XXXIII.
LA INUNDACIÓN

1.º y 4 de mayo

DURANTE VARIOS DÍAS había hecho un tiempo espantoso al norte del lago de Mälar. El cielo estaba uniformemente gris, el viento silbaba y la lluvia azotaba el suelo. Hombres y mujeres sabían que no se tiene por menos la primavera; pero tal tiempo no dejaba de agotar su paciencia.

La nieve acumulada en los bosques de abetos comenzaba a fundirse rápidamente; los arroyuelos que la primavera forma, precipitaron su curso. Por todas partes el agua estancada en los aguazales de los caminos, el agua lenta de los barrancos, el agua oculta en las isletas de las marismas y en las barrancas, poníase en movimiento y buscaba los arroyos para ser llevada hacia el mar.

Los arroyuelos corrían llevando sus aguas a cauces mayores, que a su vez los conducían hasta el lago Mälar. Más de golpe, en un mismo día, los numerosos y pequeños lagos del Uppland y las laderas de las montañas, se desprendieron de sus capas de hielo y llenando de éstas los ríos, aumentaban el caudal del agua hasta cubrir por completo los cauces. Bajo esta afluencia de aguas, las corrientes se precipitaron en el Mälar, que no tardó en recibir tanta agua como buenamente podía contener. El Norrstrom, en el que vierte sus aguas, es un pasaje estrecho y en semejante caso no puede asegurar una corriente bastante rápida.

Para colmo de desdichas soplaba un fuerte viento este, que arrastraba el agua del mar hacia la orilla, oponiendo un dique a la corriente, al conducir ésta las aguas dulces al mar Báltico. El gran lago se desbordó.

Su caudal subió lentamente, como si se resistiera a perjudicar sus bellas riberas; como éstas son bajas en general, el agua no tardó en ganar terreno. No era preciso más para causar el mayor desorden. Con el Mälar sucede algo especial.

Está formado de extensiones de agua rodeadas de tierra, de golfos y de estrechos. No tiene grandes extensiones expuestas a los vientos. Parece creado para las excursiones, paseos en barcas de vela y alegres partidas de pesca.

Posee muchas islas e islotes cubiertos de árboles que ofrecen sinnúmero de lugares amenos. Carece de riberas rocosas y desnudas de vegetación, como destinado solamente para castillos, villas de verano, residencias señoriales y lugares de recreo. Seguramente por este su atrayente y dulce aspecto es por lo que causa tanta extrañeza cuando en algunas primaveras se despoja de estos atractivos para presentarse verdaderamente amenazador.

Cuando parece inminente la inundación, las embarcaciones y las barcas que han estado al abrigo de tierra durante el invierno, se preparan a toda prisa, calafateándolas y alquitrándolas para lanzarlas al agua lo antes posible. Al mismo tiempo se retiran los embarcaderos de la orilla y se refuerzan los puentes. Los guardabarreras encargados de vigilar la vía del tren a lo largo de la orilla, van y vienen noche y día, sin atreverse a descansar. Los campesinos que guardan el heno en las pequeñas granjas de los islotes bajos, se apresuran a llevárselo a tierra. Los pescadores salvan sus redes y aparejos. Las barcas se llenan de viajeros deseosos de volver a sus casas o de partir antes que la inundación sobrevenga.

No sólo se alarmaban los hombres porque el Mälar pudiera desbordarse. También los ánades que guardan sus huevos entre los juncos de la orilla, los topos que viven a lo largo de la ribera y que tenían pequeñuelos que no se podían valer, sentíanse dominados por una gran angustia. Todos, hasta los grandes y altivos cisnes, comenzaban a temer la desaparición de sus nidos y sus huevos.

Sus temores estaban fundados; la crecida del agua duró varios días. Los prados bajos de Grifolm quedaron inundados de tal modo, que el gran castillo no se separaba de tierra por ningún estrecho canal, sino por una amplia extensión de agua.

El bello paseo de la ribera que existe en Strängnas quedó transformado en un torrente; en Vasterâs preparábanse a cruzar las calles en barca. Dos ciervos que habían pasado el invierno en una isla del Mälar tuvieron que ganar la tierra a nado, al ver su refugio inundado por el agua. Depósitos enteros de madera, gran cantidad de tablas, tinas y cubos flotaban a la deriva, y por todas partes dedicábanse los hombres al salvamento de sus bienes.

Por esta época, Esmirra, la zorra, andaba husmeando por un pequeño bosque de álamos, al norte del Mälar. Pensaba siempre en los patos y en Pulgarcito; habiendo perdido sus huellas, preguntábase constantemente de qué manera lograría atraparles.

Hallábase en un momento de abatimiento cuando advirtió a Agar, la paloma mensajera, sobre una rama.

—Estoy encantada de verte, Agar —díjole Esmirra—. Tal vez tú puedas decirme donde se encuentran en este momento Okka y su bandada.

—Es posible que lo sepa —respondió Agar—; pero ten la seguridad de que no te lo diré nunca.

—No me importa gran cosa —respondió Esmirra con indiferencia— con tal de que accedas a transmitirle un mensaje que se me ha confiado. Ya sabes en qué deplorable estado se encuentran las riberas del Mälar. La inundación es tan grande, que el numeroso pueblo de los cisnes, que habita en la bahía de Hjelsta, está a punto de perder sus nidos y sus huevos. Luz-del-Día, el rey de los cisnes, ha oído hablar de un hombrecito que acompaña a los patos y que conoce el remedio para toda clase de males; me ha encargado que rogara a Okka que vaya con Pulgarcito a la bahía de Hjelsta.

—Puedo transmitirle el mensaje —dijo Agar—; pero no veo el modo de que ese hombrecito pueda socorrer a los cisnes.

—Ni yo tampoco —añadió Esmirra—; pero se asegura que sabe vencer todo género de dificultades.

—Lo que me causa también gran asombro es que el rey de los cisnes envíe sus mensajes por medio de una zorra —objetó Agar.

—Efectivamente, nosotros somos enemigos en tiempo ordinario —confesó Esmirra con una voz muy dulce—; pero en los grandes desastres es preciso apoyarnos mutuamente. En todo caso, tal vez convenga que no le digas a Okka que este mensaje te lo ha transmitido una zorra, porque de lo contrario abrigaría sospechas.

LOS CISNES DE LA BAHÍA DE HJELSTA

El refugio más seguro para todas las aves acuáticas en el Mälar, es la bahía de Hjelsta; se llama así a la parte más profunda del golfo de Ekolsund, prolongación del manto de agua de Björko, que es la segunda de las largas sinuosidades por las cuales se hunde el Mälar en el Uppland.

La bahía de Hjelsta tiene unas riberas muy bajas; el agua poco profunda se ve invadida por los cañaverales. Esta bahía ofrece una excelente residencia a los pájaros que allí viven en paz. Hay un pueblo numeroso de cisnes; el propietario del antiguo dominio real de Ekolsund, situado a corta distancia, ha prohibido la caza en la bahía con el fin de no inquietarles.

Apenas le fue transmitido el mensaje, Okka voló hacía la bahía de Hjelsta. Al llegar con su banda, una tarde, se dio cuenta de la magnitud del desastre. Los grandes nidos de los cisnes, arrancados por las aguas, flotaban a merced del viento. Algunos se habían deshecho ya, dos o tres habíanse volcado y los huevos que contenían brillaban en el fondo del agua.

Los cisnes habíanse reunido en un rincón del este, donde estaban más al abrigo del viento. Aunque habían sufrido mucho con la inundación, su excesivo orgullo no les permitía demostrar su pena.

—¿Para qué lanzar gemidos? —se decían—. Las fibras y las briznas de hierba no nos faltan. Reharemos nuestros nidos y en paz.

Como ninguno de ellos había tenido la idea de pedir socorro, no sospechaban ni remotamente que Esmirra hubiese enviado un mensaje a los patos silvestres por mediación de Agar.

Ascendían a varios centenares y se hallaban formados respetando el rango que concede la edad: los jóvenes en la periferia, los mayores y los más sabidos en el centro, alrededor de Luz-del-Día, el rey, y de Nieve-Serena, la reina, que, además del privilegio de los años, consideraban a la mayoría de los cisnes como descendientes suyos.

Luz-del-Día y Nieve-Serena casi podían recordarlos días en que los cisnes de su raza no vivían silvestres en ninguna parte de Suecia y sí tan sólo domesticados en los lagos de los castillos. Pero un día se evadió una pareja de cisnes que fue a instalarse en la bahía de Hjelsta. Y de éstos fueron naciendo todos los que habían llegado a reunirse allí. Ahora había cisnes de su familia en varios de los golfos del Mälar, así como en Tâkern y en el lago de Hornberg. Los cisnes de la bahía de Hjelsta estaban muy orgullosos de ver a su familia propagándose de lago en lago.

Los patos silvestres habían descendido al oeste de la bahía, y Okka inició seguidamente su nado hacia los cisnes. El mensaje habíale causado mucha sorpresa, pero teniéndolo como un gran honor no podía dejar de prestarles su ayuda por nada del mundo.

Ya cerca de los cisnes miró hacia atrás para ver si los patos que la seguían nadaban a distancias iguales y en línea recta.

—Ahora nadad vivamente y bien —dijo a todos—. No miréis a los cisnes como si no hubierais visto jamás nada bello y no os preocupéis de lo que os puedan decir.

No era la primera vez que hacía una visita al viejo rey y a la reina de los cisnes. La habían recibido siempre con la distinción a que tenía derecho un pato tan notorio y que había viajado tanto. No obstante, resistíase a cruzar entre todos los cisnes que formaban su acompañamiento. Jamás considerábase tan pequeña, gris y humilde como cuando estaba con ellos, y a su paso les había oído más de una vez llamarle raro y pobre animal; pero, prudentemente, nunca se había dado por aludida.

Esta vez todo parecía marchar conforme a su deseo. Los cisnes se apartaban deferentemente y los patos silvestres nadaban como en una avenida en la que los grandes pájaros, blancos y sedosos, abrían calle. Estaban verdaderamente hermosos cuando extendían sus alas como velas para presentarse más bellos ante los visitantes. No hicieron ninguna manifestación de desagrado y Okka no salía de su asombro ante su comportamiento.

«El rey ha debido darse cuenta de sus modos incorrectos y les habrá llamado la atención para que sean corteses», pensó para sí Okka.

Más, de repente, descubrieron los cisnes al pato blanco que nadaba el último de la larga fila. Un murmullo de sorpresa y de despecho se escapó de los cisnes, que, con su delicadeza de modales, comenzaron a agitarse.

—¿Cómo es eso? —gritó uno—. ¿Es que los patos silvestres tratan de llevar también plumas blancas?

—¡No vayan a imaginar que con eso van a ser cisnes! —añadió otro.

Y todos gritaban más y mejor, haciendo gala de sus voces fuertes y sonoras. Imposible resultaba convencerles de que era un pato doméstico el que les acompañaba.

—Ese debe ser el rey de los patos, en persona.

—¡Qué insolencia!

—Eso no es un pato, es un ánade doméstico.

Los gritos se cruzaban; el gran pato blanco, recordando la orden de Okka, se hacía el sordo y nadaba todo lo rápidamente que podía. Los cisnes, cada vez más exasperados, volvíanse agresivos.

—¿Qué es esa rana que lleva a la espalda? —preguntó uno—. Los patos creían, sin duda, que no reconoceríamos que esto es una rana vestida de hombre.

Los cisnes, tan bien alineados al principio para dejar paso a los patos, agitábanse y nadaban en todas direcciones, empujándose para ver mejor al pato blanco.

Okka había llegado justamente frente al rey de los cisnes y se disponía a informarse sobre la ayuda que se había solicitado de ellos, cuando el rey observó la agitación que dominaba entre los suyos.

—¿Qué ocurre? ¿No he ordenado que os mostréis amables con los patos? —dijo con voz desabrida.

La reina partió para apaciguar a su pueblo y Luz-del-Día volvióse de nuevo hacia Okka. Pero la reina volvió al punto, poseída de verdadero enojo.

—Hay un pato blanco allá —gritó—. Esto es vergonzoso. No me asombra que se revuelvan los nuestros.

—¡Un pato silvestre blanco! —exclamó el rey—. ¡Qué locura! No hay ninguno. Tú has debido equivocarte.

En torno del pato los empujones habían llegado al límite. Okka y los otros patos trataban en vano de nadar hacia él. Entonces el viejo rey, que era más fuerte que todos, se lanzó adelante, apartando los cisnes y abriéndose camino hacia el pato. Pero cuando vio al gran pato blanco, montó en cólera como los demás cisnes. Furioso, se precipitó sobre el pato y le arrancó dos plumas.

—Esto te enseñará, pato, lo que cuesta venir a donde están los cisnes, ataviado de esa manera —gritó.

—¡Echa a volar, pato, echa a volar! —ordenóle Okka, comprendiendo que los cisnes le arrancarían hasta su última pluma.

—¡Echa a volar, pato, echa a volar! —gritó también Pulgarcito.

Pero el pato, cercado por los cisnes, no tenía bastante sitio para extender las alas. Por todas partes le tendían los cisnes sus vigorosos picos para desplumarle.

El pato defendíase como podía, dando picotazos a diestro y siniestro. Los patos atacaron también a los cisnes, pero el resultado del combate no hubiera sido dudoso, de no recibir los patos un refuerzo inesperado.

Una curruca, que veía lo que estaba sucediendo, lanzó un agudo piído como el que sirve a los pajaritos para advertir la presencia de un gavilán o un halcón. Apenas hubo lanzado el mismo piído por tercera vez, todos los pequeños que volaban por allí lanzáronse como flechas, en forma de un enjambre ruidoso, hacia la bahía de Hjelsta.

Los débiles pajarillos lanzáronse sobre los cisnes. Les picoteaban los oídos, les cegaban con sus alitas y les hacían perder la cabeza, gritándoles:

—¡Tened vergüenza, cisnes! ¡Tened vergüenza, cisnes! El ataque de los pajarillos fue de corta duración; pero cuando ya habían escapado y los cisnes pudieron reponerse de la sorpresa, los patos silvestres habíanse echado a volar hacia la otra ribera.

EL NUEVO PERRO GUARDIAN

Afortunadamente para los patos, los cisnes eran demasiado soberbios para perseguirles. Así es que pudieron dormir con toda tranquilidad en un campo convertido en cañaveral.

En cuanto a Nils Holgersson, era tan grande el hambre que sentía, que no podía cerrar los ojos.

—Es preciso que yo encuentre algo que comer —se decía.

En este tiempo de inundación no era difícil encontrar un barquichuelo para ganar la orilla próxima. El muchacho saltó sobre una tabla que las olas habían empujado hacia los cañaverales, y provisto de un pequeño palo logró navegar perchando hacia tierra.

La alcanzaba ya, cuando oyó cierto chapoteo a su lado. Mantúvose quieto un momento, ojo avizor, y no tardó en descubrir un cisne hembra que dormía en su gran nido, a escasos metros de distancia. Vio también una zorra que se adentraba por el agua con el propósito de sorprenderle.

—¡Ea, ea! ¡Todos de pie! —gritó Nils. Y con la percha dio varios golpes sobre el agua. El cisne dio un salto, pero la zorra hubiera tenido tiempo, de atraparle, de no haber preferido lanzarse sobre el muchacho.

Nils vio venir la zorra y echó a correr a la desesperada. Ante él extendíanse extensos y continuados campos. Ningún árbol al que poder subir, ningún boquete donde guarecerse; no tenía más remedio que escapar como pudiera de la persecución. El chicuelo corría bien, pero comprendió que no podía habérselas con la zorra.

Felizmente, era corta la distancia que le separaba de dos pequeñas cabañas cuyas ventanas estaban iluminadas. Nils corrió hacia la luz, convencido de que la zorra podría alcanzarle por el camino. La zorra iba a echarle la pata encima; pero Nils se escabulló con un brusco ademán. La zorra perdió con esto un poco de tiempo y en este instante tuvo Nils la suerte de tropezar con dos hombres que volvían del trabajo.

Los dos hombres parecían fatigados. No hubieran visto a la zorra ni al muchacho, aunque ambos hubiesen pasado ante sus narices. Nils no se creyó obligado a pedirles socorro. Contentábase con seguirles muy de cerca, creyendo que la zorra no se atrevería a aproximarse a los hombres.

Éstos caminaron hasta llegar a una de las cabañas, donde entraron. Nils proyectaba seguir tras sus pasos, pero ya a la puerta vio un grande y temible perro guardián, muy peludo, que avanzó al encuentro de su amo. Esto le hizo cambiar de idea, quedando a la parte de afuera.

—¡Escucha, perro guardián! —dijo en voz baja, una vez hubieron cerrado la puerta los hombres—. ¿Quieres ayudarme a atrapar una zorra?

El perro guardián tenia la vista cansada; habíase hecho muy arisco y perverso a fuerza de permanecer atado. A las palabras de Nils respondió con un ladrido furioso:

—¿Atrapar una zorra? ¿Quién eres tú para a burlarte de mí? Acércate más y te enseñaré a no burlarte de mí.

—No temo acercarme —respondió Nils, corriendo hacia él. Al verle, quedóse el perro tan estupefacto que no pudo decirle palabra—. Yo soy el que llaman Pulgarcito y que acompaña siempre a los patos silvestres. ¿No has oído hablar de mí?

—Creo, en efecto, que los gorriones han gorjeado algo referente a ti —dijo el perro—. Parece que has hecho grandes cosas.

—He tenido, realmente, mucha suerte hasta aquí —respondió el muchacho—; pero este vez puedo darme por muerto si tú no me salvas. Me persigue una zorra, que se ha ocultado detrás de este casa.

—Ya la olfateo —respondió el perro—. Pronto saldrás de éste peligro.

El perro comenzó a gruñir y ladrar, llegando todo lo lejos que le permitía la cadena.

—Ya no aparecerá por aquí en toda la noche —dijo contento de sí mismo y volviendo al lado de Nils.

—Es preciso hacer algo más que ladrar para comerse esa zorra —respondió Nils—. Va a volver y yo me he prometido que tú la cogerás.

—Te burlas de mí —dijo el perro.

—Vamos a tu garita y te expondré mi plan.

El muchacho y el perro entraron en la garita. Pasó un momento, durante el cual se les oyó cuchichear.

Algunos minutos después, la zorra avanzaba el hocico tras una de las esquinas de la casa. Como todo estaba en calma, se deslizó al corral. En busca del muchacho husmeó hasta cerca de la garita, y sentándose sobre sus patas, a una distancia prudente, se dio a reflexionar sobre el modo de hacer salir a Nils de su escondite. De repente sacó el perro su cabeza y gruñó:

—¡Vete, si no te muerdo!

—Estaré aquí hasta que quiera. No serás tú el que me haga levantar el campo —respondió la zorra.

—¡Vete! —gruñó el perro otra vez—. Si no será esta la última noche en que trates de cazar.

Pero la zorra no hizo más que reír con sorna y permaneció quieta.

—Yo sé muy bien hasta donde llega tu cadena —dijo.

—Ya te he advertido tres veces —aulló el perro saliendo de la garita—. ¡Tanto peor para ti!

Dichas estas palabras dio un salto y alcanzó la zorra sin ninguna dificultad, pues estaba suelto. El muchacho le había desprendido de su cadena.

Hubo algunos instantes de lucha; pero la victoria fue del perro; la zorra yacía en tierra, sin movimiento.

—Quieta, que si no te mato —gruñó el perro. Y cogiendo a la zorra con sus dientes por el cuello, la arrastró hacia su garita. El muchacho se aproximó con la cadena, la puso al cuello de la zorra y la sujetó bien. La zorra no se atrevía a hacer el menor movimiento.

—Creo, Esmirra, que serás un buen perro guardián —dijo Nils a guisa de despedida.