17

Corrieron a trompicones, rodeando los troncos de los árboles bajo el fresco aire de la mañana. A Billy le daba la sensación de algo surreal, enloquecido. Había pasado de estar disparando en la oscuridad a una sanguijuela monstruosa a estar corriendo por el bosque, con los pájaros trinando sus canciones matutinas y una ligera brisa que le alborotaba el cabello sucio y apelmazado. Siguieron adelante. Billy contaba en silencio hasta que llegó cerca de cero.

Se detuvo y miró a su alrededor mientras Rebecca también se detenía, jadeando pesadamente. Habían salido de los bosques y se hallaban en un pequeño claro, en lo alto de una colina desde la que se veía la parte este del bosque de Arklay.

—Aquí parece estar bien —dijo Billy. Tomó una gran bocanada de aire limpio y se estiró en el suelo; sus músculos lo agradecieron. Rebecca lo imitó, y unos segundos después la cuenta atrás llegó a su final.

La explosión fue devastadora; el suelo tembló y el fragor cubrió el bosque y se extendió sobre el valle que se abría más allá. Pasado un momento, Billy se sentó y observó las nubes de humo que se alzaban sobre la copa de los árboles. A pesar de lo agotado que estaba, a pesar del dolor, del hambre y el cansancio emocional, se sintió en paz al contemplar como el humo de aquel terrible lugar desaparecía en el nuevo día. Rebecca se sentó a su lado, también en silencio y con una expresión casi soñadora. No había necesidad de decir nada; ambos habían estado allí.

Billy se rascó la muñeca distraídamente al sentir un escozor, y las esposas cayeron al suelo, aterrizando sobre la hierba con un sonido apagado. Billy sonrió. En algún momento, la esposa suelta se debía de haber caído. Meneó la cabeza y pensó en lo bien que hubiera estado haberlas perdido doce horas antes. Luego las cogió y las lanzó hacia un grupo de árboles. Rebecca se puso en pie, le dio la espalda al humo y se protegió los ojos del sol.

—Aquél debe de ser el lugar del que hablaba Enrico —dijo. Billy se obligó a levantarse y se puso a su lado. Allá, a unos dos o tres kilómetros por debajo de su mirador, se veía una enorme mansión semioculta entre los árboles. Las ventanas centelleaban bajo la luz matutina y le daban una apariencia cerrada y vacía.

Billy asintió, y de repente no supo qué decir. Ella debía de estar deseando reunirse con su equipo. Y en cuanto a él…

Rebecca alargó la mano, le cogió las chapas de identificación y tiró con fuerza. La cadena se soltó. Rebecca se las ató a su delgado cuello mientras contemplaba la mansión.

—Supongo que ha llegado el momento de despedirnos —dijo.

Billy la miró, pero ella no le devolvió la mirada, sólo se quedó contemplando su nuevo destino, la silenciosa casa medio escondida entre los árboles.

—Oficialmente, el teniente William Coen está muerto —añadió Rebecca.

Billy intentó reír, pero no le salió.

—Sí, ahora soy un zombi —se burló, un poco sorprendido por la inesperada sensación de nostalgia que le oprimió el pecho.

Rebecca se volvió y lo miró a los ojos. Él vio sinceridad y compasión en ellos, y también fuerza. Vio que ella sentía la misma extraña añoranza, la misma vaga tristeza que había caído sobre él como una sombra.

Si las cosas hubieran sido de otra manera… Si las circunstancias no fueran las que son…

Rebecca hizo un ligerísimo gesto de asentimiento, como si le hubiera leído la mente y estuviera de acuerdo con lo que pensaba. Luego se irguió, alzó la cabeza, cuadró los hombros y lo saludó militarmente sin dejar de mirarlo a los ojos.

Billy imitó su postura, le devolvió el saludo y lo mantuvo hasta que ella bajó la mano. Sin mediar más palabras, Rebecca comenzó a alejarse y se dirigió hacia la ligera pendiente que descendía entre los árboles.

Billy la contempló hasta perderla de vista entre las sombras del bosque, luego se volvió y buscó su propio camino. Decidió que el sur podía estar bien y comenzó a andar, disfrutando del calor del sol en los hombros y del canto de los pájaros que le llegaba desde los árboles.