2
Se aleja sin volver la vista atrás, como de costumbre, y yo bebo mi Raïbi Jamila a sorbos atragantados sin dedicarle una sola mirada. Miloud tiene los dientes marrones, torcidos, con restos de lentejas en los huecos traseros; las manos ásperas, unas uñas bajo las que asoma una mugre incrustada de por vida, y un turbante azul alrededor de la cabeza. Hoy puedo decir que era más feo que un dolor pero, por aquel entonces, ni siquiera se me pasó por la cabeza hacerme semejante pregunta. «Él es», hasta ahí llegaba. Hoy preferiría revolcarme en un charco de pus antes de volver a lamer los huevos de Miloud. Y eso que, en aquella época, lo hacía por un yogur de granadina. «Raïbi Jamila la la la la… ¡Il yogor qui adoran los piquinios!». Más tarde vi el anuncio en la tele y me dije que tenía mucha suerte de comer algo que aparecía en televisión. Tuve la sensación de existir, de tener algo en común con el resto de la gente. Fue una sensación extraña.
De momento, no soy más que una pastora de Tafafilt. No conozco nada más que esto. Mis ovejas son lo único que tengo. Bueno, no, mi madre también. Quiero a mi madre. Aunque no estoy segura de quererla como los demás quieren, con sentimientos y todo eso. Yo quiero a mi madre porque me da pena. Siempre baja la mirada y farfulla para sí misma como una loca. Unas veces, recita el único verso del Corán que conoce y, otras veces, habla con sus zanahorias. Mi madre pone cebolla en todos sus platos para poder llorar en paz. Está completamente encorvada porque vivimos en una jaima. Pero lo que más me asombra de ella es que soporte a mi padre. Mi padre es un cabronazo. Hay muchas cosas que ignoro, pero eso lo he sabido siempre. Detesto todo en él. Por más que intente compadecerme de él, no lo consigo. Incluso me alegré cuando otro pastor lo molió a palos por no haberle pagado una oveja. Disfruté viéndolo en el suelo, humillado, jurando por su honor que se vengaría. Cierra esa bocaza. ¿Quién eres tú para hablar de honor?
Sé que no soy justa. Él no tiene la culpa; es un imbécil y punto. Pero aborrecerlo es un asunto de supervivencia. De no hacerlo, ¿cuándo y cómo empiezo a existir yo? Cuando habla, la comisura de sus labios queda cubierta por una sustancia blanquecina. Me da asco, y mira que yo apesto. Lo sé. No lo puedo ver, y lo digo sinceramente. Es una pena, pero así es. Sigue al pie de la letra todo lo que cuenta el fkih, y eso acaba por sacarme de quicio.
Ah, esos imbéciles, ¡cuánto saben!
—Ese hombre del pueblo de Bti Kheir que murió el viernes tras la oración de la noche… Lo enterraron al día siguiente, que Dios lo tenga en su gloria. Todo el mundo vio que estaba muerto, incluso empezaba a ponerse azul. Al cabo de tres días, su viuda fue a abrir la puerta de su casa y ¿con quién se encuentra? ¡Con su marido! ¡Como lo oyes! Su marido que había vuelto. ¡Que Dios me mate si miento, Él es mi testigo! La mujer se desmayó y cuando volvió en sí, su marido empezó a contar por todo el pueblo lo que había visto bajo tierra…
Mi madre, que no apartaba la vista de su boca podrida, le rogaba con diligencia que prosiguiera. Y mi padre contestó:
—No llevaba suficiente encima, pero Inch’Allah mañana no me pillará desprevenido…
Al día siguiente, se llevó una oveja consigo para poder oír el final de la historia. De esa historia de mierda. ¡Qué desperdicio! Entenderán ahora por qué lo odio tanto. Aquellas eran las únicas ocasiones en las que hablaba sin chillar y utilizaba el pretérito en sus frases. No sabía conjugarlo, solo se limitaba a repetir las cosas. Les ahorraré el final de la historia aunque, en resumen, venía a decir que Dios dijo a aquel tipo que todas las mujeres debían llevar el velo y cubrirse los tobillos y cerrar la boca y permanecer en la cocina y… Eso fue lo que aquel hombre escuchó bajo tierra. Mataron a mi oveja por eso. Y tanto mi padre como mi madre se lo tragaron.
Yo escuchaba a hurtadillas y, consumida por la rabia, me di de golpes contra el suelo. Aunque hubiese nacido aquí, aunque no conociese otro lugar, no podía soportarlo: era la única a la que esas historias le sonaban a chuminadas, la única que no temía plantearse cosas así. Y decirlo no habría servido de nada.
En mi casa, todos cenamos del mismo plato y nuestra cuchara es nuestro dedo pulgar. Solemos comer lentejas, judías verdes, patatas con trozos grasientos. Después tomamos té en el que mojamos pan duro.
Y, dos veces por semana, veo pasar el autobús. Pasa una vez los miércoles por la tarde y otra el sábado por la noche. No se me ha escapado ni una sola vez. He visto miles de siluetas viajar hacia alguna parte. Más de una vez soñé que era yo una de esas personas, que me dirigía a la gran ciudad. Y ahí se acababa el sueño porque me costaba imaginar cómo sería la gran ciudad. Solo sé que es tentadora. Para empezar, es grande. Y dado que el fkih siempre dice que la gran ciudad es haram, más interés tengo en verla…
Cuando oigo que el autobús se acerca, asomo la cabeza por la puerta de mi casa de piel de cabra. Reparo en las siluetas dormidas, otras que se mueven. Se van. No importa a dónde. O quizás regresen de alguna parte. A menudo he pensado que un día me lanzaría bajo las ruedas del autobús para hacerlo detener y ver así cómo es por dentro. No pido nada más. Simplemente ver a esas personas que van de un lado a otro. Pero luego me digo que podría morir en el intento y no solo no vería el autobús ni a sus pasajeros, sino que también adelantaría el momento en que las llamas del infierno me quemen el chichi por todo el mal que ha hecho. Sí, porque ¿no vamos a hablar del bien que ha hecho? Claro que no. ¿Y eso?
La mayoría de los coches o camiones que pasan por el camino que une Zarfhir con Belsouss lo hacen por contrabando; también hay taxis compartidos. Si no es ni lo uno ni lo otro, son turistas.
Un día, algunos pararon frente a mi casa y vinieron a vernos. Hablaban otro idioma y avanzaban muy despacio con una bandera blanca. Eran americanos. Mi padre salió vociferando, como es lógico, pero en cuanto vio el billete, se encorvó como un zurullo fresco. ¿Quién es la puta en el fondo? ¿Yo por abrirme de piernas o él por inclinar el cuerpo? A fin de cuentas, he tenido un buen maestro…
Se tomaron unas cuantas fotos con nosotros; chocamos las manos y dijeron choukwane[3] unas mil veces. Los niños jugaron con nuestros conejos y nuestras ovejas. Todo el mundo reía. Yo también. Me arrepiento de haber reído aquel día más que de haber follado por un Raïbi Jamila.
¿Por qué reí? Porque mi padre reía. ¿Y por qué reía él? Porque los turistas reían. ¿Y por qué reían los turistas? Porque les parecíamos graciosos, como animales vestidos. Bebieron agua de las pieles de cabra, se lavaron los dientes con palos de madera y se tatuaron la cara pese a que no fuese costumbre nuestra. Total, que nos dieron dinero y dejamos que se rieran de nosotros. Una de las mujeres, decía a su novio: «Babe! Babe!». Para nosotros Babe significa «puerta». De modo que le decía: «¡Puerta! ¡Puerta!». Eso sí que es gracioso. ¡Hay que ser gilipollas para llamar a tu novio «Puerta»! En fin, ya es demasiado tarde para decírselo.
Se marcharon de nuestra casa con un montón de fotos. Y yo me quedé allí con un montón de recuerdos. No demasiado malos pero tampoco buenos. Y mi padre que no deja de gritarme. Y mi madre que me reclama una y otra vez.
—¡Jbara!
Claro, hay que recoger las escudillas y fregar los platos. Como todas las noches desde hace quince años. Acudo a su llamada y la ayudo a recoger. Siento admiración por mi madre, de verdad. Ella no tiene un Raïbi Jamila que la espera antes de irse a dormir. Todo esto lo hace sin esperar recompensa. Esperad… ¿A no ser que…? No… Pero ¿quién sabe si…? No. Hablamos de mi madre y es una santa, no hace ese tipo de cosas… No, mi madre ha trabajado toda su vida, primero para su padre, después para su marido, y sanseacabó. De todos modos, nunca sale de la jaima, así que es imposible que ella también tenga un Miloud.
Una vez acabo de fregar, salgo como siempre a dar un paseo cerca de la jaima para mirar las estrellas y beber mi yogur de granadina. Y para comerme mis dos galletas de chocolate. Eso es lo que me hace seguir hacia delante. Mi recompensa. Joder, cuando pienso en la recompensa que espera a mi madre: ¡mi padre! Pobre desgraciada.
Entro en la jaima, los niños duermen, mi padre también. Mi madre está rezando. Como tiene problemas de espalda, permanece de rodillas. Me gustaría saber qué cuenta a Alá. Sinceramente, ¿acaso tiene algo por lo que dar gracias? No puede sino pedir cosas. Pero ¿qué? No conoce nada. Bueno sí, una vez la oí pedir comer carne más a menudo. Un día le pregunté. Me dijo que rezaba para dar gracias por la salud de los suyos y que recitaba alabanzas en su honor. No se atrevió a decirme que le había pedido más carne.
Me aparto un poco y también rezo mis oraciones. No puedo evitar hablar con Alá de cosas concretas. De mi realidad.
—Gracias Alá por la salud: la de mi madre, la de mis hermanos y hermanas, gracias por… esto… por mis ovejas… en fin, gracias por todo. Quiero decirte que debes de ser muy hermoso y muy misericordioso y también muy glorioso, Alá. Pero, oye, ¿por qué me has dejado aquí? ¿Consideras que esto, Tafafilt, es vida? ¿Qué valor añadido aporto yo, aquí, como ser humano? ¡Alá, te lo suplico, haz que ocurra algo en mi vida! Gracias, Alá. Eres muy hermoso, muy misericordioso y muy glorioso. Amine[4].
Luego, espero pacientemente, porque sé que Alá es sutil. No va a cambiar mi vida al primer reclamo: sería demasiado evidente que existe y ser creyente ya no tendría ningún mérito.
En cambio, Miloud no se hace de rogar. Al día siguiente, a la misma hora, lo tengo allí, con su bolsa de plástico azul y mis Raïbi Jamila dentro.
«Raïbi Jamila la la la la… ¡Il yogor qui adoran los piquinios!».
Mi vello sigue en su sitio. Todo en orden.
No pasa nada.