CAPÍTULO 6

Aunque olvidé programar el despertador del teléfono, me despierto con el tiempo suficiente para desayunar y ducharme antes de ir a comer a casa de mi hermana. Salgo de la habitación en tejanos y sin camiseta, y de camino al comedor hago una pausa en el cuarto de baño para asearme y encender la estufa.

El olor a café recién hecho llena el comedor y encuentro a Virginia sentada a la mesa, con grandes ojeras y el maquillaje corrido. Su cabello castaño está enredado y parece que se ha despertado apenas unos minutos antes que yo.

—Hola —saludo, dirigiéndome a la cocina, donde me sirvo una taza de café.

—¿Qué tal lo pasaste anoche? —pregunta ella.

—Bien —respondo, sentándome frente a ella. Me pregunto si sabrá que ayer por la noche estuve con su novio—. Fue divertido.

—¿Por dónde anduviste?

—Por donde siempre. ¿Y tú?

—Me fui a cenar con Clara y Eva pero volví pronto a casa, a eso de las tres —contesta Virginia, bebiendo más café. Después mueve la cabeza en ambas direcciones, como buscando algo—. ¿Tienes tabaco aquí?

Niego con la cabeza y ella coge su bolso colgado de la silla y, después de rebuscar con insistencia en su interior, saca una cajetilla de Nobel arrugada y maltrecha que deja encima de la mesa.

—Pues tu cara parece la de alguien que ha llegado mucho más tarde —anuncio.

El humo del cigarro se condensa como una nube de tormenta sobre nosotros y ella fuma en silencio antes de darme réplica.

—Ya lo sé, ¡mira qué ojeras! Por si fuera poco, anoche no me desmaquillé y he dejado las sábanas bonitas, todas manchadas, ya verás eso para quitarlo, ni con lejía. Pero ¿sabes quién llegó a las tantas? Rubén. No sé dónde estuvo, pero contigo seguro que no —bromea Virginia, aunque percibo cierta mueca de tristeza o amargura detrás de su sonrisa—. ¿Por qué no te pones una camiseta? Vas a coger frío y me vas a poner fina si sigues enseñándome tus músculos.

Termino el café de un sorbo antes de levantarme.

—¡Me voy a la ducha! Que tengo que estar a las dos en casa de Maribel y ya es la una y cuarto.

Aproximadamente media hora después, bajo las escaleras al trote.

En la calle hace frío aunque brilla el sol y me abrocho la cazadora de cuero hasta el cuello. Camino deprisa hacia la parada de autobús mientras escucho a todo volumen lo último de The Organ, un grupo canadiense. Apenas presto atención a los escaparates de los comercios, abiertos y abarrotados de consumidores debido a la proximidad de las Navidades. Dicen que este año la media de gasto será menor que el año pasado, pero que aún así rondará los mil euros por persona. Eso es todo lo que gano en un mes en bruto.

«Y por si fuera poco, me congelan la subida del IPC con el visto bueno de los sindicatos», añado mentalmente. ¡Qué irónico! Después son ellos los primeros en dar lecciones de sindicalismo, enorgulleciéndose de acuerdos que favorecen a la empresa y perjudican al trabajador.

Llego a casa de mi hermana e Ignacio, mi cuñado, me abre: debajo de sus cejas densamente pobladas aparecen unos ojos grandes y redondos de color esmeralda. Sus labios son rojos y carnosos y sus facciones angulosas. Como bien dice Albert, es un hombre muy guapo. Pero, como digo yo, también es un gilipollas.

—Llegas tarde, como siempre —dice, molesto por mi retraso.

—Sí, afuera hace frío —contesto.

El comedor está hecho un desastre a pesar del esfuerzo de mi hermana por mantenerlo ordenado. Los juguetes de mi sobrino, Ernestito, que tiene tres años, están desperdigados por el suelo, creando un camino lleno de obstáculos. En el sofá está enroscado Trufo, un perro sin raza que apenas me presta atención. Mi hermana aparece por la puerta de la cocina, secándose las manos con un trapo.

—A la comida ya le falta poco —dice, poniendo los brazos en jarra. Después mueve la cabeza indicando que entre a la cocina con ella. Una vez allí, cierra la puerta—. Un día me tendrás que llevar de fiesta contigo, que siempre que te veo llegar con esta cara de dormido me entran unas ganas…

—¿Cómo estás? —pregunto, besándola en la mejilla.

—Bien, bien.

—¿Y Ernestito?

—Se acaba de quedar dormido. Ha tenido una mañana insoportable, mira cómo me ha dejado el comedor hace un rato, pero ya no lo recojo más. ¡Ni que una fuera una asistenta! —Protesta mi hermana, abriendo la nevera y sacando una botella de licor de mora—. Mira qué he comprado.

Abro el armario y cojo tres vasos de chupito, pero ella niega con la cabeza y me indica que saque unos más grandes. Luego se acerca a mí, guarda uno de los tres vasos y sirve un buen chorro en los otros dos. Cuando deja la botella en la encimera, la cojo para leer la etiqueta.

—¿Esto lleva algo de alcohol? —le pregunto, escéptico, sentándome en uno de los taburetes que rodean a una pequeña mesa.

—Pues claro que tiene, pero poco. La he comprado para nosotros dos, y para nadie más.

El licor de mora es refrescante y tiene un sabor empalagoso, de manera que nos acabamos el primer vaso de un sorbo. Mi hermana vuelve a servir más, llenando los vasos hasta la mitad. Después de echar un vistazo al asado del horno, se enciende un cigarrillo y se sienta frente a mí.

—¿Qué has hecho esta semana?

—Salir de fiesta. Dormir. Beber. Ir a trabajar —enu-mero—. Discutir en el trabajo. Planear una huelga.

—¿Por qué?

—Porque tu marido nos ha congelado el sueldo sin justificación.

—Ah, eso —suspira mi hermana, aburrida—. Es todo un consuelo saber que tu marido no sólo es un hijo de puta en casa. ¿Le defendiste?

—¿Bromeas? —respondo, echando la ceniza del cigarro en el fregadero—. Ignacio no tiene ningún motivo para congelar la subida del IPC: bueno, sí, el de salvarse el culo. Mientras más recorte haga, más grande será la bonificación que reciba. La crisis le ha venido de maravilla para justificarlo. ¿O me equivoco?

—No sé cuánto dinero se lleva o deja de llevarse, lo que sí sé es que no tiene escrúpulos. Vendería a su madre si eso le supusiera otro ascenso.

—Últimamente te veo muy deslenguada con respecto a tu marido, pero hoy es demasiado.

—¿Recuerdas aquella vez que discutí tanto con Ignacio y que tú me aconsejaste que le dejase?

Asiento, echándole un trago al vaso de licor de moras.

—Me dijiste que no era asunto mío y que le querías —contesto.

—Pues tenemos que hablar.

Mi hermana termina el vaso de licor de un trago y se levanta y echa el cigarrillo al fregadero. Se pone unas manoplas para sacar el asado del horno y yo voy preparando la mesa mientras tanto.

—¡Mierda! —exclama mi hermana, llevándose las manos al jersey.

—¿Qué pasa? —pregunto, volviéndome hacia ella—. ¿Te has quemado?

—Que me he manchado. Voy a cambiarme.

En el comedor, mientras mi hermana se cambia, Ignacio y yo esperamos guardando silencio. Él ocupa el tiempo en servir dos copas de vino y me ofrece una, forzando una sonrisa. Yo le respondo con una mirada fría pero aceptando la copa de vino.

—¿Estabais tu hermana y tú emborrachándoos en la cocina sin mí? —pregunta, intentando romper el hielo.

—Claro que sí —contesto, echándole un trago a la copa de vino—. Así es mucho más fácil soportarte.

—Permíteme una pregunta: ¿la manía que me tienes se debe porque sí o porque os he congelado el sueldo?

—Seguramente a ambas cosas.

—He tenido que hacerlo.

—Claro que sí, lo que tú digas. La verdad es que me da igual.

—Y dime, ¿has ido a algún concierto últimamente?

—¿Y a ti qué te importa?

Ignacio se encoge de hombros.

—Bueno, aún estás a tiempo de ir, tienes la edad. Cuando tengas cuarenta, ya no podrás ir a conciertos.

—Ah, ¿y por qué? ¿No hay gente que va a ver el fútbol todos los domingos, tengan la edad que tengan? ¿Por qué no puedo ir a todos los conciertos que me dé la gana? ¿Porque lo dices tú?

Mi hermana, con un nuevo suéter lila, entra en el comedor llevando a mi sobrino en brazos. Ernestito abraza a su madre para sostenerse y su melena está alborotadísima por la siesta que acaba de echarse. Se restriega los puños por sus diminutos ojos marrones, separa la cabeza de los hombros de su madre y me mira sonriendo.

—Decía que quería ver a su tío —informa ella, acercándome al niño.

Cojo a Ernestito en brazos, pero como pesa demasiado enseguida lo dejo en el suelo.

—Mira cómo has dejado el comedor —le digo.

Él mira sus juguetes y después levanta los hombros.

—Pero es que los G-Joes hicieron una guerra.

—¡La madre que parió a los G-Joes! Anda, vamos a sentarnos a comer.

—Yo no tengo hambre —protesta el niño.

—Ernesto, tienes que comer —ordena su padre—. Para que te hagas grande y fuerte.

El niño, sonriente y confiado, corre hacia la mesa incapaz de sospechar que crecer y hacerse fuerte supone una desilusión constante y recibir más de un golpe. Ernestito, que ya ha dicho que no tiene hambre pero quiere crecer, empieza a jugar con la comida en el plato.

—Yo que tú no protestaría tanto —me recomienda Ignacio—. Al fin y al cabo, deberías darte por satisfecho con el trabajo que tienes hasta que termines la carrera. Es más, por como está el panorama, deberías mostrarte agradecido por tener todavía un empleo y no estar en el paro.

—Pues mira, a lo mejor incluso me venía de maravilla para terminar los estudios de una vez por todas.

—Tu problema no es el trabajo, Aarón, es que eres muy vago. Te cansas enseguida de las cosas. Tú lo quieres todo: un buen trabajo, una casa grande; lo que no quieres es trabajártelo.

—A mí tanto me da estar sirviendo palomitas, como ahora, que bocadillos o cafés, Ignacio. Créeme, he hecho de todo.

—Eso lo dices ahora que tienes veintiocho años, pero cuando tengas treinta y seis o cuarenta y cinco y estés con la espalda destrozada, lo que querrás es llegar a casa a media tarde para estar con tu mujer y con tus hijos después de un día en la oficina.

—Claro que sí —respondo, desafiante—, por eso tú no vuelves a casa antes de las diez.

—¿Podemos cambiar de tema, por favor? —interviene mi hermana.

—Lo digo por su bien, Maribel. Tu hermano se ha acomodado demasiado y no está haciendo nada provechoso. Bueno, nunca lo ha hecho. Luego es el primero en protestar sobre las condiciones desfavorables de los trabajadores y de la juventud cuando en realidad…

—Eh, ¿por qué hablas como si no estuviera delante? —interrumpo, enrabiado.

Ignacio, con el ceño fruncido por el enfurecimiento, se acerca la copa de vino a la boca y la termina de un trago, reprimiendo las ganas de discutir o de golpear la mesa con el puño.

El resto de la comida transcurre en un silencio tenso. Después de retirar los platos, mi hermana y yo preparamos café. Mientras esperamos a que rompa a hervir, nos sentamos a fumar un cigarro.

—Le he pedido el divorcio —me informa ella, apretando los dientes, como quien dice un secreto—. Por eso está tan nervioso.

—Maribel, no tienes por qué disculparlo.

—Ya lo sé, pero…

—No seas tonta. ¿Cuándo se lo dijiste?

—El miércoles, después de venir del abogado.

—Podrías habérmelo dicho antes.

—No, te lo digo ahora porque temía no haber sido capaz de hacerlo si antes hablaba contigo y acababa sirviéndome de desahogo.

Me levanto para retirar la cafetera del fuego y al volverme saco la botella de licor de mora de la nevera.

—Ya verás cómo todo va a ir bien —aseguro.