comido algo, y al decirle que no, ofrecióle una espiga que conservaba todos sus granos.

Cuando los hubo comido Okka, le aconsejó que anduviese con mucho cuidado por el bosque. Seguramente no sabía los muchos enemigos con que contaba, a pesar de su insignificancia. Y Okka se puso a enumerarlos.

Cuando se paseara por el parque debía precaverse contra la zorra y la marta; en la orilla del mar debía precaverse de las nutrías; si se sentaba sobre alguna pared no debía olvidar a la comadreja, que se oculta en los agujeros e intersticios más pequeños; antes de acostarse sobre algún montón de hierba haría bien observando si ocultaba alguna víbora que pasara allí su sueño de invierno. Una vez en campo descubierto debería espiar la presencia de los gavilanes y los buitres, de las águilas y los halcones que cruzan los aires. Al hallarse al abrigo de un avellano corría el riesgo de ser apresado por un gavilán; las urracas y los cuervos saltaban a cada paso, y la más elemental prudencia ordenábale no fiarse de ellos, y una vez anocheciera debía ser todo oídos para adivinar la aparición de los grandes búhos y los mochuelos que vuelan tan silenciosamente que aun estando a su lado no se les percibe.

Oyendo hablar de tantos seres que constituían un peligro para su vida, pensaba Nils cuan imposible le sería escapar a sus asechanzas. No le aterrorizaba la idea de morir, sino la de ser devorado, por lo que le preguntó a Okka lo que debía hacer para protegerse.

Okka le aconsejó que se congraciara con los pequeños animales de los bosques y los campos, con el mundo de las ardillas y de las liebres, con los gorriones, y los abjucos, y los picoverdes, y las alondras. Sí llegaba a ser amigo de ellos podrían advertirle de los peligros, procurarle escondrijos y aun, en caso de necesidad, unirse para su defensa.

Pero cuando aquella misma tarde, siguiendo este consejo, se dirigió a Sirle, la ardilla, en demanda de protección, ésta se negó a concedérsela.

—No esperes nada de mí ni de los otros pequeños animales —le dijo Sirle—. ¿Crees que no sé que tú eres Nils, el guardador de patos? El último año destruiste los nidos de las golondrinas, reventaste los huevos de los estorninos, dejaste en libertad a los pequeños cuervos y los llevaste a la balsa, cazaste mirlos con cepo y encerraste ardillas en las jaulas. Cuídate tú solo y procura que no nos unamos todos contra ti para echarte de estos parajes y hacerte volver al lado de tu familia.

Tal respuesta no la hubiera dejado pasar impunemente en otro tiempo, cuando todavía era Nils, el guardador de patos; pero ahora era grande su temor a que los patos silvestres averiguaran lo malo que había sido siempre para los animales. El miedo a ser enviado a casa no le había dejado cometer la más pequeña travesura desde que iba con ellos. Es verdad que siendo tan pequeñito no estaba en condiciones de cometer muchos males; pero también era cierto que hubiera podido aplastar algunos huevos de pájaros si tal hubiese deseado. No, él había sido bueno, no había arrancado ni una sola pluma de las alas de los patos, ni había dado a nadie una respuesta inconveniente; y cada mañana, al darte los buenos días a Okka, había saludado descubriéndose.

Todo el jueves lo pasó imaginando qué cosa podría hacer para que los patos se lo llevaran hasta la Laponia. Por la tarde, al saber que la compañera de Sirle había sido cazada y que sus pequeñuelos estaban a punto de morir de hambre, resolvióse a correr en su ayuda. Y ya hemos dicho de qué manera lo consiguió.

El viernes, al llegar al parque, oyó cantar por todas partes a los pinzones que saltaban de rama en rama y referir con sus piidos como había sido cazada la mujer de Sirle por unas gentes crueles, y como Nils, el guardador de patos, había desafiado los peligros de los hombres y habíale llevado los pequeñuelos.

«¿Quién es más festejado en el parque de Evedskloster —cantaban los pinzones— que el pequeño Pulgarcito, al que todos temían en otro tiempo cuando era Nils, el guardador de patos? Sirle, la ardilla, le dará avellanas, las pobres liebres jugarán con él, los corzos montarán a sus espaldas y huirán con él cuando Esmirra, la zorra, se aproxime, los abejorros le anunciarán la venida del gavilán, los gorriones y las alondras cantarán en su loor».

El muchacho estaba seguro de que todo aquello lo oían Okka y los patos; pero, no obstante, pasó todo el día del viernes sin que nadie le hablase de continuar a su lado.

Los patos pudieron solazarse hasta el sábado por los campos que circundan el castillo de Evedskloster sin ser hostilizados por la zorra Esmirra; pero este día, apenas volvieron a los campos, les descubrió la zorra y persiguióles de campo en campo, sin darles tiempo para comer ni punto de reposo. Cuando Okka comprendió que no les dejaría tranquilos adoptó una decisión rápida y elevóse por los aires con toda su bandada, que condujo a varias leguas más allá, volando sobre las llanuras de Färs y las desnudas colinas que hay en la región de Linderöd. Los patos no se detuvieron hasta llegar a los alrededores de Vittskörle, cerca del Báltico.

NILS QUIERE SEGUIR IGUAL

Y llegó el domingo. Había transcurrido una semana desde que Nils fue transformado en duende, y ni por asomo salía de su inopinada pequeñez.

No por esto experimentaba inquietud. A mediodía instalóse en lo alto de un sauce crecido, junto al agua, y se divirtió tocando la flauta. En torno suyo habían ido reuniéndose abejorros, pinzones y estorninos, tantos como las ramas podían soportar, y los pájaros cantaban y silbaban aires que él trataba de imitar con su flauta. Pero no estaba muy fuerte en este arte. Tocaba tan mal, que a sus maestros erizábanseles las plumas y gritaban y agitaban sus alas desesperadamente. El muchacho se divertía mucho con todo esto y la risa le hizo interrumpir su sonata.

Después volvió a tocar tan mal como antes y todos los pajaritos se lamentaron:

—Hoy tocas peor que nunca, Pulgarcito. Desafinas de un modo terrible. ¿A dónde van tus pensamientos, Pulgarcito?

—A otro sitio —respondió el muchacho—. Y era verdad. Estaba preguntándose siempre hasta cuándo le retendrían los patos.

De súbito tiró su flauta y saltó a tierra. Acababa de descubrir a Okka y a los otros patos que se acercaban volando en una larga fila. Avanzaban lenta y solemnemente y creyó adivinar que, por fin, iban a decirle lo que habían decidido respecto a él.

Cuando se detuvieron, dijo Okka:

—Mi conducta debe de haberte asombrado, Pulgarcito: yo no te he dado las gracias todavía por haberme salvado de las garras de Esmirra; pero soy de los que prefieren agradecer las cosas con actos que con palabras. Y he aquí que yo creo haberte prestado, en cambio, un servicio. He enviado un mensaje al duende que te ha encantado. En un principio no quería oír hablar de volverte a tu primitiva forma; pero le he enviado mensaje tras mensaje para decirle lo bien que te has portado entre nosotros. Y me ha dicho, por último, que permitirá que vuelvas a ser hombre cuando regreses a tu casa.

Si grande fue la alegría que experimentara al oír las primeras palabras de Okka, grande también fue la tristeza que se apoderó de su ánimo cuando la pata hubo callado. No pudo decir una palabra, y volviendo la espalda rompió a llorar.

—¿Qué significan esas lágrimas? —preguntó Okka—. Diríase que de mí esperabas más de lo que te ofrezco.

Nils, que pensaba en los días de indolencia y diversión, en las aventuras y en la libertad, en los viajes por los aires a los cuales tenía que renunciar, se lamentaba amargamente.

—No quiero volver a ser hombre —exclamaba—. Yo quiero ir con vosotros a la Laponia.

—Escúchame —contestó Okka—: voy a decirte una cosa. El duende es tan irascible que temo que si no aceptas ahora lo que te ha concedido, resulte imposible inclinarle de nuevo en tu favor.

Cosa extraña: aquel muchacho no había sentido nunca amor por nada ni por nadie; no había querido jamás a su padre ni a su madre, al maestro de escuela ni a sus camaradas de clase ni a los chicos de las granjas vecinas. Todo lo que habían querido que hiciera, parecióle enojoso. Así es que no pensaba en nadie ni a nadie echaba de menos.

Los únicos seres con los cuales había podido entenderse un poco eran: Asa, la guardadora de patos, y el pequeño Mats, dos criaturas que, como él, llevaban sus patos al campo; pero no les estimaba verdaderamente.

—No quiero volver a ser hombre —gritó el muchacho—; quiero seguiros a la Laponia. Sólo por esto he estado portándome bien durante toda la semana.

—No me opondré a que nos sigas tan lejos como quieras —dijo Okka—; pero antes reflexiona sobre si prefieres regresar a tu casa. Algún día puedes lamentar tu resolución.

—No, no la lamentaré —contestó el muchacho—. Nunca me he encontrado tan bien como entre vosotros.

—Como quieras.

—Gracias —respondió Nils.

Era tan feliz que no pudo menos que llorar de alegría, así como antes había llorado de pena.