CAPÍTULO 9
Después de dar una vuelta por la sección de música y seleccionar un buen número de discos, Gabriel se adueña de uno de los lectores de códigos de barra que permiten la escucha del CD, repartidos por toda la tienda.
—¿Habéis ido a comer a ¡Monstruo!? —pregunta, alzando la voz.
Albert le aparta el auricular de uno de los oídos:
—No grites, nadie tiene que enterarse de lo que hablamos.
—Oye, no me vengas con esas que cuando tú hablas por teléfono lo haces como si fueras sordo, a grito pelado —protesta Gabriel.
—Bueno, el caso es que no, no hemos ido nunca a ¡Monstruo! —decido intervenir para evitar la discusión—. Eso sí, no entiendo por qué has cogido tantos discos si luego no te vas a comprar ninguno.
—Quién sabe, a lo mejor sí que me compro alguno —contesta Gabriel, pasando un nuevo CD por el lector.
—¿Bromeas? —pregunta Albert, incrédulo.
—¿Por qué te ríes? Yo también compro música —anuncio.
Albert me mira escéptico, cruzándose de brazos:
—¿Así que eres tú la única persona en este país que aún compra discos? —pregunta, sarcástico.
—Me gusta este —dice Gabriel, apartando uno de los CD—. En realidad, podrías protestar porque no puedes comprarte un piso, pero tú sigue protestando por lo del canon de la SGAE, que eso es mucho más importante, claro. Yo no lo hago porque ya sabéis que no soy amigo de las causas perdidas. Pues podríamos pasarnos por ¡Monstruo!, ¿qué os parece?
—¿Está muy lejos? —pregunto.
—Qué va, está aquí al lado, en Pintor Fortuny. Pero hay que darse prisa, que si vas a las diez de la noche tienes que esperar cuarenta minutos o así para que te den mesa: siempre está llenísimo.
—¡Qué bien vendes el restaurante! Ni que fueras a comisión —sonríe Albert—. Voy a bajar a echar un vistazo a las películas. ¿Vienes, Aarón?
—Creo que me voy a dar una vuelta por los libros —contesto.
—Mira, Gabriel, nos ha salido intelectual el chaval.
—Hubiera preferido que se nos hubiera hecho vedette; uno se gana mejor la vida enseñando las tetas que pensando.
—¡Eso es filosofía, y lo demás son tonterías! —exclama Albert, alejándose de nosotros.
Me dirijo a la sección de literatura con los hombros caídos. De todas las secciones, es la más tranquila: la gente camina despacio y habla en voz baja, como si se encontrase en una biblioteca. Todos los libros me parecen el mismo: novela histórica y comedia ligera escrita por gente de la televisión. No encuentro nada que consiga interesarme.
Los hombres no dejan de entrar y salir del lavabo. Me pregunto si será cierto que algunos quedan allí. Empiezo a tener hambre y creo que necesito un café para espabilarme o de lo contrario no conseguiré mantenerme despierto después de cenar. Vuelvo a la sección de música pero no encuentro a Gabriel, de manera que busco a Albert en la planta inferior y le digo que los espero en la cafetería.
—Te acompaño.
—No he encontrado a Gabriel.
Cuando llega él, nos dice que son casi las nueve y que deberíamos marcharnos. ¡Monstruo!, es un restaurante que hace chaflán, con vidrieras a pie de calle que dejan ver su interior. La decoración es sofisticada: el suelo y el mobiliario, negro, y las paredes están pintadas de blanco y salpicadas por gotas rojas que simulan chorros de sangre. En los televisores emiten películas de monstruos japoneses y me quedo embobado por unos instantes mirando cómo se pelean Godzilla y Hedorah, la burbuja tóxica. Una de las camareras nos acompaña hasta la mesa y nos entrega la carta, preguntándonos qué queremos beber.
—Sangría —respondemos.
—De acuerdo —dice la camarera antes de irse.
—Gabriel, ¿no habrá un hueco para mí en tu piso? —le pregunta Albert, abriendo un nuevo paquete de tabaco.
Gabriel señala un cartel que indica que está prohibido fumar y Albert guarda el cigarrillo.
—De momento no —responde—. ¿Tú también quieres irte?
—Bueno, a lo mejor necesito un cambio de aires. Aprovechando que Esteban se va…
—Pues en mi piso no puede ser —responde Gabriel. Luego me mira directamente—. ¿Y en el tuyo?
—¿Me tomas el pelo? Si yo también estoy deseando cambiarme —respondo.
—Pues id a vivir los dos juntos, entonces. Si los dos queréis cambiar de aires, que por otro lado no me extraña teniendo en cuenta a vuestros compañeros de piso, ¡adelante!
—Ya veremos —balbuceo—, eso no puede decidirse así como así.
—¿Por qué no quieres irte a vivir conmigo? —me pregunta Albert, ofendido.
—Yo no he dicho eso.
—Sí que lo has dicho. Has dicho: ya veremos.
—Ya veremos no es lo mismo que decir no —argumento, tajantemente.
—Pues yo os veo compartiendo piso, mirad lo que os digo. Puede ser fenomenal —opina Gabriel.
La camarera nos trae la jarra de sangría y guardamos silencio mientras ella sirve un poco en cada vaso, que nosotros acabamos de llenar cuando se marcha después de haber anotado lo que vamos a cenar. Brindamos y echamos un trago.
—No es que no quiera irme a vivir contigo, Albert, es que no sé si ahora es el momento adecuado para hacerlo —contesto.
—¡Por el amor de Dios! Ni que os fuerais a casar —protesta Gabriel—. Si pensaba que no aguantabas ni a Virginia ni a Rubén.
—Eso era antes que se le metiera entre ceja y ceja que Rubén es maricón perdido —dice Albert, rencoroso.
Gabriel esboza una sonrisa para mirarme después con un semblante tan serio que asusta:
—Te recomiendo que te fijes en otro. Hazme caso.
De todas maneras, no confirma ni desmiente la supuesta homosexualidad de mi compañero de piso y eso, en lugar de disipar mis dudas, las intensifica. ¿Por qué debería aceptar el consejo de Gabriel?
Teniendo en cuenta que Virginia no sabe que su novio pasó la noche conmigo en discotecas de ambiente ni que antes de irse a su cuarto nos besamos con lengua —lo que probablemente esté relacionado con el polvo que echaron antes de dormir—, ¿qué sabe de él que yo no sepa? ¿Que es hetero hasta la médula o que, por el contrario, será uno de esos que le da más importancia al tamaño de una polla que al de un corazón?
—No me mires así, ya sabes por qué te lo digo —me advierte Gabriel, severamente—. Eres experto en fijarte en hombres imposibles y luego acabas con el corazón hecho trizas. Aunque digas que no, sigues confiando en la gente equivocada.
—Pero si yo…
—Ojalá tu corazón fuera tan duro como tus músculos, Aarón. Aunque digas que sí lo es, es mentira —sentencia Gabriel—. Eso te habría ahorrado muchos problemas.
Siento la garganta seca debido al juicio al que he sido sometido por mis amigos de manera contundente, así que acabo mi vaso de un sorbo. Afortunadamente, el teléfono de Gabriel empieza a sonar y él se levanta de la mesa y se aleja unos pasos para conversar.
Albert me observa en silencio, con los labios apretados, embebido en sus pensamientos.
—¿Qué? —le pregunto, desafiante.
—Nada —contesta él, levantando los hombros.
—Y una mierda.
La camarera trae nuestros platos (una hamburguesa con patatas fritas y huevos) y al alejarse se cruza con Gabriel, que vuelve a la mesa.
—Era Javier —suspira—. Dice que viene para acá.
—¿Ha cenado ya?
—Dice que comerá algo de camino.
Albert asiente, mordiendo su hamburguesa. A mí se me ha cerrado el estómago a pesar de que mientras estábamos en la Fnac pensaba que iba a caer desfallecido y aún no he empezado a cenar.
La conversación que mantenemos me aburre tanto que necesito salir de aquí. Lo único que se me ocurre es ir al lavabo, que está en la planta superior. En el lavabo es imposible adivinar a simple vista qué es puerta y qué es pared, de manera que tengo que esperar a que alguien salga para saberlo.
Me siento en el váter encendiéndome un cigarrillo a pesar de la prohibición. Miro mi teléfono para comprobar que no he recibido ninguna llamada, ni siquiera de Rubén. «Es la hora de la cena, podría venir a comer algo con nosotros», me digo mentalmente aunque no encuentro los ánimos suficientes para llamarle e invitarle a venir. No quiero hacerme pesado. Aun así, conservo la esperanza de que el teléfono suene mientras fumo.
«Dijo que a lo mejor vendría, que es lo mismo que decir que vendrá, porque mañana no trabaja hasta por la tarde y tiene tiempo suficiente para descansar por la mañana».
Termino el cigarrillo, lo echo al váter, tiro de la cadena, salgo, me lavo las manos. El reflejo que me devuelve el espejo es casi el de un muerto y bajo las escaleras de nuevo agarrado a la baranda, intentando disimular mi falta de equilibrio debido al alcohol.
Javier todavía no ha llegado y mis dos amigos guardan un mutismo cómplice. Por un momento tengo la sensación de que he interrumpido algo. ¿De qué estarían hablando? ¿De mí? ¿De Rubén? ¿Quién habría empezado esa conversación cuyo tema no pueden —o no quieren— compartir?
—No estás comiendo nada —amonesta Albert.
—Es que se me ha ido el hambre.
—Prueba a comer.
Mientras voy comiéndome a desgana las patatas fritas y las hojas de lechuga con mayonesa, Albert y Gabriel hablan del último disco de Madonna, pero a mí su conversación no me interesa y poco a poco voy escuchando sus voces más lejanas. Toda mi atención está ahora centrándose en el teléfono que guardo en el bolsillo, a la expectativa de recibir noticias de Rubén.
Aun así finjo que presto atención a lo que dicen mis amigos, asintiendo tímidamente con la cabeza y riendo los chistes con cierto retraso.
Para cuando llega Javier, he empezado a comerme mi hamburguesa a pellizcos y el tema Madonna no da más de sí.