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Al día siguiente, temo cruzarme con el Sidi Mohamed. Y es que, de algún modo, me ha violado. Toma el desayuno al borde de la piscina. Son las cuatro de la tarde. Ni siquiera me mira, pero no es por vergüenza. Es más bien como si yo no existiera, como si lo que me hizo la víspera no importase porque yo no importo, porque no soy nadie, nada. Y la nada no cuenta para nadie.

Todavía no he podido limpiar el semen que me dejó entre los muslos. En materia de higiene, aún me faltan ciertos automatismos. Si puedo, me escapo al hammam[16] público a darme un baño. Me gusta hacerlo una vez a la semana aunque, a menudo, suele ser cada diez días. Las Lallas se duchan una vez al día, por eso huelen tan bien. No se lavan con un sucio jabón como el mío, sino con gel en botellas de todos los colores donde aparecen mujeres desnudas que se asean en plena jungla bajo una cascada de leche de coco.

Al ver esos frascos me entraron ganas de lavarme más a menudo. Siempre he mantenido una relación especial con la publicidad. Poseer algo que anuncian en televisión hace que me sienta viva. De vez en cuando, robo a la Lalla Najwa algo de gel de almendra dulce o de granadina. Y luego, me lavo en mi habitación con un chorrito de agua oxidada.

El Sidi Mohamed no me supone ningún problema; no es más que un imbécil, y así será de por vida. No, mi mayor problema es que las personas como yo ocupamos el último escalafón de la humanidad: no tenemos valor alguno. Si mañana llega nuestra hora nadie se inmutará. Nadie llorará mi desaparición, nadie se preguntará qué ha sido de mí, nadie me recordará. Es horrible no formar parte de los recuerdos de nadie. A lo sumo podría colarme en una foto de familia, como si nada… Al menos así aparecería en alguna parte. Incluso me conformaría con salir en segundo plano, mientras recojo la mesa. Jamás me han hecho una foto.

Bueno sí, una vez, aquellos turistas americanos que vinieron a casa con su bandera blanca. Pero apuesto a que mi foto no descansa sobre la chimenea de su mansión. Aunque quizás la saquen de vez en cuando para enseñársela a sus amigos y demostrar así cuán aventureros son. Y tal vez para hablar de esa hermosa chica que no era más que una pobre del desierto. En tal caso añadirían: «¡Pero qué mal olía!».

Si estás acostumbrada al desprecio, no tienes nada que perder. Y, sin embargo, mírame, ¡estoy aquí, mierda! Respiro, siento, veo, ¡soy una persona, joder! Pues no, resulta que no soy nada. Poco menos que una chacha. Mañana otra ocupará mi lugar, nadie se tomará siquiera la molestia de cambiar mis sábanas.

El Sidi Mohamed reclama su té a la menta sin alzar la mirada de su periódico. A mí me gusta que me pidan un té o un cojín mirándome a los ojos. Siento que alguien se dirige exclusivamente a mí, que solo yo he de llevarle el té o el cojín. Le sirvo, traigo el té o el cojín, y eso ya es algo. Lo que pasa es que jamás me miran a los ojos. Pero lo suyo es el colmo: ni siquiera me mira cuando me folla. Total, que llevo su té al Sidi e intento ignorar lo que me hizo. La nada no piensa.

—¡Jbara! ¡Jbara! ¡Jbara!

Cuando no se valen de su propia boca, utilizan una campanilla. Hoy, la Lalla Malika me reclama a gritos para que le lleve su campanilla. Tiene gracia.

He estado ahorrando todo este tiempo. Ya tengo casi 1.500 dinares. Abdelatif ha pedido permiso para ir a ver a su familia, y su autobús pasa justo por delante de donde viven mis padres. Qué suerte. Abdelatif es un tipo amable, serio y trabajador. Me hace algún que otro favor y, a veces, me lanza sonrisas sinceras.

A las que yo respondo.

Le entrego los 1.500 dinares y unos cuantos robots y muñecas de plástico para mis hermanos y hermanas. También un pañuelo con un leopardo bordado. No lo es, pero parece de seda. Sea lo que sea, las mujeres elegantes suelen llevarlo alrededor del cuello, no sobre la cabeza. Seguro que mi madre lo doblará y lo guardará con sus cosas, entre una pieza de tela heredada de su madre y un lizar.

Abdelatif está plantado en la puerta. Intenta reconfortarme.

—Les repites todo lo que yo te he dicho, palabra por palabra: que trabajo en una tienda que vende oro y pañuelos, que estoy bien, que como bien y que voy a la mezquita…

Me interrumpe:

—Que sí, que se lo diré todo. Llevamos tres días ensayando. No te preocupes, Jbara. Venga, vuelve dentro o la patrona te echará una buena bronca.

—¡Jbara! ¡Jbara!

Reprimo un sollozo al pensar que pronto verá a mi pobre madre y a mis ovejas. Se me parte el corazón. Pero cicatriza pronto.

—¡Jbara, mis gafas! ¡No, las Versace no, las Fendi!

Mi corazón se repone del todo mientras voy subiendo a toda prisa los escalones. No sé leer ni escribir, pero sé distinguir unas Versace de unas Fendi. ¡Qué gracioso! O patético. O ambas cosas a la vez.

El Porsche Cayenne ruge. La familia está lista para partir. Se van a un balneario a orillas del mar, para ponerse en forma… Es que están cansados. Muy cansados.

Hafida cierra el pórtico.

Yo dejo escapar un suspiro.

La casa se ha quedado vacía. Estoy en mi habitación escuchando a Mouhfida Ben Abess. Hoy nos enseña a lucir una melena bonita. A mí me gustaría tener las raíces lisas, pero no hay nada que hacer. Y no voy a pedirle tal cosa a Alá. Tiene asuntos más importantes en los que pensar.

Ahora bien, Alá, ¿por qué el norte es lluvia y pelo liso; y el sur, sequía y pelo crespo?

Me acuesto en la cama. Latifa viene a hacerme una visita cargada con dos vasos de té a la menta.

—Te lo juro. Se pasó casi todo el domingo con un pepino en el coño.

—¿Y lo hizo delante de ti?

—Pues claro. Se la sudaba que la estuviese mirando…

—¿Y cómo se las arreglaba para caminar? ¿Qué hacía si aparecían sus hijos o algo así?

—No. Sólo lo hace cuando no están en casa o está a solas conmigo. De repente, oigo un «¡pum!», y veo que hay un pepino en el suelo. Ella lo recoge, le da un enjuague y vuelve a metérselo casi entero.

—¡Qué fuerte! ¿Y cómo te has enterado de que sirve para…? ¿Qué palabras utilizó exactamente?

—«Fortalecer los músculos de la vagina», según dice. Te cuento: un día se enfadó con su marido y le dijo: «Me tiro todo el domingo con un pepino en el coño para fortalecer los músculos de la vagina y, por si fuera poco, me tratas como a una puta». Y el marido, que no entendía nada, le preguntó por qué lo hacía. Y ella le gritó: «¡Pues para darte más placer, desgraciado!». Nosotras estábamos muertas de risa, y él se marchó y la dejó como una mierda llorando en su cama.

Pensé que la ensalada de pepinos jamás me sabría igual. Me pareció increíble. Pasa domingos enteros con un pepino en la vagina y el tipo la deja tirada. Además, esta historia lleva tiempo persiguiéndome. Para empezar, porque lo he probado alguna vez y, para terminar, porque a esta familia le encantan los pepinos: crudos, en ensalada, en ensalada dulce con azahar… Y yo nunca los pelaba. La piel es buena para el tránsito intestinal…

Qué quieren que les diga, uno se vuelve mezquino cuando ha nacido pobre y a diario lo tratan como una mierda. Si son ustedes ricos y también tienen «empleados del hogar» o chachas, sepan que alguna vez han debido de probarnos. Se habrán tragado escupitajos, salivazos, mocos, pis, semen o caca de alguno de nosotros. Al menos una vez. Denlo por hecho. Tanto da que nos traten bien, que sean atentos o se comporten como auténticos cerdos, nos habrán catado de igual modo. Llevarán algo nuestro en su interior… Es así porque ustedes son ricos y nosotros miserables. Tan sencillo como eso.

Reímos como dos chicas casi normales y corrientes mientras bebemos nuestro té. Pero llega la vacaburra para meternos en vereda.

—A trabajar, ¡no hay vacaciones para vosotras!

—Venga, solo dos segundos. ¿Es que no podemos respirar un poco?

No sé qué me ha dado para decir algo así ni cómo me he atrevido, pero la vacaburra se pone furiosa.

—¿Quién te has creído que eres, pedazo de zorra? ¡Ya podéis ir moviendo vuestros traseros de palurdas e ir a recoger las habitaciones! ¿Cómo te atreves?

Incluso los pobres obedecemos una jerarquía.

Es para partirse de risa.

Levantamos nuestros pequeños traseros, no nos queda otra. Vamos a recoger las habitaciones. La vacaburra va a acomodar su gordo trasero sobre el sofá y a sumergir su rostro grasiento y feo en el pastel de chocolate que sobró del cumpleaños del día anterior. Con un té a la menta. Frente a un episodio de Raimonda. La muy puta.

Son las seis de la tarde. Estoy tumbada sobre la almohada. Latifa irrumpe en la habitación como una loca.

—¡Esta noche la vacaburra va a ver a su familia!

—¡Guay! ¡Podremos ver la televisión!

—¡No! ¡Vamos a la discoteca!

—¿La discoteca?

—Claro. Allí bailaremos, tú conocerás a un francés y después le harás una…

Latifa se vale de la mímica para representar una felación. Yo estallo en carcajadas.

—¿Cómo vamos a ir?

—No te preocupes, tengo un amigo taxista. Nos llevará y nos recogerá por unos 100 dinares cada una. ¡Ve a arreglarte!