CAPÍTULO 12
Me despierto a mediodía. Me levanto de la cama y me dirijo al cuarto de baño. Estudio con detenimiento la hinchazón del labio inferior, frente al espejo: el corte, a pesar de ser pequeño, es imposible de ocultar. Humedezco un algodón con agua oxigenada y lo restriego por la herida, notando un escozor intenso.
Después de la ducha y del desayuno, me detengo frente al dormitorio de Rubén y Virginia volviendo a mi habitación. Acerco mi oreja a la puerta y agudizo el oído, tratando de desenmascarar alguna clase de actividad en el dormitorio. Mis oídos no descifran nada y mis manos empiezan a girar el picaporte de la puerta.
Asomo la cabeza dentro: la cama está por hacer, la ropa sucia tirada por el suelo y la ventana abierta para ventilar la habitación.
«Aquí podríamos dormir Rubén y yo —pienso—, en esa misma cama. ¿Cómo duerme, hacia arriba o hacia abajo, con la boca abierta o cerrada? ¿Abrazado a Virginia o a sí mismo? ¿Respirando tranquilamente o con un ronroneo de inquietud?».
De pronto, escucho el tintineo de unas llaves y el chasquido de la cerradura de casa al girar. La puerta se abre con el chirrido de costumbre, y Rubén me descubre cerrando la puerta de su dormitorio. Viste su abrigo largo de paño y trae consigo la bolsa del pan, que deja en el suelo mientras me observa, sonriendo, preso de la curiosidad.
—Aarón, pensaba que todavía dormías —dice.
—No, me desperté hace un rato —balbuceo, nervioso.
—¿Buscabas a alguien? —pregunta Rubén, acercándose a mí, desabrochándose el abrigo.
—No —respondo, moviendo la cabeza—. Ayer no llamaste.
—Ya. Al final me salieron otros planes.
—Pues estuve esperándote —recrimino.
—Ya veo cómo —murmura, señalando el corte en mi labio. Después abre la puerta de su habitación y lanza su abrigo a la cama desde el pasillo.
—Fue Albert —contesto, sin apartarme de su lado—. Discutimos.
Rubén entra en su habitación y cierra las ventanas.
—Si acabó propinándote un puñetazo en la cara, debió de ser una discusión muy fuerte.
—Está enamorado de mí —digo orgulloso, sabiéndome ruin por presumir de algo así.
Rubén me mira con sorpresa, puede que con incredulidad, incluso con decepción. Después de un pequeño suspiro, añade:
—Esa es la historia de amor más típica de todas, ¿verdad? La de alguien que se enamora de una persona que nunca le hará caso —susurra mi compañero de piso, cerrando la puerta de su habitación—. Pero ¿y tú? ¿Estás enamorado de él, o te gusta otro?
El pasillo ha quedado en penumbra y me descubro poniéndome nervioso ante la presencia de Rubén junto a mí, observándome atentamente con esos ojos azules en los que me pierdo. El corazón empieza a latirme con fuerza y una voz me anima a responder, aunque permanezco en silencio por prudencia.
—Hay quien dice que el silencio otorga —asegura él, locuaz.
Cuando Rubén se adelanta y me da la espalda, descubro un pequeño morado en su nuca. Ayer por la tarde no lo tenía, de lo contrario me habría dado cuenta entonces. Puede que se lo hiciera Virginia mientras follaban por la noche, mientras yo deambulaba por las discotecas esperando su llamaba.
«Pero sabes muy bien en qué posición debía de estar él para que alguien le hiciera un chupetón en la nuca», me dice una voz pícara.
«Claro que lo sé: a cuatro patas, con alguien detrás —le respondo—. Alguien no supo controlar la intensidad de sus besos mientras le daba por el culo».
Rubén cruza el pasillo, lentamente, arrastrando los pies, y después de entrar en el comedor cierra la puerta sin volverse, demostrando su indiferencia respecto a mí.
* * *
Rubén se marcha al trabajo después de comer y yo empiezo a preparar la bolsa de deporte para ir al gimnasio. Al abrir uno de los cajones de la mesita auxiliar para coger una muda de ropa interior, miro el teléfono móvil, que está cargándose, y mi conciencia me aconseja que llame a Albert.
Me siento al borde de la cama, sin coger el teléfono, pensando qué podría decirle. Lo que me asusta no es tener que tragarme el orgullo, sino decir algo que trate de justificar mi actuación.
De todas maneras, sin pensarlo más, cojo el teléfono y marco el número de Albert. Se produce el primer tono, y siento los nervios creciendo dentro de mí.
Llega el segundo tono.
Se producen varios tonos hasta que finalmente salta el contestador. Guardo silencio durante unos segundos que me parecen horas, después de oír la señal.
—Albert, soy yo. Sólo que… bueno… ¡joder!
Finalizo la llamada precipitadamente, apretando el botón rojo con unos dedos demasiado temblorosos, recriminándome a mí mismo ser un cobarde que se tiene por valiente.
Después del gimnasio voy a casa de mi hermana, que me ha llamado poco antes de empezar a entrenar, cuando estaba en el vestuario.
Ella me abre la puerta forzando una sonrisa con la que pretende tranquilizarme, aunque su intención es tan evidente que no lo consigue.
—Ven, pasa —su voz suena ausente.
El suelo del comedor está salpicado de los juguetes de Ernestito; parece un campo de minas y esquivo los soldados de plomo, los Playmobil, la pizarra mágica y el balón de fútbol para llegar al sofá. Dejo mi bolsa de deporte al lado de Trufo, el perro indiferente, que levanta la cabeza un segundo y vuelve a esconder su hocico entre sus patas, suspirando resignado.
Mi hermana estaba planchado mientras miraba un concurso de preguntas y respuestas que emiten por televisión a media tarde, y mientras la observo planchar en silencio pienso que el desorden del salón guarda cierta simbología con cómo se siente.
«Mi hermana ya no puede más», pienso.
Mi sobrino aparece corriendo en el comedor desde el pasillo, gritando mi nombre y empuñando una hacha de plástico. Se acerca hasta mí sin dejar de correr, chocando contra mis piernas a conciencia.
—Ernesto, por favor, no grites —suplica mi hermana, demostrando cansancio detrás de cada palabra.
Pero Ernestito no le hace caso y empuña de nuevo su hacha para golpearme con ella en la pierna.
—Oye, ¿qué mosca te ha picado? ¿Por qué quieres cortarme la pierna? —le pregunto a mi sobrino, que me mira imitando la actitud de un guerrero, con la cabeza demasiado inclinada y los ojos mirando hacia arriba de manera exagerada.
—¡Porque soy un indio!
—Ah, un indio. ¿Y por qué no tienes la cara pintada? —le pregunto—. ¿Y tus trenzas? ¿O te has portado mal y el Gran Jefe te ha cortado la cabellera?
—Mamá no me ha dejado pintarme la cara.
—¿No? ¿Y eso por qué?
—Ya ha pintado bastante en las paredes del pasillo —contesta mi hermana, doblando un pantalón.
Ernestito, el niño que quiere ser un indio, me mira con la cabeza gacha, avergonzado, temiendo de nuevo que alguien le regañe por haber rayado las paredes del pasillo con ceras de colores.
—Anda, campeón, ve al lavabo y trae un pintalabios de tu madre.
El niño se marcha corriendo del comedor. Mientras espero a que vuelva Ernestito, observo a Maribel dedicándole una sonrisa de circunstancias, intentando transmitirle calma. Ella deja el pantalón doblado encima de una silla donde apila la ropa ya planchada. Me desabrocho la cazadora y la cuelgo de una de las sillas.
Mi sobrino vuelve del cuarto de baño y reclama mi atención estirándome impacientemente del pantalón. Me agacho para situarme a su altura, cogiéndole el pintalabios que me ofrece. Le pinto tres barras a lado y lado de la cara, en perpendicular, y después guardo el pintalabios en mi bolsillo.
—Venga, Perro Mordedor, vete a tu cuarto a disparar a los vaqueros, que tu tío y tu madre tienen que hablar de sus cosas.
—Los indios no llevan armas de fuego, no están tan evolucionados —asegura el niño con arrogancia—. En cambio, les tiran hachas.
—Pues intenta tener buena puntería, no vayas a ocasionar un destrozo importante —bromeo, alborotándole el flequillo con los dedos—. Haz lo que te he dicho.
El niño se dirige a su habitación resignado y mi hermana y yo entramos en la cocina. Ella calienta dos tazas de café en el microondas. La observo sentado a la mesa, sin saber si debo ser yo quien empiece la conversación.
Maribel permanece quieta, mirando cómo giran las tazas dentro del microondas mientras se calientan. Después las deja encima de la mesa y se vuelve de nuevo para abrir uno de los armarios altos, de donde saca una botella de coñac medio llena antes de sentarse. Deja la botella en la mesa, en medio de los dos, como si marcase una frontera.
—¿Qué te ha pasado? —me pregunta Maribel, llevándose una de sus manos a los labios.
—Un golpe con un mueble —miento.
—¿Cómo fue?
—Abrí el armario de la cocina a oscuras, y me golpeé con el canto.
—Pudiste darte en un ojo —dice mi hermana.
—Sí.
Mantenemos la mirada y guardamos silencio. Le damos un primer sorbo al café. Después, ella destapa la botella de coñac y la vacía en las tazas.
—A esto se le llama un carajillo cargado —bromeo al ver que la bebida en ambas tazas casi llega al borde.
Mi hermana sonríe y se levanta para tirar la botella al cubo de reciclaje de vidrio.
—Ignacio dice que, si quiero divorciarme de él, que nos divorciaremos —anuncia, volviéndose a sentar.
—¿Pero…?
—Dice que no me pagará la manutención de Ernesto, que no piense ver un céntimo de su dinero —murmura Maribel, y acto seguido sus ojos se llenan de lágrimas y se tapa la cara rápidamente con las manos—. ¿Pero por qué tiene que ser tan hijo de puta?
Ver llorar de impotencia a una hermana es un cuadro desolador. Por unos instantes permanezco totalmente inmóvil, pensando en cómo actuar. Me inclino sobre la mesa, acercando mi cara a la de mi hermana:
—Tú sabes que no puede negarse, ¿verdad? Y si lo hace, sólo se buscará más problemas.
Mi hermana se seca las lágrimas que caen por su cara, primero con las mangas del jersey y después con las manos, reprimiendo los hipidos.
—El mundo de los hombres que son como Ignacio se está agotando poco a poco, Maribel. Sus ideas ya no tienen ninguna validez ¡Mira a tu alrededor! No han hecho otra cosa que cometer errores —murmuro—. Por eso son así, porque quieren mantener algo que se les escapa de las manos.
Mi hermana sonríe, avergonzada y recobrando los ánimos. Todavía temblorosa y con los ojos hinchados, se enciende un cigarrillo y le da una calada ansiosa.
—Aarón, ¡menos mal que tú siempre has sido fuerte! El apoyo de todos, incluso después de que muriera mamá.
Reacciono a sus palabras tragando el carajillo de un sorbo, quemándome la garganta al hacerlo. Pretendo decirle que guarde silencio, que ahora no quiero volver a desenterrar un tema que ya está bajo tierra, detrás de mi corazón y de cara a la pared permaneciendo callado, y prosigue:
—Papá te dijo unas cosas horribles, yo no lo hubiera soportado. Aún me pregunto por qué empezó a portarse tan mal contigo cuando se lo dijiste. Siempre repetía que fue lo que mató a mamá, que fue por el disgusto que les diste.
—A mamá la mató un infarto porque tenía el colesterol por las nubes, no fue saber que tenía un hijo homosexual —aseguro, levantándome del taburete y abriendo el armario alto para sacar otra botella.
—Debiste de llorar mucho, aunque dirás que no. Yo sé que debiste de llorar, que debiste de llorarlo todo; llorar y llorar hasta pensar que no ibas a poder llorar más. Es curioso, siempre pareció que no te importase demasiado que papá muriera, pero sé que estabas deshecho. Pero ese día no lloraste y yo me preguntaba por qué. Pensaba que quizá que él muriese era lo mejor que podía pasarte.
Mientras mi hermana habla, permanezco quieto de cara a los armarios, dándole la espalda a ella y agarrando la botella con fuerza, reprimiendo un sollozo.
—Por cómo se comportó contigo, no tenías ninguna obligación de cuidarle cuando ya estaba en el hospital. De hecho, no se merecía lo que hiciste ni antes ni después. Supongo que debiste de pensar que debía ser yo quien estuviera allí y tienes razón… y, sin embargo, me aterraba la idea de quedarme a solas con él. No porque se estuviera muriendo. No me daba miedo cuando estaba sedado, me daba miedo cuando estaba despierto. ¿Qué clase de hija soy, que no se atreve a estar junto a su padre? Supongo que creyó que le traicioné, si es que por aquellas alturas tenía conciencia suficiente.
Haciendo un acopio de fuerzas me vuelvo hacia mi hermana y me siento de nuevo a la mesa, sirviendo un poco de coñac en las tazas ya vacías.
—¿Sabes una cosa? Me dio mucha rabia verte llegar borracho a la capilla ardiente de papá, no sabes cuánta —informa Maribel, clavándome una mirada profunda—. Pensé: ¡Qué morro tiene al presentarse así, borracho, drogado, sin haberse duchado ni cambiado de ropa! Lo pensé, sí: todos los maricones son iguales, sólo piensan en follar y en drogarse, no les importa nada más que eso. Yo estaba completamente ida, enfadada esa mañana conmigo misma pero incapaz de aceptarlo. Necesitaba culpabilizar a otra persona. Y al cabo de un tiempo, y esto no te lo he dicho nunca, encontré una fotografía donde salíamos los dos con papá y mamá, y supe por qué llegaste a la funeraria de empalme. Fue tu manera de demostrarle una vez más que le querías, como diciéndole: «Mira, papá, así es como viene tu hijo a tu entierro: borracho y follado, justo como tú esperabas». Ahora lo entiendo todo.
En este momento, Ernestito entra en la cocina restregándose los puños por la cara y quitándose la pintura de las mejillas. Se sienta en mis rodillas y coge la taza para echarle un trago, pero la aparto:
—Ya te emborracharás cuando tengas once años —bromeo.
—¿Y por qué no ahora?
—¡Hay que ver lo precoces que son ahora los niños, Maribel! —exclamo, dejando a mi sobrino de pie junto a la mesa y levantándome.
Me despiden en la puerta del recibidor después de mi negativa a quedarme a cenar. Prefiero irme a casa. Ahora, lo que necesito es salir de aquí. No quiero cruzarme con Ignacio. Es probable que intente darle de hostias y si lo consigo es probable que no pueda parar hasta reventarle la cara a puñetazos.
En la calle corre un viento fuerte y huele a humedad, como si fuera a romper a llover en cualquier momento. Camino con el paso apretado hacia la parada del autobús, pero las primeras gotas de lluvia me sorprenden a medio camino. Cuando subo en el autobús siento que ya no me queda nada que perder, que ni siquiera tengo la piel que tuve al nacer. La he mudado entera como las serpientes y ahora soy alguien distinto. Mi piel gruesa se ha desprendido como un glaciar y ahora me siento desnudo.