13

Ha pasado un año. Y la vieja sigue vivita y coleando. Sin embargo, ha envejecido mucho, come como una lima y, a veces, mea sangre. Té a la menta, pastelitos, dátiles… ¿No podría tener diabetes o algo parecido? O caer por la escalera y romperse la crisma. Sufrir un infarto cerebral. Te estoy dando ideas, por si acaso… Me está amargando la vida, Alá. ¿Qué debemos hacer ante semejantes obstáculos? ¿Tan grave es desear la muerte de alguien que me impide vivir?

Ahora me pega, me insulta, me mete en problemas con todo el mundo. No puedo soportarlo. No pasa un solo día sin que me eche a llorar. Esa mujer tiene que desaparecer de mi vida y solo Tú puedes hacer que muera. ¿Por qué no adelantas un poco su hora? ¿Es haram decir algo así? ¿O más bien hchouma[28]? Ya no sé distinguir lo que es haram de lo que no. Ya no sabría diferenciar el pecado de lo vergonzoso. Es más, dudo de si alguna vez he comprendido realmente lo que quiere decir esa palabra, ese haram. Lo que para unos es haram no tiene que serlo para otros. ¿A qué debo atenerme, Alá? Qué culpa tengo yo si hacer la calle nunca me ha parecido haram. Como mucho, hchouma. Lo mismo me pasa con lo de desear la muerte de mi suegra. Quiero silencio, Alá. Quiero mis ovejas, Alá. Quiero paz, Alá. Por favor, concédeme uno de los tres. Te lo suplico, Alá. Ya no puedo más.

Ha pasado otro año, y no he tenido ni paz, ni silencio, ni ovejas. Y, sin embargo, he estado atenta a la más mínima señal. Todavía no he retomado las clases, aunque continuo estudiando a escondidas. Mi suegra me está matando. Si esta mujer va al paraíso, yo iré de cabeza al infierno. Por primera vez en mi vida, me rindo. Rezo mis oraciones como es debido, Alá, pero recitándolas. Eso es lo que más me duele: no hablar contigo sino recitar. Ella me ha chupado la energía y se ha llevado mis pocas esperanzas. Ya ni siquiera deseo su muerte, tan solo que cierre la boca, que no me hable, que no me mire más.

Esta noche vienen invitados a cenar. No he cocinado porque tengo la regla. Y tampoco he servido la comida porque en estos momentos soy impura. Eso es lo que dicen ellos: impura. Me gustaría decir a esos gilipollas que una mujer no es jamás impura, que todos han salido de nuestras vaginas y que, gracias a esta sangre, están aquí para soltar todas esas tonterías en nombre de Dios. Estoy aislada en una habitación aparte porque tengo la regla. Es el colmo. La próxima vez se la meteré en la comida. Chitón.

Mi marido se deja caer por aquí de vez en cuando para preguntarme si me encuentro bien, si no estoy demasiado cansada, si no tengo ganas de vomitar. En fin, es un detalle… Pero, ser impura una semana al mes es un poco demasiado. Si yo no he pedido nada. Lo peor es que tampoco tengo derecho a rezar cuando soy impura. ¿Qué se han creído? Me da igual, nadie impedirá que hable contigo, Alá, sea cuál sea mi estado. Ya pueden esperar sentados esos imbéciles.

Es increíble, Alá. Esta mañana, mi suegra ha sufrido un infarto. Tiene paralizado el lado izquierdo. No puede hablar, ni moverse, ni hacer nada por sí sola. Por fin disfrutaré de la paz y el silencio. Dos de tres, ¡menudo chollo! Y por fin podré regresar a la asociación. Seguro que te caigo bien. Gracias, Alá.

Creo en Ti. Y aun más cuando siento que Tú también crees en mí. Y has sido el único.

Desde que mi suegra está fuera de combate, veo con otros ojos a mi marido. No es que él esté más presente que antes; soy yo la que no está tan ciega. Y sé que no es un mal marido. Dice muchas gilipolleces, está un poco demasiado pendiente de mí, pero jamás me ha levantado la mano. Y, a menudo, me habla con dulzura. Desde el accidente, a veces pasa por la cocina y me dice:

—Hum, qué bien huele.

Es extraño viniendo de él. Antes pasaba de largo, iba derechito a rezar o a mirar el canal coránico. Incluso me pide mi opinión sobre ciertas cosas y, cuando no está demasiado cansado, me cuenta cómo le ha ido el día. No es malo, solo un poco estúpido en lo que atañe a la religión. Por ejemplo, nunca estrecha la mano a una mujer. Dice que hay que poner en práctica las grandes lecciones del profeta Mahoma, la paz sea con él. Y a mí me entran ganas de contestarle que más le valdría preocuparse por los pequeños detalles.

En la cárcel, teníamos un libro que hacíamos circular clandestinamente; se llamaba El profeta y las mujeres. Me caí de culo. Yo no sabía leer y tampoco ninguna de mis compañeras pero, por suerte, había una chica que sí había asistido al colegio y fue ella quien nos contó que el profeta, la paz sea con él, era muy generoso y respetuoso para con las mujeres. Esas historias fueron un auténtico consuelo en aquella época.

La que más me gustaba era aquella que contaba como un día, el profeta, la paz sea con él, permaneció durante veintisiete días y veintisiete noches en el interior de una jaima junto a una de sus mujeres, María, la copta. Ahí permanecieron para disfrutar el uno del otro, para darse placer y para amarse. No daba crédito. Me entraron ganas de llorar. La historia también contaba que había tres cosas que el profeta amaba por encima de todo: «las mujeres, el perfume y la oración». Nombró en primer lugar a las mujeres y en último lugar a la oración. Esa vez, sí me eché a llorar. De felicidad. Quizás algún día me atreva a recordarle todo esto a mi marido. Pero no adelantemos acontecimientos.

Esta noche hago algo que no he hecho en dos años de matrimonio. Estoy en la cama con mi marido, le agarró la pilila y jugueteo con ella. Él se sorprende porque normalmente me penetra y se duerme después. Pero ahora la retuerzo en todas direcciones, la acaricio y la estrecho entre mis manos. Doy placer a mi marido. Así de sencillo.

Desde el accidente también me llevo mejor con sus otras dos mujeres. Lo que demuestra que muerto el perro, se acabó la rabia.

¿Por qué no apreciar lo que tengo en este momento? ¿Ser amable con mi marido? Quizás sea ese el mensaje que me manda Alá: que me contente con lo que tengo. Que lo aprecie también. Que diga «al hamdoulilah[29]» incluso si aún no me siento llena del todo. Empezaré por querer a mi marido. Creo que él me corresponderá. También cuidaré de la casa y de la familia. Eso es lo que he decidido hacer. Dejaré de desear lo que no tengo; apreciaré las cosas que se encuentran a mi alcance. Tal vez sea feliz así.

Y así es, en estos momentos, soy feliz. Además mi marido me ha regalado los dos dientes que me faltaban y ahora estoy más guapa. Ya les dije que él me correspondía.

Gracias, esposo mío.

Jamás lo hubiese creído posible, pero nuestra relación gana en complicidad conforme pasan los días. A veces, me pide consejo y mis respuestas suelen hacerle reír de corazón. Dice que soy algo alocada y que es una cualidad que le hace sentir rejuvenecido. Y no duda en volver a pedirme consejo, pese a que todo deba quedar entre nosotros, por el cargo que ocupa. Y yo me sincero cada vez más con él. Le digo lo que pienso de verdad. Sin tapujos. Pero siempre con respeto. No he de olvidar que se trata del muy respetado imán de Sidi Barzouk.

Aquí es donde vivo, en Sidi Barzouk. Es el barrio más pobre de Kablat. Vivo en la casa más decente de todo el barrio; tengo mucha suerte. Las demás casas son antiguas cuadras infestadas de ratas y cucarachas. En nuestra casa también se las ve, pero solo de vez en cuando. Las mujeres se ocupan mal que bien de sus niños y escudillas. Con sus Mike[30] de plástico, nuestros jóvenes se apostan contra las paredes, como para que no se derrumben; llevan camisetas Lakoste[31] pero ni a sus cocodrilos se les levanta: sus colas apuntan hacia abajo.

No hay esperanza en nuestras calles huérfanas de aceras. En este laberinto sin salida no hay más que ratas. Y a veces, policía. Asisto al mismo espectáculo desolador todos los días cuando voy a la tienda a hacer la compra. Yo, la mujer del imán. A quien ofrecen fruta y a quien fían. Odio llevar velo, pero bajo él puedo llorar con total libertad. Llorar por esta miseria a la que escapo por los pelos pero con la que, pese a todo, sigo flirteando. Llorar por la juventud a la que yo misma pertenecería de no ser porque el destino me tenía reservado otros planes. Llorar por esas miradas vacías que nada esperan, salvo quizás que un día lleguen ustedes a ponerse en su pellejo y comprendan por fin lo insufrible de sus existencias. Que comprendan por fin que hay que hacer algo… Inténtenlo. Aunque solo sea por un minuto. ¿No lo consiguen? Inténtenlo de nuevo. Yo les ayudaré: ya saben lo molesto que es esperar un autobús que lleva retraso; pues imagínense que esta espera dura toda una vida. ¿Siguen sin conseguirlo? Pues a nosotros no nos resulta nada difícil imaginar cómo son sus vidas. No nos cuesta nada, les doy mi palabra.

Erradiquen las ratas, erradiquen los barrios de chabolas y verán como las barbas integristas serán cada vez más cortas. ¡Qué injusto! ¡Ustedes siempre empiezan la casa por el tejado!

Estoy indignada, Alá. No consigo disfrutar de esta frágil felicidad entre tanta desolación. El velo no me impide ver. Ojala sirviera precisamente para eso… Pero no. Estoy enfadada con los demás, con aquellos con los que me he codeado, con los blancos y los ricos que han dejado su huella en mí. ¿Simplista, dicen? ¡Qué les follen a todos! Ándense con cuidado cuando vengan aquí para cambiar de aires, a un país que compran por un puñado de sémola. Estaremos aquí, nosotros, los microbios, para servirles un solomillo sanguinolento. Por lo visto, a los ricos les chifla la carne poca hecha. Pues se la serviremos como es debido. La vida es sagrada en su tierra; y la muerte en la nuestra. Fracasamos al llegar, así que nos preocupamos mucho por nuestra partida.

Alá, ¿qué me ha dado para hablar de este modo? He salido a comprar apio y he acabado apuntándome a la lista de los que se prestan voluntarios para emprender el gran viaje. ¿He perdido la cabeza o qué? Dios mío, todo ha ido muy rápido, no he tenido tiempo de verlo venir.

—¡Tres ramas de apio, por favor!

Y lo peor es que no soy de esas personas que quieren morir. Ni mucho menos de las que piensan que asesinar a los demás les hará la vida más sencilla. Aunque admito que a veces es tentador. Y Tú sabes bien, que soy propensa a ceder a la tentación. Siempre he reflexionado primero con el cuerpo y después con la mente y, sin embargo, he logrado salir adelante. Ahora no voy a tirarlo todo por la borda.

Tengo otra pregunta que hacerte, Alá. Bueno, no va dirigida a Ti, sino a los que aquí se reconozcan. De convertirme en mártir, ¿dispondría también de setenta y dos virgos con el rabo a estrenar cuando aterrice en el paraíso?

Solo lo pregunto por curiosidad. Nada importante. ¿Qué? ¿Que ustedes tampoco lo saben? ¿Que no hay nada escrito acerca de ello? Cachis…

—Dos manojos de kasbour[32]. Y un Raïbi Jamila.