XXV.
EL DESHIELO
Jueves, 28 de abril
ERA PRIMERA hora de la mañana. Los dos pequeños esmalandeses, Asa, la guardadora de patos, y el pequeño Mats, caminaban por la carretera que de Sudermania conduce al Narke. Esta carretera se extiende a lo largo de la ribera sur del lago Hjelmar, y los niños contemplaban el hielo que aun cubría la mayor parte del lago. El sol de la mañana esparcía su claro resplandor y el hielo no tenía el aspecto sombrío y engañador que tan frecuentemente ofrece durante la primavera; lucía blanco y atrayente. En toda la extensión que dominaba la mirada parecía firme y seco. La lluvia que cayera la víspera abundantemente, habíase derramado por las hendiduras y los hoyos del camino, siendo absorbida por los hielos. Los niños no veían más que una espléndida superficie de hielo.
Asa, la guardadora de patos, y el pequeño Mats, caminaban hacia el norte pensando en los muchos pasos que se ahorrarían si pudieran atravesar el gran lago en vez de darle la vuelta. No ignoraban los peligros que ofrece confiarse al hielo de la primavera, pero el que estaban viendo parecía completamente sólido. Fijábanse también en que había trazado un camino y que la otra orilla del lago parecía tan próxima que bastaría una hora de caminata para alcanzarla.
—¡Intentémoslo! —propuso el pequeño Mats—. Sólo con que procuremos no caer en ningún agujero creo que podremos llegar muy bien.
Se aventuraron a través del lago. El hielo no estaba muy resbaladizo y se mantenía firme bajo los pies. Sin embargo, había un poco más de agua de lo que imaginaban; a trozos presentábase el hielo poroso y dejaba pasar el agua con cierto glogloteo. Estos eran los escollos que había que evitar, pero nada más fácil en pleno día y bajo tan hermoso sol.
Los niños avanzaban rápidamente, sin experimentar fatiga, felicitándose de la buena ocurrencia de atravesar el lago, lo que les permitía evitar un gran rodeo por caminos reblandecidos por la reciente lluvia.
Habían llegado cerca de la isla de Vinöd. Una vieja mujer que les vio desde su ventana salió a toda prisa, haciéndoles señales desesperadas con los brazos y diciendo algo que no entendían. Sin embargo, comprendieron que la mujer les indicaba la conveniencia de no continuar su camino. Pero ellos, que estaban sobre el hielo, veían mejor que nadie que no corrían ningún peligro. Hubiera sido una cosa estúpida abandonar tan buen camino.
Al pasar la isla apareció ante ellos una vasta extensión de dos o tres leguas por lo menos; por allí había ya lagunas tan grandes que era preciso bordearlas; y encontraron una diversión en ver cuál de los dos daba mejores pasos. No sentían hambre ni fatiga. A veces, mirando a la otra orilla, asombrábanse de verla todavía tan lejos a pesar de que llevaban caminando una hora larga.
—Creo que la orilla se aleja de nosotros —dijo el pequeño Mats.
En medio de esta gran llanura de hielo, nada había que pudiera protegerles contra el viento oeste que a cada minuto aumentaba su violencia y les plegaba los vestidos contra su cuerpo, de tal manera, que hacíales bastante penosa la marcha. Este viento frío y penetrante era el primer motivo de disgusto que encontraron.
Lo que les causaba un gran asombro era que el viento llegara con mucho ruido, como si trajera hasta allí el estruendo de un gran molino o de una fábrica. ¿De dónde podía llegar tal batahola?
Habían pasado a la parte izquierda de la gran isla de Valen y les parecía ya próxima la costa septentrional; pero al mismo tiempo iba haciéndose el viento más molesto y aumentaba el ruido casi ensordecedor que le acompañaba.
Hubo un momento en que creyeron que este ruido nacía de las olas que se estrellaban contra la ribera entre espumarajos de espuma. Pero ¿cómo había de ser esto posible si el lago permanecía helado?
Detuvieron el paso y miraron en torno de ellos. Entonces descubrieron a lo lejos, hacia el oeste, una blanca muralla de escasa altura que cortaba el lago de parte a parte. En el primer momento la tomaron como un montículo de nieve que bordeara un camino; pero no tardaron en comprender que aquello no era otra cosa que la espuma de las olas que se lanzaban contra el hielo.
Al ver esto cogiéronse de la mano y echaron a correr sin pronunciar palabra. El lago se había abierto allá abajo, en el oeste, y habíanse dado cuenta de que la línea blanca avanzaba rápidamente hacia el este. ¿Iría a deshelarse el lago por todas partes? Presentían la magnitud del peligro.
Ante su paso levantábase el hielo de improviso: se hinchaba y después se hundía, como si alguien lo empujara desde abajo. Al mismo tiempo oíase un golpe seco que partía del hielo y abríanse muchas grietas en todas direcciones. Las veían extenderse por la superficie.
Siguió un momento de calma y luego otra vez la hinchazón y el lento hundimiento de la capa de hielo. Las grietas convertíanse en hendiduras y el agua borbollaba a través de las mismas. Después, las hendiduras convertíanse en hoyos y el hielo iba reduciéndose a grandes bancos flotantes.
—Asa —dijo el pequeño Mats— esto es el deshielo.
—Sí, es el deshielo, pero aun podremos llegar a tierra. Corre, corre.
En efecto, al oleaje y al viento aun les quedaba mucho que hacer para desembarazar el lago de hielo. Lo más costoso había quedado hecho al abrirse la capa de hielo, pero los grandes bancos habían de quedar reducidos a pedazos y los pedazos desmenuzados, pulverizados, fundidos. Quedaban todavía grandes extensiones de hielo resistente y endurecido.
Lo que aumentaba el peligro para los niños era el no ver un vasto horizonte; les era imposible saber donde les cortarían el paso las ranuras recién abiertas. Corrían al azar y en vez de aproximarse se alejaban de la tierra. Extraviados, espantados ante el hielo que crujía y se fundía, detuviéronse al fin y echáronse a llorar.
En este momento pasó sobre sus cabezas una bandada de patos silvestres cortando el aire en vuelo rápido. Gritaban hasta ensordecer. Los niños creyeron oír en medio de este griterío unas palabras que decían:
—Id hacia la derecha, hacia la derecha, hacia la derecha. Siguieron este consejo, pero pronto detuviéronse de nuevo ante una gran laguna, indecisos.
Los patos gritaron nuevamente y los niños creyeron oír estas palabras:
—Esperad donde estáis; esperad donde estáis.
Los niños no contestaron, pero obedecieron. Los bancos de hielo no tardaron en unirse, facilitándoles el paso de este modo. Otra vez se dieron la mano para correr juntos. El extraño socorro que les prestaban los patos les infundía tanto temor como el peligro.
Cuando vacilaron de nuevo ante el camino a seguir, dijo la misma voz:
—Seguid adelante, seguid adelante.
Así continuaron durante media hora. Por último llegaron a la punta de Sunger y pudieron abandonar el hielo y ganar la orilla a través del agua poco profunda. Era tan grande el miedo que se había apoderado de ellos, que al llegar a tierra firme no se detuvieron a contemplar el lago donde las olas comenzaban a golpear los bloques de hielo.
Pasó un momento antes de que Asa se detuviera.
—Espera un poco aquí, pequeño Mats —le dijo—. Yo he olvidado una cosa.
Y al llegar corriendo a la orilla se puso a buscar en su zurrón y sacó un pequeño zueco, que colocó bien visible sobre una piedra. Tras esto corrió hacia su hermano.
Apenas hubo vuelto la espalda, un gran pato blanco descendió hasta la piedra y tras apoderarse del zueco se remontó rápidamente.