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Como era de esperar, no he pegado ojo en toda la noche. He doblado mi ropa una veintena de veces. Me he recogido el pelo, ya he hecho las paces con él. Ahora está rizado. Me unto algo de aceite por encima para darle brillo. Si hasta me pinto las uñas; me he salido un poco, pero no pasa nada. Me pongo tacones. Mis pies se transforman con los tacones altos; se estilizan. Estoy lista.

Llego a la estación de autobuses de Belsouss. El autobús que parte hacia Masmara es azul. Compro mi billete y voy a sentarme al fondo. Estoy emocionada como una niña durante todo el trayecto. Me parece que, en esta ocasión, soy la más distinguida de todos los pasajeros.

Gracias, Alá.

Aunque también he de pedirte perdón. Sospecho que ciertas cosas que hago no te gustan, que las desapruebas. Es normal. Pero tengo algo que decirte. Si hubiese nacido en una familia de bien, crecido en una buena ciudad, recibido una buena educación, habría sido una niña de bien. Sí o sí, Alá. Me habría casado con un hombre de bien y habría tenido niños de bien. Pero no ha sido así en absoluto; debes reconocer que he tenido que aguantar carros y carretas. ¿Cómo podrás juzgarme entonces? Espero que tengas en cuenta que empecé con muy mal pie…

Viajamos durante toda la noche. No he dormido nada. Demasiada emoción. Llegamos. Uf, mi maleta sigue ahí. No se ha caído. Es lógico, yo no insulto a la gente. Me encamino hacia un pequeño taxi naranja y digo:

—Al barrio suizo, por favor. Al nº. 104. Villa Samarcanda.

Quién me lo habría dicho un año antes…

¿Habrán enterrado a mi bebé? ¿Lo habrán encontrado a tiempo? ¿Se lo habrán comido los perros?

¿Por qué tengo que pensar en esas cosas? Me concentro en olvidar…

¿Qué iba diciendo? Ah, sí. De haber sabido que me ibas a hacer tanto caso, Alá, también te habría pedido tener el pelo liso. O un pasaporte francés. No, mejor el pelo liso. Ahora que lo pienso, seguro que en Francia podría comprarme un pelo liso. Seguro que allí se puede comprar ese tipo de cosas.

Intuyo que nos acercamos a la zona de los ricos. Las villas no son de cemento, sino de colores. Tienen formas singulares; no son los típicos cubos grises. Las villas de los ricos alardean de esplendor. Y de discreción: quedan ocultas detrás de buganvillas y flores que parecen guirnaldas. Y también están vigiladas. Unos guardas sentados sobre sus taburetes custodian cada entrada. Son ancianos. Me pregunto qué podrán hacer frente a un ladrón, pero no tardo en comprenderlo: es una cuestión de respeto. Nosotros guardamos mucho respeto por los ancianos; por lo que un ladrón jamás pegaría a un anciano, aunque fuera guarda. Con lo cual los ladrones no roban a los ricos. Los ricos, además de ricos, son astutos. Me siento elegante. Hasta casi podría tener familia que vive aquí. Casi, tampoco estoy chiflada… Siempre hay pequeños detalles que nos delatan y nos recuerdan de dónde venimos. En mi caso, son los dientes. Todavía no he asimilado que hay que cepillarlos a diario. Pero ahora que vivo en un palacio, me compraré un cepillo de dientes. Hay muchos otros detalles que me delatan. Tengo las manos de una mujer trabajadora, los pies de una trota colinas, el chichi de una putilla y la mirada de una pobre. Y siempre con la cabeza gacha.

Toco el timbre. Un joven viene a abrir la puerta. Es Abdelatif, el hermano de Abdelkrim.

—Hola, soy Abdelatif.

—Hola, soy Jbara.

—¿Has tenido buen viaje? Entra.

Coge mi maleta. ¡Vaya, qué caballero!

—Sí, muy bien, gracias. Abdelatif, muchísimas gracias por este trabajo…

—Si eres seria y trabajadora, no habrá ningún problema. Ya verás.

—El trabajo no me asusta, Alá es mi testigo…

—Toma, aquí tienes el uniforme. Póntelo. Nos veremos en la cocina.

—De acuerdo… Gracias…

Me pongo un pañuelo y una blusa de color azul cielo. Apenas tengo tiempo de echar un vistazo a mi habitación. No es más grande que la que tenía en Belsouss, pero sí está más limpia: las paredes son blancas. Prefiero no perder un minuto e ir derecha a la cocina; ya tendré tiempo de contemplar estas nuevas cuatro paredes. Pienso seguir avanzando por mi camino, afrontar los avatares del destino… Mira, me ha salido un pareado. Masmara me da alas.

La mansión es magnífica. Seguro que los dueños, como mínimo, conocen al rey. En la cocina hay dos mujeres: una buena y otra malvada. La buena tiene mi edad; ha tragado la misma mierda que yo. Se llama Latifa. La malvada está gorda, se llama Hafida y, cómo no, es la que manda.

—No seas contestona, ni pidas permiso para salir, ni coquetees con los guardas de los vecinos. A partir de ahora, es como si representaras a la familia. Solo dirás: «sí, Lalla[12]», «sí, Sidi[13]» y no habrá ningún problema. Dormirás solo cuando los demás estén dormidos y no mirarás al Sidi a los ojos. Pierde las formas de vez en cuando, pero nunca debes responderle. El hombre trabaja mucho, tiene importantes responsabilidades, por lo que todo ha de estar listo, siempre, en cualquier momento…

Llega la patrona. Al verla entiendo de inmediato por qué los pobres quieren ser ricos. Es hermosa, segura de sí misma. Da envidia, tiene clase, va bien vestida y maquillada. A ella, ningún detalle la delata. No tiene tiempo de fijarse en nosotros, parece muy ocupada. En realidad, su problema tiene que ver con la cena que ella misma organiza esta noche: dos invitadas y amigas suyas, que no se tragan, acabarán sentadas la una junto a la otra ya que sus respectivos maridos están a punto de cerrar un trato. No pasa nada, es tan guapa. Parece francesa…

—¿Eres tú la nueva?

—Sí, Lalla.

—Sígueme, te enseñaré… ¿Sí, dígame?…

La sigo.

—A las ocho y media, cariño. Y si se te ocurre traer algo, ¡te juro que te mato! Venga, hasta esta noche, un beso…

Cuelga.

—¡Mucho cuidado con lo que haces! A la última la eché porque hablaba demasiado con el jardinero de al lado. Y en mi casa ese tipo de cosas…

—Sí, Lalla.

La patrona me conduce hasta el jardín que está lleno a rebosar de gente. No hace falta que diga lo hermoso que es. Ahora sé que en la vida hay cosas mejores que el Raïbi Jamila. Ser rico, para empezar.

¡Joder con Tafafilt!

No hay tiempo para remover mi mierda; debo limpiársela a los demás.

—Estas son mis hijas: ella es la Lalla Najwa y ella, la Lalla Malika. Él es el Sidi Mohamed, mi hijo.

Nadie me dedica una mirada. No importa, estoy acostumbrada a no existir. Las hijas juegan con sus teléfonos móviles entre carcajadas histéricas. En la piscina, los chicos juegan a chapuzarse los unos a los otros mientras se lanzan insultos como «hijo de puta» o «cabrón».

—¿Y cuándo coño comemos?

Es el Sidi Mohamed, que tiene hambre.

Quito las copas de rosado, los paquetes de cigarrillos y los ceniceros. Limpio la mesa mientras Latifa, la buena, trae ensaladas y brochetas, seguida por la gorda, con las bebidas. Todo el mundo está empapado en sudor. La patrona ha ido a cambiarse. Se ha puesto un traje de baño con un pareo a juego tapándole las nalgas. Después de todo, es una mamá. Aun así, tiene mejor tipo que las hijas. Para guardar las formas, oculta su culito respingón. Los amigos de su hijo le lanzan miradas furtivas, como quien no quiere la cosa. He reparado en ello. Y ella les responde, como quien no quiere la cosa.

No me quedo ahí en medio, pero tampoco me alejo demasiado. Estoy alerta. ¡Cómo se las gastan los ricos! Los hijos insultan a sus amigos, y la madre despelleja a sus amigas: que si no son más que ex azafatas de vuelo, que si llevan imitaciones, que si viven por encima de sus posibilidades, que si sus hijos están chiflados… Cosas así. Y lo más sorprendente es que todas están invitadas esta noche.

La Lalla Najwa me cae bien; es la más joven y la más sensata. Me gusta sobre todo porque ha dicho «que te jodan» a su hermano, el Sidi Mohamed. Y puesto que tengo la sensación de que no serán pocas las veces que me quede con las ganas de decirle lo mismo, he sentido una satisfacción enorme al oírla. A veces, cuando nos cruzamos en los pasillos, ella me lanza una pequeña sonrisa. Un día que iba a tomar un baño, me pidió que le frotase la espalda y hasta me dio las gracias. También me ha regalado una pinza del pelo en forma de mariposa.

Pero sigue siendo una niña pija. De vez en cuando, tiene sus arranques. No lo hace a propósito, sucede sin más, debe de llevarlo inscrito en su código genético. Los ricos no nos ven. Por ejemplo, el Sidi Slimane, el padre, jamás me mira. Ni me habla. No creo que le caiga mal. Se diría que siempre tiene algo en la cabeza, cosas de vital importancia. Para él, no soy más que una hormiga, como las miles que aplasta cada día de camino a la oficina. Y claro, como el Sidi no puede pararse a atravesar el camino de piedras, cruza por el césped.

Son las cuatro de la madrugada, y estoy dormida. Cuando creo que descanso plácidamente, un timbre abominable resuena en mi habitación. Me levanto. Cago en la puta. Ya han vuelto a casa los gilipollas. Estamos a sábado; los muy porculeros han ido al club La Calypso, y La Calypso abre el apetito. Ya está bien, esta noche les escupo en la comida.

Están todos tendidos en el sofá, borrachos. La Lalla Malika, que yace bocabajo, tiende otra vez la mano hacia el interruptor que suena en mi cuartucho pero se detiene al verme llegar.

—Tenemos hambre. Calienta lo que haya.

Caliento, corto, mezclo y escupo. Al otro lado, me llegan frases entrecortadas: «me cago en tu raza, hijo de puta, solo tengo que chasquear los dedos para follármela, que te den por el culo, moro de mierda», entre otras lindezas.

Son amigos.

Llevo los platos; se abalanzan sobre la comida y beben a morro, como los hombres de verdad.

Espero pacientemente en la cocina, pero no puedo más y me duermo entre los nabos y los cababacines[14].

—¡Jbara! ¡Jbara!

Me sobresalto. Tengo ganas de vomitar. Del cansancio. Oigo un rugir de motores; ya no se insultan en el salón. Se van a dormir. Debo lavar los platos.

Desde hace bien poco, me pongo guantes para fregar los platos porque Mouhfida Ben Abess de la radio ha dicho que los detergentes resecan la piel. También ha dicho que «para tinir onas manos soavis como Jinnifir Aniston, hay qui machacar il aguacati con il aciiti di irguín y aplicar la mizcla in las manus»[15].

Aún no he tenido tiempo de probarlo. En realidad, no sé muy bien qué es un aguacate. Pero lo averiguaré.

Entra alguien. Me vuelvo; es el Sidi Mohamed.

—¿Desea alguna cosa, Sidi?

Él gime y respira ruidosamente. Apesta a alcohol. Se pega a mí y me levanta la falda. Se baja los pantalones, los calzoncillos y saca su sexo. Me penetra. Tiene un sexo enorme, descomunal; y yo, una pelvis pequeña, así que me duele. Pero no puedo protestar. Es el Sidi. Me folla cada vez con más fuerza. Yo tengo las manos sumergidas en el agua enjabonada que hace pompas. He estado a punto de romper dos vasos. No sé qué hacer; llorar está pasado de moda. Y para colmo, se toma su tiempo, el muy cabrón. Por fin, eyacula. Se sube el pantalón y se marcha farfullando cosas incomprensibles.

Me chorrea por los muslos. Cojo algo de papel y me limpio la entrepierna. No me quito los guantes. Termino de lavar los platos. Rompo un vaso a propósito. Algo tengo que hacer. Rompo otro.

Buenas noches, mierda.

Es la primera vez que me follan sin darme nada a cambio. No es una sensación muy agradable que digamos. Me siento aún más mancillada que de costumbre. Menuda cara. Me ha violado impunemente y se ha quedado ahí, durmiendo como un bebé. Sin duda volverá a hacerlo, y yo volveré a romper vasos. Me van a echar una buena bronca y encima tendré que reembolsarlos. No es una buena idea. Mejor llorar. Y en silencio. No hay que despertarlos. Mañana será otro día; iré a comprar un Raïbi Jamila, la la la la la…

No, eso ya no me compensa.

Como el Sidi no puede follarse a sus amigas de buenas familias, me folla a mí. Sólo puede darles por el culo porque es el único modo de que lleguen vírgenes al día más feliz de sus vidas. ¿Tendré yo un día más feliz de mi vida?

¿Eh, Alá?

En realidad, lo que quiero preguntarte, Alá, es: ¿puede uno escapar a su destino? ¿Acaso una chica como yo tiene un destino? Sí, preferí un techo a la intemperie, el calor al frío, una cama a la calle… ¿Y por ello merezco tu ira? ¿En serio? Todas las decisiones que he tomado son de lo más lógicas. Y naturales. ¿Quién aspiraría a ser mendigo? Nadie. Yo no. He vendido mi cuerpo. ¿Qué hubiese sido de mí si no llego a prostituirme? Habría dormido en la calle, junto a los locos, los mendigos y los perros. No, Alá. He optado por actuar así para tener un techo bajo el que dormir. Miserable, pero un techo al fin y al cabo. Sabes perfectamente que no lo he hecho por placer. Tú lees mi corazón, así que debes de saberlo todo. Como dicen, es alimental. Alá, siento mucho hablar con tanta crudeza pero, ya que oyes todo lo que pensamos para nosotros mismos, imagino que no vas a sentirte ofendido por una palabra o dos fuera de tono, ¿verdad? Hago cosas horribles y no dejo de sincerarme contigo. Contigo, el Puro. Tiene su lógica, ¿quién si no el Puro podría guiar a una impura como yo? Te hablo con toda la confianza, pero te respeto, Tú lo sabes.

Tengo ganas de llorar.