XIX.
LA GRAN LAGUNA DE LOS PATOS
LA LAGUNA SITUADA al oeste de Dagsmosa, y que fue en la antigüedad mucho mayor que hoy, se llama Takern. Hace algunos siglos creyeron que podrían cultivar la gran extensión de terreno que cubría e intentaron desecarla para hacer plantaciones. No consiguieron secarla toda, pero consiguieron que bajase tanto el nivel de sus aguas, que en ningún punto alcanza una profundidad mayor de dos metros y de trecho en trecho emergen gran numero de verdes islotes y sus orillas son tan fértiles para el crecimiento de juncos y cañas, que forman alrededor de la laguna espeso y alto muro, sólo franqueable cuando, a fuerza de penosos esfuerzos, se consigue abrir un paso o camino.
Si estos juncos cerraron el lago a la gente, ofrecieron, en cambio, un gran abrigo a toda clase de patos que allí anidan, que encuentran su alimento y crían a sus hijuelos.
La laguna de Takern es, sin duda, la mayor y mejor que en el país existe para abrigar a millares y millares de las diversas especies de palmípedos, los cuales pueden darse por dichosos con habitar este hermoso refugio, que no se sabe si podrán disfrutar mucho tiempo. El hombre no olvida que estas aguas cubren una de las mejores tierras laborables, así que, cuando él llegue, tendrán que abandonar su sitio las aves que allí se encuentran.
Cuando Nils Holgersson andaba rodando con los patos silvestres, había en la laguna de Takern uno al que llamaban Jarro. Era un pato jovenzuelo, que no había vivido más que un verano, un otoño y un invierno. Era ésta su primera primavera. Había regresado del norte de África y se encontraba una tarde jugando en la laguna con otros compañeros suyos, cuando un cazador disparó un par de tiros y Jarro fue alcanzado y herido en el pecho. Creyó morir, pero para no caer en manos de quien le hirió, hizo un esfuerzo y siguió volando sin rumbo, con el solo objeto de alejarse lo más posible de aquel sitio; pero las fuerzas le faltaron y fue a caer junto a la entrada de una alquería.
Salió de ella poco después un criado, que lo recogió del suelo; pero como quiera que Jarro ya no deseaba otra cosa que morir tranquilo, haciendo un esfuerzo, le dio un fuerte picotazo en el dedo para que le dejase allí. Al ver el criado que el pájaro estaba vivo, lo cogió con cuidado y se lo llevó a las habitaciones donde estaba la dueña de la finca, que era una mujer joven, de semblante afable, la cual tomó el pato de las manos del criado y, después de acariciar al pobre animal, le enjugó la sangre que corría por sus plumas. Lo observó minuciosamente y, al ver lo bonito que era con su plumaje tornasolado y cuello azul, le pareció una lástima dejarle morir y dispuso que se le arreglase un canasto, donde le acomodó.
Jarro al principio se esforzó por escapar, pero, al comprender que no querían matarlo, se instaló tranquilamente en su canasto, puesto por la dueña de la casa en un rincón de la cocina. Quedó dormido, pero algún tiempo después notó que algo suave le rozaba, y al abrir los ojos fue tal su terror, que estuvo a punto de desvanecerse. Se hallaba en presencia de algo mucho más terrible que el hombre y que las aves de rapiña. Ahora si podía darse por perdido. César, un perro de caza de pelo largo, lleno de curiosidad, le olisqueaba rozándole con su hocico. El pobre Jarro recordó que, siendo muy pequeño, oía gritar entre los juncos: «¡Qué viene Cesar! ¡Qué viene Cesar!», y su presencia era considerada como un presagio de muerte.
—¿Qué clase de bicho eres? —le preguntaba César, con el sonido gutural que en los perros corresponde al ladrido—. ¿Cómo te lo has arreglado para llegar hasta aquí? ¿No tienes tu sitio allá, entre los juncos y cañaverales de la laguna?
Difícil le fue al pobre Jarro reunir fuerzas para poder contestar:
—No te incomodes conmigo porque yo haya entrado en esta casa. No es culpa mía, fui herido y fueron los hombres los que me colocaron en este cesto.
—¿Con que ha sido el hombre el que te trajo aquí? —replicó César—. Entonces no hay duda, que llevan la intención de curarte, por más que yo entiendo que harían mejor en comerte. En todo caso, no necesitas poner una cara tan asustada; aquí disfrutas de hospitalidad, puesto que ya no estamos en la laguna.
Y esto dicho, fuese César y se acostó junto a las brasas del hogar.
Una vez pasado el terror sufrido, cayó Jarro en profundo sueño y al despertar vio a su alcance un plato de avena cocida y agua. Aunque se hallaba muy débil, sentíase hambriento y al empezar a comer acercósele el ama de la casa, que le acarició con complacencia. Jarro durmióse tranquilo ante estas manifestaciones de afecto y durante varios días no hizo más que comer y dormir.
Una mañana, sintióse el pato Jarro tan fuerte, que saliendo del canasto dio algunos pasos; pero no bien había conseguido andar algún trecho cayó debilitado, quedando tendido en el suelo. El perro César, que se hallaba próximo, le recogió entre sus dientes. El pobre Jarro creyó que César iba a matarle y con gran extrañeza observó que sin hacerle ningún daño le condujo de nuevo al cesto.
Después de esto quedaron buenos amigos, se buscaban uno a otro y a diario pasaba Jarro algunas horas tendido entre las patas de César.
El mayor agradecimiento y confianza lo sentía el pato para con la dueña de la casa, a la que alargaba el cuello para acariciarla cuando ésta le extendía la mano con el alimento.
Jarro llegó a olvidar por completo el miedo sufrido y a cambiar el concepto en que antes había tenido a los perros y a las personas. Parecíale que eran buenos y cariñosos y llegó a amarles. Deseaba hallarse completamente recuperado para poder volar a la laguna y referir a sus jóvenes compañeros que sus antiguos enemigos no eran peligrosos y que no debían tener miedo alguno.
Había, sin embargo, en la casa un gato que, si bien no le causaba ningún daño, no podía trabar con él una buena amistad, porque se burlaba de él con frecuencia acusándole de estimar al hombre.
—¿Crees tú —le decía— que te cuidan porque te quieren? Ya verás como cuando engordes te retuercen el pescuezo; yo conozco a esa gente.
Jarro tenía, como todas las aves, un corazón sensible y sentimental y se entristecía en extremo cuando oía estas palabras. No podía concebir que el ama de la casa le matara, y mucho menos que pudiera hacerlo su hijo, un pequeñuelo que pasaba horas y horas junto a su cesto y con el que tenía la charla propia de un niño de su edad.
Cierto día en que Jarro y César se habían reunido, empezó el gato que se había colocado sobre el banco de la cocina, a hacer rabiar a Jarro, diciéndole:
—¿Qué haréis vosotros, patos, cuando la laguna se convierta en tierra de labor?
—¿Qué es lo que dices? —replicó Jarro, lleno de extrañeza.
—Si tú entendieses —siguió diciendo el gato— el lenguaje de los hombres, como César y yo, hubieses podido enterarte de que los que anoche estuvieron en casa hablaron de que la laguna Takern será desecada el año próximo, a fin de poder hacer plantaciones en su fondo.
—Eso no es verdad —dijo indignado el pato—. ¿Qué sería de nosotros al encontrarnos sin hogar y sin los medios de vida que allí tenemos? Que lo diga César, que nunca miente. —Y mirando al perro, le dijo—: Di que no ea verdad cuanto afirma el gato. —Pero César calló.
A este perro le sucedía lo mismo que a todos los de su especie. Nunca quieren reconocer que el hombre pueda hacer nada que no sea justo.
Ya en varias ocasiones se había tratado de desecar la laguna, sin que se llegase a hacerlo, y César, que conocía esto, pensó para sus adentros que se quedaría como estaba.
EL RECLAMO
Domingo, 17 de abril
Un par de días después se hallaba el pato Jarro tan completamente repuesto, que podía volar por toda la casa. Era objeto de muchas atenciones por parte de la dueña y de su hijo, que en seguida corrió al patio en busca de las primeras hierbas que allí crecieron. Por más que se hallaba lo suficientemente fuerte para volar en busca de la laguna, no deseaba separarse de las personas y no hubiese tenido inconveniente alguno en vivir siempre allí.
Pero un mañana temprano ordenó la dueña de la casa que se le pusiese un lazo que le impidiese volar. El criado que lo recogiera, se lo llevó a la laguna de Takern.
El hielo había desaparecido durante los días en que Jarro había estado enfermo y sobre las aguas cristalinas del lago destacábanse los islotes y la orilla cubierta por los brotes de juncos y cañas. Las aves acuáticas hallábanse, en su mayoría, de regreso.
El criado embarcó en un pequeño bote y puso en su fondo el pato, dirigiéndose hacia el centro de la laguna. Jarro, que ya se había acostumbrado a vivir junto a los hombres, dijo al perro César, que también les acompañaba, que estaba agradecido al criado por haberle llevado a la laguna, pero que no había necesidad de que le tuviese tan fuertemente atado por cuanto no tenía intención de escapar. El perro no contestó; hallábase meditabundo aquella mañana.
Lo que llamó la atención del pato fue que el criado llevase consigo la escopeta, por cuanto nunca pudo pensar que la buena gente de aquella finca disparasen contra los patos y mucho menos en aquella época, en que, según César, era tiempo de veda, por más que aquello no rezaba con él.
Pronto llegó el criado a uno de los pequeños islotes, que cubrían las plantas del lago; desembarcó, hizo un montón de juncos y se colocó tras él, mientras dejaba nadar a Jarro, siempre con las alas atadas y sujeto al bote por medio de una larga cuerda.
Jarro no tardó en ver a algunos de sus jóvenes compañeros con los que había nadado, y aunque se hallaban lejos, los llamó con sus gritos. Contestaron éstos y una hermosa bandada de pájaros dirigióse hacia el sitio donde Jarro estaba. Había comenzado a referir de qué modo tan raro fue salvado y a contar las bondades de los hombres, cuando un par de disparos hechos de cerca, derribaron a tres patos entre los juncos, lanzándose tras ellos César para recogerlos y llevárselos al criado.
Entonces comprendió el pobre Jarro que los hombres le habían salvado con el objeto de emplearlo como ave de reclamo. Tres compañeros suyos habían muerto por su culpa y hallábase tan afligido que creyó morir de vergüenza y dolor. Parecíale que hasta el mismo perro César le miraba con desprecio, y tanto era así, que ya de regreso en casa, no se acostó junto a él como otras veces.
A la mañana siguiente fue Jarro llevado nuevamente a la laguna y tratado como el día anterior; pero al observar que algunos compañeros dirigían su vuelo hacia él, empezó a gritar, diciéndoles:
—No os acerquéis, yo no soy más que un pájaro de reclamo; el cazador se encuentra escondido entre los juncos.
Y así consiguió que los patos no se pusiesen a tiro.
Aquel día el criado regresó sin haber cazado nada. El perro, no obstante, no parecía tan malhumorado como el día anterior y cuando hubo llegado la noche hizo como de costumbre, que el pato se durmiera entre sus patas delanteras.
Jarro, a pesar de ello, ya no se encontraba a gusto en aquella alquería. Le agobiaba la idea de que los hombres no le hubieran querido, y cuando la dueña de la casa o su pequeño se acercaban para acariciarle, metía el pico debajo del ala y parecía dormir.
Durante varios días más lleváronlo a la laguna, donde apenas llegado, comenzaba a gritar advirtiendo a sus compañeros del peligro que corrían. Una de estas veces, cuando con más fuerza gritaba, vio venir hacia él uno de esos nidos que sobre juncos flotantes construyen los cazadores, viendo con sorpresa que una leve figura de hombre, la más pequeña que había visto, se hallaba sobre el nido y le guiaba. Al aproximarse, le dijo:
—Estate listo para volar; pronto serás redimido.
Un momento después llegaron los juncos a su lado y al propio tiempo que una bandada de pájaros, volando a gran altura, llamaba la atención del criado, que, aun temiendo no alcanzarles, disparó dos veces contra ellos, saltó el pequeñín sobre el pato y rápidamente cortó con su pequeño cuchillo la ligadura de las alas, y tras esto, la cuerda que le sujetaba al bote. Saltó a su escondite y una vez seguro, díjole al pato:
—Escapa, echa a volar antes de que pueda cargar de nuevo y disparar contra ti.
El perro César, que había estado alerta, saltó rápido y consiguió atrapar a Jarro por el cuello, pero Pulgarcito le reconvino, diciendo:
—Si eres tan pundonoroso como pareces, no pretendas que un pato de buenos sentimientos sirva de reclamo para que maten a sus compañeros.
El perro gruñó al oír esto; pero pronto dejó su presa, diciéndole:
—Vuela y vete; eres demasiado bueno para servir de reclamo.
DESECACIÓN DE LA LAGUNA
Miércoles, 20 de abril.
El vacío que dejó el pato en aquella casa al huir fue muy sensible para todos, y, en particular, para el hijo de la dueña, Per Ola. El pequeñín tenía cuatro años y era hijo único. Nunca hasta entonces había tenido para sus juegos nada que le hubiese divertido tanto como el pato Jarro. Cuando supo que éste había vuelto a reunirse con los suyos, no pudo resignarse y pensó como se las arreglaría para que el pato volviese. Pidió a su madre que le acompañase para ir en busca de Jarro y convencerle de que volviese a su casa, pero la madre, como puede suponerse, no accedió a la petición. Sin embargo, no abandonó el pequeño su idea y, dos días después de haber desaparecido Jarro, salió con su madre al patio, donde solía quedarse solo jugando.
Al pasar la madre el umbral de la puerta, dijo, dirigiéndose al perro Cesar, que estaba tendido:
—Cuida del pequeño Per Ola mientras esté solo aquí.
César se encontraba de mal humor. Sabía que los labradores que tenían sus tierras junto a la laguna trataban seriamente de desaguarla, con lo que los pájaros se marcharían y ya no podría disfrutar del entretenimiento de la caza. Encontrábase tan preocupado con estas ideas, que no pensó en el chiquillo, el cual cayó en la cuenta de que, de no presentarse nadie que le detuviera, era la ocasión propicia para ir en busca de Jarro. Y así lo hizo dirigiéndose a la laguna. Apenas llegado, comenzó a gritar desde la orilla llamando al pato repetidas veces y, como este no compareciera, tomó la determinación de ir en su busca. Saltó a una barquichuela abandonada de puro vieja y cuyo fondo estaba cubierto de agua, pero no reparó en esto el pequeño. Como no podía utilizar los remos, se contentó con hacerla dar bandazos, con lo que la embarcación se separó de la orilla y fue arrastrada por el viento hacia el interior de la laguna. El chiquillo, sentado sobre la proa, seguía llamando a Jarro a grandes voces. El pájaro se percató, por último, de que lo llamaban y, al oír el nombre que tuvo entre las personas, comprendió que era el chiquillo de la casa, que había salido en su busca.
Se dirigió a él y, alegrándose haberle encontrado, púsose a su lado y se dejó acariciar, quedando ambos muy satisfechos de haberse vuelto a ver.
Apenas habían transcurrido unos momentos, descubrió el pato que la embarcación estaba casi llena de agua y corría peligro de hundirse.
El pato dio a entender al pequeño Per Ola que, como no podía volar ni nadar, era necesario ponerse a salvo de algún modo. Y echando a volar volvió al poco rato llevando sobre su lomo a Pulgarcito, que resultaba tan minúsculo que, de no haber sido por sus movimientos y palabras, hubiera podido creerse que era un muñequito. El pequeñín ordenó a Per Ola que empleara como pértiga una larga rama que había en el interior del bote, hasta ganar los juncales de un islote próximo. Apenas hubo llegado, saltó el muchacho a tierra y hundióse el bote sin otras consecuencias.
Asaltóle al punto el temor de que sus padres le castigaran y ya estaba próximo a romper en amargo llanto, cuando le distrajo la presencia de una bandada de patos, que le fueron presentados por Pulgarcito, el cual fue traduciendo cuanto decían y revelando sus nombres, con lo que Per Ola se distrajo y olvidó todo lo demás.
Entretanto, las gentes de la alquería, que habían echado de menos al pequeñín de la casa, empezaron a buscarlo por todas partes, aunque en vano, llegando hasta la misma laguna.
El perro César comprendió muy bien la que pasaba, pero, malhumorado, no se cuidó de poner a la gente sobre la pista. Algunos de los que llegaron a la orilla del lago, descubrieron la huella de las pisadas del pequeñín y la desaparición del bote, y tomando otras embarcaciones recorrieron la laguna en todas direcciones, sin encontrar vestigios del pequeño. Todos supusieron entonces que Per Ola habíase ahogado al hundirse el bote.
La angustiada madre vagó hasta bien entrada la noche por la orilla del lago, pudiendo oír como los patos y millares de aves se llamaban, se reunían y entendían sus lamentos y exclamaciones de alegría, tales como pudieran expresar las mismas personas. Y su pena la indujo a pensar en la que aquellas aves manifestaban por la próxima desecación de la laguna, que las obligaría a dejar el sitio predilecto de sus hijuelos, a perder su rico sustento y aun la vida.
La madre, que no había perdido la esperanza de encontrar a su hijo, dióse a pensar que lo sucedido fuese un aviso del cielo, por cuanto al siguiente día debía resolverse el asunto de la desecación del lago. Impresionada por esta creencia corrió en busca de su esposo, y al referirle sus ideas tuvo el consuelo de ver que también las compartía. Y por más que el solo hecho de cubrir la laguna representase aumentar en un doble la extensión de su finca, convinieron en hablar con los interesados para manifestarles que la laguna quedaría como estaba, porque renunciaban a enmendar los planes a la sabia naturaleza.
El perro César, que, tendido en la habitación y con la cabeza levantada había escuchado atentamente la conversación que sus amos sostuvieran, levantóse de repente y agarrando con sus dientes la falda de la señora, comenzó a tirar hacia la puerta. El ama quiso en un principio desasirse del perro; pero al ver que éste insistía en su propósito, exclamó:
—César, ¿sabes acaso dónde está mi hijo?
Y abriendo la puerta corrió tras del perro, y llegados que fueron a la orilla del lago experimentaron gran contento y sobresalto al oír que el niño lloraba, aguas adentro.
El pequeño Per Ola, que había pasado un gran día con Pulgarcito, Jarro y los demás pájaros, empezó a llorar al sentir los retortijones del hambre y el miedo a la obscuridad. Y por esto fue tanta su alegría al ver que sus padres, acompañados del perro César, llegaban en su busca.