CAPÍTULO 13

Una vez en casa vuelvo a curarme la herida del labio con agua oxigenada. A lo largo del día el dolor se ha intensificado y los labios están ahora más hinchados, de manera que decido tomarme un analgésico para calmarlo.

Virginia llega a casa pasadas las nueve, con los cabellos empapados cayéndole sobre los hombros como unas manos que la abrazan. Deja el abrigo en el sofá, a mi lado:

—¡Joder! ¿Por qué no habré cogido un paraguas esta mañana?

—¿Sigue lloviendo? —pregunto, echando un vistazo a través de la ventana. No consigo ver nada porque está oscuro.

—Sí, pero ya no llueve tanto. ¿Has cenado? —pregunta ella, entrando en la cocina. Bebe un vaso de agua y después vuelve a salir con paso apresurado.

—No, aún no.

—Voy a cambiarme de ropa y a secarme el pelo, que lo último que necesito es coger un resfriado —gruñe Virginia, saliendo del comedor sin cerrar la puerta.

Me levanto y echo un vistazo a la nevera por si hay algo preparado del mediodía, pero como no es así y la boca me duele un poco, decido preparar sopa y algo ligero para cenar. No puedo masticar con fuerza, la mandíbula me sigue doliendo.

—Virginia, ¿vas a querer una tortilla?

—¡Sí, por favor!

—¿Sabes si Rubén vendrá a cenar?

Pero ella no responde y escucho, a lo lejos, el ruido del secador. Pongo a hervir el contenido de un tetrabrik de caldo y vuelvo al comedor, donde sigo viendo las noticias. El presidente de uno de los bancos rescatados por el gobierno con dinero público declara en una rueda de prensa que la única manera de reactivar la economía es abaratando el despido. Después enlazan esta noticia con la de una compañía estadounidense a la que también rescataron con dinero público y que repartió más de doscientos millones de dólares en concepto de primas entre sus directivos. Al escuchar esto, me viene rápidamente la congelación salarial propuesta por mi cuñado y aprobaba, sin ningún tipo de discusión, por la mayoría de los representantes sindicales.

—Mi jefe es un hijo de puta —asegura mi compañera de piso. Se enciende un cigarrillo y deja la cajetilla de tabaco encima del televisor. Se sienta en una silla de cara hacia mí—. ¿Sabes qué? Porque necesito la pasta, que si no dejaba el curro ahora mismo. Estoy hasta las narices.

—¿Qué ha pasado?

—Esta ciudad se va a la mierda, Aarón, y nosotros nos estamos yendo con ella. ¿Y sabes lo peor? Que no podemos decírselo a nadie, no tenemos a nadie a quien quejarnos ni nadie capaz de darnos soluciones.

—Sí, vale, pero explícame de una vez qué te ha pasado —respondo.

—Pues mi jefe, que dice que vamos hasta arriba de faena porque tenemos muchos clientes pero que con la crisis no puede pagar a un trabajador más a pesar de que claro, mientras más clientes tenemos más trabajo hay que sacar adelante. Así que nos obliga a no hacer descanso o bien a recuperarlo yendo a trabajar una de las noches que libramos.

—Eso no puede hacerlo.

—Oh, es un empresario, ya te digo que sí puede hacerlo. Este país está gobernado por curas, empresarios y especuladores. Y aún gracias de que tenemos un gobierno de izquierdas, aunque con el tiempo ha ido acercándose más al centro que a la izquierda. Si llega a pillarnos la crisis con la derecha lo hubiéramos flipado de lo lindo.

—Bueno, ¿y tú qué le has dicho?

—¿Qué le iba a decir? Nada. Pero me jode, ¿sabes? Estamos todos con el culo al aire. Yo trabajo como una mula en ese bar, ¿sabes? Todo el día de arriba abajo entre clientes y la recepción de pedidos, y mientras, su hija, que, cómo no, además se las da de encargada, se pasa todo el día tocándose el coño detrás de la barra. Ella sí que hace descanso, claro, no sea que la señoritinga se vaya a romper una uña, la muy cabrona. No puedo con ella, la verdad. De tal palo, tal astilla.

Me levanto del sofá y empiezo a batir unos huevos en la cocina mientras ella sigue protestando desde la silla del comedor.

—Bueno, Virginia, ya verás cómo te sientes mejor después de cenar —digo por decir algo.

—Eso no acabará con mis problemas laborales —gruñe, apagando el cigarrillo en el cenicero. Echa un breve vistazo al televisor—. Está claro que los trabajadores no tenemos que pagar la crisis, pero es lo que está pasando. Sobre todo los jóvenes, que junto a los viejos somos los más desamparados.

—A mí lo que me asusta es que salga la derecha en las próximas elecciones. No es en absoluto descabellado, pues cuando las cosas se ponen feas, la gente, que no tiene memoria histórica y es muy dada a dejarse manipular por los discursos malintencionados de la oposición, emite un voto de castigo, que no de sentido común.

—Es lo que ocurre cuando el tratamiento de la política en los medios ha fomentado el bipartidismo. Lejos de dar su voto a otro partido más pequeño, lo emiten al contrario.

Antes de entrar en la cocina, Virginia se coge una cerveza y después de abrirla se queda en la puerta, apoyándose contra el marco. Retiro la sartén del fuego y empiezo a preparar la segunda tortilla mientras echo un vistazo a la sopa.

—No sabes cómo me gusta llegar a casa y que alguien cocine por mí —sonríe.

—Después de estar todo el día sirviendo comida, lo que menos te apetece es cocinar, ¿verdad? Por eso yo no voy nunca al cine.

—Más o menos, sí, te entiendo. Por cierto, ¿qué te ha pasado en la cara? Tienes un morado aquí.

—Un golpe idiota —murmullo, retirando la sartén del fuego—. Ahora sólo falta esperar a que la sopa se termine de calentar.

Volvemos al comedor y permanecemos en silencio mientras vemos las noticias deportivas a pesar de que no nos importan. Después llega el avance del tiempo, con previsión de lluvias fuertes hasta la próxima semana. Voy a la cocina en los anuncios y retiro la olla del fuego, cortando el gas.

—Esto ya está —aseguro.

—¡Qué bien huele!

—¿Cenamos?

Virginia se levanta del sofá, asintiendo, y prepara la mesa mientras yo sirvo la comida. Nos sentamos a cenar y ambos miramos la televisión, donde emiten una serie americana.

—¿Has hablado con Rubén? —me pregunta, cortándose un mendrugo de pan.

—¿Hablado? ¿Sobre qué? —contesto, confundido.

—No lo sé. Sobre algo —responde ella, moviendo los hombros. Me mira como si tuviera que saber a qué se refiere.

—Bueno, hablamos alguna vez, sí, pero sigo sin saber qué quieres decir.

Virginia frunce el ceño, acabándose la sopa y rebañando el plato con el pan. Guardamos silencio durante la publicidad. Ella corta la tortilla en pedacitos, con rapidez, como si eso la ayudara a relajarse. Después me observa arrugando los labios:

—Creo que me está engañando —anuncia, firmemente.

—¿Quién? ¿Rubén? ¿Estás segura?

—¿Has visto el chupetón que tiene en el cuello? No se lo hice yo. Él dice que sí, que fue de ayer y que no me he dado cuenta hasta hoy. Pero no es verdad.

—¿Por qué?

—Porque yo nunca le beso en la nuca, nunca —responde Virginia, que mantiene la espalda recta en actitud defensiva—. Él debería estar de espaldas a mí para que pudiera besarle ahí, y yo nunca le abrazo. Eso no pude hacérselo yo.

La miro con expresión de circunstancias. Me sirvo un vaso de agua y ella pincha dos o tres trozos de tortilla, en silencio, mirando su plato detenidamente. Sin duda, continúa pensando en el tema.

Yo, mientras tanto, me pregunto quién le hizo el chupetón a Rubén. ¿Fue un hombre o una mujer? ¿Es una prueba de la homosexualidad de mi compañero de piso, o sencillamente no tiene nada que ver y soy yo que me monto películas? ¿Por qué Gabriel me recomendó que pasara de Rubén?

Virginia levanta un brazo y golpea la mesa con fuerza. El ruido me despierta del ensimismamiento y la observo con perplejidad, parpadeando insistentemente.

—Pero ¿cómo he podido ser tan idiota? Vete tú a saber cuánto tiempo lleva engañándome. Puede que hasta ande con más de una, mientras yo estoy en el bar trabajando —dice Virginia, con la voz cargada de rabia—. Dime la verdad, Aarón. ¿Tú no la conoces?

—No, yo no la conozco.

—¿Pero sabes quién es?

—Tampoco. Yo no puedo ayudarte, Virginia, de verdad que lo siento.

Virginia suspira con resignación, echando el plato a un lado. Alarga un brazo y coge el paquete de tabaco que dejó encima del televisor. Se enciende un cigarrillo y se cruza de brazos, pensativa.

Por un momento pienso que debería comentarle mis sospechas sobre Rubén, pero desisto porque sólo conseguiría ponerla más nerviosa: ella intuye que la engaña, pero piensa que lo hace con una mujer. ¿Qué le puede pasar si, además, empieza a creer que se acuesta con hombres?

Después de cenar, me sirvo un café con leche y al cruzar el pasillo escucho que la puerta de casa se abre detrás de mí.

—Hola —saluda Rubén.

—Hola —contesto, sin detenerme.

Virginia se lamenta porque su novio le pone los cuernos y yo me lamento porque no se los pone conmigo.

En mi dormitorio, dejo la taza sobre el escritorio, enciendo el ordenador y cojo el teléfono. Vuelvo a marcar el número de Albert. La línea vuelve a dar varios tonos antes de que salte el contestador:

—Albert, soy yo. Te he llamado antes. Bueno. Ya hablaremos.

Dejo el teléfono encima de la mesita de noche y, sentándome frente al ordenador, entro en un chat que uso para ligar. Siento que mi corazón late rápidamente, como en un enfurecimiento. Pero no es enfado lo que siento: es despecho.

Recuerdo que ayer por la mañana, después de que mi compañero de piso me besara antes de ir a acostarse, creí sentir pena por él. Pensé que estaba resignándose y que por eso actuaba según lo que se espera de él. Pero ¿y yo? ¿Acaso no actúo también según lo que se espera de mí? He cometido el mismo error que los demás: hacer de juez cuando mi lugar era el del banquillo de los acusados.