CAPÍTULO 2

Las cosas que desearías decirle a tu padre mientras se muere se quedan en nada cuando fallece. Te encierras en el lavabo más próximo a llorar y golpeas la pared con los nudillos de la mano, cegado por la rabia, completamente fuera de ti, a punto de desfallecer del agotamiento y de la emoción.

Por la noche te vas de copas y en realidad no te lo pasas en grande, sonríes a pesar de la amargura y no dejas de preguntarte si estás haciendo lo correcto. A la mañana siguiente, cuando llegas a la funeraria notas que los demás te observan escondiendo el odio y la incomprensión en sus ojos. En cierta manera, viéndote desde fuera es cierto que pareces algo ridículo: has llegado directamente de la discoteca y no te has pasado por casa ni a cambiarte de ropa.

Cosas que ellos piensan al verte llegar: ¡Qué vergüenza, qué despropósito, qué desvarío! ¡Qué inhumano, presentarse borracho al velatorio de su padre, él que lo quiso tanto, que todo lo que le dijo fue por su bien, para evitar que acabara así! ¡Miradlo, siempre pensando en lo mismo, en divertirse y en nada más; qué lejos está de su hermana, siempre tan correcta, mírala, pobrecita, cómo llora, está desolada! ¡Lo ha pasado tan mal…! No como Aarón: ya se nota lo mal que lo ha pasado que le ha faltado tiempo en salir a emborracharse. ¡Todos son iguales, luego se creen con derecho a réplica!

No hay duda de que no pueden comprender la nobleza que se esconde en el fondo.

Sientes la mirada cargada de incomprensión de tu hermana. Te preguntas por qué llora tanto. A lo mejor ahora se arrepiente de no haber ido al hospital más de una vez por semana sólo para acallar su conciencia.

Ignacio, tu cuñado, te dedica una sonrisa de desdén:

—Estaba pensando de qué manera podías dar el espectáculo —te dice— pero reconozco que esta vez has puesto el listón muy alto.

Pero de todas maneras, cualquier línea de actuación que hubieses tomado habría estado marcada por el escándalo.