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La agonía tenía proporciones grandiosas, iba muriendo con una intensidad más allá de lo que nunca había experimentado. Los niños ardientes se pegaban a ella, hambrientos de alivio, y al tocarla, al tocar a sus hermanos, les traspasaban el dolor en oleadas imparables. Siguió y siguió hasta que partes del colectivo se fueron soltando, cayendo, muriendo, deshaciéndose, sus niños sacrificándose para que ella pudiera vivir. Lentamente, muy lentamente, la agonía fue decreciendo, dejó de ser física para convertirse en una pena infinita por las muertes.

Mientras los heridos se soltaban y dejaban sus envolventes brazos para morir solos, el resto de los niños se acercó, cantando suavemente para ella, calmando su tormento lo mejor que sabían. La envolvieron, la tranquilizaron con sus besos líquidos y con su gran número, y la relevaron. Sólo pasó un momento. La reina perdió su identidad de la misma manera que Marcus había perdido la suya, se rindió al enjambre, se convirtió en más. En todos.

La unidad en todos de la nueva criatura era completa y sana, un gigante, diferente de antes. Más fuerte. Oyó ruidos mecánicos en las proximidades. Se volvió hacia sí mismo, accedió a su mente para obtener información y lo entendió: los asesinos estaban intentando escapar.

No escaparían. El enjambre se transformó en mil ágiles patas y fue a por ellos.

Ninguno de los dos quería pensar en encontrarse con más problemas, pero tenían que esperar lo peor. Rebecca comprobó las pistolas mientras Billy recargaba la escopeta, y ambos informaron de los patéticos números de su reserva de municiones: quince proyectiles de nueve milímetros, cuatro cartuchos de la escopeta, dos balas del Magnum.

—Probablemente tampoco los necesitaremos —dijo Rebecca, esperanzada, mientras contemplaba el creciente círculo de luz. El montacargas era lento pero seguro y ya estaba a medio camino de la superficie; llegarían arriba en un minuto o dos.

Billy asintió con un gesto de cabeza mientras se apretaba el costado izquierdo con una mano sucia.

—Creo que esa zorra me ha roto una costilla —explicó, pero sonrió ligeramente, también mirando hacia la luz.

Rebecca se acercó a él, preocupada, y alargó la mano para tocarle el costado, pero antes de que pudiera hacerlo, una alarma comenzó a sonar en el pozo del ascensor. En todas las puertas por las que iban pasando habían empezado a destellar luces rojas que proyectaban manchas de color carmesí sobre la plataforma.

—¿Qué…? —comenzó a decir Billy, pero lo interrumpió la voz femenina y pausada de una grabación.

«El sistema de autodestrucción ha sido activado. Todo el personal debe evacuar inmediatamente el complejo. Repito. El sistema de autodestrucción…»

—¿Activado por quién? —preguntó Rebecca. Billy la hizo callar agarrándola del brazo y siguió escuchando.

«… inmediatamente. La secuencia comenzará en diez minutos.»

Las luces seguían destellando, y la sirena aullaba sin parar, pero la voz se silenció. Billy y Rebecca intercambiaron una mirada de preocupación, pero no podían hacer gran cosa. En diez minutos, ellos ya se habrían marchado de allí, con un poco de suerte.

—Quizá la reina… —dijo Rebecca, pero no acabó la frase. No parecía probable que fuera la reina, aunque no se le ocurría de qué otra forma se podía haber activado el sistema.

—Tal vez —repuso Billy, aunque parecía dudarlo—. De todas formas, estaremos fuera de aquí antes de que ocurra.

Rebecca movió la cabeza asintiendo, y entonces oyeron un estruendo bajo ellos, el chirriante sonido del metal destrozado, de una destrucción increíble en la base del pozo del montacargas.

Ambos miraron hacia abajo a través de los agujeros de la rejilla que cubría parte del suelo de la plataforma y vieron lo que subía. Era la reina, sólo que ya no era la reina. Eso era mucho, muchísimo mayor, y también muchísimo más veloz; una oscura masa gigantesca que se dirigía hacia ellos.

Rebecca miró hacia lo alto y vio lo cerca que estaban.

Sólo otro minuto y estaremos fuera…

Volvió a mirar hacia abajo y se quedó sin aliento al ver lo próxima que estaba la cosa. Tuvo la imagen de una gran ola a punto de estrellarse, negra y viva, que se abría mientras avanzaba hacia ellos a gran velocidad y les mostraba la oscuridad de su interior.

—¡Oh, mierda! —exclamó Billy.

La plataforma se levantó por un extremo, atravesó una pared y los lanzó a ambos por los aires.

Rebecca aterrizó de costado con un fuerte golpe, pero se puso en pie inmediatamente, aún aferrando la escopeta. Billy estaba levantándose del suelo a unos cuantos metros. Bajo sus pies unas líneas amarillas destellaban sobre la superficie.

Un helipuerto. Un helipuerto subterráneo.

Se hallaban en un gran hangar. No se veía ningún helicóptero, pero había un montón de equipo salpicando el suelo. Las pequeñas islas de metal sólo contribuían a aumentar la enormidad de la sala. La poca luz que había procedía de unos cuantos rayos de sol que se colaban aquí y allá por el techo móvil, lo que significaba que sólo estaban a un piso por debajo de la superficie. Rebecca sólo tardó menos de un segundo en ver dónde se hallaban, y el resto del segundo en localizar a la reina. O en lo que se había convertido la reina.

La cosa estaba arrastrándose por el irregular agujero en la pared que la plataforma del montacargas había abierto; masas de tentáculos se movían bamboleantes sobre los trozos de metal y piedra. Mientras pasaba desde el pozo y su forma colosal iba entrando y entrando, era como una ilusión óptica alucinante. La cosa que finalmente quedó sobre el suelo de hormigón era tan grande como un camión, largo y bajo y palpitante, con gruesas lianas retorcidas de sanguijuelas hechas materia.

Rebecca se quedó mirando boquiabierta, y casi se cayó al suelo cuando Billy la agarró del brazo y tiró de ella.

—¡Hay una escalera por allí! —Billy hizo un gesto vago hacia una cartel donde ponía SALIDA, al otro lado de la nave, a lo que parecía una distancia increíblemente lejana.

Como si pudiera oírlos, como si los hubiera entendido, la monstruosa reina avanzó arrastrando su enorme grosor por el suelo con sorprendente velocidad hacia la ruta de escape. Se volvió a medias hacia ellos. Los tentáculos que le salían de la cabeza sin forma azotaban el aire, y un grueso charco de una sustancia pringosa y negruzca chorreaba bajo su horrendo cuerpo. La cosa comenzó a erguirse, entonces lanzó un chillido y se agitó salvajemente de un lado a otro mientras un sonido siseante y agudo surgía de su miserable cuerpo. De su parte superior comenzó a salir auténtico humo, allí donde…

La luz del sol.

Un rayo de sol, fino, pero lo suficientemente brillante, caía sobre lo que era la espalda de la bestia. La criatura se arrastró hacia un lado y volvió a perseguirlos.

Billy agarró de nuevo a Rebecca y la arrastró. La alarma del sistema de autodestrucción seguía aullando en el helipuerto, y la tranquila voz femenina les informó de que quedaban ocho minutos antes de que comenzara la secuencia.

—¡No soporta la luz del sol! —gritó Rebecca, mientras ella y Billy se volvían y echaban a correr. Se dirigieron hacia el rincón noroeste de la nave, el más alejado del monstruo que se arrastraba hacia ellos esquivando los rayos de sol. No era tan rápida como lo había sido en el pozo del montacargas, pero casi podía correr tanto como ellos.

—¿Tienes idea de cómo abrir el techo? —preguntó Billy, mientras lanzaba una mirada a su espalda y se desplazaba más hacia el norte.

—No hay corriente —jadeó Rebecca—. Pero debe de haber cierres manuales, probablemente hidráulicos. Si el techo está inclinado, se deslizará hasta abrirse en cuanto los activemos. Supongo.

—Inténtalo —repuso Billy, visiblemente falto de aliento—. Trataré de distraerla.

Rebecca asintió con la cabeza y lanzó una mirada hacia la criatura. Se había quedado atrás, pero no flaqueaba, no le costaba coger aliento como les costaba a ellos.

Se dirigió a lo que parecía un panel en la pared más cercana mientras, a su espalda, Billy se volvía y comenzaba a disparar con la nueve milímetros.

El enjambre se lanzó a por ella mientras se le desprendía toda la parte donde lo había tocado la luz del sol. Su conciencia no era por completo animal, ni humana, sino que poseía elementos de ambas. Sabía que su hogar estaba amenazado, que otra fuerza destruiría su refugio en poco tiempo. También sabía que la luz del sol representaba dolor, incluso la muerte, y sabía que los dos humanos que corrían delante de ella eran la causa de todo aquello, eran el instrumento de su destrucción inminente.

Uno de los humanos se detuvo, apuntó con una arma y disparó. Los proyectiles le atravesaron la carne exterior hiriéndola, pero sin penetrar hasta el núcleo. Al igual que había ocurrido con las quemaduras provocadas por el sol, la criatura dejó caer la materia herida y siguió avanzando hasta casi alcanzarlos. Ya estaba lo bastante cerca para oler el terror del humano. Se lanzó hacia adelante y lo derribó.

¡Mierda!

Billy aterrizó en el suelo mientras la reina monstruo saltaba sobre él. Uno de los tentáculos lo había atrapado por un pie y lo había hecho caer. Intentó rodar para alejarse, pero tenía el tobillo derecho firmemente agarrado. Maldiciendo, Billy se acercó a la masa de la criatura y pisoteó con todas sus fuerzas el tentáculo que lo atrapaba. El apéndice se retrajo y el monstruo se retorció, apartándose de él.

Billy se puso en pie de un salto, vio a Rebecca en la pared oeste, ocupada con el panel de control. Se volvió hacia el este, corrió y miró hacia atrás para asegurarse de que la cosa iba tras él.

«La secuencia comenzará en siete minutos.»

Fantástico. Si no quieres chocolate, toma dos tazas.

Billy corrió más deprisa, forzándose hasta el límite, y el monstruo lo seguía demasiado de cerca para su tranquilidad.

Cuando hubo llegado lo suficientemente lejos para arriesgarse, se volvió y vio a Rebecca en otro panel de control al otro lado de la nave. El monstruo fue a por él, pero aún se hallaba demasiado lejos y sus patas estiradas al máximo quedaron a un metro de Billy. Éste le clavó un tiro en lo que parecía ser el rostro, luego se volvió y siguió corriendo, tambaleándose sobre unas piernas que parecían de mantequilla. La cosa lo siguió, al parecer incansable.

Vamos, Rebecca, rogó en silencio y se obligó a correr más deprisa.

Rebecca llegó hasta el cuarto y último cierre cuando la grabación los informó de que les quedaban seis minutos. Agarró la ruedecilla que servía de llave manual, la giró y… estaba medio atascada. Necesitó de toda su fuerza sólo para darle media vuelta. Se esforzó más y sintió que los músculos le pedían clemencia mientras conseguía media vuelta más.

Ya casi…

—¡Rebecca, muévete!

Lanzó una mirada a su espalda y vio que, de alguna manera, la reina se le había acercado mucho, demasiado; estaría sobre ella en treinta segundos, pero no podía correr, no quería correr, sabía que no le quedaba el tiempo necesario para dar la vuelta e intentarlo de nuevo.

Billy estaba disparando, la segunda bala penetró en una carne líquida aterradoramente próxima. No miró, sabía que perdería el valor si veía lo cerca que realmente estaba.

—¡Vamos! —gritó, mientras tiraba de la obstinada rueda con todas las fuerzas que le quedaban… Y la rueda se desatascó, justo cuando un grueso y húmedo tentáculo le rodeaba el tobillo izquierdo, un tentáculo horriblemente vivo con un movimiento sinuoso y enfermizo.

Con un pesado chirrido de oxido pulverizado, los cielos se abrieron y la luz los bañó a todos.

¡La luz! ¡La luz!

El enjambre gritó mientras la muerte le llovía encima, primero escaldándole la piel, luego hirviéndola. Miles de sanguijuelas fueron muriendo, cayendo ante un ardor peor que el del fuego porque estaba por todas partes a la vez. Intentó escapar, buscar refugio contra esa tortura, pero no había ninguno, ningún lugar adonde ir.

Los dos humanos corrieron y desaparecieron por un agujero en la pared, pero la criatura no se fijó, no le importaba. Se retorció y se revolcó agónicamente, grandes haces de carne se le iban rasgando y cayendo, capas de su cuerpo se iban deshaciendo y emplastando en el suelo de hormigón, y, finalmente, su centro, rosa y palpitante, quedó expuesto a la luz asesina y cruel, la luz purificadora del día.

Cuando el edificio explotó, unos minutos después, ya casi no quedaba nada de la cosa, sólo un puñado de desorientadas sanguijuelas que se ahogaban en el charco de muerte que había sido su padre, que una vez había sido James Marcus.