CAPÍTULO 15

Le pido al taxista que por comodidad me deje enfrente del club Fellini: a casa se llega más rápido caminando que metiéndose en coche por las laberínticas calles del barrio. Echo a caminar aprovechando que ha vuelto a dejar de llover. Paso junto a los turistas agrupados frente a la discoteca o el club de striptease y entro en el barrio por una callejuela estrecha y de suelo desnivelado.

Es tarde y hace frío, las calles están vacías y tomadas por los servicios de limpieza, que las barren y riegan. Me resulta extraño verlas tan vacías, sin que estén cubiertas de charcos de orina, colillas de cigarros y chicles, sin que las prostitutas se ofrezcan en las esquinas y las sudamericanas hablen de balcón a balcón o caminen rápidamente por la acera armando alboroto con sus zapatos plateados, con pedrería de plástico, de tacón. Me gusta ver las tiendas abiertas, tiendas de comida del mundo, de alfombras indias, locutorios, bares donde por la noche tocan grupos en directo. Me he acostumbrado tanto a ver con naturalidad a los carteristas yendo a la Rambla, las caras demacradas de las madres que se parten el pecho trabajando y sacando adelante a su familia, a corresponderle la sonrisa a un heroinómano con los dientes podridos que te pide dinero para comer aunque luego se lo gastará en un pico, que ahora que no están tengo la sensación de no reconocer las calles.

Levanto la mirada y observo las banderas catalanas que ondean en la entrada de los hostales, leo las pancartas en los balcones que ruegan tranquilidad por la noche y me resulta extraño no cruzarme con una anciana que lleve una bolsa del súper con lo poco que puede comprar gracias a su ridícula pensión o con lo que ha conseguido pidiendo en los bares, o con los estudiantes de diseño, con sus peinados imposibles y sus gafas de pasta, cuando se quedan mirando embobados el suelo, o con los borrachos que duermen entre cartones o los paquistaníes que juegan a las damas frente a sus tiendas. Aquí es donde la gente pobre se convierte en atracción turística: vengan a ver a las putas, los drogatas y las travestis.

A este barrio lo han mutilado, transformado, lo han hecho resurgir sin su esencia y más caro, ya casi nadie puede vivir aquí, a todo el mundo le falta dinero incluso para ser pobre, rentabilizando la precariedad que no eligieron sus habitantes. Si no vives como un turista, atrae el turismo.

A medida que me acerco a mi edificio observo a alguien en el portal, sentado en el bordillo. En un primer momento pienso que es un yonqui y ralentizo el paso, con la intención de girar en la próxima esquina y retrasar mi llegada, a ver si se despeja la entrada. Pero a medida que avanzo reconozco esa silueta y la mochila que hay en los pies del chico, y entonces aprieto el paso sacando las llaves del bolsillo de la cazadora, sorprendido al ver a Albert allí sentado.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le pregunto—. Son más de las tres de la madrugada.

—Es que estaba dando una vuelta con el coche y bueno, no sabía adónde ir —responde, sacando un cigarrillo de su paquete de Nobel Light. Me lo enseña, sacudiéndolo—. Mira qué mierda he tenido que comprar porque no tenían del normal.

Le gorroneo un cigarrillo antes de que guarde el paquete en el bolsillo de su mochila.

—Mira, a ver si así dejamos de fumar —bromeo.

—¿Eso te lo hice yo? —me pregunta después de encenderse el cigarro, refiriéndose al morado en los labios—. ¿Te duele?

—Te sentirás un poco culpable si te digo que tuve que tomarme un analgésico, ¿verdad?

Él asiente.

—Entonces no me tomé nada.

Albert esboza una sonrisa y me enciendo el cigarrillo que le birlé. Nos miramos un momento y ambos cogemos aire, sin saber qué decirnos. Debo reconocer que me alegra verle.

—Te he contestado las llamadas, dos veces —dice él—. He subido, pero tienes movida en casa.

—¿En serio? ¿Qué ocurre?

—Están discutiendo.

—Virginia —respondo, atando cabos—. Piensa que Rubén la engaña con otra mujer. ¿Damos un paseo?

Albert asiente y comienza a caminar junto a mí. Damos unos primeros pasos cabizbajos y dubitativos, sin mirarnos.

—¿Y tú qué crees? —pregunta Albert.

—¿Y qué más da?

—Bueno, apenas has dejado de hablar de Rubén durante todo el fin de semana. Algo tendrás que decir, digo yo.

—Reconozco que he estado dos días francamente insoportable —sonrío, y al hacerlo noto que el corte del labio se abre un poco.

Mi cara se contrae en una mueca de dolor.

—¿Te duele, verdad?

—Da igual —contesto, dándole una calada al cigarro—. Joder, es como si no fumáramos nada.

—Pues cuesta lo mismo que el otro.

Acabados los cigarrillos, tiramos las colillas a un charco y seguimos caminando con las manos en los bolsillos.

—¿Y tú de dónde vienes? —me pregunta Albert.

—He ido a dar una vuelta; no podía dormir.

Albert profiere una carcajada de incredulidad.

—En realidad he ido a un parque con la intención de que me la chuparan, ¿sabes? Pero me he venido sin dejar que me lo hicieran —explico—. En el fondo, no soy así.

—Lo sabemos desde hace tiempo.

Nos detenemos en la esquina de mi calle. Mi edificio queda al final de la manzana, y visto desde esta perspectiva parece más viejo y destartalado que los demás, como hecho de cartón.

—Albert, lo de anoche…

—No, Aarón. No digas nada más.

—¡Pero es que llevo tanto tiempo tragando mierda! —Me lamento—. No he dejado de tragarla desde que cumplí los dieciocho, y de eso hace diez años. ¿Sabes lo que es eso?

Pero él no puede saberlo y decide permanecer callado a pesar de mi justificación.

—He seguido todos los consejos que me ha dado mi familia. He bajado la cabeza demasiadas veces, ¡y me dicen que soy fuerte! No hay nada noble en aguantar la culpa de los demás. Y estoy cansado, no sabes cuánto. —A pesar de que acabamos de fumar, saco el paquete de tabaco de mis bolsillos y le ofrezco un pitillo a Albert, que coge uno—. Este es tabaco de verdad.

Mi mejor amigo sonríe y me enciende el cigarrillo antes de encenderse el suyo.

—Fuerte, dicen. Tú también lo crees. Me lo has dicho muchas veces, que admiras eso de mí. Pero la cosa cambiaría si te dijera que también necesito un punto de apoyo, que los problemas me afectan como a ti.

—Aarón, ya sé que no eres un superhombre.

—¿Puedo pedirte un favor? —le pregunto a Albert, mirándole con intensidad. Él guarda unos segundos de silencio, a modo de respuesta—. Sé que estoy siendo un hijoputa al pedírtelo, pero, por favor, no dejes de quererme.

Él separa los labios un poco con la intención de contestar, por eso tomo la delantera.

—Ayer, Rubén y Virginia estaban viendo Dentro del Laberinto, ¿sabes qué película es? Esa en la que David Bowie hace de rey de los goblins, que secuestra al hermano pequeño de Jennifer Connelly, y entonces ella tiene que adentrarse en el laberinto para rescatarlo.

—Sí, ya sé cuál es.

—Hay una escena en la que ella, que se está enamorado del malo, muerde un melocotón envenenado y entonces se teletransporta o algo por el estilo a un baile de máscaras donde se encuentra con David Bowie, y ella piensa que es feliz, bailan juntos una canción que él le canta y todo el mundo a su alrededor lleva máscaras y parece feliz, pero de repente suenan las campanas del reloj y ella recuerda su cometido. Cuando ve el reloj y escucha las campanadas se acuerda de su hermano, secuestrado por el rey de los goblins, ese que por otro lado la ha hecho feliz bailando en la fiesta. Así que ella se aparta, él intenta alcanzarla, pero Jennifer Connelly de repente descubre que está atrapada dentro de una burbuja: ha sido víctima de un hechizo por parte de David Bowie, de manera que, para escapar, coge una silla y la lanza contra la pared de cristal, rompiendo la burbuja en la que estaba atrapada.

—La rompe para escapar, aunque eso suponga vivir fuera del sueño.

—Sí, la rompe y escapa, sacrificando su felicidad para enfrentarse a la adversidad del mundo real, para seguir corriendo detrás de su objetivo: salvar a su hermano —susurro, deteniéndome. Albert da unos pasos más, pero después se detiene también—. Ahora yo tengo que hacer lo mismo.

Albert sonríe y sus labios dibujan una tranquilizante sonrisa de comprensión.

—Está bien, Aarón.

Una motocicleta de gran cilindrada se detiene con el motor encendido frente al portal de mi edificio. El conductor es corpulento y viste unos tejanos ceñidos y unas bambas de correr, por lo que supongo que es un hombre. Saca un teléfono del bolsillo, hace una llamada perdida y, al cabo de unos instantes, Rubén sale del edificio con una pequeña mochila colgada de los hombros y se sienta en la parte trasera de la moto. Parece decirle algo al conductor, que lo escucha con la cabeza girada.

—¿No es ese Gabriel? —pregunta Albert.

—¡Venga ya! Podría ser cualquiera, con ese casco.

El ruido del motor de la motocicleta que se reactiva parece el rugido del león, amplificado por el efecto eco que producen los edificios altos que nos rodean. Rubén y el conductor desaparecen rápidamente, calle abajo.

Albert y yo permanecemos perplejos, lado a lado. Él gira el cuello para mirarme con sus ojos ámbar.

—Parece que tenías razón —susurra, lanzando el cigarrillo al suelo.

—Eso da lo mismo. He vivido con él casi tres años, eso es tiempo más que suficiente para enamorarse de alguien. Y si no lo ha hecho… A fin de cuentas, enamorarse es cuestión de días y dejar de estarlo puede costar toda una vida. Las cosas son así.

Intento sonreír pero desisto, no quiero que se abra la herida. Albert me abraza después de verme tirar mi cigarrillo a la carretera. Me arrima hacia él todo lo que puede, golpeándome la boca sin querer. Me aparto rápidamente, protestando con un gruñido.

—Perdón —se disculpa.

—No pasa nada. ¿Dónde has aparcado?

—Un poco lejos. En Plaza Cataluña.

—Entonces, quédate a dormir. Además, a Virginia le vendrá bien compañía esta noche.

Albert se encoge de hombros y echamos a caminar hacia el portal, con las manos en los bolsillos.