XXXI
LA NOCHE DE LA SANTA VALBORG
Sábado, 30 de abril
HAY UN DÍA que los niños esperan casi con la misma impaciencia que la Nochebuena: es la noche de la Santa Valborg, durante la cual suelen encender grandes hogueras al aire libre.
Varias semanas antes los chicos y chicas no piensan más que en almacenar madera para las hogueras de la Santa Valborg. Van al bosque a recoger haces de leña y piñas, a buscar virutas al taller del carpintero y trozos de corteza y troncos nudosos donde trabajan los leñadores. Todos los días asedian al tendero pidiéndole los cajones viejos; si alguien ha podido hacerse con un tonel de alquitrán vado, lo guarda como un tesoro y no lo muestra hasta el momento en el que va a ser arrojado a la fogata. Las estacas en las que se apoyan y trepan los guisantes y habichuelas, se ven en peligro, así como las vallas derribadas por el viento, las herramientas rotas y los secaderos de heno olvidados en los campos.
Llegada la ansiada noche, los niños de cada lugar recogen ramas, troncos y cuantos objetos combustibles hallan a mano, y forman grandes montones, que después hacen arder sobre las colinas o junto a algún lago. En algunos lugares se encienden dos, tres o más hogueras, lo que suele obedecer, ya a que los chicos y chicuelas no llegaron a un acuerdo en cuanto a la aportación del combustible o ya también a que los niños que habitaban en la parte sur de un pueblo, querían la hoguera hacia su lado, mientras que los del norte la querían hacia el suyo.
El montón de madera está dispuesto, generalmente, desde las primeras horas de la tarde, y los niños se pasean a su alrededor, provistos sus bolsillos de cajas de cerillas, en espera de que sobrevenga la obscuridad de la noche. La claridad del día se prolonga terriblemente en esta época del año en la Dalecarlia. A las ocho de la tarde apenas si ha comenzado el crepúsculo. Queda uno transido de frío y se siente molesto cuando se pasea por las afueras en estas frías primeras jornadas de primavera. Como la nieve se ha fundido en los campos y las tierras quedan al descubierto, casi hace calor cuando el sol cae de lleno a mediodía; pero la foresta está nevada aun, los lagos están cubiertos de hielo y por la noche desciende la temperatura a varios grados bajo cero. Por esto ocurre que allá y acullá surja alguna hoguera antes de tiempo. Pero sólo proceden así los niños más pequeños o los más impacientes. Los otros esperan a que cierre la noche para que las fogatas luzcan.
Al cabo llega el deseado instante. Está allí hasta el que ha aportado el más leve ramaje, y el muchacho de más edad enciende un hachón de paja que sepulta bajo la madera. Surgen las llamaradas; se oye crepitar el ramaje; las ramas más finas enrojecen y se hacen transparentes, el humo se eleva en espirales negruzcas e imponentes. Al fin se eleva la llama hasta la cumbre, alta y clara, y se agita a varios metros en pleno aire; se la distingue en todo el contorno.
Entonces los niños sólo tienen tiempo de mirar a su alrededor. ¡He allí una hoguera! ¡Mira allá otra! Brilla una sobre la colina, allá abajo, y otra en la cima de la montaña. Todos esperan que su hoguera sea la más grande y más bella; tienen miedo de que la suya no sobrepase a las otras y a última hora corren aun hacia sus casas a implorar de sus padres algún trasto viejo o unas tablas de madera que quemar.
Cuando el fuego está en todo su apogeo, las personas mayores, sin faltar los viejos, acuden a contemplarlas. La fogata no sólo es buena para ser vista, sino que, además, esparce un calor muy agradable en la noche fresca, y por esto se van colocando todos sentados sobre las piedras próximas. Permanecen allí con los ojos fijos en la fogata hasta que alguien tiene la idea de hacer un poco de café, puesto que se tiene tan buen fuego. Y a veces, mientras el agua del café hierve, no falta quien refiera una historia, y cuando acaba uno otro comienza.
Las personas mayores sólo piensan en el café y las historias, mientras que los niños no tienen otra idea que la de hacer llegar muy alto el resplandor de su hoguera y hacer durar el fuego todo lo posible. ¡Ha tardado tanto en llegar la primavera con el deshielo y la fusión de las nieves! Los niños creen contribuir a ello con sus hogueras, porque de lo contrario tal vez se retrasaran los brotes y no se abrieran las hojas.
* * *
Los patos silvestres habían descendido sobre el hielo del lago de Siljan para dormir y como el viento que venía del norte a lo largo del lago era glacial, Nils se había refugiado bajo el ala del pato. Apenas cerró los ojos despertóle el estampido de un tiro de escopeta. Se asomó por debajo del ala y miró en torno suyo, muy asustado.
Sobre el hielo todo estaba en calma. Era buen ojeador y no veía nada que le indicara la presencia de los cazadores. Pero, al mirar hacía las riberas del lago, quedó desvanecido y creyó en una visión fantástica como la de Vineta o la del jardín encantado de la isla de Djulö.
Por la tarde habían atravesado el lago, volando varias veces antes de decidirse los patos a pasar allí la noche. Mientras volaban le habían mostrado varias iglesias y aldeas situadas en las proximidades del lago. Había visto Leksand, Rattvik, Mora y la isla de Sollerö. Toda aquella región le había parecido dulce y sonriente, en mayor grado de lo que hubiera podido creer. No había nada siniestro ni aterrador.
Más de pronto, he aquí que en medio de la noche, y en la misma orilla, surge una corona de hogueras. Las veía alumbrar en Mora, al norte del lago, en las orillas de la isla Sollerö, en Vikarbyn, en las alturas, sobre la aldea de Sjurberg, en la punta de tierra sobre la que se eleva la Iglesia de Rattvik, sobre la montaña de Lerdalen, sobre todas las colinas y salientes de Leksand. Contó más de cien hogueras, sin adivinar el significado que aquello pudiera tener, si bien lo atribuía a arte de magia.
Los patos silvestres fueron también despertados por la detonación; pero Okka, viendo al punto lo que pasaba, dijo:
—Son los hijos de los hombres que se divierten.
Y los patos no tardaron en dormirse con la cabeza bajo el ala.
Nils permaneció largo rato contemplando las hogueras que ornaban la ribera como una larga cadena de eslabones de oro. Sentíase atraído por la luz y el calor como un mosquito, y de buena gana se hubiera aproximado a las fogatas. Oía una detonación tras otra, y comprendiendo que esto no constituía ningún peligro, sentíase sugestionado por todo aquello más y más. Las gentes de allá abajo que se movían en torno de las hogueras mostrábanse tan contentas, que no bastándoles con gritar y llamarse unos a otros, recurrían a sus escopetas. Y lo más bonito era que alrededor de una hoguera que resplandecía en lo alto de una montaña, lanzábanse al aire cohetes, voladores. La hoguera era ya grande y hermosa y sus llamas subían a gran altura; pero la querían todavía mayor; la alegría de aquellas gentes hubiera sido que la hoguera llagara hasta el cielo.
Nils se aproximó poco a poco a la orilla y de súbito llegaron a sus oídos las notas de un canto. Entonces echó a correr.
En el fondo del golfo de Rattvik hay un largo embarcadero que avanza hada el agua; en su parte extrema había un grupo de cantores; sus voces repercutían en la paz nocturna del lago. Se hubiera dicho que la primavera dormía, como los patos silvestres, sobre el hielo del lago Siljans y querían despertarla.
Comenzaron cantando: «Conozco un lejano país del norte»; y acabaron por: «En Dalecarlia vive, en Dalecarlia vive todavía» y «Cuando el hermoso verano…». Como en el embarcadero no brillaba hoguera alguna, los cantores no podían ver a cierta distancia. Pero, al conjuro de aquellas notas, surgía ante ellos y ante todos la imagen de su país, más luminosa y dulce que la luz del día. Parecían querer encantar a la primavera.
¡Mira la tierra que te espera!
¡Mira qué hermosa! ¿Y no vendrás
en nuestra ayuda? ¿Dejarás
que otra invernada traicionera
hiera a la tierra que te espera?
Mientras duró el canto, Nils Holgersson prestó oído atento; al terminar, siguió corriendo hacia tierra. Una hoguera resplandecía sobre la arena de la orilla. Se aproximó tanto, que pudo ver a su antojo a los hombres que estaban, sentados o de pie, cerca de la pira. Pensó de nuevo si aquello no sería un milagro. Jamás había visto gente vestida de tal modo. Las mujeres llevaban cofias negras y puntiagudas como cucuruchos, chaquetillas cortas de cuero blanco, pañoletas rameadas al cuello, corsés de seda verde y jupas negras, cuya pechera estaba adornada con rayas blancas, rojas, verdes y negras. Los hombres cubríanse con sombreros bajos y redondos y vestían blusas azules muy largas, cuyas costuras estaban ribeteadas de rojo y pantalones de cuero amarillo sujetos a las rodillas por cintas encarnadas, de las que pendían unas bolas de lana. Por su manera de vestir vio Nils que aquella gente no se parecía a los habitantes de las otras provincias; tenían un aspecto más atrayente y noble. Nils recordaba los trajes que su madre guardaba en el fondo del cofre grande y que no llevaba nadie en Escania desde hacía mucho tiempo. ¿Le era dado, acaso, el don de ver a las gentes de otros tiempos, a las que habían vivido cien años antes?
Esto no fue más que una idea que le pasó por la mente; Los hombres y mujeres que había ante él, estaban vivos y muy vivos; pero los habitantes de la Dalecarlia han guardado tanto de su pasado en el lenguaje, en sus costumbres y en sus trajes, que no tenía por qué asombrarse de su breve ilusión.
Relataban los viejos cosas de su juventud y recordaban las grandes caminatas que tuvieron que hacer en busca del pan de la familia. De todos estos relatos, el que más impresión le causó fue el que refirió una vieja y que es como sigue:
«Mis padres tenían un pequeño campo en Osterbjönka; pero éramos tantos hermanos y los tiempos eran tan malos, que cuando cumplí dieciséis años tuve que abandonar mi casa. Éramos unas veinte chicuelas las que salimos de Rattvik, dispuestas a buscar en Estocolmo dónde servir. Fue el 14 de abril de 1845; como provisiones llevaba en un saco algunos panes, un pedazo de ternera y un poco de queso. Unas cuantas monedas de cobre eran todo mi capital para el viaje. Entregué a un ordinario una muda de ropa y otras provisiones que me habían dado y a pie salimos de Falun y emprendimos el camino.
»Solíamos andar tres o cuatro millas cada jornada y tardamos siete días en llegar a Estocolmo. No era como en los tiempos actuales, en los que nuestras chicuelas toman cómodamente asiento en el tren y llegan a Estocolmo en nueve horas.
»Cuando llegamos oímos que la gente se decía una a otra, a nuestro paso: “Ahí va un regimiento”, tal era el ruido que armábamos con nuestros zapatos de tacón ancho, en los que el zapatero había clavado más de quince clavos, clavos que nos hacían resbalar y caer, por no estar acostumbradas al empedrado de la capital.
»Nos instalamos en la posada del Caballo Blanco, y era natural que sintiese deseos de ganar pronto algo, por haber disminuido en un tercio las monedas que tenía. Una de mis compañeras me dijo que fuese a ver a un profesor de equitación para ver si me admitía a su servicio. Me admitió por cuatro días para cavar y plantar su huerto, asignándome diariamente una corona, sin manutención. Poco podía hacer con esta cantidad; pero las pequeñuelas de los señores de la casa, que se fijaron en lo demacrada que yo estaba, cuidábanse de proporcionarme comida, que sacaban de la cocina, con lo que llegaba a saciarme. Luego estuve en casa de una señora que vivía en la calle de Norrland, donde encontré tan mal alojamiento que los ratones comiéronse mi corpiño y el pañuelo que me anudaba al cuello. Allí trabajé catorce días tan sólo, teniendo que volver a casa con un capital que no pasaba de dos coronas. En mi camino atravesé Leksand y dormí un par de días en un caserío llamado Ronnas, donde la gente era tan pobre que no comía más que gachas de harina de avena, mezcladas con cortezas de árboles molidas.
»Aquel año fue malo en realidad, pero aun fue peor el siguiente. Tuve necesidad de salir de nuevo, porque, de no haberlo hecho, mis padres no hubiesen podido comer.
»Marché luego a Hudiksvall, con un morral a la espalda, en el que llevaba mi comida. Creí poder encontrar trabajo en las faenas del campo, lo que me costó mucho de conseguir porque aun no había sobrevenido el deshielo, y puedo aseguraros que experimenté hambre y fatiga. Hasta el mes de julio no pude trabajar en los huertos de la ciudad. Sentía un vivo deseo de volver a casa; pensaba siempre en mis hermanitos; si me daban para el café dos terrones de azúcar, guardaba uno para ellos, y así mismo algún bollo que otro. Mis zapatos se habían roto y para no invertir dinero en otros y conservar mis ahorros, anduve descalza hasta llegar a casa.
»Las chicas de ahora lo pasan mejor, y hay que dar gracias a Dios que os depara ese bien. Las jovenzuelas de Dalecarlia tenían necesidad, en aquellos tiempos, de marchar a la capital para ganarse el sustento, y allí trabajaban, ya en los huertos, ya también como remeras de las embarcaciones que navegan entré los islotes, con lo que conseguíamos llevar algún dinero a nuestros queridos padres, que sin esto no hubiesen podido vivir, por ser muy reducido el terreno que cultivaban. En ocasiones comíamos pan hecho de cebada y paja muy triturada, tan difícil de engullir, que se hacía preciso beber agua a cada bocado. En la capital contraje relaciones con un hombre, en cuyo corazón no hubo nunca falsía, y cuando hubo hecho suficientes ahorros nos casamos. A nuestro matrimonio siguió la alegría algunos años, pero, desgraciadamente, no fueron muchos. En 1873 murió mi esposo y quedé con cinco pequeños hijos; pero no lo pasé tan mal, por cuanto los tiempos en Dalecarlia comenzaban a ser mejores y había patata y granos en abundancia. La diferencia entre estos y aquellos tiempos es grande. Compré unos pedazos de tierra y tuve mi casita propia. Así pasaron los años y los pequeñuelos hiciéronse mayores, y hoy, a Dios gracias, lo pasan bien, sin sospechar cuan escaso anduvo el pan cuando su madre era joven».
La abuela calló al decir esto. El fuego habíase casi extinguido y todos se levantaron, dando por terminada la velada.
El pequeño Nils volvió al hielo en busca de sus compañeros, alegre de oír los cantos de aquella gente que ensalzaban el honor y la fidelidad de los moradores de aquellas tierras, a pesar de su pobreza; cantos que terminaban en una estrofa que decía que los hombres poderosos encontraron el mejor apoyo en los hombres que con frecuencia comían el pan mezclado con la corteza del pino.
Y con esto recordó Nils algo que había oído referente a la historia del rey Gustavo Vasa.