3

Rebecca contempló a Billy salir del vagón y se sintió impotente y muy joven. Él ni siquiera miró hacia atrás, como si no valiera la pena preocuparse por ella.

Y al parecer, así es, pensó Rebecca, dejando caer los hombros. No se había esperado que fuera tan…, bueno, tan atemorizador. Grande, musculoso, con unos ojos de acero oscuro y un intrincado tatuaje tribal que le cubría todo el brazo derecho. Pudo verlo porque la fina camiseta de algodón que llevaba le dejaba ambos brazos al descubierto. Tenía un aspecto duro, y después de su terrible encuentro con los casi muertos andantes, Rebecca no se había sentido capaz de detenerlo.

Sin mencionar que te pilló desprevenida.

Había encontrado un cadáver solitario en la parte delantera del vagón, uno de los operarios del tren, y vio lo que parecía una llave en la fría mano del muerto. Como la única otra puerta por la que salir del tren estaba cerrada, había intentado conseguir la llave; era eso o regresar a través del vagón de pasajeros. Estaba tan concentrada intentando coger la llave sin romper los rígidos dedos que no había oído acercarse al convicto, no hasta que fue demasiado tarde. Después de su encuentro, mientras regresaba a la parte delantera del vagón, se fijó en que, de todas formas, la puerta cerrada se abría con tarjeta. Fantástico. Hasta el momento lo estaba haciendo de maravilla.

Se volvió y agarró la radio, dispuesta a admitir la derrota. Si pudiera conseguir que los del equipo vinieran rápidamente, ellos se encargarían de Billy. Y lo más importante, deseaba no ser la única en saber que alguna especie de plaga se había abatido sobre Raccoon. Resultaba curioso. De repente, atrapar a un asesino convicto había descendido bruscamente en su lista de prioridades.

¡Bam! ¡Bam!

Incluso antes de que pudiera tocar el botón del transmisor, oyó los dos disparos en el vagón contiguo, en la dirección en la que Billy se había marchado. Dudó un momento, sin saber qué hacer, y en ese instante, una ventana estalló a su espalda.

Se volvió, y en medio de los añicos de cristal vio una figura humana cayendo al suelo.

—¡Edward!

El mecánico no respondió. Rebecca corrió al lado de su compañero de equipo, evaluando rápidamente su estado. Aparte de una enorme herida abierta en el hombro derecho, tenía la cara grisácea por el espanto y la mirada empañada y desenfocada. Todas las partes expuestas de su cuerpo estaban cubierta de contusiones y abrasiones.

—¿Estás bien? —preguntó Rebecca, mientras abría su botiquín de campaña y sacaba un grueso parche de gasa. Rompió el envoltorio y se lo aplicó sobre el hombro a su compañero mientras pensaba con una sensación de abatimiento que no le serviría de mucho. A juzgar por la cantidad de sangre que le empapaba la camisa, seguramente tenía la vena subclavia seccionada. Se sorprendió de que siguiera con vida, y más aún de que hubiera tenido fuerzas para saltar por la ventana.

—¿Qué ha pasado?

Edward giro la cabeza hacia ella, parpadeando lentamente. Su voz estaba crispada por el dolor.

—Peor que… No podemos…

Rebecca aguantó la venda con firmeza, pero ya estaba casi empapada. Edward necesitaba un hospital inmediatamente, o no lo resistiría.

La voz de Edward sonó aún más débil.

—Ten cuidado, Rebecca… —dijo trabajosamente—, el bosque está lleno de zombis… y monstruos…

Rebecca comenzó a decirle que no hablara más, que no malgastara sus fuerzas, cuando otra ventana estalló a su izquierda, cubriéndolos a ambos de fragmentos de vidrio. Dos figuras gigantescas entraron saltando a través del marco vacío. Una desapareció por la esquina del pasillo y la otra se volvió hacia ellos.

Zombis y monstruos.

Un perro, era un perro enorme. Pero no era como ninguno de los perros que había visto en su vida. Podría haber sido un doberman en algún momento, pero al ver las fauces abiertas goteantes de saliva y los pedazos de carne y músculo que le colgaban de las ancas, Rebecca se dio cuenta de que también «eso» estaba infectado por la enfermedad que había acabado con los pasajeros del tren. No sólo tenía aspecto de muerto, sino que parecía destruido, con una película roja sobre los ojos y el cuerpo apedazado como un mosaico enloquecedor de piel mojada y tejidos sanguinolentos.

Edward no sería capaz de protegerse. Rebecca se alzó lentamente y dio un paso atrás, alejándose del agonizante mecánico. Tenía la pistola en la mano, aunque no recordaba haberla desenfundado. Oyó al segundo perro jadeando por el corredor, fuera de su vista.

Apuntó al ojo izquierdo del animal y por primera vez comprendió el verdadero horror de esa enfermedad, fuera ésta cual fuera. Su enfrentamiento con los pasajeros casi muertos había sido terrible, pero tan aturdidor que casi no había tenido tiempo de considerar lo que significaba. Pero al ver a la monstruosa bestia de patas tiesas que tenía delante, cuyo gruñido se iba alzando hasta convertirse en un penetrante aullido de hambre, se acordó del perro de su infancia, un peludo labrador de color negro llamado Donner, se acordó de cuánto lo había querido, y se dio cuenta de que eso probablemente había sido alguna vez la mascota de alguien. Igual que esa gente a la que había disparado, que alguna vez habían sido humanos y se habían reído o llorado, y tenían familias que los echarían de menos, familias que quedarían destrozadas por su pérdida. Ya fuera una enfermedad, un escape químico o un ataque, lo que había causado todo eso era una abominación.

La idea cruzó su mente por un instante y desapareció. El perro tensó sus descarnados costados, preparándose para atacar, y Rebecca apretó el gatillo. La nueve milímetros le dio una fuerte sacudida en la mano y el estruendo resultó ensordecedor en un espacio tan pequeño. El perro se desplomó.

Rebecca se volvió y apuntó hacia el pasillo, esperando a que apareciera el segundo perro. No tuvo que esperar mucho.

Rugiendo, el animal saltó desde la esquina con las fauces abiertas. Rebecca disparó. El tiro entró por el pecho del perro y lo lanzó hacia atrás con un agudo gemido de dolor, pero siguió en pie. Se sacudió como si acabara de salir del agua y gruñó, dispuesto a ir a por ella, aunque una sangre oscura y pustulenta le manaba de la herida.

¡Debería haberlo matado, esa bala debería haberlo dejado seco!

Igual que la gente en el vagón de pasajeros, parecía que sólo una herida en la cabeza acabaría con él. Rebecca alzó la pistola y disparó de nuevo. Esta vez le dio en el centro de la estrecha cabeza. El perro cayó, se sacudió en un espasmo y quedó inmóvil.

Podía haber más. Rebecca bajó ligeramente el arma, se volvió hacia las ventanas rotas e intentó ver a través de la oscuridad y la lluvia a la vez que se esforzaba por oír algo que no fuera la tormenta. Al cabo de unos segundos desistió. Se volvió hacia Edward mientras buscaba una nueva venda en la mochila, y se detuvo con la mirada clavada en su compañero de equipo. De la herida del hombro ya no salía sangre.

Rápidamente le buscó el pulso bajo la oreja izquierda, pero no encontró nada. Edward miraba hacia el suelo con los ojos medio abiertos, muerto.

—Lo siento —murmuró Rebecca, quedándose en cuclillas. Resultaba inconcebible que Edward hubiera muerto en el corto espacio de tiempo en que ella había estado disparando contra aquellas cosas perrunas, y sintió que la culpabilidad la invadía. Si hubiera sido más rápida, si le hubiera vendado mejor la herida…

Pero no lo hiciste, y cuanto más rato estés aquí sentada sintiéndote culpable, más probabilidades tienes de acabar como él. ¡Muévete!

Rebecca se sintió aún más culpable ante ese frío pensamiento, pero una mirada hacia las ventanas abiertas la hizo ponerse en pie. Tendría que evaluar su culpa más tarde, cuando no fuera peligroso hacerlo.

El radiotransmisor emitió un pitido. La agarró mientras se alejaba de las ventanas y del pobre Edward.

La recepción era mala, pero supo que era Enrico. Se llevó el altavoz a la oreja y sintió un gran alivio al oír la voz del capitán entre la estática.

—¿… me recibes?… más información sobre… Coen…

De mala gana, Rebecca se acercó a las ventanas confiando en que mejoraría la recepción, pero la estática siguió casi igual.

—… internado… mató al menos a veintitrés personas… cuidado…

¿Qué?

Rebecca apretó el botón de transmisión.

—¡Enrico, aquí Rebecca! ¿Me recibes? Cambio.

Estática.

—¡Capitán! STARS Bravo, ¿me recibes?

Largos segundos de estática. Había perdido la señal. Volvió a colgarse el radiotransmisor del cinturón. Tenía que regresar al helicóptero, explicar a los otros lo de Edward, lo de Billy y lo del tren, y el terrible peligro al que se enfrentaban. Cambió el cargador de la nueve milímetros y se tomó unos momentos para recargar el que tenía medio lleno. Lanzó una triste mirada final a su compañero caído, saltó sobre el cuerpo del perro, intentando no resbalar en el charco de sangre que lo rodeaba, y se dirigió al vagón de pasajeros.

Aunque sabía que debería estar impaciente por correr detrás del preso escapado para arrestarlo, esperaba no volver a ver a Billy. La muerte de Edward, los perros… Se sentía aturdida e incapaz de imponer su autoridad. ¿Veintitrés personas? La recorrió un escalofrío, y se sorprendió de que no la hubiera matado cuando tuvo la oportunidad.

En el vagón de pasajeros vio el resultado de los dos tiros que había oído antes. La víctima enfermiza que antes creyó ver moverse, aunque no estaba segura, al parecer seguía viva, a fin de cuentas. Debía de haber intentado atacar a Billy igual que los otros fueran a por ella. Se detuvo en la puerta del fondo del vagón por la que había entrado inicialmente y contempló los cuerpos descompuestos de la gente a la que había matado. Si Edward estaba en lo cierto, tendría que moverse con rapidez.

Y quizá no fuese Billy quien había matado a los marines.

Rebecca parpadeó. No se le había ocurrido antes, pero puede que hubieran atacado el jeep y eso había permitido a Billy escapar, lo había obligado a salir corriendo. Parecía probable. Los dos cadáveres tenían señales de haber sido atacados violentamente, no les habían disparado; los perros podrían haberlo hecho.

Negó con la cabeza. No importaba. De todas maneras era un asesino, y si no se sentía capaz de apresarlo, más le valdría buscar a alguien que pudiera hacerlo. Por muy seria que fuera la desconocida enfermedad, no podían dejar que Coen escapara.

Dejó a su espalda el vagón de pasajeros y se apresuró a cruzar el vagón vacío hasta la puerta, esperando que los demás estuvieran de regreso en el helicóptero. No sabía muy bien cómo dar la noticia de la muerte de Edward; eso iba a ser duro.

Rebecca frunció el entrecejo y empujó con fuerza la puerta corredera, que se negaba a abrirse. Presionó el picaporte una y otra vez, luego le pegó una patada a la puerta, maldiciendo en silencio. Estaba atascada, o Billy la había cerrado para evitar que lo siguiera.

—¡Maldita sea! —Se mordisqueó el labio inferior y recordó la llave en la mano del operario muerto. No había conseguido sacársela y se había olvidado de ella después de su encuentro con Billy, por no hablar de Edward y los perros. Pero ¿quién necesitaba una llave? Le sería más fácil salir por una de las ventanas rotas; no representaría ningún problema.

Oyó el sonido de una puerta que se cerraba y miró a la izquierda, hacia el final del tren. Alguien se movía en el siguiente vagón. Otro pasajero enfermo, probablemente. O quizá Billy seguía allí. De cualquier manera, ella estaba lista para salir y tenía ventanas donde elegir.

A no ser… que sea otra persona la que esté allí, alguien que necesita ayuda.

Incluso podía ser otro de los STARS. Una vez se le ocurrió esa idea, se sintió en el deber de echar un vistazo, aunque eso no fuera muy inteligente. Caminó rápidamente hasta el fondo del vagón mientras se preparaba para cualquier cosa. No parecía posible que esa noche pudiera ocurrir algo más extraño aún, pero también era cierto que la mayoría de lo que había pasado no parecía posible. Quería estar preparada para todo.

Abrió la puerta del siguiente vagón y echó una ojeada mientras barría el espacio con la nueve milímetros. Se sintió muy aliviada al encontrarlo vacío y sin sangre. A la izquierda había una escalera que subía, y al frente, una puerta. Ésa debía de ser la puerta que había oído cerrarse…

Y entonces se abrió y por ella entró Billy Coen.

Billy se detuvo, miró a la chica y a la pistola que llevaba en la mano y se alegró de que estuviera viva, de que tuviera una arma y de que, al parecer, supiera utilizarla. Después de lo que había descubierto, tener un compañero podía ser su única oportunidad de sobrevivir.

—La cosa está mal —dijo, y pudo ver que ella sabía que no se refería al arma que lo apuntaba. Rebecca no respondió, sólo lo miró fijamente y siguió apuntándolo con la nueve milímetros. Billy supo que se habían acabado los juegos y alzó las manos. La esposa que le colgaba le golpeó la muñeca.

—Esa gente, los que has matado, estaban enfermos —prosiguió Billy—. Uno intentó morderme. Le pegué un tiro y encontré una libreta en su bolsillo. ¿Puedo…?

Comenzó a bajar la mano para llevársela al bolsillo trasero.

—¡No! ¡Mantén las manos en alto! —ordenó la chica, moviendo el arma. Aún parecía asustada, pero aparentemente estaba dispuesta a arrestarlo.

—De acuerdo —contestó—. Cógela tú. Está en mi bolsillo trasero.

—Estás de broma, ¿no? No voy a acercarme a ti.

Billy suspiró.

—Es importante, es una especie de diario. No lo entiendo demasiado, pero es algo sobre una investigación en un laboratorio que ha sido abandonado o destruido, y también habla sobre un puñado de asesinatos que han estado ocurriendo por aquí y de la posibilidad de que se haya escapado un virus. Algo llamado el virus-T.

Billy captó una chispa de interés en los ojos de Rebecca, pero ésta quería jugar sobre seguro.

—Lo leeré cuando te vuelvas a poner las esposas —dijo.

Billy negó con la cabeza.

—No sé lo que está pasando, pero es peligroso. Alguien ha cerrado todas las salidas, ¿te has dado cuenta? ¿Por qué no cooperamos hasta que podamos salir de aquí?

—¿Cooperar? —Alzó las cejas—. ¿Contigo?

Billy se acercó y bajó las manos sin hacer caso del arma que le apuntaba a la cara.

—Escucha, pequeña, por si no lo has notado, hay una mierda bien extraña en este tren. Yo, por mi parte, quiero salir de aquí, y solos no tendremos ninguna oportunidad de lograrlo.

Rebecca no bajó el arma.

—¿Esperas que confíe en ti? No necesito tu ayuda, puedo arreglármelas sola. Y no me llames pequeña.

Billy estaba empezando a hartarse de ella, pero se contuvo.

—Muy bien, señorita Hazlotumisma —dijo—. ¿Cómo debo llamarte?

—Me llamo Rebecca Chambers —respondió—. Y para ti, agente Chambers.

—Bueno, Rebecca, ¿por qué no me explicas tu plan de acción? —preguntó Billy—. ¿Vas a arrestarme? Perfecto, hazlo. Llama a todo el ejército y diles que traigan la artillería pesada. Podemos esperarlos aquí.

Por primera vez, ella pareció dudar.

—La radio no funciona —repuso.

Mierda.

—¿Cómo vas a salir de aquí? —preguntó él—. ¿Por tierra o por aire? ¿Está muy lejos tu transporte?

—Hemos venido en helicóptero, pero… se ha averiado —respondió Rebecca—. Aunque eso no es asunto tuyo. Ponte las esposas. Mi equipo está esperando fuera.

Billy bajó las manos.

—¿Están lejos? ¿Estás segura de que siguen por aquí?

La chica frunció el entrecejo.

—Esto no es un concurso de preguntas, teniente. Te voy a sacar de aquí. Date la vuelta y ponte de cara a la pared.

—No. —Billy cruzó los brazos—. Dispara si tienes que hacerlo, pero de ninguna manera voy a entregar mi arma o a dejar que me pongas las esposas.

Las mejillas de Rebecca enrojecieron.

—Tú harás lo que lo te diga o si no…

¡Craaak!

Ventanas rotas en el compartimento superior. Billy y Rebecca miraron hacia arriba y luego el uno al otro. Unos segundos después oyeron encima de sus cabezas lo que sonaba como pesadas pisadas, lentas y regulares… Luego nada.

—El comedor —dijo Billy—. Y estaba vacío hace unos minutos.

Rebecca lo observó durante un instante y luego bajó ligeramente el arma. Fue hasta el pie de las escaleras y miró hacia arriba con una expresión decidida en su joven rostro.

—Espera aquí —le ordenó—. Iré a ver qué es.

Billy casi sonrió. Él había estado en las Fuerzas Especiales durante siete años y había aprendido a disparar seguramente antes de acabar la escuela secundaria, ¿iba ella a protegerle a él?

—Creía que no confiabas en mí. ¿Qué impedirá que salte por una de las ventanas y me escape?

La chica sonrió, aunque con una sonrisa fría y leve.

—Es peligroso, ¿recuerdas? Solo no tienes ninguna oportunidad.

Antes de que se le ocurriera algo adecuadamente cortante, ella había comenzado a subir las escaleras, dispuesta al parecer a probarle que tenía la suficiente autoridad. Chica tonta, con todo lo que estaba pasando, intentar probar algo no tendría que ser su prioridad. Billy sabía que debía seguirla, impedir que se dejara matar, pero necesitaba un minuto para pensar. La contempló llegar a lo alto de la escalera y desaparecer al doblar la esquina sin mirar atrás.

Como dice la canción, ¿debo quedarme o debo irme?

Rebecca quería arrestarlo, pero eso también significaba que tendría que mantenerlo vivo. Y ella necesitaba su ayuda, sin duda; era demasiado inexperta para estar allí sola.

¿Y quién ha muerto y te ha nombrado su salvador personal? ¿Cuándo te vas a enterar? Ya no eres uno de los buenos, ¿te acuerdas?

Salir corriendo seguía siendo una opción, pero ya no se sentía tan seguro de sus opciones. Por si necesitara más pruebas de que los bosques eran peligrosos, la libreta que había encontrado, el diario del hombre que lo había atacado, era más que suficiente para convencerlo. Lo sacó y pasó las páginas hasta llegar a las últimas anotaciones, las que le habían llamado la atención.

14 de julio

Hoy hemos tenido noticias del laboratorio de Arklay… y nos enviarán la semana que viene para comprobar su estado. Algunos de los otros están preocupados por las condiciones, por lo que puede quedar, pero como dice el jefe, alguien tiene que echar el primer vistazo. Bien podemos ser nosotros…

El que escribía continuaba hablando de su novia, que se enfadaría al saber que debía salir de la ciudad. Billy siguió adelante, buscando en las notas lo que había leído antes.

16 de julio

… Hay tanto que aún no sabemos sobre las respuestas al virus-T… Dependiendo de la especie y del entorno, sólo una dosis mínima del T causa sorprendentes cambios de tamaño, un comportamiento agresivo y el desarrollo del cerebro… al menos en animales. Nada es inmune. Pero hasta que se puedan controlar mejor los efectos, la compañía está jugando con fuego.

Billy pasó la página.

19 de julio

Finalmente se acerca el día… Estoy más ansioso de lo que esperaba. Los periódicos y las emisoras de televisión de Raccoon City han estado informando sobre extraños asesinatos en las afuera de la ciudad. No puede ser el virus. ¿O sí? Si lo es… No. No puedo pensar en eso ahora. Tengo que concentrarme en la investigación, asegurarme de que avance sin trabas.

Cambios de tamaño, comportamiento agresivo, desarrollo del cerebro. ¿En un perro, por ejemplo? Y esa frase sobre «al menos en animales». ¿Qué haría ese virus-T a los humanos? Billy estaba seguro de que ya había visto los resultados.

—Los convierte en zombis —murmuró. O en algo que era como los zombis. El que había matado de un tiro estaba sin duda buscando alguna cosa para almorzar. ¿Cómo llaman los caníbales a los humanos? Cerdos largos, eso era. Ese destrozo andante buscaba algún cerdo largo, sin duda.

Bosques llenos de caníbales y monstruos. Probaría suerte con la chica. Hasta ese momento ella se las había arreglado bien, había matado por lo menos a tres pasajeros y conseguido no volverse loca. Si se quedaba con ella hasta que pudieran salir de allí, luego ya inventaría un modo de escapar antes de que el resto del equipo llegara, suponiendo que quedara algo de ese equipo.

Una chica, la chica, gritó desde lo alto; un sonido de puro terror. Billy agarró el arma y se lanzó escaleras arriba; subió de dos en dos los escalones y esperó no haber tardado demasiado en tomar una decisión.

En lo alto de la escalera había una pequeña curva y luego una puerta. Rebecca la abrió, lenta y cuidadosamente, empujando con el cañón de la pistola, y entró.

Fue recibida por un humo fino y acre y por el tenue parpadeo de un fuego que hacía bailar las sombras en las paredes. Era el vagón comedor, como había dicho Billy, y había sido bonito, con las mesas cubiertas de manteles de lino y las ventanas con cortinas de color crema. Pero estaba destrozado. Por todas partes había platos y vasos rotos, mesas volcadas, manteles empapados de sangre y vino derramado. Y cerca del fondo, una figura solitaria se hallaba encorvada sobre una mesa. El extremo del mantel estaba ardiendo y las llamas ascendían lentamente. Rebecca vio una lámpara de aceite hecha pedazos junto a la mesa; ése debía de ser el origen del fuego, y aunque éste aún era pequeño, no lo sería por mucho rato.

El hombre apoyado sobre la mesa estaba absolutamente inmóvil, y cuando Rebecca se acercó, vio que no era como los pasajeros de abajo. No parecía estar infectado por lo que, según Billy, era el virus-T. Se trataba de un hombre mayor, de aspecto distinguido, vestido con un traje marrón y con el cabello blanco engominado peinado hacia atrás. Tenía la cabeza apoyada sobre el pecho, como si se hubiese quedado dormido durante la cena.

¿Un ataque al corazón? ¿O se habría desmayado? No parecía probable que hubiera roto la ventana del piso superior y hubiera entrado por ahí, pero por lo que Rebecca veía, no había nadie más en el salón. Nadie más podía haber dado los pesados pasos que habían oído.

Rebecca se aclaró la garganta mientras se acercaba a él.

—Perdone —dijo, deteniéndose junto a la mesa. Notó que el hombre tenía el rostro y las manos mojadas y que brillaban ligeramente bajo la luz del fuego—. ¿Señor?

No obtuvo respuesta. Pero el hombre respiraba. Rebecca podía ver cómo se le movía el pecho. Se inclinó sobre él y le puso la mano en el hombro.

—¿Señor?

El hombre comenzó a alzar la cabeza y a volver el rostro hacia ella. Se oyó un sonido enfermizo y húmedo, como de labios chupando algo viscoso, y la cabeza del hombre resbaló por el torso y cayó al suelo.

El sonido húmedo se hizo más fuerte. El cuerpo decapitado comenzó a temblar, a bullir, como si estuviera lleno de algo vivo. Rebecca retrocedió tambaleante, y gritó con todas sus fuerzas cuando el cuerpo del hombre se desmoronó como bloques mal apilados y cayó al suelo en grandes pedazos. Cuando los trozos golpearon el suelo se desintegraron y la tela del traje cambió de color: se volvió negra y se convirtió en muchas cosas, cada una del tamaño de un puño.

Babosas, son como babosas…

Babosas con filas de minúsculos dientes. No babosas sino sanguijuelas, gordas, redondas y de algún modo capaces de imitar la figura de un hombre, incluso la ropa de un hombre.

¡No es posible, esto no puede estar pasando!

Rebecca retrocedió más, enferma de terror, mientras las criaturas se juntaban de nuevo y se mezclaban unas con otras en una masa anormal e hinchada hasta formar una brillante torre de oscuridad. Se remodelaron, adquirieron forma y color, y de nuevo fueron el hombre mayor que Rebecca había visto sentado ante la mesa. Las miró horrorizada, sin poder creer lo que veía. Incluso sabiendo que estaba formado de cientos, tal vez miles, de desagradables criaturas, no podía ver los espacios entre ellas, no hubiera podido saber que no era un hombre excepto por lo que ya había visto con sus propios ojos. El tono del traje, la forma y el color del cuerpo… La única pista de que no era un hombre era el extraño brillo de su piel y de su traje.

El falso hombre extendió el brazo hacia atrás, como si estuviera a punto de lanzar una pelota, y luego lo llevó de golpe hacia adelante. El brazo se alargó de forma imposible. Rebecca se hallaba al menos a cinco metros, pero la brillante mano húmeda dio un manotazo al aire a sólo unos centímetros de su rostro. Rebecca tropezó con sus propios pies en su prisa por salir de allí y cayó al suelo, mientras el brazo se recomponía de nuevo, volvía a ir hacia atrás y se preparaba para un nuevo ataque.

¡La pistola, estúpida! ¡Dispara!

Alzó el arma y disparó. Los dos primeros tiros fallaron el blanco, pero el tercero y el cuarto desaparecieron entre el tambaleante cuerpo de la cosa. Pudo ver la falsa piel formar ondas cuando las balas la alcanzaron. El traje y el cuerpo que había debajo se movieron ligeramente, como si ella los viera a través de las ondas que produce el calor sobre el asfalto en un día de verano. La criatura ni se detuvo antes de lanzar de nuevo el brazo contra ella. Rebecca lo esquivó, pero la mano la alcanzó y le golpeó ligeramente la mejilla izquierda. La joven gritó de nuevo, más por la sensación de la mano que por la fuerza del golpe. Era una sensación fría, áspera y viscosa, como piel de tiburón mojada en una ciénaga fangosa. Y, antes de retirarse, esa mano la golpeó de nuevo y le hizo soltar la pistola. El arma resbaló por el suelo y se detuvo bajo una de las mesas. El hombre dio otro paso tambaleante. Ya estaba lo suficientemente cerca como para que su siguiente golpe no fuera fácil de esquivar, y Rebecca sólo tuvo tiempo de pensar que era mujer muerta.

¡Bam! ¡Bam! ¡Bam!

La criatura retrocedía torpemente. Alguien disparaba una y otra vez. El inesperado sonido la hizo encogerse mientras se ponía en pie con dificultad. Los primeros disparos desaparecieron dentro de la forma, como antes, pero los tiros siguieron. Encontraron el rostro maduro y brillante del monstruo y sus relucientes ojos. Un líquido oscuro brotó de repentinas aberturas en el grupo mientras las sanguijuelas saltaban en pedazos. En el sexto o séptimo tiro, el hombre cosa comenzó a deshacerse en sus componentes, y los pequeños animales negros se arrastraron hacia las ventanas rotas en cuanto tocaron el suelo.

Rebecca miró hacia la puerta y vio a Billy Coen de pie, en la clásica posición de tirador, el arma agarrada con ambas manos y la mirada fija en la monstruosidad que tenía ante sí mientras ésta completaba su silencioso desmoronamiento y volvía a ser muchas criaturas. Las sanguijuelas seguían dirigiéndose hacia las ventanas, dejando marcas de mucosidad sobre el suelo cubierto de restos y sobre las paredes manchadas. Se deslizaron sin esfuerzo sobre los bordes puntiagudos de los vidrios y desaparecieron en la tormenta nocturna. Al parecer, habían finalizado su ataque.

Un canto agudo y extraño atravesó el sonido de la lluvia. Aún bajo los efectos de la impresión, Rebecca se acercó a la ventana, evitando con cuidado las sanguijuelas que aún salían del vagón, y recuperó su arma antes de mirar hacia fuera en busca del origen del canto. Billy se unió a ella sin intentar esquivar las extrañas criaturas, y varias reventaron bajo el tacón de sus botas.

Lo vieron gracias a la luz de un relámpago. De pie en una colina de poca altura hacia el oeste del tren. Una figura solitaria —un hombre a juzgar por su altura y por la anchura de los hombros— alzó los brazos en un gesto de bienvenida mientras cantaba con una voz de soprano sorprendentemente dulce, una voz joven, sonora y potente. Cantaba en latín, como si fuera algo de iglesia. Y por si no fuera suficientemente estrambótico, parecía estar en medio de un lago poco profundo, porque el suelo parecía formar ondas a su alrededor. Estaba demasiado oscuro para verlo bien. Sólo una negra sombra y una silueta marcaban la presencia del solitario cantante.

—Oh, Dios —exclamó Billy—. Mira eso.

Rebecca sintió que se le erizaban los pelos de la nuca y su boca se curvaba en una mueca de asco. No había ningún lago. El suelo estaba cubierto de sanguijuelas, miles de sanguijuelas que avanzaban hacia el joven cantante. La chica pudo ver como el borde de su abrigo largo o de su túnica ondeaba cuando las criaturas se metían y desaparecían bajo él.

—¿Quién es ese tipo? —pregunto Billy, y Rebecca movió la cabeza, negando. Quizá fuera como el hombre de antes, hecho de pequeñas criaturas.

El tren se sacudió inesperadamente. Un sonido ascendente y mecánico invadió el vagón, y el suelo vibró bajo sus pies. De repente, el tren comenzó a moverse, primero lentamente, pero ganando velocidad rápidamente.

Rebecca miró a Billy y vio en su rostro la misma confusión que en el de ella. Por primera vez sintió algo aparte de un furioso desprecio por el criminal. Estaba atrapado en esa… pesadilla igual que lo estaba ella.

Y acaba de salvarme la vida…

—¿Aún te las arreglas sola? —preguntó él con una sonrisa irónica, y Rebecca sintió que se deshacía el ligero vínculo que los unía. Pero antes de que pudiera contestar, Billy pareció darse cuenta de que su intento de sarcasmo no era lo que la situación requería—. Creo que a ambos nos iría bien un poco de ayuda —prosiguió—. ¿Qué te parece? Sólo hasta que salgamos de ésta, ¿de acuerdo?

Rebecca pensó en las víctimas del virus que había visto y en las que había matado, y sobre lo que Edward le había dicho: que el bosque estaba lleno de zombis y monstruos. Pensó en el hombre hecho de sanguijuelas y en su extraño amo cantante que habían visto bajo la lluvia. Y finalmente pensó en que alguien, o algo, había puesto en marcha el tren. Incluso si Enrico y el resto del equipo seguían aún vivos, se estaba alejando de ellos por minutos.

—Vale, de acuerdo —respondió, y aunque la pose arrogante y huraña de Billy no cambió, Rebecca se dio cuenta de que el hombre se sentía aliviado. Y supo que ella también.