CAPÍTULO 4

A veces pienso que para sobrevivir hay que desarrollar una piel gruesa, como la de los paquidermos, para que los ataques y las opiniones de los demás reboten, para que actúe como filtro y evite que penetren en ti. Yo la fui desarrollando durante mucho tiempo, pero estoy agotado y es cada vez más delgada.

—Es la última vez que cojo el coche —asegura Albert, conduciendo. Nos dirigimos al piso de Gabriel, en Nou Barris, después de que me haya venido a recoger al gimnasio.

Yo no respondo, aunque lo miro con atención. Sus ojos son de color ámbar, grandes y redondos como los de una caricatura y muestran un mundo interior en plena ebullición. Si una mañana me despierto con un chico muerto en la cama, él sería la primera persona a la que llamaría. También sería la primera persona a quien le diría que he encontrado el trabajo de mi vida y que sabría si voy a casarme o no.

—Qué bien que te hayan dado libre todo el puente, ¿verdad? —pregunta.

—Sí, hasta el martes no trabajo.

—Eso hay que celebrarlo. Pasaremos un fin de semana de los que no se olvidan, ya verás —asegura Albert.

Enciendo un cigarrillo con el encendedor del coche. Para evitar llenar el interior del vehículo de humo, bajo la ventanilla apenas lo justo para que no se vaya la calefacción: hay riesgo de heladas para esta noche.

—Esteban se va del piso. Hicimos una reunión para ver qué íbamos a hacer nosotros con el alquiler. Casi nos tiramos los muebles a la cabeza, como cada vez que nos reunimos —susurra Albert, que se enciende también un pitillo aprovechando la pausa en la circulación obligada por un semáforo en rojo. Levanta los hombros y deja escapar el humo lentamente—. ¿A ti no te gustaría vivir solo, sin tener que compartir el piso con nadie? A veces me pregunto por qué me fui de casa de mis padres para irme con más gente. Prácticamente es lo mismo.

—Hombre, lo mismo no es.

El semáforo cambia a verde y se reanuda la circulación. Albert suspira y aprieta un botón de la radio para cambiar de CD. Empieza uno de The Smashing Pumpkins.

—Ya sé que no es lo mismo, Aarón. En realidad es una putada: nos volvemos independientes de nuestros padres pero necesitados de compañeros de piso. He pensado en irme solo, claro, como todos, pero ¿con qué dinero se supone que voy a vivir, pagar los impuestos, la comida, esta ropa que llevo puesta si me dejo todo el sueldo en el alquiler? ¿Tendré que buscarme otro trabajo? Hum, tal y como van las cosas, puede que sí. Es una mierda, ¿sabes? Ninguno de nosotros se ha pasado siete años estudiando como un cabrón para esto —protesta Albert, después de una breve pausa—. O sea, que no sé hasta qué punto estoy dispuesto a sacrificarme para irme a vivir solo; es decir, hasta qué punto es una necesidad propia o impuesta.

—Ya lo sé, ya lo sé. Lo peor de todo son las expectativas que hay sobre nosotros.

—A ver si me explico: tengo veintiocho años pero qué quieres que te diga, a mí aún me apetece ver mundo. No he estado en Tokio. Y quiero ir a Sidney, tengo que verla. ¿Por qué tengo que hacer las cosas cuando me dicen? Total, si ya llegamos tarde a todo…

—Bueno, que te andas por las ramas. ¿Al final en qué acabó la reunión? —pregunto.

—Pues de momento nos quedamos como estamos, claro, y dicen de buscar a otra persona para ocupar la habitación de Esteban. ¡Manda huevos! A mí me gustaría buscar un compañero de piso e irme a otro sitio, pero sería alguien con quien tuviera mucha confianza, que para irme con gente a la que apenas conozco me quedo donde estoy —dice Albert, con amargura—. ¿Sabes que ahora le hacen vacío? No le saludan cuando se cruzan en casa, encima lo culpabilizan por mudarse. ¿Tú no querías cambiarte de piso?

—Pues sí, estoy un poco harto de la parejita feliz —contesto, enfatizando las últimas palabras con un tono de burla—. A mí me gustaría vivir solo, creo que no estoy hecho para vivir acompañado.

—Mira, tus compañeros de piso siguen el mismo patrón de comportamiento que el de los míos: no sienten el menor respeto por los demás, aunque los demás sí deben guardárselo a ellos. No me gusta la gente que se cree estar por encima del bien y del mal, ¿no crees? Cuando estás conviviendo con otras personas, tienes que ser comprensivo con la diferencia, no puedes pretender que compartan o que estén de acuerdo con tu manera de pensar o de entender la vida.

—Lo más gracioso es que se ofenden cuando se lo dices.

—¡Cómo lo sabes! —exclama Albert—. Ellos creen que tienen la verdad absoluta y actúan en consecuencia, por eso dicen que están al margen de la moda, que la moda les da vergüenza ajena, y cuando asisten a una manifestación antiglobalización van todos cortados por el mismo patrón.

—Pasan de una determinada moda, no de la moda.

—Eso ya lo sé yo, pero díselo a ellos. Es porque piensan que todo lo que hacen, lo hacen bien. Hay que tener autocrítica, y estar dispuesto a asumir que no puedes agradar a todo el mundo. Al fin y al cabo, no hacen más que demostrar una desesperante necesidad de sentirse superiores.

—Es como cuando ponen un cartel en la cocina diciendo que a ver si te acostumbras a recoger los platos después de comer cuando ellos tampoco los recogen.

—Sí, algo así.

—A veces pienso que deberíamos hacer algo, Albert —murmuro, lanzando el cigarrillo por la ventana y subiendo el cristal.

—¿Cómo qué?

—No sé, algo. Una manifestación.

—¿Contra quién? ¿Nuestros compañeros de piso? En el fondo, ellos no se adaptan a nosotros pero nosotros tampoco queremos adaptarnos a ellos —medita Albert, divertido—. Aquí no se manifiesta nadie, ni siquiera ahora que hay crisis y las empresas hacen lo que quieren con los trabajadores. Si esto fuera Francia… ¡allí sí que tienen conciencia! Y si no les hacen caso, queman media docena de coches por noche y listos.

De pronto, Albert frena en seco y da al vehículo marcha atrás. Ha encontrado aparcamiento y estaciona con una maniobra limpia y precisa como el corte de un bisturí.

—¡Alejop! Hemos llegado.

Salimos del coche y las puertas se cierran con un sonido que a mí me recuerda al de una coz.

—Esas conversaciones están muy bien, pero no nos llevan a ninguna parte —asegura Gabriel, retirando la cafetera del fuego—. ¿Más café?

—Gracias —contesto, levantando mi taza.

Gabriel tiene treinta años, un timbre de voz agudo y movimientos amanerados y armónicos. No hace ningún esfuerzo por ocultar su pluma, que algunos tachan de exageración y afán de protagonismo. A mí me gusta que no lo haga, ¿por qué habría de ocultarla? ¿Para encajar en una sociedad que a priori le rechaza? Después de servir más café, se sienta de nuevo a la mesa y nos mira con el ceño fruncido.

—No me miréis así, que tampoco os he dicho ninguna mentira. Estoy harto de escuchar enfados de cafetería, harto de que nos encendamos, echemos mierda por la boca y luego no hagamos nada para cambiar las cosas.

Los tres guardamos silencio. Gabriel da un pequeño sorbo al café y después se levanta de la silla de un salto casi acrobático que termina con los brazos en alto, pretendidamente teatral.

—¡Tengo algo buenísimo en mi cuarto!

Y nos dirigimos a su dormitorio. Me tumbo en la cama y cierro los ojos como si me dispusiera a dormir, pero alguien me lanza un cojín a la cara para que los abra.

—¡Te vas a dormir! —advierte Albert, dejando su inseparable mochila en el suelo y sentándose a mi lado con las piernas cruzadas al estilo indio.

—¡Eh, que estoy cansado! —gruño.

—Pues no te metas tanta tralla en el gimnasio, hombre, que si sigues poniéndote cachas nos dejas mal a nosotros —dice Gabriel, sentándose en la silla del escritorio, que es negra y con ruedas. Cogiendo impulso, se dirige al armario y abre uno de los cajones. Saca una pequeña caja de madera oscura que en su momento guardó bombones—. Albert, anda, dame un cigarro.

—No estoy cansado de eso. Estoy cansado del ritmo que llevo, de trabajar cuarenta horas y encima estudiar.

—Bueno, eso que haces yo no lo llamaría estudiar. Hace siglos que no vas a clase —dice Albert, que intenta sacar su paquete de cigarrillos de los bolsillos. Se tumba en el sofá para sacarlo —a la fuerza— y se lo lanza a Gabriel, que lo coge al vuelo.

—Dame un respiro, ¿vale? Trabajo de lunes a viernes de cuatro de la tarde a una de la mañana, y las clases son de ocho a tres. Haz las cuentas del tiempo que me queda para dormir, asearme, hacerme de comer, de cenar e ir de la universidad al trabajo y del trabajo a casa.

—Tú puedes hacerlo, Aarón —asegura Albert—. Lo que pasa es que tardarás más que los demás en sacarte la carrera, pero la terminarás.

—Creo que lo que quiere decir Aarón es distinto, Albert —dice Gabriel, empezando a quemar la maría—. Creo que en verdad lo que quiere decir es por qué tiene que hacerlo. Obligarte a estudiar y trabajar a la vez es tan absurdo como obligarte a viajar al espacio porque existan los astronautas.

—Hombre, Aarón, a ti nadie te obliga a trabajar.

—Nadie le ha puesto una pistola en la boca, eso está claro —añade Gabriel, que de nuevo sale en mi defensa—. Pero la universidad es un gasto muy elevado aun siendo pública, y eso tú también lo sabes. Lo que pasa, Albert, es que a ti tus padres te pagaron la carrera de principio a fin porque podían permitírselo, pero no todo el mundo corre esa suerte. Estamos en un país donde la igualdad de oportunidades no es más que una tontería, pero, en lugar de admitirlo, le echamos la culpa a los inmigrantes a pesar de que ha sido así siempre. No nos andemos por las ramas: los tiempos en que se podía compaginar estudios y trabajo quedaron atrás.

Albert ríe y hace que se mueva el colchón. Giro el cuello para mirarle. Es una de las personas más guapas y más interesantes que conozco. Me gusta su perfil porque parece hecho a cinceladas, de envidiables proporciones geométricas. Siento ganas de revolverle el flequillo, que le cae sobre la frente, ladeado, pero mis manos se quedan quietas en su sitio. Albert mueve la cabeza y clava sus ojos en mí de forma despreocupada.

—¿Qué? —pregunta, con una media sonrisa.

—Nada. ¿Te molesta?

—¿Que me mires?

—Sí.

—Tú nunca molestas —susurra Albert.

Tú nunca molestas es una frase que puede interpretarse de dos maneras distintas: como una demostración de la confianza y la fidelidad entre amigos o como la de un amor que va mucho más allá que la mera amistad, guardado en secreto. Al escucharle hablar uno tiene la sensación de que Albert dice más de lo que cuenta, moviéndose siempre entre dos aguas haciendo que una conversación con él siempre dependa, en gran parte, del subtexto. A veces he pensado que está enamorado de mí. Yo he llegado a sentir cierta atracción por él, pero creo que si la he mantenido a raya es para evitar la confusión.

—Oye, ¿cuándo llegarán los demás? —le pregunta Albert a Gabriel. Su voz me devuelve de nuevo a la realidad.

Gabriel, que pasa la lengua por el borde del papel de arroz, mueve los hombros despreocupadamente.

—No tardarán mucho —contesta, prensando el porro.

Una pequeña nube de humo denso que parece imitar la forma de la explosión nuclear sube al techo de la habitación, y el olor particularmente intenso del porro llena la estancia.

—Ya veréis, es una maría cojonuda —añade Gabriel, ofreciéndonos el canuto después de darle unos tiros.

Albert se levanta, quedándose sentado en la cama. Gabriel le advierte que tenga cuidado con que no caigan chinas al edredón.

—Aarón, ¿vienes a comer mañana? Haremos arroz —me pregunta Gabriel.

—No, es domingo —respondo.

—Cierto, se me olvidaba que comes en casa de tu hermana. Por cierto, tengo que ir a recoger la moto al mecánico el lunes por la mañana, que no se me olvide.

—Eres demasiado responsable —asegura Albert, pasándome el porro—. Con la responsabilidad no se llega a ningún sitio; sólo sirve para arreglarle las cosas a quien te dejará con el culo al aire cuando necesites su ayuda.

—En eso tienes razón —dice Gabriel—; ser un irresponsable es mucho más cómodo: muy pocas veces van a reprocharte lo que haces mal si siempre lo haces todo mal. En cambio, cuando todo te sale bien y un día cometes una equivocación decepcionas a todo el mundo y te lían un circo.

—Responsable o no, tengo que ir de todas maneras —respondo, dándole un énfasis demasiado exagerado.

—Lo que no le dijiste a tu padre, Aarón, está acabando contigo —asegura Gabriel—. Nos han enseñado que debemos ser considerados con nuestros padres, con los demás, pero ¿por qué serlo cuándo no lo han sido contigo? No tienes ninguna obligación para seguir culpabilizándote y ellos no tienen ningún derecho para seguir haciéndolo.

—Por cierto, Gabriel, ¿sabes qué peli he comprado esta mañana? —le pregunto.

—¿Cuál?

Dentro del laberinto.

—¡Es una película tan total…! Me encanta tanto el maquillaje, el crepado y las mallas de David Bowie en esa película… ¡Me la tienes que prestar!

Suena el timbre y los tres nos sobresaltamos. Gabriel se levanta y sale de la habitación rápidamente, arrastrando los pies. Mientras tanto, Albert vuelve a tumbarse en la cama y yo le paso el porro.

—¿Crees que tu hermana sigue pensando en divorciarse de…?

—¿Ignacio? —interrumpo.

—Eso, Ignacio.

—No lo sé. Aún me pregunto qué vio en él, aparte de la oportunidad de irse de casa sin que mi padre le montara una escena.

—Bueno, es guapo.

—Sí, y un gilipollas también —añado.

—Tiene que ser extraño que tu hermana esté casada con tu jefe, ¿no?

—Él no es mi jefe; sólo es uno de los capullos adjuntos al departamento de recursos humanos, pero tiene un ego tan grande que se cree el rey del mundo.

—Bueno, sigue siendo guapo —Albert carraspea la garganta y se lleva los dedos a los labios para quitarse un poco de tabaco de la boca.

Después vuelve a pasarme el porro, volcando sus ojos sobre mí.

—Y tú lo eres también —añade.

Lo miro detenidamente, tragando saliva. La sugerencia que esconde su confesión me provoca una erección y me acerco a él lo justo para que perciba mis intenciones. Albert continúa observándome quieto, midiendo mi reacción y, quizá, aceptándola.

Escuchamos pasos, murmullos y risas avecinándose por el pasillo. Segundos después, la puerta del dormitorio se abre y Gabriel entra en la habitación acompañando a otros amigos entre los que hay un chico al que no habíamos visto nunca con ellos y que es Rubén, mi compañero de piso.

—¿Pero que estás haciendo tú aquí? —le pregunto.

Él me sonríe con una sonrisa tímida y avergonzada ante la mirada atónita de nuestros amigos, que observan la situación con la boca abierta por la sorpresa.