14
¡Joder! ¡Este velo me está volviendo loca! Se me enreda en las piernas a cada paso que doy. Y encima estos guantes negros que no me ayudan a la hora de sacar el dinero del monedero. Ya llevo más de dos años cubierta de negro de pies a cabeza, y empiezo a estar harta. Sí, mi marido es el imán. Al principio no pensaba quedarme aquí tanto tiempo. Lo que pasa es que poco a poco fui enamorándome de él y ahora soy prisionera de este velo.
Esto ha durado demasiado. Se acabó. Voy a decirle que he decidido quitármelo. Y punto. Me querrá matar, aunque tengo preparados unos buenos argumentos, y él suele escuchar cuando hablo. Puede que no me lo quite entero, pero al menos he de poder destapar manos y cara. ¿Cómo he podido aceptar llevar este disfraz tanto tiempo? ¡Yo, Jbara Aït Goumbra! ¡Yo, Sherezade del Monte Casino! ¡Yo, Khadija cuyo nombre está tan lleno de promesas…!
Dicen que para que el hombre no tenga pensamientos impuros, las mujeres deben ocultar sus atuendos. Así está escrito y no parece molestarle a nadie: es él quien tiene los pensamientos impuros, pero soy yo quien debe ocultarse bajo un velo. ¡No tiene el menor sentido! ¿Con qué derecho he de convertirme en la rehén de un hombre que no sabe controlar sus impulsos? Al hombre le toca educarse, no ocultarme a mí. Y si no quiere aprender, tengo un consejo que darle: una ducha fría. No veo otra solución para cortar de raíz sus pensamientos impuros, señores. ¡Pero a mí, déjenme tranquila, a mí y a mis vestimentas, a mí y a mi pelo, a mí y a mi castidad! Si unos tobillos se la ponen dura, será mejor que vaya buscando ayuda.
Yo no. Usted.
Por trastornos agudos de picha.
¡Esa pilila es un auténtico castigo divino!
Alá, llevo un velo sobre el corazón. Soy tu sirviente eterna y te estaré agradecida de por vida porque gracias a Ti, mi vida tiene sentido. Un sentido que no había previsto, un sentido con el que ni siquiera soñaba cuando me moría en Tafafilt. Has sido mi aliado más fiel durante estos años grises.
Gracias, Alá.
—¡Khadija! ¡Khadija! ¡Corre!
Entro corriendo en casa, corro mi cortina para descubrir a mi marido tirado en el suelo con los ojos cerrados. Ha sufrido un infarto. Aplazaré unos días mi petición. He de ocuparme de él. Estoy conmocionada.
Mi marido guarda cama, se encuentra muy débil pero todavía puede hablar. No puedo creer que quizás se despida de este mundo antes que su madre. Sería el colmo.
Reclama mi presencia más que la de las otras dos. A ellas no les importa; así disponen de más tiempo para bordar.
Le doy de comer y lo aseo como si fuese un bebé. Pero lo que más me pide son canciones. Y no tienen por qué ser versos coránicos. Solo que mi aliento le acaricie los oídos. Sus oídos que han sido colmados de versos y suras, de hadices y sunnas reclaman ahora canciones de amor y de amantes, de placer y de sensualidad, de besos y de caricias. Las canciones haram y hchouma que oigo en la radio y que dan algo de color a mi existencia.
Es mi marido, después de todo, y hago lo que quiero con él. Es él quien me lo pide. Cuando las letras le resultan demasiado atrevidas, guiña los ojos y sonríe. A veces, recito suras acompañados de mis propias melodías, le hablo de Alá con notas musicales, en la la la; y de Mahoma en re re re. Lo mezclo todo y eso le tranquiliza.
Una noche, me dice entre jadeos:
—Khadija, irás al paraíso porque has hecho de mi muerte el momento más vivo de toda mi existencia.
Esas palabras resonarán en mi interior toda la vida. Una lágrima se desliza sobre mi mejilla. La enjugo con la lengua. Está muy salada.
Hay momentos así, Alá, que me dan la fuerza necesaria para seguir avanzando hacia Ti.
Cierra los ojos, poso mis labios sobre los suyos antes de recitar la oración del muerto.
Amine.
Alá, yo jamás te preguntaría por qué dejas morir a los pobres africanos… Es un sinsentido. Somos nosotros quienes tomamos decisiones erróneas. Por eso mueren los niños africanos. Yo tomé una decisión equivocada por la que me mearon encima. Pero incluso del pipí he aprendido.
He hecho la calle porque así lo decidí. Y no me arrepiento. A no ser que me pidas lo contrario; entonces, sí lo haría. Pero, en esta tierra, ningún hombre me obligará a arrepentirme. Jamás. Me he perjudicado a mí misma y a nadie más. Mi propia vida es mi djihad[33]: aprender quien soy. Ahí reside mi riqueza. Esta es mi hazaña. Aprender de nosotros mismos es el camino más corto hacia Ti. Mi recorrido ha sido tortuoso, pero te doy las gracias igualmente.
Alá, me niego a que seas un Dios de relleno, a que seas la respuesta a todas mis preguntas y, sobre todo, la respuesta a mi ignorancia. Porque, de ser así, desempeñaría yo el papel de la tonta. Y yo no soy tonta. Excepto de vez en cuando, he de reconocerlo…
Creer en Ti, Alá, no es una evidencia; es una lucha. Una difícil lucha, similar a aquella que las criadas libran contra el polvo. Nunca pueden cantar victoria. Eterna es la lucha.
No creo que recitar, incansablemente, las mismas oraciones, me haya acercado a Ti a la fuerza. Tampoco darte las gracias a horas concretas. Lo que ha hecho esta miseria más llevadera es tu presencia, cuando murmuraba en bajito: «Alá, dime que las cosas me irán mejor, haz que una estrella parpadee para que sepa que oyes mi plegaria, por favor». Y tú hacías parpadear la estrella…
No permitiré que nadie diga que fueron mis ojos los que parpadeaban, porque en prisión tuve tiempo de observar las estrellas, ¡y parpadean! Mi amor por Ti es lo que alimenta mi fe. Quererte me ayudó a quererme a mí y a querer a los demás.
El bien y el mal no existen. Eres demasiado sutil para que sea de otro modo.
Alá, no eres más que pequeños matices y, por esa misma razón, te quiero.