8

Rebecca entró en el conducto de ventilación sin hacer caso de las capas de polvo y las telarañas que se le pegaban en el pelo y la ropa, ni tampoco de la claustrofóbica sensación de tener tan próximas las delgadas paredes de metal. El mapa sólo indicaba el conducto que unía dos salas en el primer piso del subterráneo, pero había espacios en el segundo nivel del sótano que parecían formar también parte del sistema. Era posible que alguno de los conductos se abriera al exterior. A Billy no le había entusiasmado la idea —«posible» no era exactamente lo mismo que «probable», había dicho—, pero ambos coincidieron en que valía la pena probarlo.

Al menos no es muy largo, pensó Rebecca, mientras se arrastraba hacia el rectángulo de luz que se veía no mucho más adelante. Una fina rejilla de metal cubría la salida, pero saltó al darle unos cuantos golpes y rebotó contra el suelo.

Echó una ojeada a la gran sala de piedra. Bajo el parpadeo de un fluorescente en las últimas, la habitación parecía vacía, fría y húmeda. Rebecca se inclinó hacia fuera, agarró el borde de la abertura y saltó dando una voltereta hasta un sofá. Se incorporó, se sacudió la ropa y observó la sala.

¡Vaya!

Parecía una mazmorra medieval, grande y oscura como una cueva de piedra. De las paredes de roca colgaban cadenas y las cadenas acababan en grilletes. Había una serie de artefactos que no supo reconocer, pero que sólo podían estar pensados para infligir dolor. Tablas con clavos oxidados, manojos de cuerdas anudadas, y cerca de una fuente cubierta de moho y porquería que había en la pared se hallaba una especie de caja vertical que parecía una dama de hierro. No tenía ninguna duda de que las manchas oscuras y desvaídas que cubrían las grietas de los rugosos muros eran de sangre.

—¿Va todo bien? Cambio.

Rebecca cogió la radio.

—No creo que «bien» sea la palabra adecuada —contestó—, pero no me pasa nada. Cambio.

—¿Hay otro conducto de ventilación? Cambio.

Rebecca observó las paredes en busca de otra rejilla de ventilación, y vio una a más de tres metros de alto.

—Sí, pero está en el techo —respondió con un suspiro. Incluso si tuvieran una escalera para llegar hasta allí, luego no podrían ascender verticalmente por el conducto. Vio la única puerta de la sala en la esquina suroeste—. ¿Hacia dónde lleva? Cambio.

Una pausa.

—Parece que da a una sala pequeña que vuelve al corredor por el que hemos pasado —la informó Billy—. ¿Nos encontramos en el corredor? Cambio.

Rebecca se dirigió hacia la puerta.

—Es lo más lógico. Quizá podamos…

Antes de acabar la frase, un terrible ruido inundó la sala, un sonido como nunca había oído, pero que al mismo tiempo le resultó extrañamente familiar. Era un chillido agudo, semejante al de un mono…

Eso es. El área de los primates en el zoo.

… que reverberaba en el cavernoso lugar y que provenía de todas y ninguna parte a la vez. Rebecca alzó la mirada justo a tiempo de ver una criatura pálida y de largos miembros que la observaba desde el conducto de ventilación del techo. La criatura mostró los dientes, grandes y afilados, mientras parecía querer agarrar el aire ante su pecho musculoso con ágiles dedos y seguía chillando de una forma espantosa.

Antes de que Rebecca pudiera dar un paso, la criatura saltó desde el conducto del ventilador hasta la pared, rebotó en ella y aterrizó en posición agachada sobre una pila de maderas que había en el centro de la habitación. La miró con una mueca que dejaba al descubierto sus dientes amarillentos. Era como un babuino con pelo corto y blanco excepto por los grandes desgarrones en el pelaje, por donde se veían brillantes trozos de denso músculo rojo. No parecía que lo hubieran atacado, sino que era como si los músculos hubieran desgarrado la piel al haber crecido demasiado para que ésta los pudiera cubrir. Las manos eran demasiado grandes y las uñas demasiado largas, y la criatura las arrastraba dejando marcas sobre el suelo de piedra mientras se acercaba a Rebecca desde la pila de maderas con una sonrisa maliciosa en su rostro contorsionado.

Despacio…

Rebecca cogió lentamente el arma que le colgaba de la cadera, tan asustada como lo había estado durante toda la noche. Los babuinos normales eran capaces de hacer trizas a una persona, y éste en concreto tenía la pinta de estar infectado.

El babuino se acercó más, y Rebecca oyó al menos dos voces más comenzando a chillar desde arriba. El ruido fue aumentando al irse aproximando más animales enfermos. Al primero ya lo tenía lo suficientemente cerca como para poder olerlo, el cálido y almizclado olor de la orina, las heces, la brutalidad y, por encima de todo, de la infección.

—¡Rebecca! ¿Qué está pasando?

Aún tenía la radio en la mano izquierda. Apretó el botón, temiendo hablar pero aún temiendo más que los gritos de Billy incitaran a la criatura a atacarla.

—Sshhh —dijo con voz suave, tanto para calmar al animal como para callar a Billy. Retrocedió un paso, se colgó la radio del cuello de la camisa y alzó la nueve milímetros. El babuino se agachó aún más, tensando las patas.

Y saltó justo en el momento en que ella disparaba, justo en el momento en que dos seres ágiles saltaban chillando a la sala desde el conducto de ventilación. Uno de ellos le lanzó un zarpazo al pasar, y sus afiladas uñas le rasgaron el pelo. Al esquivar el ataque se alejó de su atacante, pero también perdió el equilibrio y el tiro dio en la pared. Todos cayeron sobre la pila de maderas…, y entonces el suelo se hundió.

No había habido novedades. El extraño joven, fuera quien fuese —y Wesker tenía sus sospechas, que se reservaba para sí— no había vuelto a aparecer, como tampoco la imagen de James Marcus. Las cámaras no parecían funcionar correctamente, por lo que la vigilancia pasaba a convertirse en un punto discutible. Muchas simplemente se habían apagado y lo habían dejado sin nada que ver, sin nada que evaluar.

Después de varios largos y tediosos momentos de escuchar a Birkin hablando de su nuevo virus, Wesker se apartó de la consola de vigilancia y se puso en pie, desperezándose. Resultaba curioso, unos años atrás quizá le hubiera interesado el trabajo de su viejo amigo. Pero estando a punto de abandonar su larga relación con Umbrella, se sentía incluso incapaz de fingir interés.

—Bueno, ha sido un día largo —dijo Wesker, interrumpiendo el obsesivo monólogo de William cuando éste se detuvo a respirar—. Me marcho.

Birkin se lo quedó mirando, su rostro pálido y angustiado resultaba fantasmal bajo la luz blanquecina de las pantallas.

—¿Qué? ¿Adónde vas?

—A casa. Aquí no podemos hacer nada más.

—Pero… dijiste… ¿Y qué pasa con la limpieza?

Wesker se encogió de hombros.

—Umbrella enviará otro equipo, seguro.

—Pensaba que ocultar la infección era lo más importante. ¿No dijiste que era vital?

—¿Lo dije?

—¡Sí! —Birkin estaba realmente enfadado—. No quiero que venga nadie más de Umbrella. Podrían empezar a hacerme preguntas sobre mi trabajo. Necesito más tiempo.

Wesker volvió a encogerse de hombros.

—Bueno, pues activa tú mismo el sistema de autodestrucción y dile a nuestro contacto que todo está arreglado.

Birkin asintió con un gesto de cabeza, aunque Wesker podía ver la inquietud que brillaba en su mirada. Birkin tenía miedo de su nuevo contacto con los peces gordos de la central y evitaba tener cualquier relación con él. Wesker no podía culparlo. Había algo en ese Trent, esa extraña serenidad en su actitud…

—¿Y qué pasa con… él? —Birkin hizo un gesto con la cabeza hacia las pantallas.

Wesker también sintió una punzada de inquietud, pero su expresión se mantuvo imperturbable.

—Un fanático resentido. Se le dan muy bien los trucos de vídeo, pero supongo que arderá como cualquier otro. —El propio Wesker no acababa de creerse eso, pero no estaba interesado en resolver este misterio. No era el detective de alguna novela barata de conspiraciones, guiado por la necesidad de llegar al fondo del asunto. Por experiencia personal sabía que las anomalías solían tender a resolverse por sí mismas, de una forma u otra.

—Si saliera de aquí algo sobre lo que realmente le pasó al doctor Marcus…

—No saldrá —afirmó Wesker.

Birkin se negaba a ceder.

—Pero ¿y la mansión Spencer y los centros que hay allí?

—Déjame eso a mí —repuso Wesker—. Umbrella quiere datos de combate, y se los voy a dar. Llevaré a los STARS allí dentro, a ver cómo gente con auténtico entrenamiento se enfrenta a las armas bioorgánicas. —Sonrió mientras pensaba en el talento del equipo Alfa. El forzudo Barry, la puntería infalible de Chris, Jill y su ecléctica educación por ser la hija de un ladrón sin igual… Sería un enfrentamiento de lo más interesante. Después de ver a Rebecca Chambers en el centro, resultaba evidente que algún imprevisto le había ocurrido al equipo de Enrico. Wesker podría aprovecharse de ello, llevaría a los Alfa a «buscar» a los hombres del otro equipo.

Incluso si los Bravos han conseguido regresar por sí solos a la civilización, aún quedará Rebecca.

La joven era brillante, pero el cerebro no valía lo mismo que la experiencia en combate. De hecho, lo más seguro era que ya estuviera muerta.

Salieron de la sala de control. Wesker se dirigió hacia el vestíbulo y Birkin correteó detrás para mantenerse a su altura. Se aproximaron al ascensor, que seguía abierto desde la llegada de Wesker, y éste se metió dentro. Birkin se lo quedó mirando. Bajo la luz más brillante del pasillo, Wesker se fijó en la expresión de locura que marcaba el rostro del científico. Unas grandes ojeras oscuras le rodeaban los ojos y tenía un tic en la comisura de la boca. Wesker se preguntó vagamente si Annette habría notado el descenso de su marido a los profundos pozos de la paranoia, y decidió que probablemente no. Esa mujer estaba ciega a todo excepto a la «grandeza» del trabajo de su marido. Una desgracia para su hija, tener unos padres semejantes.

—Activaré la secuencia de destrucción —dijo Birkin.

—Prográmala para la mañana —repuso Wesker con una sonrisa—. El amanecer de un nuevo día.

Las puertas se cerraron frente a la decidida expresión de Birkin, una mirada de resolución en el rostro de una oveja. La sonrisa de Wesker se hizo más amplia, y se sintió exultante al pensar en lo que iba a suceder. Todo estaba a punto de cambiar para todos ellos.

—¡Billy, socorro!

Billy había comenzado a correr en cuanto oyó los chillidos de animales y los golpes, y ya estaba en el corredor cuando el aterrado grito de Rebecca crepitó en la radio. Corrió más deprisa mientras se metía los mapas en el bolsillo trasero, con el arma en la mano y maldiciéndose por dejarla ir por el conducto de la ventilación.

Allí, ante él, estaba la puerta, no muy lejos del cuerpo de una de las arañas gigantes. Se lanzó contra ella y la empujó con el hombro mientras accionaba el picaporte. La puerta se abrió con un crujido y Billy entró en la sala. Los fluorescentes del techo parpadeaban y daban a la estancia un aspecto irreal, quizá de algún tipo de laboratorio, aunque había una especie de catre cubierto de humedad en una esquina.

¡No importa, vamos!

Atravesó la sala a toda prisa hacia la siguiente puerta. Rebecca volvió a gritar; le advertía que tuviera cuidado, que se diera prisa. Mientras giraba el pomo, notó movimiento en un lado, se volvió y vio a un zombi de aspecto decrépito en una esquina. Las luces se encendían y se apagaban con un zumbido. El hombre agonizante lo contemplaba en silencio, y su arruinada silueta desaparecía en la oscuridad con cada parpadeo. Comenzó a avanzar lentamente hacia él.

Luego, tío.

Billy abrió la segunda puerta y entró.

Casi inmediatamente, algo saltó sobre él chillando. Se agachó, notó una informe masa de rojo y blanco y un olor animal, y entonces la criatura —era un mono, algún tipo de mono— pasó sobre él sin dejar de chillar. Rápidamente se le unieron dos más y formaron un amplio círculo alrededor de Billy. Sus miembros, largos y musculosos se movían constantemente, intentando alcanzarlo, y sus cuerpos enfermos se le acercaba danzando y volvían a alejarse. Billy retrocedió y se colocó en la esquina donde la puerta se juntaba con el muro de piedra. No quería que lo arrinconaran, pero le preocupaba más dejar la espalda al descubierto. Los monos continuaron bailoteando de adelante atrás, chillando.

—¡Rebecca! —gritó Billy.

—¡Aquí!

Sonaba lejos. Billy se fijó entonces en un agujero, a unos cuantos metros. Trozos de madera cubrían el suelo a su alrededor. No podía ver a Rebecca.

—¡Aguanta! —gritó, y dedicó toda su atención a los monos, justo cuando uno de ellos se acercó lo suficiente como para tocarlo.

El mono intentó golpearlo con una enorme zarpa, y las uñas le arañaron la parte alta de la pernera del pantalón. No había llegado a rasgarle la piel, pero seguramente lo lograría al próximo intento. Billy no apuntó, simplemente bajó el arma y disparó.

El mono salió despedido hacia atrás, aullando, mientras un chorro de sangre oscura le manaba del pecho. Pero no estaba muerto. Sacudió la cabeza y avanzó de nuevo. Billy pensó que probablemente estaba bien fastidiado, porque los monos eran demasiado fuertes, demasiado organizados. No podía dispararle a ninguno sin quedar expuesto a un ataque…

Pero los otros dos saltaron sobre el herido y empezaron a despedazarlo con manos ávidas. El animal herido gritó y se resistió, pero su sangre había desatado una hambre frenética, y los otros dos lo hicieron pedazos en un momento mientras se metían grandes trozos de carne en la boca.

Billy pudo por fin apuntar y lo hizo. Tres tiros y los monos cayeron, muertos o agonizando.

Corrió hasta el agujero, se puso de rodillas y se acercó al borde irregular con el corazón golpeando con fuerza dentro del pecho, luego se le cayó a los pies al ver lo abajo que estaba Rebecca. Colgaba, agarrada con ambas manos, de un trozo de cañería de metal, todo un piso por debajo de donde él se hallaba. Bajo ella se abría la oscuridad. Era imposible decir hasta dónde podría caer.

—Billy —suplicó jadeante, y lo miró con ojos temerosos.

—No te sueltes —repuso Billy, y sacó los mapas del bolsillo para buscar su posición y ver el camino más rápido de llegar hasta ella. No había ningún acceso rápido al segundo piso del sótano, no desde donde él estaba. Tendría que regresar al vestíbulo, probablemente a través del comedor donde había visto a los zombis. Las escaleras al subsótano se hallaban en el lado este de la casa.

—No sé cuánto podré aguantar —susurró la joven. Su susurro fue amplificado por la radio y llegó hasta Billy. En algún momento, Rebecca había dejado el canal abierto.

—No te atrevas a dejarte ir. Es una maldita orden, jovencita, ¿te enteras?

Rebecca no replicó, pero él vio cómo apretaba los dientes.

Bien. Quizá meterse con ella la haría ser más fuerte. Billy ya estaba en pie de nuevo.

—Ya voy —dijo. Se dio media vuelta, salió corriendo y atravesó la puerta que daba al laboratorio con iluminación estroboscópica. El zombi que estaba allí se había movido y se hallaba entre él y la salida que daba al corredor, pero Billy ni pensó en el arma, estaba demasiado preocupado por Rebecca para malgastar tiempo. Puso uno de los brazos como un quarterback en medio de un partido importante y cargó contra la criatura. La empujó con toda su fuerza y siguió corriendo mientras el zombi se tambaleaba hacia atrás y caía al suelo. Billy ya estaba lejos antes de que el grito frustrado y hambriento de la criatura llegara a sus oídos.

Atravesó el corredor, pasó ante los cuerpos de pesadilla de las arañas y subió las escaleras. Sacó el cargador de su nueve milímetros, se lo metió en el bolsillo, buscó a tientas el que tenía de recambio y lo encajó en el arma justo cuando entraba en el vestíbulo.

Aguanta, aguanta…

No dudó ni un momento antes de entrar en el comedor. Abrió la puerta de golpe y corrió hacia el interior. Vio a dos zombis que estaban fuera de su camino, a una distancia segura, con la mesa de por medio. El tercero se hallaba cerca de la puerta que lo llevaría hasta Rebecca. Era el soldado con el tenedor clavado, y Billy se detuvo el tiempo justo de apuntar y dispararle dos tiros a la ya rezumante cabeza. Falló el primero, pero el segundo le voló una buena parte del hueso de la parte trasera del cráneo y pintó la pared posterior de materia gris en descomposición. El cuerpo se quedó inmóvil por un instante, y Billy pasó ante él antes de que cayera al suelo.

Atravesó la puerta, que daba a un corto pasillo.

¿Derecha o izquierda?

Sin el mapa del primer piso no podía estar seguro, pero el emplazamiento de las escaleras en el plano del sótano le hacía pensar que era hacia la derecha. Sin tiempo para reflexionar, siguió corriendo en esa dirección con el arma levantada. Bajó unos escalones y rodeó una caldera gigante y siseante. El vapor llenaba la sala de mantenimiento, pero Billy encontró el camino y bajó otras escaleras, éstas de metal oxidado.

Al fondo había una puerta. La empujó mientras recordaba que, según el mapa, entraría en una sala muy amplia con una especie de fuente en medio, algo grande y redondo. Había dos estancias más pequeñas hacia el oeste que se abrían a otro pequeño distribuidor, y en una de ellas tenía que estar Rebecca.

Quizá la que está más al fondo…

La sala grande era fría y húmeda, y tenía las paredes y el suelo de piedra. La atravesó corriendo mientras lanzaba una mirada hacia el gran monumento que tenía a la izquierda, lo que en el mapa había pensado que era una fuente. En realidad eran algún tipo de estatuas.

Unos ojos ciegos lo contemplaron desde los rostros esculpidos de animales, observándolo mientras corría.

Y justo entonces, al doblar una esquina, oyó un grito proveniente del corredor que tenía justo delante. Reconoció el sonido fácilmente: otro mono. ¡Mierda! Tendría que acabar con él, no podía correr el riesgo de dejarlo a su espalda…

—¡Billy… por favor!

La voz de la radio sonaba totalmente desesperada, y Billy aceleró sin hacer caso a la parte de su cerebro que le ordenaba parar y esperar a que el animal se mostrara para poder acabar con él a una distancia segura. Se lanzó hacia adelante, dobló la esquina, y allí se hallaba el mono, terrible, con un aspecto medio desollado, aullando…

Y Billy, que había sido corredor en el instituto, saltó. Pasó sobre él y aterrizó a dos pasos de una puerta, la puerta que buscaba, mientras el mono chillaba furioso a su espalda. Si la puerta estaba cerrada, se habría metido en un buen lío, pero por suerte no fue así. La atravesó a toda velocidad, se lanzó de rodillas y se deslizó hasta llegar al gran agujero del suelo.

Rebecca estaba allí, aún estaba allí, agarrándose ya sólo con una mano, y Billy vio que se le estaba resbalando. Tiró su arma y alargó el brazo. La agarró por la muñeca justo cuando los dedos de la joven perdían su aguante.

—Te tengo —exclamó jadeante—. Te tengo.

Rebecca comenzó a llorar mientras él se echaba hacia atrás y la sacaba del agujero. Billy sintió una satisfacción que casi había olvidado que existía después de todos esos meses en la cárcel: la de saber simplemente y con seguridad que había hecho lo correcto y lo había hecho bien.

Billy la sacó del agujero, usando su cuerpo como contrapeso, y casi la puso encima de él en una especie de tosco abrazo. En vez de apartarse, Rebecca dejó que la sujetase durante un momento, incapaz de contener las lágrimas de gratitud y de alivio. Billy pareció entender lo que ella necesitaba y la abrazó con fuerza. Había estado tan segura de que se iba a caer, a morir, perdida y olvidada en algún sótano hediondo, su cuerpo devorado por animales infectados.

Pasado un momento, rodó hacia un lado mientras se secaba el rostro con una mano temblorosa. Ambos se sentaron en el suelo, y Billy contempló los tristes muros de roca de otra cámara del sótano, sin nada que la diferenciase de las demás. Rebecca observó a Billy. Cuando el silencio se prolongó demasiado, la joven le puso la mano en el brazo.

—Gracias —dijo—. Me has salvado la vida. Otra vez.

Él la miró un instante y luego apartó la vista.

—Bueno, sí. Ya sabes que tenemos esa especie de tregua.

—Sí, lo sé —repuso ella—. Y también sé que no eres un asesino, Billy. ¿Por qué te llevaban a Ragithon? ¿Es cierto que… que tuviste algo que ver con esas muertes?

Billy la miró a los ojos.

—Podría decir que sí —contestó—. Al menos estaba allí.

Estaba allí…

Eso no era lo mismo que decir que había matado a alguien.

—No creo que mataras a tu escolta antes; creo que fue una de esas criaturas y que tú tan sólo saliste corriendo —insistió Rebecca—. Y aunque no hace mucho que te conozco, tampoco creo que asesinaras a veintitrés personas.

—No importa —replicó Billy, mirándose las botas—. La gente cree lo que quiere creer.

—Me importa a mí —afirmó Rebecca suavemente—. No voy a juzgarte. Sólo quiero saberlo. ¿Qué pasó?

Billy seguía mirándose las botas, pero su mirada parecía perdida, como si contemplara otro tiempo y otro lugar.

—El año pasado enviaron a mi unidad a África para intervenir en una guerra civil —le explicó—. Ya sabes, alto secreto, ninguna interferencia de EE.UU., esas cosas. Se suponía que debíamos arrasar la guarida de una guerrilla. Era en pleno verano, cuando el calor arrecia más, y nos soltaron bastante lejos de la zona donde debíamos atacar, en medio de una densa jungla. Tuvimos que avanzar como pudimos…

Se quedó en silencio unos instantes, mientras cogía las chapas de identificación y las apretaba con fuerza.

—El calor acabó con la mitad de nosotros. El enemigo hizo el resto, nos fue pillando uno a uno. Cuando llegamos adonde se suponía que se hallaba la guarida, sólo quedábamos cuatro. Estábamos agotados, medio locos, enfermos de calor, enfermos de puro abatimiento, supongo, al ir viendo morir a nuestros compañeros.

»Así que cuando llegamos a las coordenadas del objetivo estábamos a punto para volarlos a todos por los aires. Como para hacer que alguien lo pagara, ¿sabes? Por toda esa enfermedad. Sólo que no había ninguna guarida. El chivatazo no era bueno. Resultó ser un tranquilo pueblecito, un puñado de granjeros. Familias. Viejos. Niños.

Rebecca hizo un gesto de asentimiento, animándolo a seguir, pero se le estaba formando un nudo en el estómago. El final de la historia era inevitable; podía ver adonde iba a parar y no resultaba nada agradable.

—El jefe del grupo nos dijo que los reuniéramos, y así lo hicimos —continuó Billy—. Y luego nos dijo que…

Se le quebró la voz. Alargó la mano, recogió la pistola del suelo y se la metió en el cinturón casi con tanta rabia como con la que se levantó y se dirigió hacia la salida. Rebecca también se puso en pie.

—¿Lo hiciste? —preguntó—. ¿Los mataste?

Billy se volvió hacia ella con una mueca en los labios.

—¿Y qué si te lo digo? ¿Me juzgarás?

—¿Lo hiciste? —insistió Rebecca, examinando el rostro del hombre, sus ojos, decidida al menos a intentar entenderlo. Y como si él lo pudiera ver, como si notara que estaba dispuesta a aceptar la verdad, la miró durante un momento y luego negó con la cabeza.

—Intenté detenerlos. Lo intenté, pero me golpearon. Estaba casi inconsciente pero lo vi, lo vi todo… y no pude hacer nada. —Apartó la mirada antes de proseguir—: Cuando todo hubo acabado, cuando nos recogieron, fue su palabra contra la mía. Hubo un juicio, una sentencia y… bueno, entonces pasó esto. —Abrió los brazos, abarcando lo que los rodeaba—. Así que si salimos de aquí, también estoy muerto. Eso, o correr y no parar.

Sus palabras sonaban ciertas. Si mentía, entonces se merecía un Oscar… Y Rebecca no creía que estuviera mintiendo. Intentó pensar en algo que decir, algo que lo animara, que de alguna manera hiciera las cosas mejores, pero no se le ocurrió nada. Él tenía razón respecto a sus opciones.

—¡Hey! —exclamó él, mirando algo por encima del hombro de Rebecca—. Mira eso.

Rebecca se volvió mientras él avanzaba. Vio una pila de piezas de metal apoyadas contra la pared del fondo y, medio escondida entre ellas, lo que parecía ser una escopeta.

—¿Es lo que creo? —preguntó.

Billy cogió el arma, y sonrió mientras la abría y la comprobaba.

—Sí, señora, sin duda lo es.

—¿Está cargada?

—No, pero me quedan unos cuantos cartuchos del tren. Es del calibre doce. —Sonrió de nuevo—. Las cosas mejoran. Quizá no consigamos salir, pero hay un mono en el corredor que está pidiendo probar esta maravilla.

—Lo cierto es que creo que se trata de un babuino —repuso ella, y se sorprendió al encontrarse sonriendo también. A ambos se les escapó la risa por la absoluta futilidad de su corrección. Estaban atrapados en una mansión aislada y los perseguían un montón de monstruos diferentes, pero al menos sabían que la criatura del pasillo probablemente era un babuino. Las risitas pasaron a ser carcajadas.

Rebecca lo contempló mientras reía y dejaba de lado cualquier aire de arrogancia o de tipo duro, y sintió que lo veía realmente por primera vez, el auténtico Billy Coen. En ese momento se dio cuenta de que había fallado totalmente en su primera misión. Él era tanto su prisionero como ella lo era de él. Suponiendo que sobrevivieran, si él se escapaba, ella no sería capaz de detenerlo.

Vaya con tu carrera en defensa de la ley.

Y esa idea la hizo reír con más ganas aún.