V.
EL GRAN BAILE DE GRULLAS EN KULLABERG

Domingo, 27 de marzo.

KULLABERG ES UNA montaña no muy alta y ancha; su vista no impone y sobrecoge como tantas otras. En su espaciosa cumbre hay campos, bosques y arenales. De trecho en trecho surgen algunos pequeños montículos cubiertos de matorrales y rocas peladas. El alto paisaje no es particularmente pintoresco; se parece a la mayor parte de los parajes elevados de la Escania.

El que siga el camino de la cumbre sufrirá un desencanto; pero el que se aparte de este camino, se asome a los flancos de la montaña y lance una mirada a las pendientes abruptas, descubrirá multitud de cosas curiosas y se preguntará como ha de poder examinarlas en su totalidad siendo tantas. Bueno es que digamos que Kullaberg no descansa como muchas otras montañas sobre la tierra, rodeada de llanuras y valles; Kullaberg se ha adentrado en el mar tan lejos como ha podido. No hay faja de tierra que se extienda a sus pies y la proteja contra las olas. Estas se extinguen al chocar en sus murallas y vuelven a formarse a su capricho. Las murallas se yerguen abiertamente, esculpidas por el mar y su auxiliar el viento. Hay precipicios que se hunden en la costa brava y picos negros pulimentados por el incesante ramalazo del viento. Hay columnas de piedra aisladas que surgen del agua y cavernas sombrías de estrecha y difícil entrada. Hay escarpaduras verticales y desnudas y suaves pendientes invadidas por la vegetación. Hay pequeños promontorios y pequeñas bahías y pequeños cantos rodados que el agua lleva y trae a cada movimiento de las olas. Hay soberbias fantasías arquitectónicas que abren sus volutas sobre el mar; hay arrecifes puntiagudos que sepulta a cada instante la blanca espuma, y otros que se miran en un agua verdinegra, eternamente tranquila. Hay excavaciones profundas labradas en la roca viva; enormes hendiduras incitan al paseante a arriesgarse en el interior de la montaña hasta la cueva del gnomo Kullen.

Zarzas y plantas trepan, escalan y descienden por estas escarpaduras, rocas y hendiduras. Los árboles han brotado por doquier; pero la fuerza del viento les ha obligado a transformarse en arbustos para poderse mantener en los flancos de la montaña. Los robles se hunden en el suelo y las hayas de troncos achaparrados forman, en los repliegues y recodos, grandes umbráculos de verdura.

Estas maravillosas murallas, con la mar inmensa y azulada abajo y el aire acre y cortante arriba, han hecho de Kullaberg un tan delicioso paraje para los hombres, que son muchos los que allí acuden durante el verano. Es más difícil de explicar lo que atrae a los animales hacia aquel sitio; pero lo cierto es que allí se reúnen todos los años multitud de ellos para entregarse a sus juegos. Es una costumbre que data de tiempos inmemoriales; habría que haber estado en tal lugar desde el momento en que la primera ola del mar cubrió de espuma la costa, para explicar la razón de esta preferencia.

Cuando va a reunirse la asamblea, los ciervos, los corzos, las liebres, las zorras y los otros cuadrúpedos se ponen en camino durante la noche para evitar ser vistos por los hombres. Un poco antes de despuntar el sol comparecen en el lugar de los juegos, un arenal a la izquierda del camino, no lejos de la punta extrema de la isla.

El sitio destinado para el juego está rodeado por todas partes de alturas que impiden que se les descubra, si no es llegando muy cerca. Durante el mes de marzo es muy extraño que alguien se aventure por allí. Los extranjeros que en este tiempo se han decidido a recorrer aquellas colinas y escalar la montaña, han tenido que desistir de sus propósitos por las tempestades de otoño. El torrero del faro que se yergue en lo alto del promontorio, la vieja que habita Kullaberg, el granjero de Kullen y su familia siguen el camino acostumbrado y no atraviesan las llanuras desiertas.

Llegados al punto de los juegos los cuadrúpedos se instalan en las colinas, cada especie de animales por separado, aunque en días tan sonados la paz es general y no hay agresión alguna que temer. En tal día podría un galgo atravesar por la colina por donde estaban las zorras sin miedo a perder el menor trozo de sus largas orejas. Los animales se reunían en grupos, como de costumbre. Cuando todos han ocupado su sitio se disponen a esperar la llegada de los pájaros. Casi siempre suele hacer buen tiempo durante la celebración de esta clase de fiestas. Las grullas son muy hábiles para conocer el tiempo; si está metido en lluvia, no convocan jamás a los animales.

Aunque el espacio aparecía límpido y nada era obstáculo para que la mirada pudiese vagar libremente por la altura, los cuadrúpedos no veían llegar a los pájaros, lo cual era extraño, porque el sol estaba alto y los pájaros debían hallarse ya en camino. Sobre la llanura sólo pasaban de tarde en tarde nubecillas negras. Pero ¡ah! una de estas nubecillas venía hacia Kullaberg siguiendo la costa de Sund. Al llegar a la altura del punto destinado para la fiesta, la nube prorrumpió súbitamente en cantos, trinos y música. Sube, baja, vuelve a ascender, desciende nuevamente, y todo son cantos, trinos y música. La nube cayo, por último, sobre la colina, en un vuelo, y la colina desaparece instantáneamente bajo la multitud de alondras grisáceas, bonitos pinzones colorados, grises y blancos, estorninos salpicados de manchas y abejorros de un verde amarillo.

Sobre la llanura no tardó en pasar una nueva nubecilla ligera, que detenía su marcha encima de cada grupo de casas, encima de las cabañas y de los castillos, de las aldeas y las ciudades: y cada vez que se detenía parecía aspirar del suelo una pequeña columna revuelta de granos de polvo gris. Fue aumentando, aumentando, y cuando al fin emprendió el camino de Kullaberg no era ya una nubecilla inconsistente, sino una nube compacta tan grande, que extendía su sombra desde Höganas a Möll. Al detenerse, ocultaban el sol; durante un largo rato estuvieron cayendo gorriones, y los que volaban en el centro tardaron bastante tiempo en ver la clara luz del día.

He aquí que llega la mayor nube de pájaros. Está formada de bandadas de pájaros llegados de todas partes. Es de un gris azul muy cargado y no hay rayo de sol que la pueda atravesar. Presentábase sombría y amenazadora, como nube tormentosa. Llegaban desde allí ruidos infernales, gritos terribles, risas burlonas y los graznidos más siniestros. Resultaba hermoso ver como se disgregaba en una lluvia mariposeante y entre graznidos de cornejas y mochuelos, de cuervos y gavilanes.

Seguidamente, entre las nubes, aparecieron en el cielo multitud de figuras y de signos. Líneas rectas y punteadas surgían al este y al nordeste: son los pájaros de los bosques venidos del Smaland; las gallináceas y los gallos silvestres volaban en fila, a dos o tres metros de distancia unos de otros. Los pájaros acuáticos que viven en la isla de Makläppon, delante de Falsterbo, remontaban el Sund agrupados en figuras extrañas: triángulos, rectas, círculos y semicírculos.

Los últimos en llegar a Kullaberg, porque habían tenido que cruzar la Escania en toda su extensión, fueron el pato sobre el que Nils viajaba y Okka con su bandada de patos silvestres. Además, antes de ponerse en camino, habían tenido que buscar al muchacho, que desde hacía varias horas iba tocando delante de las ratas grises, a las que llevaba lejos de Glimminge. El mochuelo había anunciado al regresar que las ratas negras estarían de vuelta tan pronto como apuntara el sol, apenas pudiera dejar de sonar el pito de Flama sin peligro.

Hay que hacer constar que no fue Okka la primera en descubrir a Nils, caminando lentamente, seguido del largo cortejo de los ratones grises; tampoco fue Okka la que descendió rápida como una flecha, y lo remontó en los aires, sino que fue el señor Ermenric, la cigüeña. Era el mismo señor Ermenric en persona el que se había dedicado a la busca del pequeño Pulgarcito; y después de llevarle hasta el nido le pidió perdón al muchacho, por haberle tratado con cierto menosprecio la tarde anterior.

Nils tuvo una gran alegría y quedó muy amigo de la cigüeña. Okka se mostró también muy amable para con él, y después de rozar su venerable cabeza contra su brazo, elogióle calurosamente por haber prestado su auxilio a los que se hallaban en trance tan difícil.

Entonces volvióse Okka hacia la cigüeña y le preguntó si creía prudente llevar a Pulgarcito a Kullaberg.

—Mi opinión —añadió— es que podemos fiarnos de él como de nosotros mismos.

El señor Ermenric se mostró partidario entusiasta de llevarlo hasta allí:

—Ciertamente, señora Okka, hay que llevar a Pulgarcito a Kullaberg —dijo—. Es una gran satisfacción para nosotros poderle recompensar de los peligros que ha afrontado esta noche por nosotros. Y como fui yo el que tan mal se portó con él ayer tarde, quiero llevarle ahora sobre mis espaldas para que asista a la reunión.

Las alabanzas que más complacen son las que profieren las gentes inteligentes y poderosas; así es que Nils no habla estado nunca tan contento. Hizo el viaje montado a horcajadas sobre el cuello del señor Ermenric, la cigüeña. Aunque esto era un gran honor para él, no dejó de causarle gran inquietud en muchos momentos, porque el señor Ermenric era un maestro en el arte del vuelo y cruzaba los aires de manera distinta a los patos silvestres. Mientras Okka seguía su camino rectamente, moviendo sus alas acompasadamente, el señor Ermenric gozábase en dar vueltas que revelaban cuan ágil era y cuánta su habilidad. Tan pronto permanecía inmóvil a una altura que daba vértigo, sosteniéndose en el aire sin desplegar las alas, como se precipitaba con la velocidad de una piedra lanzada contra el suelo. También se divertía describiendo en torno de Okka círculos que se iban estrechando poco a poco, como los de un torbellino. El muchacho no había visto jamás nada semejante, y aunque experimentaba mucho miedo, debió confesar que hasta entonces no había sabido lo que era volar.

Durante el camino sólo se hizo una parada, en Vombsjö donde se les unió la bandada de Okka. Después marcharon a Kullaberg directamente.

Descendieron en lo alto de la colina reservada a los patos silvestres. Al pasear sus miradas por las alturas próximas, vio el muchacho, en una, los bosques de cuernos de los ciervos, en otra, los plumeros grises de las garzas reales. Una colina estaba cubierta del rojo de las zorras; otra, negra y blanca de los colores de las gaviotas, una tercera, gris por las ratas y los ratones que la ocupaban. Una colina estaba ocupada por cuervos negros que no cesaban de graznar, otras por alondras que no podían estar quietas en su sitio y que de cuando en cuando se lanzaban por los airea cantando alegremente.

Era una costumbre establecida de antiguo que las cornejas comenzaran los juegos y ejercicios del día con una danza aérea. Y se dividieron en dos grupos, a los que se vio volar uno hacia el otro, confundirse y separarse para volver a comenzar. La danza consistía en repetir lo mismo varias veces, y a los espectadores que no estaban al corriente de las reglas, les resultaba monótona. Las cornejas mostrábanse muy orgullosas, pero los otros animales se alegraron cuando acabó espectáculo tan aburrido. Esta danza parecíales tan antipática y desprovista de gracia, como el juego de los huracanes del invierno con los copos de nieve. Entristecía a los reunidos y todos esperaban con impaciencia algo que fuese más divertido.

No hubo que esperar mucho tiempo. Apenas terminaron las cornejas, saltaron las liebres. Lanzáronse en una fila desordenada, tan pronto aisladamente como yendo tres o cuatro de frente. Unas veces erguíanse sobre sus patas traseras, otras corrían tan furiosamente que sus orejas daban vueltas vertiginosas. Sin dejar de correr, formaban verdaderos torbellinos, saltaban y golpeábanse el pecho con las patas delanteras, haciendo oír los golpes. Algunas daban infinitas volteretas, otras dos se abrazaban estrechamente y rodaban como si fueran un aro; también las había que daban vueltas y más vueltas sosteniéndose sobre una pata y que marchaban con las patas delanteras. Aunque en medio del mayor desorden, resultaba muy alegre la danza de las liebres, y los animales que la presenciaban comenzaron a sentirse más satisfechos. Iniciábase la primavera; se aproximaban ya los días jubilosos y los placeres. El invierno había llegado a su fin. El verano estaba cerca. Pronto se experimentaría la alegría del vivir.

Cuando las liebres dejaron de actuar, fueron los grandes pájaros de los bosques los que se dispusieron a hacer gala de sus habilidades. Un centenar de gallos silvestres de negro plumaje muy brillante y de cejas color escarlata, colocáronse sobre un gran roble situado en medio del campo de juego. El que estaba sobre la rama más alta, desplegó sus plumas bajando las alas y levantó su cola en forma de abanico, mostrando la blancura de sus plumas interiores. Después alargó el cuello y lanzó algunas notas agudas, de su hinchada garganta: «Tioc, tioc, tioc.» fue todo lo que pudo articular; tras esto sólo se oyeron algunos ronquidos escapados del fondo de su gaznate. Por último, cerró los ojos y cuchicheó: «¡Sis, sis, sis! ¡Oíd qué hermoso es! ¡Sis, sis, sis!». Y sobrecogióle tal arrobamiento que perdió toda noción de lo que pasaba en torno de él.

Cuando el primer gallo silvestre estaba todavía en condiciones de silbar, cantaron los tres gallos que se hallaban debajo de él; y antes de que hubiesen terminado su canción, otros diez que se encontraban en las ramas, un poco más abajo, comenzaron a hacer lo mismo, y así fueron cantando poco a poco todos los del árbol; los cien gallos silvestres cantaban, cloqueaban y silbaban. De todos se apoderó el mismo estremecimiento y esto influía sobre el resto de los animales como una embriaguez contagiosa. La sangre, que en un principio había corrido alegre y ligera, derramaba ahora pesada e hirviente: «Es la primavera, sí —decían los animales—. Ha desaparecido el frío del invierno. El fuego renovador quema la tierra».

Cuando las gallináceas vieron el triunfo de los gallos silvestres, no pudieron permanecer tranquilas. Como no había árboles sobre los que pudieran instalarse, lanzáronse hacia el campo de los juegos donde los matorrales llegaban a tal altura que sólo sobresalían las plumas de sus colas, graciosamente levantadas, y sus largos picos, y comenzaron a cantar: «Orrr, orr, or».

En el mismo momento en que las gallináceas entablaban su competencia con los gallos silvestres, ocurrió algo inaudito. Una zorra aprovechó el momento en que la atención de todos los animales estaba fija en el juego de los gallos para deslizarse hacia la colina donde estaban los patos silvestres. Trepaba muy prudentemente y estaba ya cerca de la cima cuando fue advertida por un pato que, sospechando que una zorra no podía ir hacia ellos con buenas intenciones, comenzó a gritan «¡Cuidado, patos silvestres, cuidado!». La zorra se abalanzó sobre él y le mordió en el cuello, tal vez con el propósito de hacerle callar; pero los otros patos que habían oído el grito de alarma, eleváronse rápidamente. Los otros animales corrieron entonces hasta la colina abandonada por los patos. Esmirra, la zorra, tenía un pato muerto entre sus dientes.

Había roto la tregua del día de los juegos y fue condenada a un castigo tan severo, que toda su vida tenía que lamentar no haber dominado su deseo de venganza contra Okka y su bandada. Sin pérdida de tiempo fue rodeada de multitud de zorras que la condenaron, según la antigua costumbre, al destierro. Ni una sola zorra intentó abogar por la disminución de la pena, porque hubieran sido expulsadas del campo de los juegos y ya no se les hubiera permitido volver. En consecuencia, la pena de destierro contra Esmirra, la zorra, fue unánimemente aprobada. Se le prohibía permanecer en la Escania. Se la obligaba a dejar a su mujer, sus parientes, sus distritos de caza, viviendas, refugios y escondrijos conocidos, para que buscara fortuna en otra parte. Y para que todas las zorras supiesen que Esmirra estaba proscrita, el decano de las zorras le mordió la punta de la oreja izquierda. Acto seguido comenzaron a chillar las zorras jóvenes, sedientas de sangre, y se abalanzaron sobre Esmirra. No le quedaba otro camino que el de la huida, y así lo hizo por las pendientes del monte Kullaberg, perseguida por las zorras jóvenes.

Durante este tiempo las gallináceas y los gallos silvestres habíanse entregado a sus juegos. Estos pájaros estaban absorbidos de tal modo en sus cantos que no veían ni escuchaban nada.

Apenas hubo terminado su concurso a la fiesta avanzaron los ciervos de Hâckeberga. Varios grupos de grandes ciervos luchaban a la vez. Avanzaba uno contra otro con formidable impulso, entrechocaban sus defensas con estrépito y enredábanse sus cuernos, tratando cada uno de hacer retroceder a su contrincante. Sus pezuñas destrozábanse entre las zarzas; su aliento formaba como una humareda en torno de ellos, gritos roncos salían de sus gargantas y el sudor corría a lo largo de sus espaldas.

En las colinas reinaba un silencio expectante; los animales estaban poseídos de sentimientos desconocidos. Todos se sentían valerosos y fuertes, animados de un vigor naciente, reavivados por la primavera, atentos y preparados para hacer frente a toda clase de aventuras. No les animaba la cólera a los unos contra los otros; sin embargo, las alas se movían nerviosamente, se les erizaban las plumas del cuello y afilaban sus garras. De haber continuado los ciervos la encarnizada lucha que sostenían, se hubiera entablado igualmente en todas las colinas, porque todos los animales deseaban demostrar que estaban llenos de vida, que la impotencia del invierno quedaba vencida, que la fuerza se desbordaba de sus cuerpos.

Pero los ciervos abandonaron la lucha y un murmullo extendióse de colina en colina: «Las grullas, llegan».

Llegaban, en efecto, los pájaros grises, coloreados por el resplandor del crepúsculo, con las alas adornadas de largas plumas flotantes y una cresta roja sobre la nuca. Los grandes pájaros de largas patas, de cuellos finos y sutiles y de cabeza pequeña, descendieron como si resbalaran en el aire, poseídos de un vértigo misterioso. Deslizábanse hacia adelante y volvían hacia atrás, mitad volando y mitad bailando. Con las alas elegantemente desplegadas, movíanse con una rapidez incomprensible. Su danza tenía algo de singular y de extraño. Se hubiera dicho que eran sombras grises entregadas a un juego que la vista no podía seguir, juego que parecían haberlo tomado de las brumas que flotan sobre las marismas desiertas. Aquello tenía algo de sortilegio. Todos los que concurrían por primera vez al monte Kullaberg comprendieron al fin por qué se llamaba a la reunión el baile de las grullas. Había algo de salvaje en estas danzas; pero no por eso dejaba de infundir en el espectador una dulce languidez. Nadie pensaba ya en luchar. Todos los allí presentes, tuvieran alas o no, aspiraban a elevarse por encima de las nubes, a buscar lo que había tras ellas, abandonando el pesado cuerpo que las arrastraba hacia la tierra para volar hacia el cielo.

Esta nostalgia de lo inaccesible, de lo que permanece oculto en el más allá de la vida, sólo la sentían los animales una vez cada año, viendo el gran baile de las grullas.

EL CASTILLO DE VITTSKÖRLE

Martes, 29 de marzo.

Un par de días después registróse otro extraño acontecimiento. Una bandada de patos silvestres se dejó caer una mañana sobre los campos, allá en la Escania del este, no lejos del gran castillo de Vittskörle.

Había en la bandada trece patos grises, y un pato blanco que llevaba sobre su lomo un diminuto liliputiense que vestía pantalón amarillo de piel, chaleco verde y gorro blanco.

Se hallaban muy próximos al Báltico, y en los campos donde los patos se habían dejado caer, se hallaba la tierra mezclada con arena, como suele encontrarse en las orillas del mar. No parecía sino que en aquellos terrenos hubiese habido antes arenas movibles que fue necesario retener con la plantación de abetos, de los que se veían grandes ejemplares en varios sitios.

Cuando los patos hubieron picoteado un rato, vieron venir unos muchachos a campo traviesa, y apenas divisóles el pato que se hallaba de guardia, se lanzó al aire batiendo fuertemente sus alas, para que toda la bandada pudiera darse cuenta de que había peligro a la vista. Todos los patos levantaron su vuelo menos el pato blanco, que al ver volar a los otros, dijoles tranquilo:

—No tenéis necesidad de huir; no son más que un par de niños.

El diminuto liliputiense que había cabalgado a sus espaldas, se hallaba sentado en tierra, en los linderos del bosque, y rompía una piña.

Los pequeños se hallaban tan próximos a él que no se atrevió a correr hacia el pato blanco, y presuroso se escondió bajo una gran hoja seca, dando al mismo tiempo un grito de alerta.

El pato blanco había determinado no dejarse amedrentar y continuó su camino por el campo, sin preocuparse de la dirección que pudieran seguir los pequeños.

Separáronse, no obstante, del camino, y a través del campo se dirigieron hacia el pato, y cuando éste, por fin, vino a darse cuenta, se hallaban los pequeños tan cerca, que del sobresalto olvidó que podía volar y echó a correr. Persiguiéronle los pequeños hasta hacerle caer en un hoyo, y allí se apoderaron de él. El mayor de los muchachos se lo llevó debajo del brazo.

Cuando el diminuto liliputiense vio esto, salió corriendo de su escondrijo dispuesto a arrebatarles la presa, pero como recordase lo pequeñín que era, arrojóse al suelo y lleno de desesperación lo golpeó con sus puños.

El pato gritaba con todas sus fuerzas, pidiendo auxilio:

—¡Pulgarcito, ven a salvarme, ven a salvarme!

Pulgarcito, angustiado, le contestó:

—Bueno estoy yo para ayudar a nadie.

Pero guiado de su cariño al pato se levantó y dijo para sí: «Si no puedo auxiliarle, podré al menos saber lo que hacen con él y a dónde se lo llevan».

Llevaban los muchachos una delantera que Pulgarcito podía salvar sin ninguna dificultad, hasta que llegaron a una hendidura del terreno por la que corrían las aguas de un pequeño arroyo de los que se forman en primavera. No era ancho ni llevaba gran corriente, pero tuvo que correr a lo largo de la orilla hasta encontrar sitio por donde vadearlo. Cuando lo hubo logrado, los muchachos habían desaparecido, aunque vio sus huellas sobre una estrecha senda que conducía hacía el interior del bosque.

Siguió esta senda y pronto llegó a una bifurcación de la misma en la que debieron haberse separado los muchachos, porque por ambos caminos se veía la huella de sus pasos. Hallábase ya desesperado cuando acertó a ver sobre un pequeño arbusto una pluma blanca. Comprendió al punto que su amigo la había tirado allí para señalarle el camino por donde se lo habían llevado. Lo siguió sin titubeos y pudo observar que en todos aquellos casos en que pudiese hallarse perplejo en cuanto a la ruta, encontraba siempre una pluma blanca que le marcaba el camino.

Salió del bosque y pasó a unos campos que le condujeron a la alameda de una finca señorial. A la terminación de la alameda destacábanse techumbres y torres de roja teja, adornadas con estrías blancas.

Cuando vio este lugar magnífico, se estremeció al pensar en la suerte del pato: «No hay duda de que los chiquillos lo han vendido aquí y tal vez lo hayan matado».

Pero Pulgarcito quiso tener el pleno convencimiento y corrió hacia adentro, sin encontrar a nadie a lo largo de la alameda.

El edificio ante el que se encontraba era de construcción antigua, formado por un cuadrilátero, con dos torres en diagonal a sus extremos y un gran patio en el centro, al que daba acceso un portalón situado a poniente. Cuando Pulgarcito hubo llegado allí, no pudo menos que detenerse y meditar acerca de lo que pudiera hacer. Hallábase todavía meditabundo, con el dedo sobre la nariz, cuando oyó pasos y al volverse vio mucha gente que a lo largo de la alameda se dirigía hacia él. Presuroso se escondió tras un barril de agua colocado junto a la puerta de entrada.

Los que se aproximaban eran una veintena de jóvenes pertenecientes a una escuela superior, que iban de excursión.

Les acompañaba un profesor y al llegar a la puerta de entrada díjoles éste que esperasen allí un rato mientras él entraba a pedir permiso para visitar aquel antiguo edificio.

Los excursionistas se encontraban sudorosos y fatigados como si hubiesen realizado larga marcha. Uno de ellos tenía tanta sed que se aproximó al barril de agua y se inclinó para beber. Al hacerlo encontróse con que le molestaba una cajita de metal que pendía de su cuello y quitándosela la dejó sobre el suelo: al golpe, abrióse la tapa y en el interior pudieron verse algunas flores primaverales.

Cayó la cajita delante de Pulgarcito y entonces pensó que se le ofrecía una magnífica oportunidad para poder entrar y saber lo que allí pudiera haberle ocurrido al pato; y metiéndose en la cajita de metal rápidamente, ocultóse como mejor pudo entre las flores que en ella había.

El estudiante cerró la cajita y se la echó al cuello cuando el profesor estaba de vuelta con el permiso para poder entrar. Primero les llevó al patio central y allí empezó sus explicaciones acerca de las edificaciones antiguas. Les recordó que los primeros habitantes que ocuparon aquellas tierras tuvieron necesidad de vivir en las cavernas y cuevas; que pasó largo tiempo antes de que pudieran construir casas con troncos de árbol, y el hermoso castillo con las cien habitaciones que tenía Vittskörle. Sólo desde tres siglos y medio antes habían comenzado los ricos y poderosos a construir edificios de esta naturaleza. Veíase claramente que Vittskörle era de aquella época en que la guerra y el robo no ofrecían seguridad en Escania. Rodeaba al edificio un foso lleno de agua, sobre el que, en tiempos antiguos, caía un puente levadizo. Junto a la puerta de entrada existía un torreón y a lo largo de las paredes del castillo había todavía garitas, y en los extremos torres con paredes de un metro de espesor; pero este castillo no databa de la época guerrera más encarnizada, sino de la de Jens Brahe, que lo construyó procurando darle condiciones de rica y bien decorada vivienda.

—Si vieseis —decía el profesor— los grandes edificios hechos de piedra en Glimminge, construidos unos 50 años antes, podríais fácilmente observar que Jens Holgersen Ulfstand, que fue su constructor, se había preocupado sólo de que la construcción fuese fuerte y grande, sin pensar en la comodidad ni en la estética; y al ver, en cambio, mansiones como la de Mersvinsholm y Henstorp y la de Evedskloster, que se construyeron uno o dos siglos después que Vittskörle, podríais comprender que estos últimos tiempos fueron más pacíficos. Los señores que hicieron estas edificaciones no las dotaron de almenas y se esforzaron sólo en proporcionarse grandes y cómodas viviendas.

El profesor habló largo tiempo, tanto, que el pobre liliputiense que se encontraba encerrado en la caja, empezó a hallarse muy inquieto; pero calló para que no se le descubriera.

Por último penetraron en el castillo, y si el liliputiense pudo haberse forjado la esperanza de escapar de una vez de la caja, llevóse chasco porque el estudiante no la separaba de su cuello, y tuvo que seguir con él a través de todas las habitaciones.

La excursión resultó pesada. El profesor se paraba a cada momento para dar sus explicaciones.

En una habitación había un viejo hogar y ante éste se detuvo el profesor, para referir las distintas clases de los que el hombre había hecho uso, en el transcurso de los tiempos, para proporcionarse fuego.

En la habitación siguiente se detuvo ante una vieja cama con alto dosel y ricas colgaduras, y al momento empezó a hablar de estos lechos antiguos.

No se daba el profesor gran prisa y con ello aumentaba la impaciencia del pobrecillo liliputiense, que, encerrado en la caja, esperaba tan sólo poder salir de allí.

Cuando llegó a otra habitación que tenía cubiertas sus paredes con colgaduras doradas, habló de como las gentes habían adornado sus viviendas, y al hallarse frente a un antiguo retrato de familia, habló de la variedad en el traje, y al entrar en los salones de fiestas relató como se verificaban las bodas y los entierros en la antigüedad.

Siguió el profesor su relato, haciendo sucinta mención de los muchos notables personajes que habían habitado aquel castillo y de los viejos Brahearna y Barnekowarna y de Kristian Barnekow, que había dado al rey su caballo en medio de la huida. También habló de Margarita Ascheberg, casada con Kjell Barnekow, y que, ya viuda, había dirigido aquella posesión y el distrito durante cincuenta y tres años.

Por fin salió el profesor al patio del castillo y allí recordó los grandes esfuerzos del hombre para proporcionarse herramientas, armas, ropas y viviendas, muebles y adornos. En aquel viejo castillo podía verse lo que había sido la humanidad tres siglos atrás y lo que desde entonces había adelantado.

Esta última peroración ya no fue oída por el liliputiense, por cuanto el alumno que lo conducía tuvo de nuevo sed y dirigióse hacia la cocina. Al llegar aquí, Pulgarcito hizo esfuerzos para ver si encontraba el pato, logrando levantar la tapa. Y como es frecuente que estas cajas se abran por sí solas, el alumno la cerró de nuevo, sin que nada le llamase la atención; pero la cocinera, no obstante, hubo de preguntarle si no contenía la tal caja alguna culebra, a lo que contestó el alumno que sólo algunas plantas.

—Algo hay en ella que se mueve —replicó la cocinera.

Y abriéndola entonces el alumno, se la mostró, diciéndole:

—Mírala por ti misma para convencerte.

No pudo Pulgarcito permanecer encerrado por más tiempo y dando un salto echó a correr. Las criadas no pudieron percatarse de lo que huía; pero fueron en su persecución.

Hallábase perorando el buen profesor cuando fue interrumpido por las voces que decían:

—Cogedle, cogedle.

Gritos que venían de la cocina y que motivaron que la gente joven empezase a perseguir al liliputiense, que se escurría como un ratón. Pulgarcito no se atrevió a correr hacia la alameda. Atravesó el jardín y se fue en busca de las dependencias accesorias que había al otro lado. Las gentes, a todo esto, corrían tras él, gritando y riendo, y por más que el diminuto liliputiense huía a más no poder, sus perseguidores estaban a punto de darle alcance.

Al pasar corriendo por junto a una dependencia de trabajo, oyó que un pato gritaba y vio sobre la escalera un vellón de pluma blanca: «Ahí ahí está el pato»; y sin pensar en los que le perseguían, lanzóse escalera arriba y se metió en el vestíbulo de la habitación. Una vez dentro, oyó como gritaba y se quejaba el pato, sin que lograse abrir la puerta. Aproximábanse sus perseguidores y el pato, desde dentro, dejaba oír sus lamentos cada vez más angustiosos. Apremiado por estas circunstancias, rehízose el liliputiense y empezó a golpear la puerta con toda su fuerza. Abrió entonces un niño y vio a una mujer que sentada en medio del suelo, tenía cogido al pato para cortarle las alas. Era el mismo niño que lo había cogido. No quería hacerle daño alguno. Proponíase sólo retenerle entre sus patos y por esto quería cortarle las alas para que no pudiese volar y marcharse; pero como no podía ocurrirle mayor desgracia, quejábase el pato amargamente. Por fortuna, aun no había realizado su intento la mujer, pues sólo habíale cortado dos plumas al pobre pato cuando se presentó el liliputiense. Como nunca había visto cosa tan pequeña, no pudo menos que creer que se trataba del mismísimo duende y llena de asombro dejó caer las tijeras y soltó el pato. Este, al verse libre corrió hacia la puerta y sin detenerse cogió al liliputiense por el cuello del chaquetón, lo llevó consigo y abriendo sus alas al llegar a la escalera se elevó por los aires. Luego, doblando su cuello con gracia, púsose a Pulgarcito sobre el lomo y voló con presteza, dejando a las gentes del castillo admiradas de lo que habían visto.