CAPÍTULO 1

Cosas que querría decirle a mi padre ahora que está muriéndose, que la morfina lo mantiene constantemente sedado para que las punzadas de dolor no le hagan enloquecer a gritos: eres un viejo de mierda, un viejo sarnoso que se merece el cáncer que le está matando, viejo demente senil, ojalá pudieras abrir los ojos y ver que tu hijo maricón es el que se pasa todas las horas del día y de la noche velándote, con la obstinación propia de los devotos.

Yo no debería estar aquí, después de lo que me has hecho, de todo lo que me has dicho y repetido; no merezco tener que cuidarte mientras te mueres. Te mereces morir solo, abandonado, con las piernas sucias de tu propia mierda. Te mereces que tu cabeza sea lo último que deje de funcionar para que te veas solo en tus últimos días, tus últimas horas, y descubras que no tienes un amigo que se acuerde de ti, que se preocupe por ti; para que sepas con toda seguridad que no tienes a nadie de quien despedirte o, peor aún, que no hay nadie que quiera despedirse de ti.

Me gustaría que abrieras los ojos y me vieses: a lo mejor te provocaba un paro cardíaco, a lo mejor piensas que soy un fantasma o el enviado de la muerte que ha venido a recogerte. Quiero ver esa angustia brillando en tus ojos, una angustia más profunda que la de la propia muerte: la de saberse traicionado por sus seres queridos y a merced de quien alberga motivos para la venganza.

Una parte de mí sigue dudando, continúa creyendo en tu capacidad de enmienda, pero la otra, menos idealista, más racional porque se ciñe a hechos y no a esperanzas, me dice que si ahora abrieras los ojos no gritarías de dolor: gritarías para que me echasen de la habitación.

Preguntarías por Maribel, mi hermana, tu hija, pero ¿sabes qué? Ella viene a verte poco aunque seguro que la justificarías. Dice que no viene porque la situación le estresa y que eso le puede perjudicar en el embarazo. ¿Puede alguien inventarse una excusa más absurda? En realidad, le asusta la muerte; la desborda, no quiere enfrentarse a ella, la paraliza. Pero eso a ti no te importaría porque a Maribel sí que la quieres. Al fin y al cabo, te enorgullece que tu hija haya seguido el camino correcto según tu opinión: te alegra que se haya casado aunque haya sido con un infeliz que le amarga la vida, que esté en casa todas las horas del día haciendo las tareas del hogar sintiéndose improductiva, anulada, perdida, sacrificada, ignorada: tú crees que la mujer siempre tiene que estar a merced del hombre.

Si pudieses hablar, dirías que no tengo la menor intención de comportarme de una manera responsable y que mis cuidados, ahora que ya vives sin vivir, son un intento a la desesperada de limpiar mi conciencia de todos los disgustos que te di mientras viviste. Pero los he ido contando todos y, de verdad, no encuentro ninguno: todo se debe a tu incapacidad de asumir que nunca fuiste capaz de hacernos felices, no de que yo fuera homosexual.

¡Puto machista asqueroso! ¡Viejo pomposo! Por momentos voy sabiendo que, en realidad, no me apena tu estado. Aun así, decir que me alegra tu muerte es tan incierto como exageradamente cruel: mi odio no es ni tan ciego ni tan irresponsable como el tuyo, quizá porque sé que una vez que estés muerto no existirá tampoco la posibilidad de arreglar nuestras diferencias.

Tu impotencia causó la distancia entre nosotros, envenenó el afecto que sentía por ti —¿qué afecto? ¡Era amor! ¡El amor más grande, puro e incondicional de todos los tipos de amor!— hasta condenarlo a muerte. Se supone que eras mi padre, aquel que iba a protegerme de todos aquellos que quisieran hundirme, pero te volviste en contra de mí actuando como el nudo que apretaba la cuerda alrededor de mi cuello.

Pero a pesar de tu empeño no he sido condenado a llorar una lágrima cada mil años. No soy Caín, todo lo contrario: me han condenado a llorar cada día por ti aunque no quiera, aunque me avergüence y piense que no te lo mereces. Es irónico, ¿verdad? Incluso luchando conmigo mismo siento la sensación de que pierdo.