11
Una tortuga vieja y venerable
¿Funcionará?
El llanto de una niña
Iván tiene suerte
Viejas religiones y antiguos ritos
¿Qué haces en la Iglesia católica?
Un viejo cuento de Asimov
Lo recuerdo todo
¿Confías en mí?
Intento retroceder, pero me doy cuenta de que no hay lugar alguno al que hacerlo. El arroyo es ahora un río enorme, de aguas oscuras y rápidas, y la corriente es como una carcajada furiosa. A los lados no hay más que una maraña impenetrable de árboles y espinos.
Sólo puedo subir. Seguir por el camino.
O quedarme.
Pero quedarse es rendirse, me digo. Y yo no me rindo. Eso jamás.
Así que empiezo a subir.
Poco a poco, los contornos de la casa se van haciendo más claros. Está perfectamente iluminada, altiva y austera en medio de una noche que sigue haciéndose cada vez más cálida.
Sigo subiendo, intentando prepararme para lo inevitable. El tacto del fusil en mis manos es un consuelo escaso, pero es todo lo que tengo.
El efecto del sedante estaba empezando a pasarse cuando llegó Tomás. El padre Goróspide venía con él.
Estaba más envejecido que la única vez que lo había visto, más cansado, con un aire general de decrepitud a su alrededor que lo hacía parecer al borde del agotamiento. Se movía con deliberada lentitud; una tortuga vieja y venerable de ojos medio dormidos que daba la impresión de no saber muy bien dónde estaba.
—Usted... —dijo al reconocerme.
No respondí y, en lugar de eso, interrogué a Tomás con la mirada.
—Es a él a quien necesitas —dijo.
Tenía razón. En realidad, lo había llamado a él confiando en que trajera al viejo párroco, pero algo dentro de mí hacía que me costara reconocerlo.
Porque... ¿qué era lo que tenía que reconocer? ¿Que Iván estaba poseído? ¿Que necesitaba un exorcismo? ¿Que alguien le había puesto bajo el colchón una muñeca guatemalteca que le estaba robando el alma y la cordura?
—¿Dónde está? —preguntó el padre Goróspide.
Carmen salía en aquellos momentos del dormitorio. Al ver a los dos sacerdotes se detuvo de repente y me miró sin comprender lo que pasaba. Le pedí con la mirada que confiase en mí y, para mi sorpresa, aquello funcionó.
Los hice pasar a los dos al cuarto de Iván, donde éste empezaba a revolverse en sus ataduras. Apretaba los dientes y murmuraba entre ellos algo incomprensible, en un tono de voz cada vez más alto.
Desde la puerta, el padre Goróspide lo miró largo rato. Poco a poco la comprensión asomó a sus ojos agotados y asintió dos veces.
Se acercó a la cama y me pareció que olisqueaba a su alrededor.
Me volví a Tomás.
—¿Qué...?
Él me hizo un gesto con la mano para que guardara silencio. Entretanto, el padre Goróspide se agachó en el lado izquierdo de la cama y, muy lentamente, alzó el colchón. Pareció decepcionado. Con considerable lentitud, volvió a ponerse en pie y nos miró.
—¿Dónde está? —preguntó.
—¿El qué?
—¿Dónde está? —repitió, como si no hubiera oído mi respuesta.
Sabía de qué estaba hablando, pero dentro de mí algo se revolvía, terco y empecinado, e insistía en no reconocerlo.
No tuve que hacerlo. Carmen había salido de la habitación con la primera pregunta y volvía ahora con una bolsa de basura en la mano. El padre Goróspide asintió al verla.
—Sí —dijo—. Buena idea. Plástico.
Despacio, se acercó a nosotros y tomó la bolsa de las manos de Carmen. Deshizo el nudo que la cerraba (cada movimiento era casi agónico en su lentitud), metió la mano y sacó la muñeca quitapenas. A sus espaldas, el cuerpo de Iván dio un salto y la letanía que estaba recitando empezó a parecerse a un grito.
—Sí —repitió el padre Goróspide—. Te conozco.
Dio media vuelta y, con una rapidez sorprendente, lanzó la muñeca sobre la cama. Iván se retorcía, echaba espuma por la boca, aullaba y se revolvía.
—¿Qué coño está haciendo? —grité.
Sentí que alguien me tomaba del brazo. Me deshice de él de un manotazo y, de dos pasos rabiosos, llegué a la cama.
—No.
Sólo una palabra. Dos malditas letras. «No.»
Pero consiguieron detenerme.
El padre Goróspide me miraba, sus ojos repentinamente despiertos.
—No —repitió. En su voz había una fuerza desconocida—. Tiene que hacerse así.
Le hice caso. Aún hoy no sé por qué. Algo en su voz, en sus ojos, en... algo en toda aquella maldita situación que no tenía ningún sentido.
—Necesito una olla. Grande. Y alcohol.
—Yo me ocupo —dijo Carmen.
Dio media vuelta y salió de nuevo de la habitación, mientras yo me quedaba allí, inmóvil, incapaz de hacer o de decir nada. Iván seguía revolviéndose de un modo cada vez más frenético.
Carmen volvió enseguida, con una gran olla metálica y un bote de alcohol sanitario. El padre Goróspide asintió y le dijo que los pusiera sobre la cama. Luego cogió la muñeca y la tiró dentro de la olla. Abrió el recipiente de alcohol y esparció su contenido sobre la muñeca.
Vi que tomaba aire.
—Ojalá fuera más joven —murmuró.
Se volvió a Tomás y le hizo una seña. Éste se acercó y le tendió un maletín.
Retrocedí, sin saber muy bien por qué lo hacía. Noté una mano en mi hombro y, al volverme, me encontré con los ojos de Carmen.
—¿Funcionará?
No me preguntaba qué iban a hacer aquellos dos desconocidos. Sólo si iba a funcionar.
—No lo sé —respondí—. Espero que sí.
Retrocedimos casi hasta la puerta. Tomás, a un lado, nos miraba tratando de parecer tranquilizador. No tenía mucho éxito.
El padre Goróspide había abierto el maletín y extrajo de él un tarro de cristal en cuyo interior había algo parecido a la ceniza. Dio la vuelta a la cama y se acercó a Iván, que seguía revolviéndose y gritando.
—Yahweh ´Elohay bkaa chaaciytiy howshiy`eeniy mikaal— rodpaywhatsiyleeniy —salmodió, mientras introducía el dedo pulgar en el tarro—. Pen— yiTrop k´aryeehnapshiy poreeq w´eeyn matsiyl.
Con el dedo pulgar en alto, se acercó a Iván. Éste se quedó inmóvil de repente. Seguía con los ojos cerrados, como lo había estado todo el rato, pero de algún modo volvió su cabeza hacia el sacerdote y un gruñido bajo, casi asustado, escapó de su garganta.
—Yahweh ´Elohay ´im— `aasiytiy zo´t ´im-yesh— `aawel bkapaay.
Lentamente, la mano del padre Goróspide bajó hasta la frente de Iván. Éste seguía inmóvil, y el gruñido se estaba empezando a convertir en un gemido.
—´Im-gaamaltiyshowlmiy raa` waa›achaltsaah tsowrriy reeyqaam.
Con el dedo pulgar manchado de ceniza, el padre Goróspide trazó un círculo en la frente de Iván, y otro dentro de éste. Volvió a manchar el pulgar con la ceniza del tarro y siguió con su tarea. El cuerpo de Iván se relajó y dejó de gemir.
—Yiradop ´owyeeb napshiy wyaseeg wyirmoc laa´aaretschayaay uwkbowdiy le`aapaar yashkeen. Celaah.
De derecha a izquierda trazó dos letras dentro de los círculos. Dos letras hebreas que yo conocía bien: .
Iván abrió la boca. Bostezó. De pronto, su cabeza cayó hacia un lado y, antes de que nos diéramos cuenta de lo que pasaba, estaba roncando.
Sin embargo, algo faltaba, lo supe. No todo estaba bien. Aún no habíamos terminado.
En efecto, el padre Goróspide se acercó a la olla donde había tirado la muñeca y vaciado el botellín de alcohol. Esparció sobre ella parte de las cenizas que había en el tarro. Luego, encendió una cerilla y la dejó caer en la olla.
La muñeca ardió con rapidez, casi con prisa. Y en alguna parte (lejos, fuera, no sabía dónde) creí oír el llanto de una niña.
El padre Goróspide no se quedó mucho más en el apartamento. En cuanto hubo terminado el rito, sus ojos se apagaron de nuevo y volvió a parecer un hombrecillo envejecido y decrépito.
—Venid mañana —dijo antes de irse—. Por la tarde. Todos —añadió señalando la habitación de Iván con un gesto cansino de la cabeza—. ¿Te quedas? —le preguntó después a Tomás.
Éste asintió, y el viejo sacerdote se arrastró hacia la puerta.
—¿Estará bien? —pregunté.
—Sí. Se las apañará para volver a la parroquia —respondió Tomás—. No te preocupes.
¿Preocuparme? Eso no describía mi estado de ánimo. En realidad, nada describía mi estado de ánimo en aquellos momentos.
Poco a poco, me iba relajando, y sólo entonces comprendí lo agarrotada y en tensión que había permanecido a lo largo de aquellas horas. Aparte de eso... no sabía cómo me sentía.
Aliviada. Asustada. Expectante. Pero ninguna de aquellas tres cosas empezaba a describir tan siquiera las emociones contradictorias que en aquellos momentos se estaban peleando dentro de mí.
Carmen parecía cansada. Y muchas otras cosas, supuse, como yo misma. En cuanto a Tomás, como de costumbre mantenía la calma.
Durante unos segundos, ninguno de los tres supo qué hacer. Luego, Carmen rompió el encantamiento diciendo que se iba a ver cómo estaba Iván y, cuando ella desapareció tras la puerta entreabierta del dormitorio, Tomás y yo nos sentamos.
—Parece una buena chica —dijo él—. Iván tiene suerte.
La primera frase había sido un tópico. La segunda era, como poco, discutible.
—Supongo —dije.
Aún quedaba un tercio de la botella de crema de orujo. Miré la hora, miré a Tomás y los mandé a los dos al diablo.
—Voy por hielo y un vaso —dije, poniéndome de pie.
—Trae otro para mí —dijo él.
Así lo hice. La crema de orujo estaba empalagosa, algo que no había notado durante la noche, pero no me importó demasiado. Entre Tomás y yo (sobre todo yo, si somos sinceros) acabamos enseguida con lo que quedaba de la botella.
—¿Qué coño está pasando? —pregunté después.
—Gran pregunta —respondió Tomás—. No lo sé. O no sé si quiero saberlo. Pero creo que el padre Goróspide sí lo sabe. Que lo ha sabido todos estos años. O, al menos, estaba entre un grupo de personas empeñadas en averiguarlo.
—Averiguar, ¿qué?
—La verdad.
—¿La verdad? La verdad, ¿sobre qué?
Se encogió de hombros y miró por la ventana. Hacía un día tristón y gris, y así era como me sentía en aquellos momentos.
—Sobre todo, creo. Sobre la Iglesia. Sobre lo que hay detrás de ella.
Meneé la cabeza. Todo aquello era una mierda, y además no me importaba un pimiento.
—¿De qué estás hablando?
—No lo sé —dijo él. Dejó de mirar por la ventana y se volvió hacia mí. Por un momento, me asustó. Parecía perdido—. En realidad, no lo sé. Y lo que sospecho me tiene aterrado. He pasado los últimos veintisiete años de mi vida muerto de miedo, aunque creo que no lo he sabido hasta ahora. Hasta que vi a Iván recobrando parte de su pasado. Hasta que... todo se me echó encima de nuevo.
Tomó aire. Abrió la boca y volvió a cerrarla, como si no encontrase las palabras que buscaba. Como si no encontrase ninguna palabra, en realidad. Bajó la vista y sólo entonces encontró el valor necesario para seguir.
—Me convertí en un nómada —dijo—. Una especie de sacerdote gitano, sin hogar ni destino. Sin rumbo. Investigando, cavando, desenterrando viejas religiones y antiguos rituales, trayendo de vuelta un pasado muerto.
Volvió a tomar aire.
—Y hasta ahora no sabía por qué lo había hecho. Estaba huyendo, y al mismo tiempo estaba buscando qué era lo que me hacía huir. Al desenterrar los viejos dioses anteriores a Dios, al escarbar entre el polvo y el barro de miles de años... estaba buscando...
—Un agujero en tu memoria —dije.
Alzó la vista y me miró como si me viera por primera vez. Sonrió y asintió dos veces, sorprendido y complacido.
—Sí. Sé que lo que estoy diciendo no tiene ni pies ni cabeza, pero es eso. Estaba huyendo del agujero en mi memoria. Y al mismo tiempo estaba buscando lo que había habido en ese agujero. —Sonrió otra vez, pero ahora se burlaba de sí mismo—. Y todos estos años lo tenía en casa. Me pateé medio mundo, volví y descubrí que lo que estaba buscando siempre había estado aquí. Que la clave la tenía mi viejo tutor. Que siempre la había tenido. —Se llevó una mano a la barbilla—. Bueno, quizá lo que hice fue necesario. Tal vez necesitaba dar todos esos tumbos de un lado a otro. Prepararme para la verdad.
—¿Qué verdad? —pregunté de nuevo.
—No lo sé. Aún no. Sólo la sospecho. Desde siempre, quizá, pero sobre todo desde mi vuelta.
Se puso de pie y encaró otra vez la ventana. Con las manos a la espalda, los dedos entrelazados, la cabeza alta y la vista clavada en el cielo, parecía una estampa de película. Y no de una buena, precisamente.
Me incorporé y me acerqué a él.
—¿De qué tienes miedo? —pregunté.
Aquello le hizo gracia.
—De todo, supongo. Pero no sé si tengo más miedo de que la verdad sea lo que sospecho o de que sea algo totalmente distinto.
No dije nada. Apoyé una mano en su hombro. Noté cómo su cuerpo se ponía rígido a mi contacto. Se giró y me miró, y me di cuenta del esfuerzo enorme que estaba haciendo por mantener la calma.
—Lo siento —dije mientras apartaba la mano.
—No, por favor, no has hecho nada malo. Y tampoco yo estoy haciendo nada malo por tener los pensamientos que tengo en estos momentos. Lo sé. El dios en el que creo, el dios que quiero que exista, no encontraría nada malo en ello.
—No sé...
Pero sí, sabía perfectamente de qué estaba hablando. Y él sabía que yo lo sabía. Sin querer, di un paso atrás y ahora fue él quien dijo:
—Lo siento.
Iba a decirle que no, que no había hecho nada malo. Pero en ese momento me di cuenta de lo absurdo de la situación. Así que me limité a soltar:
—A la mierda.
Y me abalancé sobre él. Ni sus brazos ni su boca me rechazaron. Ninguna parte de su cuerpo me rechazó, de hecho.
—Supongo que soy un hereje —me dijo un rato más tarde—, porque el dogma me importa bien poco. Y que Jesús naciera de una virgen, de una prostituta o se crease a sí mismo de la nada me resulta irrelevante.
A mí también. Pero claro, yo no era parte del estamento eclesiástico. Iba a decir que ni siquiera era católica, pero dado que había sido bautizada y nunca me había tomado la molestia de apostatar, técnicamente sí que lo era.
—«Aunque hablara las lenguas de los ángeles y los hombres, si no tuviere amor, nada tendría.» San Pablo era un maldito misógino. Y, como la mayoría de los creadores de una religión, seguro que era ateo. Pero esas palabras lo redimen. Y hacen que merezca la pena que se haya sacado el cristianismo de la manga.
Si pretendía sorprenderme, lo estaba consiguiendo, desde luego.
—Si Dios es algo, por encima de cualquier otra cosa, debería ser amor. —En realidad, era como si no estuviera hablando conmigo, como si se estuviera diciendo todo eso a sí mismo—. No el amor humano, lleno de egoísmo, ansioso de poseer lo que ama. Aunque quizá la destilación de ese amor, sin todos los miedos y temores que lo hacen fracasar. En cualquier caso, tengo claro que Dios no puede ser el diosecillo celoso, airado, prepotente y rencoroso de una tribu nómada de Asia Menor.
—Tus ideas deben de ser muy populares entre tus colegas —dije.
Me miró, sorprendido.
—Lo serían, si las conociesen —dijo conteniendo una sonrisa—. En realidad, sospecho que no soy tan único como pienso. Que hay más como yo, pero no se atreven a decirlo.
—Bueno, tú no pareces tener ese problema.
—Ah, Uve, te sorprendería. Es la primera vez en mi vida que digo en voz alta todo esto. De hecho, pocas veces me he atrevido a pensarlo conscientemente. Aunque haya estado dando vueltas en mi cabeza... no sé, supongo que toda mi vida.
—Entonces, ¿qué haces en la Iglesia católica?
—Buena pregunta. —Se puso más cómodo en el sofá y se mordió el labio—. Cuando entré en el seminario pensaba de verdad que la Iglesia representaba con fidelidad al dios en el que yo creía. Con los años he visto que no es así, que a menudo sirve a sus propios propósitos, que nada tienen que ver con Dios. Y sin embargo, hay hombres en ella que están haciendo la labor de Dios, que se ponen de parte de los débiles y los desheredados, que tratan de aliviar su sufrimiento, de hacer su vida un poco menos miserable. A pesar de todo, pese a una jerarquía corrupta y temerosa de perder el poder, hay lo suficiente en la Iglesia para que merezca la pena. Puedes hacer más bien dentro de ella que fuera. Eso es lo que creo. Aunque, si te digo la verdad —se encogió de hombros—, no estoy del todo seguro.
Se acarició el labio inferior con el dedo índice y frunció el ceño, pensativo. En aquellos momentos estaba para comérselo.
—Hay algo en la liturgia que es... tranquilizador, que me llena de sosiego y me hace pensar que todo está bien, que la presencia de Dios está a mi alrededor, fuera del alcance de mis percepciones, pero cerca, que sólo tengo que girar la cabeza en el momento adecuado para verlo. Dentro de la Iglesia he sentido a Dios, pese a todo lo que he dicho de ella. —Me miró y esbozó una sonrisa triste—. Supongo que para ti lo que digo es absurdo, te sonará a camelo.
Meneé la cabeza.
—No —dije—. Simplemente, no lo entiendo.
—Ya. A lo mejor porque no es cuestión de entender, sino de sentir. No puedo explicarte lo que he experimentado a veces. No sin que suene cursi o ñoño. Y, aunque lo lograra, no cambiaría nada. No puedo compartir mis percepciones. Y explicarlas no las hará más reales para ti. Sin embargo, en ocasiones Dios es una presencia real y palpable, tanto como tú. Está ahí. Lo sientes. Oyes su respiración.
—Pero que sientas algo no lo hace real.
—Lo sé. Pero tampoco lo convierte en una alucinación, sólo porque tú no puedas percibirlo.
—Así que estamos en un callejón sin salida.
—En cierto modo. O quizá no. Porque siempre he pensado que Dios es necesario. No en un sentido filosófico, no como hablaba Tomás de Aquino: Dios no es necesario para explicar el universo, por mucho que los teólogos se empeñen en demostrarnos que sí. Pero lo es para nosotros. Nos hace falta que exista. Un Dios que, en cierto modo, sea la suma de lo mejor que llevamos dentro. Que sea la esencia destilada de lo más grande y lo más noble de la Humanidad.
—¿Y si, pese a todo, no existe?
—Ah, sí, has puesto el dedo en la llaga. Si Dios no existe, entonces tendremos que crearlo, de algún modo. Tendremos que hacer lo que Theilard de Chardin pensaba pero nunca se atrevió a decir de un modo directo para no caer en la herejía. A lo mejor, Dios no es otra cosa que nosotros mismos, en un remoto futuro, cuando nos hayamos librado de todo lo que tenemos dentro de mezquino y egoísta, de agresivo y envidioso, de... cuando hayamos condensado lo que nos hace ser humanos por encima de todo y entonces... —Meneó la cabeza—. Puede que sea una fantasía, pero a veces me pregunto si no será así, si no será ésa la respuesta y Dios existe porque nosotros lo crearemos o nos convertiremos en él en algún momento y, entonces, habrá existido retroactivamente desde siempre.
—«La última pregunta.»
Los dos nos volvimos para ver a Iván plantado en la puerta de su habitación, con una sonrisa socarrona en el rostro y el pelo revuelto. Carmen, tras él, lo cogía por el brazo y lo miraba entre preocupada y esperanzada.
—¿Qué? —preguntó Tomás.
—«La última pregunta» —repitió Iván—. Un viejo cuento de Asimov.
Asentí. Lo recordaba bastante bien.
—Todo empieza cuando alguien le hace a un superordenador la pregunta de si se puede invertir la tendencia a la entropía del universo —dijo Iván mientras se sentaba en un sofá y le hacía una seña a Carmen para que tomase asiento junto a él—. En otras palabras, si se puede conseguir que el universo no muera. El ordenador responde que no hay datos suficientes, pero que intentará trabajar en encontrar la respuesta. El tiempo va pasando, la humanidad evoluciona, igual que lo hace el superordenador, y la pregunta se repite una y otra vez. Nunca hay datos suficientes para la respuesta. Con el tiempo, el ordenador crece cada vez más, hasta que su conciencia queda más allá del universo conocido, en el hiperespacio. El hombre evoluciona, se convierte en un ser de energía pura y acaba fusionándose en una mente colectiva que, a su vez, se fusiona con el ordenador. Y cuando el universo está agotado, a punto de morir, el ente resultante de esa fusión da con la respuesta. Sí, es posible invertir la tendencia a la entropía. No queda nadie a quien decírselo, pues él es todo lo que queda en el universo, pero puede hacer una demostración. Y la hace, diciendo «Hágase la luz» y recreando el universo.
Tomás no había apartado la vista de Iván mientras éste hablaba, igual que no lo había hecho yo. En la frente seguía teniendo la marca de ceniza que le había hecho el padre Goróspide, y sus ojos estaban enrojecidos, pero aparte de eso parecía normal. Tranquilo, relajado y a gusto como no lo había visto en bastante tiempo.
—Es más o menos lo que estabas diciendo, ¿no? —preguntó Iván tras una pausa—. Un dios que, en cierto modo, es construido por sus criaturas. Un dios que no termina de convertirse en tal hasta el final del tiempo y que, por tanto, está limitado en su naturaleza. Una mezcla entre el Punto Omega de Theilard de Chardin y la herejía sociniana, por así decir.
Tomás dudó unos instantes.
—Algo así —terminó reconociendo.
—Vaya, Mastropiero, estás lleno de sorpresas. Eres un maldito hereje. O peor, eres ateo, porque en realidad crees que Dios aún no existe, aunque confías en que acabe existiendo, tarde o temprano. Y al mismo tiempo sigues siendo católico. Fascinante.
El silencio cayó sobre los cuatro y nadie parecía querer romperlo. Tomás y yo nos mirábamos o mirábamos a Iván, lo que también hacía Carmen. Éste, entretanto, parecía enormemente satisfecho de sí mismo, como si hubiera resuelto un enigma que nadie más conocía o terminado un puzle que hubiera derrotado a todo el mundo.
—La verdad, comería algo —dijo al cabo de un rato.
Carmen no se hizo esperar y, solícita, se fue hasta la cocina.
—¿Estás bien?
Era lo que debería haberle preguntado en cuanto lo vi en la puerta de la habitación. Pero sólo ahora pude hacerlo.
Iván asintió.
—Sí, Uve. Lo cierto es que estoy bastante bien. Tu amigo el padre Merrin —señaló hacia Tomás— hizo bastante bien su trabajo. Y, si lo que Carmen me ha contado es cierto, voy a tener que echarle una buena bronca a Amaranta.
—¿Quién?
—La señora que viene dos veces por semana y limpia mi leonera —dijo Iván—. Creo que fue ella quien puso la maldita muñeca bajo mi cama. Al menos me ofreció una de esas cosas una vez, y pareció bastante contrariada cuando no quise aceptarla.
Carmen volvió en ese momento con una taza de café y varias rebanadas de pan.
—Gracias, cariño —dijo Iván—. La verdad es que estoy muerto de hambre.
—Iván... —empezó a decir Tomás. Calló de repente, inseguro. Carraspeó y volvió a empezar—. Tómalo con calma, ¿vale?
—Claro, Mastropiero, con toda la calma del mundo. Pero estoy bien, de verdad.
Bebió un largo trago de café y devoró dos tostadas en tiempo record.
—De hecho, estoy mejor que nunca, por así decir. Aunque, si lo pienso un poco, tal vez preferiría no estar tan bien.
—¿Qué quieres decir?
—Que estoy completo. Que lo recuerdo todo. Y que eso es una puta mierda.
Descubrí que yo también tenía hambre. Así que dejé a Iván con la palabra en la boca y me fui a la cocina. Le oí mascullar un juramento a mis espaldas, pero no me importó demasiado haberle arruinado su gran momento: ya se las apañaría.
Estaba bien, de eso estaba segura, y el resto no importaba gran cosa. Todo en su aspecto, en su forma de comportarse, en los pequeños gestos y tics de los que no era consciente, me confirmaba que estaba bien. Y sólo ahora me daba cuenta de que eso había estado ausente de su comportamiento durante toda la semana.
Abrí la nevera. No es que hubiera gran cosa, pero me las apañé para encontrar algo de queso y un poco jamón. Una lata de paté y varias rebanadas de pan de molde completaron el menú. Lo puse todo en una bandeja, busqué algo de beber...
Y me detuve.
Me apoyé en la encimera y respirar se convirtió de pronto en lo más importante del mundo. Una bocanada. Otra. Otra más.
Dios, había estado muerta de miedo. Me había pasado toda la semana loca de preocupación por Iván, pero no me había permitido sentirlo. Y ahora, a solas en la cocina, todo estaba saliendo a la superficie en grandes borbotones negros que hacían que cada movimiento fuera una agonía. Agarrada a la encimera, luchando por respirar, el alivio que sentí fue algo casi salvaje.
—¿Estás bien?
Me volví. Era Carmen. Asentí y respiré de nuevo.
—Sí, tranquila, sólo...
—Lo entiendo.
—Seguro que sí —dije. Y no mentía.
Carmen le echó un vistazo a lo que había reunido en la bandeja.
—Creo que tu amigo el cura y yo también nos apuntamos a comer algo —dijo—. Me parece que había alguna lata más por alguna parte.
Rebuscamos entre los armarios y acabamos dando con el lugar donde Iván guardaba las conservas: atún, mejillones, espárragos.
Abrí la nevera para sacar algo más de queso y jamón y, en ese momento, sentí que algo me golpeaba. Me tambaleé y mascullé una maldición.
Las muñecas. Las muñecas por todas partes. La ciudad quedándose vacía. La gente medio adormilada recorriendo las calles. La Iglesia del Dios Primigenio. El número de delitos violentos reducido casi a cero. Las malditas muñecas. Iván apartándose del lado izquierdo de la cama. Las muñecas. La Iglesia. La gente en las calles. Las calles medio vacías. Las muñecas.
Morales.
Morales y sus hijas.
Me volví hacia Carmen.
—Tengo que llamar a alguien —dije—. ¿Puedes...?
—Claro, yo me encargo.
Salí de la cocina, crucé el salón sin pararme, entré en el cuarto de Iván, saqué el móvil y marqué el número de Morales. No tenía ni idea de lo que iba a decirle, pero necesitaba decírselo. Avisarlo.
Pero avisarlo, ¿de qué?
Sentada en la cama de Iván esperé pacientemente a que Morales cogiera el teléfono. Tardó en hacerlo, y casi estaba a punto de colgar cuando sentí su voz al otro lado de la línea.
—¿Qué quieres, Uve?
Sonaba cansado.
—Eh... ¿tus hijas están mejor? —pregunté.
—¿Mejor? ¿Mejor? No sé. ¿Estar en coma es estar mejor que simplemente estar ardiendo de fiebre? Entonces sí, están mejor.
En coma.
—Escucha... —empecé a decir.
—Uve, lo siento, no pretendía ser borde, pero ahora mismo no es un buen momento, de verdad. Seguro que necesitas algo muy importante de mí, pero ahora no puedo...
—No, escucha, por favor, no cuelgues, Morales, por favor.
Silencio. Lo oía respirar.
—¿Qué pasa? —preguntó al fin.
Sí, ¿qué pasaba? ¿Qué le iba a decir, que las malditas muñecas les estaban sorbiendo el alma a sus hijas?
—¿Confías en mí? —pregunté.
—¿Qué coño...?
—Por favor, Morales, si confías en mí, escúchame con atención —dije, sin saber todavía cómo decirle lo que quería, sin estar segura de qué quería decirle—. Las muñecas que les regalaste a tus hijas...
—Sí, ¿qué pasa con ellas?
—¿Las tienes todavía?
—Claro. Las tienen ellas, en realidad. —Se estaba impacientando, y me di cuenta de que, si no iba enseguida al grano, iba a colgarme—. Cuando estaban despiertas no querían separarse de ellas, y ahora... no sé, es una tontería, pero se las he puesto bajo la almohada. —Se interrumpió, al borde mismo del llanto—. Maldita sea, Uve, di lo que sea de una vez y déjame volver con ellas.
Venga, vamos allá, me dije.
—Coge las muñecas. Quítaselas. Rómpelas, quémalas o lo que sea, pero destrúyelas.
—¿Qué coño...?
—Hazme caso, por favor, Morales. No es una broma. No puedo explicarte qué pasa. Yo misma no sé qué narices está pasando. Pero tienes que destruir esas muñecas. Por favor.
Nunca en mi vida le había suplicado a nadie como le estaba suplicando a Morales, y creo que él lo notó, que percibió la urgencia en mi voz y se dio cuenta de lo en serio que estaba hablando.
—No lo entiendo —dijo.
—Y yo no puedo explicártelo mejor. Confía en mí.
Silencio.
—De acuerdo —dijo—. Lo haré.
—No esperes. Hazlo ya.
—Te he dicho que lo haré, joder. —Se detuvo y tomó aire—. Lo siento. Lo haré, de verdad, en cuanto cuelgue será lo primero que haga, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —respondí.
Colgó sin despedirse. Por primera vez en mi vida estuve a punto de rezar. Sí, de rezarle a un dios en el que no creía, de pedirle que, por favor, hubiera hecho lo correcto y lo que le había pedido a Morales sirviera para algo.
En vez de eso, lancé una maldición y un par de patadas al vacío. Guardé el móvil y volví a la sala de estar.
—¿Todo va bien? —preguntó Iván al verme.
—No lo sé. Espero que sí.
Me senté junto a Tomás y le eché un vistazo a la comida que había sobre la mesa. Toda el hambre que había tenido unos minutos atrás se había desvanecido. Sin embargo, me obligué a mí misma a comer algo, aunque lo que quería en aquellos momentos, más que cualquier otra cosa, era emborracharme hasta la inconsciencia.