Diario del padre Walter Kovacs, S. J.
Lo educaste bien, Julián. No sé si lo hiciste deliberadamente o simplemente te salió así, pero sin duda lo educaste bien, hiciste de él alguien que... Me pregunto si en tu fuero interno no lo llamarías «hijo».
No lo sabré nunca, claro. Durante años he mantenido contigo un diálogo a medias en el que yo tenía que imaginar las respuestas. Y sólo llegué a tiempo para oír algunas de ellas. Suficiente, supongo.
Sigo en las sombras, haciendo mi labor. La victoria que obtuvimos en la ermita (a qué precio tan alto, quizá demasiado alto) es sólo el principio. Pero es un principio.
Siento a la criatura dentro del cubo, agitándose, peleando, tratando de huir y llegando siempre al mismo sitio. Cada vez más pequeña, más disminuida. En unos días habrá desaparecido.
Y entonces las alarmas saltarán por todas partes. En los sótanos vaticanos alguien percibirá lo que ocurre, interpretará las señales y enviará al Brazo Ciego a averiguar qué ha pasado.
No encontrarán nada. Espero que las pistas falsas que Iesu y yo plantamos sean suficientes para que dejen en paz a Viola y los demás. Pero si no es así, no importa. No encontrarán lo que buscan.
Vuelvo a las sombras. Dejo de existir otra vez.
Inicio la caza final.
Un fragmento de la criatura a la que la Iglesia ha estado adorando y usando todo este tiempo está a punto de desaparecer, de dejar este universo como si jamás hubiera estado aquí. El siguiente será más fácil. Y el próximo, más aún.
Y un día...
O quizá no. El fracaso es una posibilidad, después de todo.
Pero al menos estoy en el camino correcto. Sigo la senda que debo seguir. Y tanto si tengo éxito como si no, merece la pena.
A pesar de todo.
A pesar de todas las muertes, de todas las mentiras, de todos estos años convertido en un rumor, merece la pena.
Sí, lo educaste bien. El hijo de tu mente, ya que no el de tu cuerpo.
Me pregunto por qué ella me dio el sobre, por qué quiso que yo lo tuviera. No creo que Tomás pensara en mí cuando escribió esas palabras, ni que tuviera la menor intención de hacérmelas llegar.
Sin embargo, Viola supo que yo necesitaba leer esas palabras. Que, en aquellos momentos, yo era el destinatario adecuado.
Y tuvo razón.
Si ellos hubieran sabido lo cerca de desfallecer que estaba en esos momentos, si hubieran comprendido cuán vacío me parecía todo, lo carente de propósito que resultaba de pronto mi vida...
Bueno, ella debió de verlo.
¿Para qué hacerme leer las palabras de Tomás, si no?
¿O no lo sabía?
No importa, en realidad.
Sí, Julián, estés donde estés, debes saber que lo educaste bien.
Tengo sus palabras ante mí mientras escribo esto. El papel está amarilleado por los años. ¿Cuándo lo escribió?, me pregunto. ¿En qué momento de su vida sacó a la luz todo lo que creía y lo condensó en esos diez maravillosos párrafos?
No importa. Lo único importante es que sus palabras me han puesto de nuevo en el camino y me han hecho comprender que lo que hago es necesario y que el fracaso es irrelevante. No me dicen nada que no supiera, es cierto, pero han conseguido que no olvide por qué estoy aquí, por qué hago lo que hago.
Estés donde estés, Julián, espero que de algún modo puedas leerlo. Sé que te sentirás orgulloso:
Creo en un Dios que no desee nuestra culpabilidad, sólo nuestra responsabilidad.
Un Dios que no sienta la necesidad infantil de ser adorado, que no sea tan pequeño que necesite ser llamado grande a todas horas.
Un Dios capaz de permitirnos ser adultos.
Un Dios sin cólera ante los errores, sin celos ante los aciertos, sin envidia de su propia creación.
Un Dios que pida comprensión, no mera obediencia.
Un Dios capaz de admitir que tal vez un día sus hijos puedan superarlo.
Un Dios que no nos exija otra cosa más que el intento continuo de ser fieles a nosotros mismos.
Creo en ese Dios, tanto si existe como si no.
Y si no existe, creo que debemos crearlo más tarde o más temprano.
Amén.