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Total, que sigo ejerciendo de puta todas las noches. He alquilado un cuchitril en un edificio destartalado del centro de la ciudad. Está prohibido, pero ya no me importa. Me gano bien la vida. Cada vez mejor. Me miran con envidia, y eso me hace sentir bien. En Monte Casino, me consideran toda una estrella. Bailo como una diosa encaramada en mi plataforma y, por si fuera poco, puedo elegir a mi presa.

Y una noche, las puertas se abren de par en par y todo el mundo queda paralizado. Seis hombres entran en el club, rodeados por tres guardaespaldas. Sin pensarlo dos veces, el propietario espanta a los comerciales de aspiradoras de una mesa. Son jeques del Golfo, no hay duda, Krouchs Iharam[22], sus buenas panzas los delatan. Deben de comer carne todos los días, está claro. Todas las chicas se abalanzan sobre ellos.

Todas menos yo. No me gusta hacer lo que las demás. Y encima es más rentable. Me contoneo sobre mi plataforma sin dedicarles una sola mirada. Les toca a ellos mover ficha. Y lo hacen. Piden té y narguilés. El islam prohíbe el alcohol y, como buenos musulmanes, los jeques no beben. En cambio, ¡follan como cabrones! Me comen con la mirada, me hacen gestos para que me acerque. Tomo asiento a su lado, pasando por encima de mis compañeras, que no han sido invitadas.

—¿Cómo te llamas?

—Sherezade…

Me llamo Sherezade. Jbara es el pasado; un nombre de pastora, basto y feo. Con un nombre así a nadie le apetecerá decirme cosas bonitas o acariciarme. Mientras que con Sherezade, tengo la sensación de ser una sultana rodeada de eunucos que me abanican con enormes hojas de… ¿De qué era? De palmera, creo. Como no tengo papeles, puedo cambiar de nombre si me apetece.

Tres veces por semana, un gigantesco Mercedes de color negro viene a recogerme a la esquina de mi calle para llevarme a casa del jeque. Me paga bien. Soy su favorita. Nos reunimos en su habitación sacada de Las mil y una noches. Se desviste sin el menor complejo. Es bajito, gordo, tiene las uñas de los pies demasiado largas. Se acuesta en la cama, su pilila se agita un poco sin llegar a empalmarse. Tiene una botella de whisky en la mano. Ríe con voz aguardentosa. No sé por qué ríe pero, para no aguarle la fiesta, le sigo la corriente.

Abre el cajón de su mesita de noche y saca un fajo de billetes de 100 dinares. Nuevecitos. Yo también me he quitado la ropa y, con un solo gesto, me ordena que me quite el tanga. Después se echa a reír y lanza billetes de 100 dinares al suelo. Yo le observo. Él me dice:

—Cada billete que cojas será tuyo. ¡Pero tienes que atraparlos con las nalgas, jajajajajajaja!

De todos modos, hace mucho tiempo que renuncié a la dignidad. Tanto me da. Claro que tendré pinta de estúpida al mover el culo en todas direcciones. Es como llevar uñas largas e intentar atrapar una moneda en la mesa. Y como los billetes son nuevos, están totalmente planos. Voy a tener que apretar el pompis todo lo que pueda. Si miro lo que hago, me moriré, así que no miro y lo hago.

Al principio me cuesta mucho, y él se retuerce de risa. El muy hijo de puta se lo está pasando pipa. Continúo. Un billete me cosquillea las nalgas, lo muevo de izquierda a derecha y entonces… ¡aprieto! Parece que estoy en un aseo turco salvo que en lugar de empujar, contraigo.

1.300 dinares y tengo el culo de hormigón. Ni siquiera me ha penetrado; se ha quedado dormido. Me marcho con 1.300 dinares en el bolsillo. Qué felicidad. Pero si no olvido lo que ha pasado aquí, me moriré de vergüenza. Esta noche no rezaré mis oraciones. No quiero dirigirte la palabra, me siento demasiado avergonzada.

Las cosas me van bien. Ya no estoy sola; desde ahora, el jeque me respalda. De acuerdo, sí, soy su puta, pero es bueno conmigo. Me paga bien. A veces, incluso hablamos. Me envía al médico de la vagina una vez al mes. Qué encanto, se preocupa por mi salud. Me dice que no soy una puta como todas las demás, que significo mucho para él. De algún modo, hago de su mujer cuando está por la zona. También me dice que soy guapa. Más guapa que Haifa Wehbe[23]. Incluso me dice: «Sherezade, tu belleza es la prueba tangible de la existencia de Dios».

Yo me digo que podría ser peor, que podría limitarse a follarme sin involucrarse lo más mínimo en mi vida. Cuando quiere hacer cosas que no me agradan, sonríe y entonces comprendo que recibiré una recompensa a cambio. Así que lo hago. Un día me trajo de la Meca un Corán sagrado, tal y como le había pedido, y yo se lo mandé a mi madre. Se alegró mucho.

Acudo puntualmente a mis citas con la esteticista. Me hace una depilación casi integral. Me visto en tiendas que dan a la calle y, una vez, el jeque llegó a regalarme una joya de Dior, la misma marca que la de mi maleta. Es increíble la adoración que suscita el tal Dior.

Ahora soy toda una mujer de negocios. Mi cuerpo es mi oficina. Rezo cada vez con menos frecuencia. No solo por vergüenza; para empezar, por falta de tiempo. Me he vuelto exquisita. Me reclaman, me aclaman. El jeque me presta de vez en cuando a sus amigos de categoría. Todos se ríen, se ríen de mí cuando contraigo las nalgas. Mis nalgas valen oro. Y yo también rio.

Por 3.000 dinares me pueden hacer pis encima. No suele ocurrir a menudo, pero cuando el jeque está colocado, le gusta mearme encima. Y se parte de risa mientras lo hace.

He dejado de rezar. He decidido dejar de creer en Dios. Es más sencillo así. Antes más o menos sabía qué decirle. Todavía colaba la historia de la chica que no tiene donde caerse muerta y hace la calle para comer. Pero ahora hago la calle por codicia. Ya no me falta la comida, pero eso no me basta: quiero carne todos los días, quiero beber el Raïbi en copas de cristal.

De modo que prefiero no hablar con Él. Sé que no me contradirá nunca, pero hay un límite para todo… Soy consciente de mi culpa. Nadie me obliga a soportar que me hagan pipí encima. Una siempre tiene la elección de que la meen encima o no.

Un día cogí un herpes en el bajo vientre. ¡Dios mío, cómo dolía! Y el tratamiento costaba casi 3.500 dinares. Pedí dinero al jeque para que me curaran pero, ese día, había consumido drogas. Estaba enfadado. De mal humor. Accedió pero a cambio de algo. Algo en que jamás habría pensado. Demasiado retorcido para un cerebrito tan redondo como el mío. Se le había ocurrido: «¿por qué no caca?». Y lo hizo. No quiero hablar más del tema.

Ahora lo sabéis todo.

Sigo mandando dinero a mi familia. Al parecer, en Tafafilt he pasado de ser haram a ser una santa. Mi padre me reclama. Con el dinero que les envío, se ha comprado una televisión y una parabólica. Fui a verlos la semana pasada, la primera vez desde que me echaron a patadas por el error que había cometido. O por haberme quedado preñada. Ya no lo sé.

He pedido un taxi grande; me he recogido el pelo en una cola de caballo, me he puesto una chilaba de color azul marino y he regresado a casa. No entraré en detalles sobre lo que sentí: una mezcla de repugnancia y melancolía. Creo que lo que más echo de menos son mis ovejas. Y también el silencio. En pleno desierto, veo una parabólica por encima de nuestra jaima… de su jaima, quiero decir. Ya no es mía. Ya no apesto. ¡Qué patético! Un generador para poder ver la tele egipcia y las desventuras de Raimonda. Mis hermanos y hermanas están pegados a la pantalla; tienen la nariz llena de mocos y los dientes llenos de sarro. Yo ya no soy así, está claro.

Mi padre se mete en su papel y se queja de dolores de espalda para no levantarse de la cama.

—Ay, mi espalda. Dios mío, mi espalda. Qué tortura. Me duele mucho, hija, me duele mucho. Es insoportable. A veces el dolor es tan fuerte que tengo ganas de gritar. Si tú supieras, hija mía…

Pues sí, eso me dijo mi padre cuando nos vimos. Se lamentó y me llamó «hija mía». Me da pena. Lo encuentro despreciable. En fin, es mi padre. Anis o Anissa habría odiado a su abuelo. Pero lo peor de todo es el gesto dubitativo que hace cuando le tiendo el fajo de billetes. Sí, creo que eso es lo peor. Me dice que soy una santa, su amada hija, su tesoro, su benefactora… Casi tengo ganas de decirle que he dejado que me caguen encima para que él pueda comprarse una parabólica. Casi.

Lo odio. Alá, ¿esto es grave? ¿Es vergonzoso? ¿Está mal? ¿Qué es peor, Alá: hacer la calle u odiar a un padre? Y no me contestes que ambas cosas, te lo ruego… Hoy no me encuentro con fuerzas. Yo creo que no están ni mal, ni bien. Así son las cosas y punto. Soy puta, porque no me ha quedado otra; y odio a mi padre, porque tampoco me ha quedado otra.

Alá, tengo otra pregunta: ¿Quién pagará por mi bebé? ¿Mi padre o yo? Me apresuro a olvidar.

Cuando concluye su actuación de farsante y esconde el botín en su apestoso calcetín, finge interesarse por mi vida. Finge tragarse el cuento. Mi madre recita oraciones a cada una de mis palabras; me acaricia la cabeza mientras murmura bendiciones. Ella sí… Ella se traga el cuento. Al fin y al cabo, se traga cualquier cosa.

Una vez que les he contado mi vida inventada, mi padre saca un pequeño obsequio de su bolsillo. Es una caja dorada. Me la da. La abro. Hay un pelo en su interior. ¡Como lo oyen, un pelo! Un pelo, no sé de dónde. ¿Esto qué es? Me quedo mirándolo. Todos se quedan mirando y esperan que alguien les diga de qué se trata. El muy gilipollas nos tiene en vilo. Finalmente, dice:

—Es para ti, hija mía. Se lo he comprado al fkih. Es un pelo sagrado. Es el pelo del profeta, la paz sea con él. Es para ti, hija mía.

Mi madre retoma sus oraciones, con más ímpetu si cabe. Ni por un segundo se pregunta cómo puede ser que el pelo del profeta, la paz sea con él, haya aterrizado en Tafafilt, en el culo del mundo. Si me hubiese quedado aquí, ¿también me habría tragado semejante patraña? Probablemente. Eso me asusta. Soy puta, pero no ingenua.

Pregunto a mi padre cuánto le ha costado un regalo tan sagrado, y me contesta que 400 dinares. Me entran unas ganas incontenibles de darle un bofetón, así, en toda la boca. ¡400 dinares! ¡Casi media mamada!

Lo miro. Y encima, espera que le sonría. Ante mí se alza una escena de espanto: mi padre intentando complacerme; mi madre que, sin dar crédito, no deja de acariciar el pelo del profeta, la paz sea con él; mis hermanos y hermanas que suplican por poder tocarlo igualmente.

¿Acaso soy la única que se da cuenta de que ese pelo ha salido del culo del fkih, coññññño?

Pero ya que solo estoy aquí unas cuantas horas, prefiero aceptar el obsequio, esbozar una sonrisa y agradecer el gesto. Es duro. Pero ¿de qué serviría explicarle que es un gilipollas? ¿Que golpeó a mi bebé cuando lo llevaba en el vientre y jamás pidió perdón por ello? ¿Que me echó a patadas como a una perra que otros perros acabaron tirándose?

Sí, culpa suya. No mía.

¿Por qué tengo que venir de aquí? ¿Por qué no soy la Lalla Najwa? ¿Por qué mi padre es mi padre? ¿Por qué? Pero ¿por qué?

Si no tienes respuestas, ¡tampoco tendrás órdenes que darme! Me consume la rabia. Quiero morir.

Estoy harta de hablar de ellos. La miseria es fea, viscosa, sucia, perniciosa y viciosa. Mi padre es miserable además de todo lo que ya he dicho. Y es vil, ¡puaj!, repugnante. Me da asco. Me ofrece un obsequio para que siga siendo una buena puta… Me da su bendición para que sigan follándome… Me implora pero no me pide perdón. Lo odio con todas mis fuerzas. Me odio por ser hija suya.

Es una rata. No lo quiero. Me niego a hablar más de él.

Y tampoco quiero hablar de mi madre. Siempre llora en silencio y le echa la culpa a las cebollas. Sigue preparando la comida, claro. No hace otra cosa. Y no le sale bien, ahora lo sé. Mi paladar se ha vuelto más refinado; me he acostumbrado al buen comer. Aunque sigo bebiendo mis Raïbi Jamila a través del agujerito que hago en la base. Pero no delante del jeque.