CAPÍTULO 8

Me despierta el impacto de un cojín cayendo en mi cara. Sobresaltado, abro los ojos rápidamente y descubro a Albert riendo a carcajadas frente a la cama.

—Yo no le veo la gracia —farfullo.

—Es que me lo has puesto a huevo, tío. ¡Estabas completamente dormido!

Le lanzo el cojín con todas mis fuerzas, pero él lo coge al vuelo y lo deja a los pies de la cama. Después se sienta en la silla del escritorio colgando su mochila en el respaldo.

—Si te sirve de consuelo, no habrás dormido ni diez minutos.

—Fenomenal —gruño.

Albert abre su mochila y saca su paquete de cigarros.

—No fumes aquí —ordeno.

Haciendo oídos sordos, me enseña una piedra de costo que guarda en una pequeña bolsita. Asiento con la cabeza y lo dejo hacer, en silencio y con las manos en la nuca, mirando el techo de la habitación.

—Duermes de una manera muy graciosa —dice Albert.

—Define graciosa.

—Con la boca abierta —responde él, quemando la piedra.

—A mí me parece más bien ridícula.

—A mí no me lo ha parecido. Es más, me ha parecido tierna. Al fin y al cabo, dormir es algo muy íntimo, ¿no te parece? Una vez estuve con un tío al que no le gustaba dormir acompañado, no lo hacía nunca, ni siquiera le gustaba que hubiera alguien en la misma habitación. Decía que se sentía vulnerable cuando alguien dormía a su lado. ¿Qué extraño, no?

—A mí tampoco me gusta que me vean dormir —contesto—. Creo que también me gusta dormir solo.

—Eso lo dices para hacerte el duro —asegura mi amigo, encendiéndose el porro. Una densa nube de humo de olor fuerte se esparce por la habitación.

—¿Y tú qué sabes?

—Bueno, te conozco lo suficiente como para saber diferenciar cuándo actúas y cuándo no.

Me levanto de la cama y cojo el porro que Albert me ofrece cuando paso por su lado, dirigiéndome a la ventana. Echo un vistazo afuera antes de abrirla. Le doy una calada al porro y noto cómo el humo caliente me rasga la garganta.

—Cierra la ventana, que hace frío —ordena Albert.

—No quiero que mi cuarto se tire dos días apestando a porro —informo.

Albert arquea las cejas y viene hacia mí. Me coge el porro de los labios y le da un par de chupadas cortas antes de pasármelo de nuevo.

—Luego hemos quedado con Gabriel.

—¿Cómo?

—Nos llamará.

Le ofrezco el porro a Albert y después camino hasta el ordenador. Mientras se enciende, echo un vistazo a los CD de la estantería. Cojo uno de Bob Dylan sabiendo que me cansaré pronto de él porque me parece pretencioso, pero me apetece escuchar canciones suyas.

—¿Sabes qué me dijo ayer Rubén, al llegar a casa? —le pregunto a Albert, y sin darle tiempo a responder, continúo—: Que entendía por qué estaba soltero.

—¿Sí?

—Dijo que debía dejar de buscarme a mí mismo en los demás y que entonces podría hacerme con cualquier tío que quisiera.

—Creo que eso es lo que necesitabas oír, no lo que te ocurre realmente.

—Puede, aunque a lo mejor tiene razón.

—Tu problema es que has confiado demasiado en gente que estaba poco preparada para mantener una relación, entre otras cosas mucho peores —resuelve Albert, después de darle otra larga calada al porro. Me acerco otra vez a la ventana y se lo cojo para llevármelo a los labios—. Pero en una cosa tiene razón: podrías conseguir a cualquier tío que quisieras. Incluso a tu alrededor, aunque no lo sepas, aunque no te des cuenta, hay gente a la que le encantas. Más de uno estaría dispuesto a mantener una relación contigo.

—¿De verdad?

—Por supuesto —asegura él, cruzándose de brazos y apoyando su cabeza en el marco de la ventana—. La atracción es caprichosa: nos gustan aquellos a los que no atraemos, y atraemos a los que no nos gustan. Pero aun así, con el tiempo lo encontramos.

—Pero ¿cuándo?

—No lo sé —contesta Albert—. Es difícil porque muchas veces nadie dice nada y se pierde la oportunidad de empezar algo.

Albert coge el porro y le da la última calada antes de tirarlo al vacío. Cierro la ventana y nos dejamos caer en la cama, riéndonos.

—¿Vas colocado? —me pregunta mi amigo.

—Puede que un poco sí.

—Yo también noto algo.

—Lo has cargado demasiado, cabrón.

—Claro, es mejor fumar poco pero con mucha cantidad.

—Voy a hacerme fan de tu filosofía de vida.

No consigo descifrar qué significa el brillo en los ojos de Albert ni su sonrisa tímida, ni por qué se muerde los labios como si quisiera reprimir una acción que acaba de pensar. Debe de ser que ambos estamos colocados.

—Me voy a dormir con este disco —protesta.

Me levanto y cambio el cedé de Bob Dylan por uno de The Kills. Vuelvo a la cama y me dejo caer, peso muerto, en ella. Albert se echa a un lado, protestando.

—Hay algo que no me cuadra —murmuro.

—¿Qué?

—Por qué no hemos sabido hasta ahora que era amigo de Gabriel.

—¿Rubén? Hijo, a él hay que arrancarle las palabras a la fuerza, como si fueran cebollas. Tú mismo has dicho alguna vez que casi ni le conoces, y eso que hace más de dos años que compartes piso con él.

—¿Y si tiene dudas?

—Es hetero —suspira Albert, pacientemente—. No tiene dudas, eres tú el que tienes la cabeza llena de pájaros. Tiene novia, ¿recuerdas? Y están en el comedor, para más información.

—Te asombraría saber cuántos tíos con novia han pasado por este cuarto —fanfarroneo—. Me refiero a ¿y si, a lo mejor, le gustan también los hombres y ha empezado a darse cuenta ahora?

—Bueno, ¿y a ti qué más te da?

—Nada, claro. Pero ya sabes…

—Oye, ya basta de hablar de Rubén, ¿vale?

Albert se levanta de la cama con la irritación visible en la cara y camina hacia la estantería para mirar los CD, con la intención de cambiar de música por una que le guste más.