CAPÍTULO 11
Aprovecho para sacar otra vez el teléfono del bolsillo mientras Albert está en el lavabo. «La última vez», me prometo a mí mismo. Miro la hora en la pantalla: son las cuatro. «Es evidente que Rubén no va a llamarte».
Dejo el teléfono encima de la mesita de noche. El cuarto de Albert es una estancia mediana, aunque el mobiliario la empequeñece: el robusto armario es de madera oscura; la cabecera de la cama es propia de otra época; el escritorio es una mesa alargada con cajones a ambos lados. Mientras continúo observando minuciosamente la habitación —habitación en la que, por otro lado, he estado infinidad de veces— no dejo de pensar en la conversación que mantuve con Gabriel hace apenas una hora.
Albert entra en el dormitorio secándose las manos en los pantalones.
—No hay nadie —anuncia, refiriéndose a sus compañeros de piso.
—¿Ya se han ido a currar?
—No sé. Muchas veces no duermen aquí.
Albert cruza la habitación y enciende el ordenador. Después se levanta la camiseta para olerla: su ombligo queda al descubierto por un instante. Parece un remolino encima de un vientre plano aunque sin tonificar.
—Apesto —asegura con una mueca de asco en la cara, bajándose nuevamente la camiseta.
Yo seguramente también, pero estoy demasiado perezoso como para moverme y comprobarlo. Mis tripas se revuelven y emiten un quejido que escuchamos con nitidez debido al silencio.
—Joder con tus tripas, Aarón. Ahora comemos algo, ¿vale? Yo estoy hambriento y tú apenas has cenado, así que supongo que también tienes hambre, ¿no?
—Yo estoy borracho.
—¿Sí?
—Bueno, un poquito. Lo suficiente como para hacer alguna locura —admito.
Al acabar de mirar su e-mail viene a la cama y se sienta junto a mí. Quizá sea el alcohol o la conversación con Gabriel, puede incluso que esté comportándome de forma presuntuosa y esté cometiendo un error de juicio, pero la mirada de Albert, esta vez sí, no deja lugar a dudas de sus sentimientos por mí.
Es extraño. ¿Cómo comportarse delante de tu mejor amigo cuando has descubierto su secreto, si sabes que estaría dispuesto a arriesgarse por conseguir de ti algo mejor? ¿Qué podrías decirle a alguien que bebe la aguas por ti y a quién no quieres corresponderle por miedo a no estar a la altura? ¿Cómo admitir que eres un cobarde y mantener la cabeza alta después?
—Te has quedado callado —susurra Albert—. ¿En qué piensas?
—En nada serio.
—No te creo. Parecías muy concentrado.
—Está bien —suspiro—. Pensaba qué pasaría si uno de los dos estuviera enamorado del otro.
Albert pone la espalda recta, en tensión, y aprieta los labios con fuerza, como si se hubiera asustado.
—¿Por qué piensas eso? —balbucea unos segundos después, tragando saliva.
—No sé, ¿por qué no?
—¡Anda, venga ya! —exclama Albert, profiriendo una carcajada tan escandalosa que resulta fingida a todas luces—. ¿Cómo va a pasar eso?
—No sé. Es por lo que dicen, ya sabes, que dos amigos no pueden enamorarse porque después la cosa acaba echa un Cristo.
—El problema es que se presupone que la relación acabará mal.
—Por eso. Me preguntaba si entre tú y yo acabaría de forma diferente.
Albert se levanta de la cama y da unos pasos sin rumbo fijo por la habitación, evidentemente incómodo.
—¿No te has enfadado por lo que dije antes, verdad?
—¿Cuándo? —pregunta él, sacando su cajetilla de tabaco del bolsillo de la chaqueta, colgada en la silla.
—Sobre lo de irnos a vivir juntos, cuando dije en la cena que ya veríamos.
—Ah, no importa —responde él, aunque no me convence—. ¿Qué tal tu tripa?
—Sigue igual.
—Ven —ordena, saliendo de la habitación.
Las rodillas me crujen al reincorporarme. Sigo a Albert hasta la cocina cruzando el estrecho pasillo a oscuras. Me siento cada vez más hambriento y quizá por eso me tiemblan las manos y una fina película de sudor frío empieza a cubrirme la espalda. Parezco un yonqui con el mono.
—Deberían dejar abierto un Mcdonald’s toda la noche —murmuro, en el comedor.
—Lo hacen. El de la Barceloneta.
—¿Y quién coño baja hasta allí a estas horas?
Entramos en la cocina, estrecha y alargada. Con los muebles en blanco y los azulejos en color marfil, parece aún más grande y ordenada de lo que está. Justo lo contrario que la nuestra, que es más pequeña y siempre está patas arriba.
Albert deja en la mesa una bolsa de magdalenas de chocolate y una caja de galletas altas en fibra, y después empieza a preparar dos vasos de leche.
—Dicen que es el que mejor funciona de toda la ciudad. Está en la playa, tío —dice mi amigo—. Si quieres podemos ir la semana que viene y nos quedamos a dormir en la playa.
Albert lanza el cigarrillo al fregadero y se sienta a la mesa trayendo consigo las dos tazas. Cojo una de las magdalenas y la parto en dos mitades: unas gotas de chocolate viscoso caen en la mesa. Mastico con rapidez y cojo otra magdalena.
—Mi entrenador quiere cambiarme la dieta —anuncio.
—¿Qué dices? Si ya estás estupendo, así como estás.
—No, últimamente estoy cogiendo peso. No paro de comer mierdas de éstas.
—Tú lo que tienes son muchas manías. Ya me gustaría a mí tener un cuerpo como el tuyo.
—Bueno, no tiene nada especial —contesto—. Sólo tienes que apuntarte al gimnasio y ser constante, ahí está el secreto. No tiene más. Siempre me ha parecido incomprensible el desprecio de los demás por la gente que no tiene un cuerpo como el suyo, como si hubieran conseguido algo inalcanzable.
—Afortunadamente, tú no eres así.
—Javier me dijo antes que tenía la cabeza llena de chicos —confieso—. ¿Tú qué crees?
—¿Por qué te preocupa eso?
—Porque es mentira.
—¿Y qué mas da?
—Lo que me pasa es que sigo buscando al tío perfecto, ¿sabes? Cuando conozco a alguien que me gusta, pienso: este, va a ser este el tío con el que quiero hacerme viejo porque es guapo hasta decir basta, y es atento, y es tranquilo, y es inteligente; y, sin darme cuenta, me he enamorado de una personalidad que he impuesto yo, como si fuera un bote vacío que he ido rellenando con el tiempo. ¿Acaso no es eso lo que uno busca cuando tiene quince, dieciséis años, y en su cabeza todo pasa como él quiere? El príncipe azul.
—Pero es que ya no tenemos quince o dieciséis años, Aarón. Ya estamos pisando los treinta.
—Ese es el problema, que no puedo dejar de comportarme como un incauto.
—Yo creo que lo que te pasa no es eso. Creo que tu problema es que la belleza te puede demasiado. No entiendes a una persona hasta que no entiendes su físico: te comportas como no quieres que se comporten contigo: ves unos abdominales marcados y pierdes el culo sin molestarte en saber cómo es la persona que hay detrás. Sencillamente, crees que es una persona cojonuda porque está cojonuda por fuera.
Avergonzado, bajo la mirada al suelo mientras Albert sigue hablando:
—Puede que estés hablando con el tío que más te conviene, uno de esos pocos tíos que es capaz de ver más allá de la piel que tienes, al que no le importa tanto lo fuerte que estás como lo que piensas, pero tú no te planteas avanzar si no tiene un cuerpo como el tuyo, un cuerpo perfecto —hace una pausa para beber un poco de leche—. Por eso tienes la cabeza llena de chicos, como te dicen, porque todavía no has comprendido que la perfección nunca puede ser estándar. Pero, en realidad, sólo te enamorarás de alguien cuando comprendas de una vez por todas que la perfección no tiene que ver con cómo somos sino con aquello que nos hace únicos y diferentes a los demás.
Me siguen sudando las manos y me las seco en los tejanos. Después, empiezo a rascar con los dedos una mancha en el hule, sin saber qué hacer.
—Por mi cabeza pasan muchas cosas, ¿sabes? A veces hasta yo mismo me sorprendo de las ideas que tengo —murmuro, con una voz tan baja que incluso yo tengo que esforzarme para oírla—. Pero sólo las tengo. No consigo canalizarlas. No sé cómo hacerlo. Y se quedan ahí, ocupando espacio, y por eso hay veces en que pienso que la cabeza me va a estallar.
Albert me mira tan concentrado que parece que pudiera ver a través de mí. Continúa callado e inspira tranquilamente, llenando sus pulmones al máximo. Y yo sé que le cuento todo esto porque en realidad estoy borracho y el alcohol ha echado abajo los pistones de la precaución. Soy consciente de que, sobrio, guardaría silencio sobre mis sentimientos, como es mi costumbre.
—Rubén me gusta, ¿sabes? —anuncio—. Me gusta de veras, al menos eso creo.
La expresión de Albert se endurece y adopta un semblante lleno de desilusión. Se levanta y coge su taza, acercándose al fregadero.
Enseguida comprendo hasta qué punto he metido la pata, hasta dónde ha llegado mi falta de tacto. Albert me atrajo al principio pero renuncié cuando supe que me importaba más que cualquier otro: cuando supe que él, de entre todas las personas que conozco, es único.
—Me voy a dormir —anuncia él, evitando a conciencia mirarme a la cara cuando pasa junto a mí.
—Pues… yo… creo que me voy a ir a casa, supongo —balbuceo, sin saber muy bien qué hacer.
Me acompaña hasta su habitación, guardando una distancia prudencial y un silencio tenso. Entro en su dormitorio y recojo mi cazadora, que estaba encima de la cama. De pronto sé que en realidad nunca he intentado nada con Albert porque he sido un cobarde: no temía no estar a la altura, temía querer a alguien. Incluso, yendo más lejos: me asusta la idea de que me quieran, por eso me resulta más fácil enamorarme de aquellos con los que no tengo nada que hacer, por eso me maltrato yéndome con quien no lo merece. Me da un miedo terrible, enfermizo, querer y ser querido y darme cuenta de que continúo sintiéndome solo, incomprendido, a pesar de todos los esfuerzos para evitarlo.
Avanzamos por el pasillo manteniendo uno de los silencios más largos e incómodos que recuerdo entre ambos. Abre la puerta del recibidor y espera a un lado, cediéndome el paso:
—Abrígate, que hace frío —recomienda, forzando una sonrisa.
Sé que en otras circunstancias no dejaría que me fuera de casa a las cinco de la mañana; si las cosas hubieran sido diferentes, me habría obligado a quedarme como tantas otras veces. Pero ahora no parece importarle el frío de afuera ni que sea de madrugada o que hayamos bebido: su orgullo ha quedado hecho jirones y de las heridas supura la rabia, la impotencia, el dolor, la venganza y el despecho. Me siento cobarde, reconozco que soy incapaz de hablar por temor a recibir unos reproches en voz alta.
Me abrocho la cazadora y después palpo mis bolsillos asegurándome de que no me olvidé la cartera y el teléfono. Miro a Albert por última vez, pretendiendo ablandar su actitud. Mantiene una expresión férrea aunque el ligero temblor de sus labios apretados muestra sus dudas, como si estuviera preguntándose si su actuación no es excesivamente vehemente.
—Te llamo mañana, ¿vale?
—Vale —contesta él.
Me acerco a él para besarle en ambas mejillas, como de costumbre. Permanece quieto, con la espalda recta, quieto como una estatua. Aun así, hace un pequeño gesto con los labios, prácticamente subliminal, entre la timidez y la inercia, por cortesía.
Cuando mis labios rozan los suyos, exhala un suspiro. Detengo el movimiento y nuestros labios permanecen juntos, cerrados. Albert arquea la espalda, arrimando su vientre al mío, separando los labios. Cuando empieza a notar mi lengua bordeando sus dientes como pidiendo permiso para entrar, retrocede unos pasos con los ojos abiertos de par en par y la expresión contrariada.
Lo observo, divertido, comprendiendo su lucha interna por mantener el deseo a raya. Por fin comprendo que hay quien que lo está pasando peor que yo y la sensación de superioridad con respecto a Albert que siento en este momento me gusta.
—Quizá debería irme, ¿no?
Pero Albert no responde e interpreto su silencio como una súplica. Le beso apasionadamente y froto mis caderas contra las suyas: quiero que note que estoy excitado, que me pone, que me gusta lo que hago, con quien lo hago. Albert tiembla y lo escucho jadear suavemente. Su boca todavía sabe a chocolate y su inseguridad en sí mismo me excita aún más.
—¡No! —exclama él, apartándome de un empujón.
Casi tropiezo con mis pies y estoy a punto de caer al suelo, pero consigo mantener el equilibrio.
—Vamos, Albert, si en el fondo lo llevas queriendo desde hace tiempo. ¿Crees que no lo sé? —le pregunto, alzando mis brazos con la pretensión de acariciarle la cara.
—¡Que no! —protesta, agarrándome de las muñecas y bajándome los brazos—. ¡No de esta manera!
Sonrío y, haciendo una demostración de fuerza, vuelvo a levantar los brazos y a acercar mi boca a la suya. Y a medio camino siento un golpe fugaz y preciso debajo del labio y un efecto anestesiante extendiéndose en ondas por la boca y la barbilla, predeciendo a un dolor intenso, caliente y palpitante que aparece después. Noto el sabor amargo de la sangre en los labios y me llevo los dedos a la boca, asustado por si se me ha caído algún diente. Afortunadamente, no es así.
—Lo siento —dice Albert, a punto de romper a llorar. El puñetazo también ha debido de dolerle a él porque se acaricia la mano con que me golpeó como si quiera calmar el dolor.
Le miro con los ojos llenos de preguntas que es incapaz de responder. Él respira entrecortadamente, con la cara compungida.
Demasiado sorprendido como para obrar en propiedad, demasiado humillado como para atreverme a replicar, me limpio la sangre de la boca con la manga de la cazadora y abandono su piso sin mirar atrás.