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La cárcel me ha acercado a los animales. Siempre había gatos en el patio. Flacos como modelos de pasarela. Y también maltratados. En mi país no sentimos aprecio por los animales. Siempre que uno anda cerca, lo espantamos con un «¡zape!» y una buena patada en el culo. Yo solía hacer lo mismo, menos lo de la patada. En el patio de la cárcel daba agua y pedacitos de pan a los gatos y sus camadas. A veces, les daba leche y cuando no tenía nada, solo caricias. Los gatos me apaciguaron. También estaba esa chica que nos contaba cosas sobre el profeta, la paz sea con él, y sobre la religión. Sabía leer y escribir, y conocía muchas historias. Una vez me contó una magnífica: la de una prostituta, en la época del profeta, la paz sea con él, que regresaba de su trabajo y se encontró con un perro que yacía moribundo en la acera. Con el dinero que había ganado, fue a comprar agua y carne para alimentar al perro y este se recuperó…
Entonces, Moisés o Abraham, no recuerdo quién de los dos, preguntó a Alá que sería de esta prostituta. Él respondió que siempre tendría abiertas las puertas del paraíso porque esta buena acción era la prueba de que tenía un corazón puro.
Les juro que ya me ocupaba de los gatos antes de conocer esta historia. No sabía si era cierta o no, pero el caso es que me gustaba y me inspiraba. También me reconfortaba. Puede que les parezca una estupidez, pero me aferré a ella como un bebé al pecho de su madre. Y sobre todo, Alá, si tales palabras salieron de tu boca, me digo que no está todo perdido, que solo los tontos lo pierden todo. Tontos porque piensan que soy la encarnación del mal y que nunca me ganaré el paraíso por dar leche a un gato sediento. Pese a todo, no tardé en desistir de mi lucha a favor de los gatos porque en mi país es una batalla perdida. Así que concentré mis esfuerzos en un solo minino. Lo llamé «l’mach» que en árabe quiere decir «gato»…
He envejecido al menos diez años. Aparento unos treinta y tres. Y, sin embargo, no tengo más que veintitrés. Vuelvo a llamarme Jbara. ¿Habéis visto alguna vez a una Sherezade sin dientes? Yo tampoco. Mientras que para Jbara tener dientes todavía es casi un lujo.
Estoy tan desesperada que no puedo evitar sonreír. Me siento tan perdida que no puedo evitar sonreír. Me cuesta tanto llorar que no puedo evitar sonreír. ¿Adónde ir? ¿A derecha o a izquierda? Delante de mí se alza un muro. Elijo la derecha. No se lo van a creer, pero acabo en una estación. La estación de autobuses. Juro que no lo sabía. Es una señal.
¿Quién me mandará esta señal? El ayuntamiento, ¿quién si no?, ha hecho construir la estación de autobuses de Taria a la derecha de la prisión.
Tengo que dejar de ver señales de Alá a cada paso que doy. Porque de lo contrario, me confío y no hago sino analizar mi vida en lugar de vivirla. De todas formas, no iba a quedarme en Taria, es una ciudad feísima.
Me devolvieron mi maleta y 200 dinares. Qué raro. No es mucho dinero. Según dicen, no encontraron nada más en mi cuartucho. En realidad, tenía al menos cien veces más que eso. Cojo el autobús que va a Kablat. No sé por qué he elegido ese destino pero, dado que nadie me espera en ningún sitio, a algún lugar tendré que ir. No me alcanza para pagar el billete. Tendré que bajarme en Erchidia. Ya se me ocurrirá algo.
Hacemos una parada de quince minutos. Los pasajeros se encaminan hacia la cafetería. A mí me toca apearme aquí. En el infierno. Este pueblo es horrible, no hay nada. Me acerco al autobusero y le pregunto si puede llevarme hasta Kablat. Me dice que no. Le hago una señal. Él me contesta «¿dónde?». «Detrás de aquellos cubos de basura», respondo. Se pone cachondo. Yo no. Nos encontramos detrás de aquellos cubos de basura. Yo llego antes; ya me he levantado la chilaba y bajado las bragas. Ya puedo oírlo acercarse a unos veinte metros de distancia: resopla como un animal. Me dedico a mordisquear la piel que queda alrededor de las uñas mientras él me penetra.
Sigue cabalgándome cuando un burro se nos acerca. Se coloca justo delante de mí y observa cómo el otro me está follando. No había previsto algo así. Es la primera vez que un burro me observa. Y miren que he hecho un montón de guarradas, con espectadores incluidos. Pero este bicho me está poniendo incómoda con su mirada enternecedora. No ha elegido el momento más oportuno. Le digo que se largue; no se inmuta. Me atraviesa con la mirada. El otro sigue dándome sin enterarse de nada. El que debía ser el polvo más rápido de mi historia acaba siendo el más largo y aterrador. Que un burro observe como te están tomando es horrible. Inténtenlo alguna vez. Ya verán, es insoportable.
Me apeo en la estación de autobuses de Kablat. Todas las estaciones de autobuses del país se parecen: todas dan ganas de reemprender la marcha cuanto antes. Tengo hambre. Alá, iré a comer a tu casa, a la mezquita. Estamos a viernes, habrá un montón de comida. Y seguro que también cuscús.
No debería conservar esta maleta. De todos modos, ya no adoro a Dior. La dejo en la acera. No me van las despedidas. Que sea rápido. Lo mismo que con mi bebé. Los perros la despedazarán. O puede que otra niña acabe adorando a Dior. En esta vida solo se puede adorar a Dios. Adorar a Dior es haram.
Entro en la mezquita. Una mujer se me echa encima porque un mechón de pelo asoma bajo el pañuelo. Me dice que es haram y tira de mi pañuelo hacia abajo. Cago en la puta, si estuviésemos en la calle, ya le habría partido la cara. Pero estamos en tu casa; debo tener respeto. No iré a comer todavía; no estaría mal que rezase mis oraciones.
Aprovecharé para hacer mis abluciones como es debido y quitarme algo de roña. He olvidado cómo se hace pero me fijaré en los demás. Me arrodillaré y moveré los labios.
Ya está, aquí me encuentro rezando entre todas estas devotas aunque no me identifique con ninguna de ellas. Oye, quién sabe, a lo mejor hay otra puta que viene a rezar sus oraciones. Puede que sea aquella vieja de la esquina. O puede que todas hayan hecho la calle alguna vez y acudan ahora a implorar tu perdón. ¿Qué garantía ofrece este pañuelo? Ninguna. ¿Por qué he de ser la única?
Pensaba que sería más duro. En realidad, mi cuerpo lleva a cabo las oraciones de memoria. Mi cuerpo ha sido mancillado, pero no mi memoria. Qué buena noticia. Encuentro un retazo de Tafafilt, cuando rezaba detrás de mi madre y sus apestosas escudillas, y te pedía que sucediese algo en mi vida. Todo vuelve con naturalidad, como si estas oraciones recitadas sin descanso los dieciséis primeros años de mi vida estuviesen grabadas en mi código genético. Como si, a pesar de mis malas acciones, me unieran a Ti para toda la eternidad. Como si nada pudiese separarme de Ti, Alá, ni siquiera mi antiguo oficio. Bueno, mi oficio de hasta hace un rato…
Me prosterno al mismo tiempo que las demás, me enderezo, me arrodillo, recito al unísono. Nadie podría pensar que… Soy una de ellas en este instante. Se agradece poder sentir de vez en cuando que eres como los demás. Es tranquilizador, al menos.
Acabamos las oraciones. Qué alivio hablar en plural. El imán inicia la prédica; me muero de hambre. Hoy habla de las mujeres y de sus deberes para con sus maridos, hermanos, hijos, primos, sobrinos, padres, abuelos, bisabuelos, nietos, biznietos, cuñados, yernos, primos segundos, primos lejanos… Sin embargo, también explica que sin la bendición de sus madres, los hijos, es decir, los hombres, no conocerán ni la felicidad mundana ni el paraíso celestial. Uf, menos mal que pintamos algo en esta historia. Lo que pasa es que hay que ser madre… Y yo solo soy mujer… Me apresuro a olvidar.
—Decidles a vuestras esposas que han de llevar un velo que llegue a cubrirles el pecho…
Entonces, ¿a qué viene esa manía por cubrirse el cabello? Y, otra cosa, Alá, ¿por qué no te diriges directamente a mí? ¿Por qué dices: «decidles a vuestras esposas»? ¿Por qué no me dices: «para ser una mujer de bien tienes que vestirte con decencia»? Me gusta que se dirijan a mí. ¿Por qué necesitamos las mujeres un intermediario, alguien que nos diga cómo hemos de vestirnos, comportarnos o crecer?
—Las mujeres virtuosas son obedientes y sumisas con sus maridos…
Alá, te hace gracia, ¿verdad? Lo sé. A mí también. Aquí hay algo que no me encaja, algo en lo que no me atrevo a pensar, algo que beneficia a todos los hombres de la tierra pero que no me conviene a mí como mujer.
Obediente y sumisa, sí. Pero contigo. Contigo y nadie más.
Miro a mi alrededor. Espero encontrar más sonrisas o muecas o miradas ceñudas, pero no. Ninguna sonríe. Ninguna frunce el ceño. No han debido de oír lo mismo que yo. Supongo que estarán pensando en sus recados o en sus hijos que no comen carne desde hace demasiado tiempo. Debe de ser eso. Es la única explicación.
¡Coño, qué hambre tengo!
En realidad sé que los hombres tienen miedo de las mujeres y, por esa misma razón, las obligan a llevar velos. Para no verlas. Para imaginarlas solamente. Para fantasear con ellas. Para dibujarlas. Oh, sí, a los hombres les encanta dibujarnos. Representarnos. Pero no ver lo que en realidad somos.
En la villa del jeque, en Masmara, había un montón de cuadros colgando de las paredes. Siempre representaban lo mismo: mujeres tendidas, (¡las gandulas!); a menudo, desnudas, (¡zorras!); en posturas lascivas, (¡dejadas!); y, por supuesto, con una mirada pícara, (¡putas!). En las tiendas de Masmara, a mis clientes de Froncia les volvía locos este tipo de pinturas. Regateaban hasta el último dinar para llevarse uno de esos cuadros consigo, de vuelta a sus grises suburbios. Los colgarían en su triste pisito de una habitación al que la bella árabe del cuadro, algo asilvestrada, daría un toque de color.
¿Por qué nadie ha pintado jamás a una miserable, de rodillas, con una polla en la boca y dinero en la mano? Esa es mi realidad. Al menos, lo ha sido hasta ahora. Ya no quiero seguir haciéndolo. A partir de ahora, saldré adelante de otro modo. Tengo ganas de aprender a leer. A escribir. Y así los carteles que veo en la calle dejarán de ser meras formas para mí, así el periódico será algo más que fotos para mí, y así no necesitaré que nadie me cuente mi Santo Corán, Alá.
Voy a la cocina junto a los demás pobres. Como había imaginado, hay cuscús; no podía ser de otra forma, un viernes en una mezquita. Sigo siendo algo bonita, por lo menos cuando tengo la boca cerrada, de modo que apenas la abro. No es que haya venido aquí a ligar, pero supongo que me ha quedado ese lado coqueto de mi época dorada. El olor a grasa de cordero me recuerda a Tafafilt. Mi padre tiene que odiarme. No ha recibido noticias mías desde hace tres años, ni tampoco un dinar. Me parece que no había acabado de pagar el generador para su antena parabólica. Mejor así. Lo que está claro es que el pelo del culo del fkih me ha gafado. Espero que ese ya ande por el otro barrio.