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Mierda, me he manchado los pies. No dejo de vomitar. ¿Qué coño me pasa?

Me pasa que estoy embarazada. La barriga me ha engordado de golpe. Vale, quería que ocurriese algo en mi vida, pero no esto. Esto supone la muerte, mi muerte. Si no estás casada, te repudian.

Estoy tendida en el suelo. Recibo golpes en la espalda, en las pantorrillas. Por instinto, me protejo el vientre pese a que por su culpa esté condenada a muerte.

—¡Nos has deshonrado, pedazo de zorra! ¡No puedes quedarte aquí! ¡Vete ahora mismo de esta casa! ¡Puta, hija del demonio, pecadora!

Alá, no te he pedido tanto.

Me alejo arrastrando mi maleta rosa de ruedas. No entiendo muy bien lo que está sucediendo. Estoy acojonada. Tengo la sensación de que tendré que tomar un montón de decisiones. A veces es mejor que no suceda nada nuevo. Apuesto a que me recriminan por no saber qué quiero. Pero la verdad es que no tengo ni idea. Yo solo quería saber qué aspecto tenía cualquier otro lugar. Y creo que me voy a hartar.

El autobús se acerca desde detrás. Le doy el alto. Aminora la marcha. Ni siquiera tengo que lanzarme bajo las ruedas. Qué felicidad. Bueno, no exactamente. Pago mi billete y voy a sentarme más o menos a la mitad, junto a una anciana que me deja el asiento de la ventanilla. Se aclara la garganta cada tres segundos. Me saca de quicio. El autobús arranca.

—¡Brrrrruuuuuuuum!

Ella traga saliva.

Yo me echo a llorar.

Aquí estoy, en este puto autobús, y ni siquiera soy capaz de echar un vistazo a mi alrededor. Todos los pasajeros se parecen a mí. Apestan a miseria como yo.

¿Cómo ha podido una maleta diel l’mirikan caer de un autobús tan piojoso? Es bastante extraño. Del todo. No, ni siquiera es extraño; es imposible. Y, sin embargo, así fue. Ha tenido que ser Alá.

Tanto da, llevo un bebé en mi vientre; ya no tengo familia, ni techo bajo el que dormir y, por lo visto, encabezo el top five de lo haram. Estoy segura de que he dejado de ser virgen. Y eso que mi vello sigue en su sitio.

El autobús hace una parada en Tendaba. El conductor se apea para tomar un café. Yo prefiero quedarme sentada; no pienso moverme. Un hombre se me acerca.

—¿Es tuya la maleta rosa?

—Sí.

—¿Y cómo es posible?

—¿Cómo es posible qué?

—¿Cómo es posible que tengas una maleta como esa?

—Eso no es asunto tuyo.

Debo mostrar que no tengo miedo.

—Hace seis meses, una pareja de americanos se montó en este mismo autobús porque su todoterreno les había dejado tirados. Un pinchazo. Eran ricos, y la chica no dejaba de protestar. Creía que no la entendíamos, así que no escatimó en insultos. Pero yo chapurreo l’mirikan y no me gustó nada lo que dijo. De modo que tiré su maleta.

—¿La tiraste? ¿Pero cómo?

—Yo viajo en el techo; me ocupo del equipaje. Jamás imaginé que volvería a ver esta maleta. ¿Qué te propones? ¿Adónde vas?

—No lo sé… Ya se me ocurrirá algo… ¿Qué quieres?

—¿Yo? No quiero nada. Solo quería charlar un poco, eso es todo. Bueno, adiós.

—¿Y cómo es que hablas l’mirikan?

—Viví en Francia. Pero regresé. He estudiado algo de idiomas…

—¿Por qué has vuelto?

—Para trabajar de chacha, prefiero hacerlo en mi país.

Me gusta la observación. Pero nunca he hablado con un desconocido. Así que prefiero contestar:

—Adiós.

Y él me responde:

—Adiós.

Le pregunto:

—¿Y ese es tu oficio?

—Pues sí…

—Bueno, adiós.

—Adiós… Esto, me llamo Khalid.

—De acuerdo. Adiós.

—Adiós.

Dios mío, es la primera vez que hablo con un hombre. ¡Qué estúpida! He estado muy agresiva. He dicho «adiós» una veintena de veces, como si fuese gilipollas. Y también he sido desagradable. Sin motivo alguno, además; él ha sido amable. Pero cuando no conoces a nadie, es preferible ponerte a ladrar como un perro. Así te aseguras de no llegar a conocerlo. Es más tranquilizador. Tal vez deba darle las gracias. Qué va, pensará que quiero algo. Bueno, ya veré cuando llegue el momento de apearme.

Al cabo de tres horas, llego a la estación de autobuses de Belsouss. Está atestada de gente; jamás he visto tanta. Hay coches, motocicletas, taxis, camiones, mendigos, chavales, mugre y yo. No me atrevo a bajar del autobús; espero a que se vacíe. Me apeo. Encuentro mi maleta junto al vehículo. Khalid ya ha debido de marcharse; no lo veo por ningún lado. De todos modos, seguro que habría hecho el ridículo otra vez…

Elijo una dirección al azar, pero no consigo dar un paso sin que alguien esté a punto de llevarme por delante. No estoy acostumbrada a esto. Tengo hambre.

Hay pollos asándose tras una vitrina. Qué bien huele. Entro en el restaurante. No sé de dónde saco el valor, pero tampoco me lo planteo. Sé perfectamente que voy vestida como una pordiosera, y que para ellos no soy más que una cateta.

Todo el mundo se vuelve para observarme. Bajo la mirada. No hay más que hombres. Y una sola mujer con velo, acompañada por su familia. Por fuerza, yo solita llamo la atención. Tomo asiento en un taburete grasiento, apoyo los codos sobre una mesa grasienta y pido un tajín grasiento.

—¡Aquí hay que pagar por adelantado!

Saco un billete de 20 y con eso callo la boca al gilipollas del camarero. Incluso me pido una Pipsi[7].

No me puedo creer que esté comiendo y bebiendo este tipo de cosas sentada en una silla alta, con gente que camina a mi alrededor y coches que hacen sonar el claxon. Todo tiene un precio. ¿Qué haré cuando dé el último bocado? Primero a comer, me digo a mí misma.

El camarero limpia la mesa que queda justo a mi lado. Su trapo gris huele fatal.

—¿Qué hace aquí una chica como tú?

Ignoro ese «como tú». «Como tú» viene a decir piojosa, miserable. Y tiene razón el muy cabrón. Es lo que soy en este momento. Me siento sola como la muerte y, sin embargo, todo el mundo me atraviesa con la mirada. Duele muchísimo no ser nunca alguien y ser siempre el otro.

—¿Buscáis a alguien para la limpieza?

—Depende…

Como estoy embarazada, sólo puedo mamársela. No apesta tanto como Miloud, pero tampoco huele a rosas. Procuro respirar lo menos posible. Eyacula. La leche agria chorrea sobre mi pecho. Se sube la cremallera del pantalón y se marcha. Tengo una pequeña habitación en la tercera planta y todas las mañanas a las seis me encargo de limpiar el Café Zitouni.

Vomito. Transpiro. Tengo contracciones. Son las tres de la madrugada. Avanzo a trompicones por las calles desiertas de Belsouss. Unos perros salvajes se acercan amenazantes, pero no tardan en comprender que esta noche no estoy para gilipolleces. Llego al solar que elegí hace un tiempo. Está desierto, como había previsto. Me coloco en el suelo, apoyo la espalda contra la acera y empujo. Empujo. Empujo. Me cago en la puta, cómo duele. Señores, imagínense una gran cagarruta que, en lugar de salir a lo largo, sale a lo ancho. Multipliquen el dolor por el infinito. Y sazonen con pimienta. Pues así es cómo me siento. Incluso los perros se callan para que pueda abandonar a mi hijo en paz. No me atrevo a decir «matar». Prefiero creer que alguien pasará una vez me haya marchado de aquí. Prefiero pensar eso.

Estos perros, al menos, respetan la muerte.

He cuidado hasta el menor detalle. Llevo unas tijeras y un pañuelo. Lo corto. Él o ella llora. Yo me limpio. No miro. Él o ella llora menos. Me tapo los oídos. Sigo mi camino. Él o ella ya no llora.

Grito.

Los días transcurren sin más; es la rutina de una «casi madre» que ha abandonado a su hijo e intenta olvidar. No lo consigue y por eso llora.

Muy mediocre. Previsible a más no poder. Pasemos a otra cosa.

Durante el día tengo mucho tiempo libre. A veces paso delante de los quioscos de periódicos y, cuando el vendedor no me echa a gritos, miro la prensa por encima. Y es que, claro, yo nunca compro periódicos. Un día reparé en la foto de una rubia que se encontraba en el aeropuerto de una gran ciudad, y casi me desmayo: tenía la misma maleta que yo. Ella también adoraba a Dior. En otro periódico, vi una rubia que siempre mostraba su tanga por encima de la falda. La chica americana que perdió su maleta debía de parecerse a ella.

Cuando estoy en mi habitación, suelo escuchar la radio. Tengo una radio. He descubierto el programa de Mouhfida Ben Abess, «Estética por un dinar» destinado a mujeres que están tan tiesas como yo:

«Quiridas oyintis, soy Mouhfida Ben Abess. Biinvinidas a la imisión “Istítica por on dimar” dondi criimos qui la billiza no is ixclosiva di mojiris acomodadas o istrillas di Hollywood. Podimos istar goapas con moy poco. La natoraliza is noistra mayor aliada di modo qui, ista nochi, voy a daros ona ricita para consiguir ona milina sidosa y salodabli como la di Jinnifir Aniston. Si trata di ona mascarilla a basi di ajo, aciiti di oliva y yogor. Y para consiguir on tono como il di Iva Longoria, podíis otilizar ona mizcla di agua oxiginada y on sobricito di niscafí»[8].

Este programa está pensado para mí. Soy pobre, pero eso no significa que no me mire al espejo. Siento que me están creciendo alas en la espalda; debe de ser el aire de la gran ciudad. Voy a teñirme el pelo. Yo sola. Corro a comprar nescafé y agua oxigenada a la tienda de ultramarinos y, a la hora de pagar, me siento intrigada por un tubo de crema milagrosa. En la foto aparece una negra con el pelo erizado y feo y, junto a esta, otra foto de la misma negra pero con el pelo liso y bonito. La compro.

No puedo creer que ahora pueda comprar cosas. ¡Estoy comprando, joder!

Gracias, Alá.

Subo los escalones a toda prisa. Coloco mi espejito oxidado encima del lavabo y me embarduno el cabello con la crema de la negra. Hecho esto, añado mi mezcla de agua oxigenada y nescafé.

Leo: «dejar actuar durante veinte minutos».

1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20…

Me he quemado todo el pelo. Me lo corto. Me cago en Mouhfida. Y me cago en la negra.

La grasa de pollo no me asusta, froto con todas mis fuerzas y me empleo a fondo. No es fácil porque los trapos son más grasientos que la propia comida pero, qué le voy a hacer, es mi trabajo.

Una mañana, el propietario vino temprano para llevarse la caja de la víspera. Yo llevaba brillo de labios y el pelo suelto, sin pañuelo. Se le notó algo sorprendido; me saludó. Y, por primera vez, lo hizo mirándome a los ojos. El señor Bouab parece un bolo. Sus dedos son como pequeñas merguez[9]; uno de ellos queda tan ceñido por el anillo que luce que se diría que le han hecho un torniquete. Tiene un largo mechón de pelo que peina hacia la derecha para camuflar su calvicie. Me parto de risa cuando le sorprende un golpe de viento. El señor Bouab es rico. La hebilla de su cinturón es de oro. Bueno, dorada, al menos.

Su saludo me hacía sentir viva. Y yo le mostré mi gratitud lo mejor que supe.

En el fondo no me puedo quejar. Vendo mi sexo a cambio de una habitación y un modesto sueldo. ¿Qué tiene de malo?

Esta noche, elijo un tanga fucsia, una camiseta negra y una minifalda vaquera. Es casi la hora. Saco mi lizar[10] y me cubro entera. Para evitar las miradas de la gente, solo me destapo un ojo. Camino libremente, sin levantar las sospechas de nadie. ¿Quién se atrevería a pensar que bajo mi pañuelo voy vestida como una furcia? Esta prenda es mi mejor garantía. Solo mis zapatos podrían traicionarme. Pero nadie se atreve a mirar a una mujer que lleva velo. A las mujeres con velo las dejan en paz.

Deambulo por las callejuelas del zoco, cruzo las oscuras alamedas y, como un fantasma, entro en una casa cuya puerta ha quedado misteriosamente entreabierta. El gordo está tendido sobre una banqueta de tapicería floral. Dejo que el pañuelo se deslice sobre mis piernas sin depilar. El gordo ya esta gimiendo. Y aún no he hecho nada.

Ha sido muy rápido; no merece la pena entrar en detalles.

Me vuelvo a colocar el pañuelo, cojo mi dinero y me voy como vine, escondida bajo el velo. Es todo un espacio de libertad. Bajo él, hago lo que quiero. Yo ya he elegido.

Enciendo la radio:

«Quiridas oyintis, biinvinidas a la imisión “Istítica por on dimar”. Soy Mouhfida Ben Abess. Hoy sabrimos cómo locir unas manos tan bonitas como las di Angilina Jolii. Cogimos on aguacati y aciiti di irguín, mizclamos y nos imbadornamos las manos, insistiindo in il contorno di las oñas dondi nos ocoparimos di las cutícolas»[11].

No tengo grandes gastos y me considero bastante ahorradora. El caso es que hay ciertas tiendas en las que no me atrevo a entrar. Pero me he hecho con un buen vestuario y prácticamente todos los días como las sobras. El alquiler de la habitación me sale a unas diez felaciones al mes. Envuelvo mi modesto peculio en unas medias que escondo entre las bragas. He ahorrado casi 1.000 dinares.

Gracias, Alá.

Un día, mientras me dejo la piel frotando los cagaderos, Abdelkrim, el camarero, se me acerca por detrás y dice:

—¿Te gustaría ir a trabajar a Masmara?

Me vuelvo hacia él. Ni siquiera lleva el pantalón bajado.

—¿Cómo dices?

—Mi hermano trabaja allí, en casa de alguien, y necesitan una chacha.

Me enderezo. Esto no ha acabado. ¿Cómo he podido culparte tanto, Alá? Perdóname. Perdóname.

—¡Claro que sí! Soy muy trabajadora, ¿sabes? Haré lo que haga falta.

—Lo único que tienes que hacer es presentarte mañana en Masmara.

No puedo creer lo que veo. Quiero decir, lo que oigo. Ni una cosa ni la otra. ¡Masmara! ¿Yo? ¿Jbara Aït Goumbra? He dejado de ser nadie para convertirme en una chica normal y corriente. Con mugre y todo pero, qué más me da.

Espero a que se baje la cremallera de los vaqueros, pero se aleja diciéndome que va a apuntármelo todo en una hoja de papel. Incluso añade:

—Buena suerte.

No entiendo a los hombres. De verdad que no… Se la habría chupado con mucho gusto. Aquel día tenía sentido hacerlo.