15

Caminaron sobre la represa bajo la luz naciente; el azul oscuro de las primeras horas fue dando paso a un gris pálido y desvaído que ocultó todas las estrellas a excepción de las más brillantes.

Rebecca caminaba en silencio junto a Billy y se fijó en que las nubes se iban deshaciendo. Iba a ser otro caluroso día de verano, aunque por el momento estaba esforzándose por no temblar de frío. Se sentía cansada, más de lo que recordaba haberlo estado nunca, pero sólo saber que esa noche eterna y horrible se acercaba a su fin, que llegaba un nuevo día, era suficiente para evitar que flaqueara.

Al final del camino sobre la represa había una corta escalerilla que daba a una puerta. La subieron, Billy delante, y entraron en la sala de turbinas; más pasamanos oxidados rodeando paredes de hormigón y más tuberías alineadas contra las paredes. Había dos puertas. La del norte llevaba a un almacén sin salida. La que daba al oeste estaba abierta y llevaba, a través de un largo corredor vallado, hasta otra puerta.

—¿Seguimos adelante? —preguntó Billy, y Rebecca asintió.

Seguramente sería otro callejón sin salida, pero quería retrasar lo más posible el tener que volver por donde habían venido. Ya habían contemplado suficiente muerte y destrucción; no les apetecía tener que volver a repetir.

Rebecca se detuvo mientras Billy avanzaba por el pasillo, y notó que la pesada puerta tenía un canto metálico. Estaba reforzada con acero y había un lector de tarjetas magnéticas junto a ella. Alguien había colocado un palo bajo la puerta para evitar que se cerrara.

Un palo mojado, pensó, mientras se agachaba para tocar la brillante madera. Cuando apartó la mano, finos hilos de babas se le pegaron a los dedos, estirándose desde el palo.

Durante un segundo, se le ocurrió la extraña idea de que, por alguna razón, las sanguijuelas habían abierto y bloqueado la puerta, pero la rechazó y se recordó que había sanguijuelas por todo el complejo. Se limpió la mano en el chaleco y alcanzó a Billy, que ya casi estaba llegando al otro extremo del pasillo mientras recargaba el Magnum.

La puerta no estaba cerrada con llave y Billy la empujó para abrirla. Otra entrada de cemento y metal que llevaba a otro corredor. Billy entró y suspiró. Rebecca lo imitó. ¿Llegarían alguna vez al final de ese lugar?

La sala olía como una playa con marea baja, aunque no podían ver nada desde la entrada porque la habitación quedaba fuera de su campo de visión. Habían dado dos pasos hacia el interior cuando oyeron el clic de una cerradura y la puerta se cerró a su espalda.

—¿Cerradura automática? —preguntó Rebecca, frunciendo el entrecejo.

Billy volvió a la puerta y accionó el pomo.

—Estaba cerrada antes, pero sin llave. No tiene sentido que se active la cerradura después de que entremos.

Entonces, Rebecca oyó algo, un sonido bajo que hizo que el corazón le diera un vuelco. El sonido aumentó de intensidad rápidamente y se convirtió en una risa profunda y seca que llegaba de la habitación que había más allá de la entrada.

Sin decir palabra, ella y Billy se apartaron de la puerta, apretaron las armas en la mano y rodearon la esquina…

Se quedaron de piedra al contemplar el vasto mar de vida que los rodeaba. Parecía cubrir cada centímetro cuadrado de pared y caía y se arrastraba por el techo y el suelo. Sanguijuelas, miles, cientos de miles de sanguijuelas. La sala era grande, alta y amplia, dividida por un pequeño corredor que discurría a lo largo de la pared del fondo. Varios incineradores se alineaban en una construcción central que se alzaba hasta el techo, y se veían llamas a través de varias aberturas en el metal. En la pared sur se hallaba una gran puerta metálica, al fondo de un pequeño vestíbulo, que parecía ser la única salida; y eso suponiendo que quisieran pasar por encima de todas esas sanguijuelas, a lo que Rebecca no se sentía nada dispuesta. El cavernoso espacio tenía dos niveles, una pasarela rodeaba la construcción central y una chimenea a un lado de la parte superior lanzaba una fulgor tembloroso sobre el mar negro y bullente que se extendía por todos los rincones de la sala. Sobre la pasarela, una figura solitaria, un joven alto y de hombros anchos, reía; su voz, fuerte y extraña, resonaba en el aire salado y pútrido.

—Bienvenidos —dijo sin parar de reír. Tenía una sanguijuela acurrucada en cada hombro y otras le recorrían el brazo extendido. Estaba rodeado de esas criaturas—. Me alegro mucho de que os hayáis unido a nosotros. Al fin y al cabo, esto será vuestro velatorio.

Rebecca se lo quedó mirando, demasiado sorprendida para hablar, pero Billy avanzó un paso y alzó la voz.

—Eres su hijo, ¿no? ¿O su nieto?

Rebecca supo inmediatamente de quién estaba hablando y se encontró asintiendo con la cabeza.

Claro…

—Correcto —asintió el joven, con una sonrisa amplia y maliciosa—. En cierto sentido, soy ambas cosas.

Hizo un gesto indiferente con los brazos y cambió, la transformación recorrió su cuerpo como si se tratara de agua o como un efecto cinematográfico. El largo pelo oscuro se acortó y se volvió blanco. Sus rasgos juveniles envejecieron y aparecieron líneas y arrugas; los ojos le cambiaron de color y las pupilas se le agrandaron. En segundos, ya no era aquel joven, aunque su sonrisa seguía siendo tan fría y brutal.

Le tocó el turno a Billy de callarse mientras Rebecca susurraba el nombre, incapaz de creer que no era otro truco, otra cara falsa.

—¿Doctor Marcus?

El hombre sobre la pasarela asintió y comenzó a hablar.

—Hace diez años, Spencer hizo que me asesinaran —comenzó. Los recuerdos fueron apareciendo en su mente de enjambre, los niños recordando por él. Las imágenes eran desenfocadas y oscuras, sin un color o una forma clara, pero las sensaciones eran tan marcadas como lo fueron el día que perdió la vida.

Había estado esperando el ataque durante algún tiempo, pero aun así lo había cogido por sorpresa. Estaba trabajando en su laboratorio mientas los niños jugaban en la balsa a sus pies, cuando la puerta se abrió de golpe. Luego hubo disparos, potentes y definitivos. Recordaba el dolor mientras caía de rodillas, apretándose los agujeros del pecho y del vientre, y también recordaba haber visto dos caras conocidas, las de los hombres que entraron en la sala, sus brillantes discípulos, sus mejores estudiantes, contemplándolo mientras exhalaba su último aliento. Albert Wesker y William Birkin, y ambos sonreían, ¡sonreían!

Recordaba la sensación de pérdida, la increíble rabia que se aferraba a su mente moribunda mientas su cuerpo caía, salpicando el agua de la balsa, y los niños iban de un lado a otro mientras todo se volvía negro.

Y entonces los recuerdos cambiaban, pasaban a ser los pensamientos de los muchos. Podía ver su propio rostro y su cuerpo, medio sumergido, pálido y feo por la muerte, pero querido, profundamente querido por la mente colectiva. Él había sido su dios, su creador y su maestro, su padre. Nadaron hasta él, se colaron reptando entre sus labios muertos, se removieron y se esforzaron por entrar en los agujeros que le habían abierto en su pobre carne.

Marcus siguió hablando, explicando a sus dos asombrados oyentes lo que tenían que saber y entender.

—Me dejaron para que me pudriera. Se llevaron mis notas y cerraron mi laboratorio para que el tiempo acabara con él. No lo entendieron. Tiempo era lo que hacía falta. Hicieron falta años para que se reconstruyera el virus-T dentro de mi reina, para que evolucionara… Y para que se convirtiera en la variante que creó lo que soy ahora.

Sonrió, disfrutando del mudo asombro de sus invitados, disfrutando de ese momento bajo el calor de su sorpresa.

—Así que tenéis razón. Soy Marcus, pero también soy el hijo de Marcus y su nieto, y cualquier otra extensión, cualquier otra progenie, la unión entre Marcus y su reina. Mi reina. Ella vive en mi interior. Ella canta a sus niños.

Ante la intensidad de su júbilo, de su triunfo, los niños fueron hacia él, le subieron por las piernas, recorrieron su forma más familiar, la de James Marcus. Él disfrutó de la sensación mientras se reía a carcajadas de la repulsión que veía reflejada en los rostros de sus dos jóvenes invitados. ¡Si ellos supieran! El fantástico éxtasis que sentía al ser parte del enjambre, al ser su líder y su seguidor. La muerte de Marcus lo había liberado, lo había hecho muy superior de lo que su vida humana nunca le hubiera permitido.

—Yo dejé escapar el virus —dijo—. El mundo sabrá ahora lo que Umbrella ha hecho. Lo que Spencer y su estúpida codicia han ideado. Umbrella arderá, pero Marcus será aclamado como un dios por lo que ha creado. Soy el arquetipo de un nuevo hombre, muy superior al viejo modelo de humanidad; el mundo me buscará, me rogará unirse al enjambre, unirse en una sola mente, ¡un ser todopoderoso!

El hombre, Billy, habló de nuevo, con una expresión de aborrecimiento en el rostro y la voz tensa de odio.

—Estás soñando. Estás enfermo, monstruo retorcido, seas lo que seas. Y es verdad que el mundo te buscará, pero sólo para matarte, ¡para acabar con tus delirios de locura!

¡Qué imbécil, qué prepotente en su propia estupidez! Sintió que una gran furia lo invadía y también a los niños, y empañaba su júbilo. Sentía que su cuerpo se estremecía de rabia.

—Ya veremos quién va a morir —dijo con voz temblorosa de furia, pero ya no era la voz de Marcus, se había vuelto a transformar en el joven, en la imagen que tenían los niños de Marcus de joven. Frunció el entrecejo, sin saber muy bien por qué había cambiado o cómo, él no lo había querido, no había cantado ni propiciado el cambio de forma.

Los niños lo cubrían, hinchados por su furia y desoyendo sus órdenes internas. Y por primera vez desde que había surgido de la balsa hacía unos pocos meses, desde que el enjambre le había dado su nueva vida, perdió el control sobre ellos. Los muchos no lo escuchaban, sólo querían caer sobre los intrusos, aplastarlos.

El joven sintió cómo le subían por la garganta, salpicando como bilis, lo ahogaban. Intentó aguantar, imponer su influencia, pero la furia era demasiado poderosa, lo abarcaba todo. Estaba cambiando, transformándose en algo completamente nuevo, y su lucha por el dominio se perdió en medio de esa nueva cosa.

¡La reina! Podía sentir su conciencia llenándolo, su poder creativo apoderándose de él, llevado por los niños a todas las partes de su metamorfosis. La reina quería matar, quería destruir a los dos humanos que se atrevían a juzgarla, y era mucho más fuerte de lo que Marcus hubiera imaginado.

La cosa que había sido Marcus no tuvo más remedio que rendirse para convertirse en el jugador más poderoso de todos. Convertirse en la reina.

Marcus comenzó a cambiar de nuevo, de una forma que pareció sorprenderlo a él mismo tanto como sorprendió a Billy. Las sanguijuelas comenzaron a salirle de la boca, ahogándolo. Salían por docenas en torrentes de babas y golpeaban el suelo como gruesas gotas de lluvia. Los ojos del joven estaban muy abiertos y su expresión se transformó en incredulidad mientras seguía atragantándose con la marea de sanguijuelas.

En cuanto llegaban al suelo, las criaturas se apresuraban a volver hacia el joven y le iban cubriendo el cuerpo, entrelazándose y anidando en él. Siluetas redondeadas se movían bajo su piel, lo perforaban y cambiaban la forma y la textura de su carne. Sus ropas desaparecieron mientras las sanguijuelas continuaban agolpándose y daban a su cuerpo una extraña apariencia gomosa. Sus brazos y piernas empezaron a ser como grandes masas de gusanos entrelazados. Su rostro se alargó y se ensanchó, mientras la piel se le rasgaba para mostrar estrías elásticas de tejido muscular violáceo, palpitante, que se volvía grueso y húmedo al cubrirse de una sustancia pringosa.

Junto a Billy, Rebecca ahogó un grito mientras la criatura Marcus perdía totalmente su apariencia humana. Todo su cuerpo estaba formado por gruesos gusanos negros, pegados por chorreantes redes de babas transparentes. También aumentó de tamaño. Todas las sanguijuelas cercanas se unieron a la multitud y añadieron masa y peso. Unos tentáculos largos y fibrosos, con el color de una inflamación o de una infección, le salieron de la espalda y empezaron a sacudirse como banderines en una ventisca.

—La reina —masculló Rebecca sin voz—. Se está haciendo con el control.

Billy apuntó a la creciente criatura con el Magnum. La cosa dio un gran salto y salió volando hacia arriba. Golpeó el techo con un fuerte sonido chapoteante y se quedó allí enganchada durante un instante mientras espesos fluidos chorreaban hasta el lejano suelo. Excepto por las cuatro extremidades, ya no era ni remotamente humano.

Billy disparó hacia el techo, pero la cosa ya no estaba allí; se había dejado caer al suelo frente a ellos y se condensó ligeramente al tocar la piedra, como un gigantesco juguete de goma. La cosa se estiró de nuevo y se alzó por encima de Billy y de Rebecca; sus oscuros tentáculos golpearon el aire alrededor mientras se acercaba a ellos, iba a por ellos.

Billy y Rebecca retrocedieron. El hombre sintió que sus botas resbalaban sobre el suelo al pisar algunas de las muchas sanguijuelas que aún lo cubrían, y oyó los suaves y desagradables estallidos de cada criatura al ser aplastada bajo sus botas. Rebecca lo agarró por el brazo y también estuvo a punto de caer al resbalar sobre la alfombra de cuerpos de sanguijuelas.

La muerte de sus horrendos niños tuvo un efecto inmediato. La reina retrajo sus tentáculos y lanzó un agudo gorjeo de lamento, algo nunca antes oído, un sonido que resultaba aún más horrible por ser completamente ajeno a este mundo. Todas las sanguijuelas de la sala fueron hacia ella inmediatamente. Al alejarse de los pasos asesinos de Billy y Rebecca, les dejaron el camino libre.

La reina sanguijuela continuó creciendo al irse añadiendo a ella los pequeños cuerpos de los niños, y su tamaño se duplicó en menos de un minuto. Billy lanzó una mirada sobre su hombro y vio que si dejaban que el monstruo les eligiera el camino, en un sentido literal, acabarían en un callejón sin salida, con la espalda contra la puerta cerrada por la que habían entrado.

En la parte sur de la habitación había otra puerta cerrada, situada en una especie de vestíbulo adosado. Un mar de sanguijuelas los separaban de ella, pero el mar se movía, dirigiéndose hacia el creciente monstruo reina-Marcus. Ésta parecía haberse olvidado de Billy mientras seguía juntando a su colmena y alcanzaba proporciones gigantescas con un movimiento continuo que siseaba como un líquido revuelto.

—Puerta sur —dijo Billy en voz baja mientras continuaban retrocediendo. Tenían que actuar deprisa y en ese mismo instante, o perderían su única oportunidad.

—¿Y si está cerrada con llave? —le susurró Rebecca como respuesta.

—Tenemos que arriesgarnos —insistió Billy—. Yo te cubro. A la de tres. Uno…, dos…, ¡tres!

Rebecca echó a correr mientras Billy disparaba una y otra vez contra el gigantesco cuerpo hinchado de la reina. Ésta gritó de nuevo, con su agudo gorjeo cargado de dolor y de odio, y lanzó un puñado de tentáculos, rápidos como el rayo, hacia Billy.

Los apéndices lo atraparon y lo elevaron en el aire. Billy soltó involuntariamente el Magnum y no pudo alcanzar su otra pistola mientras lo sacudían violentamente; la cabeza le iba de un lado a otro y tenía los brazos inmovilizados por la fuerza bruta de la criatura. Los tentáculos le rodearon el pecho y se lo apretaron como una gran tenaza, estrechándolo con tanta fuerza que Billy casi no podía respirar. En unos pocos segundos, Billy sintió que estaba perdiendo el conocimiento, y el mundo que se sacudía ante sus ojos se fue deshaciendo en brillantes puntos de negrura.

Oyó el ruido de la escopeta y al monstruo aullando de nuevo. La reina lo dejó caer y se volvió para enfrentarse a su nuevo atacante. Billy se golpeó contra el suelo. Sin reparar en el dolor, buscó el Magnum mientras más de cien sanguijuelas se dirigían hacia él. Rebecca disparó de nuevo y el monstruo fue a por ella, sacudiendo los tentáculos en todas direcciones.

Billy se puso en pie y vio que Rebecca estaba de espaldas. El segundo disparo no lo había dirigido hacia la reina, sino a una consola de control que se hallaba junto a la puerta sur. La joven volvió a disparar al mismo tiempo que daba una patada a la puerta. Ésta se abrió de golpe, pero la reina ya casi estaba allí, y tenía dos veces el tamaño de Rebecca y era muchísimo más pesada.

La destrozará como si fuera una muñeca de papel.

—¡Eh! —gritó Billy. No tenía tiempo de recargar el Magnum, pero tenía que conseguir atraer la atención de la reina inmediatamente.

Así que saltó sobre la oleada de sanguijuelas que tenía más cerca, botó sobre ellas, las pisoteó y las pateó con todas sus fuerzas. Reventaban por docenas, y su sangre y sus babas salpicaron el suelo y le empaparon las botas. Billy danzó sobre los cuerpos agonizantes, y sintió una satisfacción fiera y desinhibida cuando la reina se volvió de nuevo hacia él, aullando de desesperación.

Billy vio a Rebecca cruzar el umbral de la puerta sur y tuvo medio segundo de alegría. El monstruo lo agarró de nuevo y lo lanzó a través de la habitación con furia asesina.

Billy se estrelló contra la pared del fondo. Notó cómo se le partía una costilla y fue cayendo hasta aterrizar pesadamente sobre el hormigón. Se quedó sin respiración, pero en segundos ya volvía a estar de pie y corría hacia la puerta sur e intentaba respirar mientras las sanguijuelas reventaban bajo sus botas.

El monstruo estaba más o menos a la misma distancia que él de la puerta. Billy vio que no lo conseguiría, que la reina llegaría a la puerta antes que él, y rogó a quien fuera que estuviera escuchando que Rebecca pudiera salir viva de allí…

Y entonces la vio, no al otro lado de la puerta sur, sino en medio de la sala, con la escopeta apuntando a la reina sanguijuela y la espalda contra el incinerador central. Billy supuso que había regresado corriendo mientras la reina estaba ocupada lanzándolo contra la pared.

Le gritó que volviera a la puerta, pero Rebecca no le hizo caso y disparó contra la reina cuando ésta se disponía a arremeter contra Billy. Con cada tiro, puñados de sanguijuelas saltaban disparadas del enorme cuerpo, pero por cada una que perdía, media docena se juntaban en el monstruo. Al cuarto disparo, la reina se volvió hacia ella, dudando, como si no pudiera decidir contra quién ir.

—¡Sal de aquí! —gritó Rebecca a Billy—. ¡Voy enseguida!

Billy corrió hacia la puerta, anhelando que Rebecca tuviera un plan. Ésta continuaba disparando contra la criatura, cargando y disparando, cargando y disparando, y entonces Billy sólo oyó un seco clic, el sonido de la derrota inevitable.

La reina también lo oyó y fue a por Rebecca. Se lanzó hacia adelante con un sonido húmedo mientras su cuerpo seguía aumentando sin cesar. Billy había llegado a la puerta sur y sentía cómo la adrenalina le recorría el cuerpo. Rebuscó en su bolsa los dos últimos cartuchos del Magnum.

—¡Corre! —gritó, pero Rebecca siguió sin hacerle caso y no se movió. No estaba recargando la escopeta, ni siquiera sacó la pistola mientras la reina se acercaba. En vez de eso, agarró la escopeta por los cañones, dio un paso atrás hasta ponerse junto a la pared del incinerador, y atravesó con la pesada culata la hoja de metal de la tubería e hizo saltar uno de los paneles con un chirrido de aluminio retorcido. Material ardiente se desparramó por el suelo. Rebecca saltó en medio y comenzó a darle patadas, a lanzar trozos de basura en llamas a la oleada de sanguijuelas que tenía más cerca.

La reina chilló y dejó de avanzar, lejos aún del inesperado incendio. Pero las sanguijuelas quemadas se arrastraron hasta su padre-reina e intentaron ascender por su enorme cuerpo en busca de alivio, y con ellas llevaron el dolor al unirse al enjambre. El chillido de la reina aumentó de intensidad cuando las sanguijuelas humeantes y ardientes se unieron a ella, hiriéndola, haciéndola retorcerse en lo que Billy esperó que fuera una agonía insufrible.

Rebecca vio su oportunidad y la aprovechó. Corrió hacia la pared sur mientras la reina se sacudía gritando. Billy vació el revolver en el suelo, metió las dos últimas balas en el tambor y lo cerró. Apuntó a la reina mientras Rebecca pasaba junto a ella, pero el engendro estaba demasiado ocupado, al menos de momento. Parte de su cuerpo se ennegrecía, se deshacía y se derretía como melaza sobre el suelo humeante.

Billy siguió apuntando a la reina con el Magnum hasta que Rebecca pasó ante él y salió por la puerta. Rápidamente la siguió y la chica cerró la puerta en cuanto Billy hubo pasado.

Billy respiró hondo y sintió dolor en las costillas, en los brazos y las piernas, en la cabeza, una sorda agonía en todos los poros de su cuerpo. Hasta que se volvió y vio lo que Rebecca estaba señalando con una sonrisa de alegría en su rostro sorprendido y sucio. Billy sintió que el dolor desaparecía, que se convertía en un molesto recuerdo ante su propio alivio.

Se habían encerrado en el pozo de un montacargas. Uno que iba hacia arriba, y por la longitud del amplio túnel que se abría sobre ellos en diagonal hacia un lejano círculo de luz, el montacargas parecía ascender hasta la superficie.

Se sonrieron como niños, demasiado atontados de felicidad para poder hablar, pero sólo por un instante. Sus sonrisas desaparecieron cuando la agonizante reina rugió y oyeron su voz en la habitación contigua, un recordatorio de lo cerca que habían estado de morir.

Sin decir una palabra corrieron hasta la plataforma y la consola que controlaba el montacargas. Billy inspeccionó los interruptores durante un instante y luego, esperando no equivocarse, le dio al contacto.

La plataforma comenzó a elevarse, llevándoselos hacia lo alto, lejos de la pesadilla. O al menos, eso creían.