13

¿Se está acabando el mundo?

No pretendía preocuparte

Las cosas como ésas no pasan

¿Tenía algo mejor que hacer aquella mañana?

Su clon más joven

Una versión humana de Taira

Como una prolongación de mi cuerpo

Un verdadero baño civilizado

Viejo y un poco menos estúpido

Miro a mis espaldas. No hay nada. Todavía.

Contemplo la ermita. Las paredes parecen estar en buen estado, aunque gran parte del techo se ha venido abajo. Puede ser un buen sitio, un lugar donde parapetarme y esperar a que pase la noche. Un refugio donde pueda esperar a que vengan por mí y desde el que pueda tener cierto margen de maniobra.

Cruzo la puerta, de la que no queda más que un par de maderos milagrosamente sujetos a los goznes. La luna ilumina lo poco que sobrevive de un par de hileras de bancos y, al fondo, un altar.

Camino hacia allá. Sí, me digo, es un buen sitio. Oculta tras el altar puedo esperar.

¿Por qué esperar?, me digo otra vez. Ve hacia ellas, enfréntate a ellas, llévate unas cuantas por delante antes de caer.

Pero sigo caminando.

A un lado del altar hay un bulto tapado con un trapo. Y al fondo, una forma grande y rectangular oculta tras otro.

Quito el primer trapo y veo el Cristo crucificado más raro del mundo. Seguramente son las sombras, la noche, la luna, lo que sea, pero parece mirarme con rabia, como si acabara de despertarlo de un merecido sueño. Como les pasa a muchas estatuas, su mirada me sigue vaya hacia donde vaya.

Descubro lo que oculta el segundo lienzo y veo que es un espejo enorme, sin marco, apoyado en la pared y al que le falta un gran trozo en la parte inferior derecha. Alguien se ha ensañado con él, porque toda su superficie está cruzada por feos desgarrones que distorsionan la imagen. Pedradas, o tal vez martillazos, no sabría decirlo.

Era la segunda vez en poco tiempo que rompía mi norma y me pasaba por la oficina en fin de semana.

Aunque, en realidad, no tenía el menor interés en ir a mi oficina.

Yo quizá cerrase el despacho los fines de semana, pero eran unos cuantos los que abrían el sábado por la mañana y sabía que Paloma estaría allí, tras su mostrador, atendiendo solícita a los clientes, interceptando pesados o pasando llamadas y avisos.

Podía haber esperado a que saliera, o simplemente llamarla. Pero no lo hice.

Me apetecía verla, desde luego, pero ése no era el motivo principal. Tenía miedo de que si no le decía en persona lo que quería decirle, no me creyera. En realidad, temía que no me creyese de ninguna manera, pero al menos frente a frente esperaba tener alguna posibilidad.

Se sorprendió al verme, pero la sorpresa desapareció enseguida de su rostro y fue sustituida por una sonrisa que sólo puedo describir como luminosa, por cursi que suene.

—Vaya, ¿se está acabando el mundo? —preguntó.

No era la pregunta más adecuada en aquellos momentos, pero me las apañé para responderle en el mismo tono. Salió de detras de su mostrador, echó un rápido vistazo a su alrededor y me dio un beso.

Su boca sabía tan bien como recordaba, y su cuerpo pegado al mío seguía siendo algo deliciosamente achuchable. Me costó interrumpir el beso, retroceder un par de pasos y decir:

—Necesito hablar contigo.

La sonrisa se desvaneció de su rostro tan rápidamente como había aparecido.

—Parece serio —dijo.

—Lo es.

Dudó unos instantes y acabó asintiendo.

—De acuerdo. La verdad es que esta mañana esto está casi muerto, así que puedo tomarme unos cuantos minutos... o más, si hace falta.

Pasamos a mi despacho y esperó en la puerta mientras encendía las luces. Luego se sentó frente a mí, cruzó sus manos sobre el regazo y dijo:

—Venga, adelante, cuéntame eso tan serio.

Se lo dije. Le hablé de las muñecas, de lo que había pasado en el hospital con las hijas de Morales. Le conté lo que sospechaba, lo que no me atrevía a creer pero tampoco me atrevía a negar. Y, a medida que hablaba, su expresión fue pasando de una sorpresa medio divertida a una seriedad casi fúnebre.

—¿Has venido sólo para avisarme? —preguntó cuando hube terminado.

—Sí.

Se mordió el labio.

—Joder, no sé cómo tomármelo. ¿Sabes? Al principio pensé que me ibas a decir que habías cometido un error y que, aunque lo sentías mucho, ibas a hacer que me despidieran o algo así.

—¿Cómo?

—Bueno, ¿qué querías que pensara? Te doy un beso y de pronto pones cara de funeral y dices que tienes que hablar conmigo.

Tenía razón.

—Lo siento —dije—. No pretendía preocuparte.

—Pues menos mal —respondió—, porque me has acojonado bien hasta el fondo con lo que me acabas de contar.

—¿Lo crees? —pregunté, boquiabierta.

—Claro. Claro que lo creo. ¿Cómo no lo voy a creer? ¿Piensas que estoy ciega, que no he visto lo que ha estado pasando en la ciudad esta semana? ¿Cómo se ha ido llenando de zombis? Bueno, llenando no, porque parece que nos estemos vaciando a marchas forzadas. Todo dios se queda en su casa, nadie sale, y los pocos que lo hacen parecen extras de una película de Romero. —¿Conocía a Romero?—. Es como en la novela esa de Stephen King, la de los vampiros. En unos días se hacen con el pueblo sin que nadie note nada raro, más allá de que la gente no sale de sus casas y baja las persianas. —Se encogió de hombros—. Llegué a pensar que me estaba volviendo loca. —De pronto se estremeció—. Joder, ayer estuve a punto de comprar una de esas muñecas. Casi... —Guardó silencio.

—Lo siento —dije. No se me ocurría qué otra cosa decir.

—No lo sientas. Al menos me has dado una explicación. Me has acojonado, pero... Bueno, o no estoy loca o lo estamos las dos. No me parece una mala opción.

—¿Cuál?

—Cualquiera de ellas —dijo, volviendo a sonreír.

¿Cómo aceptas la posibilidad de lo sobrenatural? ¿Cómo demonios aceptas que el mundo, pese a todo, no es el lugar racional y ordenado que creías, con unas leyes claras y definidas, sino que está lleno de recovecos oscuros, esquinas que aparecen de repente y calles que antes no estaban allí? ¿Cómo lidias con la idea de que en una vieja ermita hay una cosa oscura que devora jóvenes y desprende una luz fría y negra? ¿Cómo te enfrentas al hecho de que un puñado de muñecas de trapo les están robando la vida a las personas que conoces y convirtiendo la ciudad en la que vives en un cementerio poblado por muertos vivientes?

Es imposible, me decía una y otra vez. Simplemente, no aceptas cosas como ésas, porque las cosas como ésas no pasan. Y si parecen pasar, sigues adelante e intentas no pensar demasiado en ellas. Sigues caminando, solucionas el problema y tratas de no darle vueltas al hecho de que el universo está patas arriba y todo lo que creías conocer ha dejado de tener sentido.

Y allí, frente a mí, tenía a aquella criatura deliciosa que aceptaba lo sobrenatural con un encogimiento de hombros y el alivio enorme de descubrir que, después de todo, no estaba loca.

Y yo me preguntaba si eso era realmente tranquilizador. Si no sería peor descubrir que estabas cuerda y que lo que habías creído ver a lo largo de toda la semana realmente existía. ¿No sería preferible la locura? ¿No sería mejor aceptar que se te había ido la pinza, que estabas como una cabra, para encerrarte? ¿Tener, al menos, la tranquilidad de que aunque tus sesos se habían convertido en sopa, el resto del mundo era como se suponía que debía ser?

—Eres increíble —dije.

Y ella me respondió de la misma manera que podría haberlo hecho Iván:

—No. Sólo un poco improbable.

No pude evitar la risa, y Paloma no tardó en unírseme. No dijimos mucho más, pero no era necesario. Lo que brillaba en sus ojos me hizo sentir tranquila y a gusto por primera vez en toda la semana. Fuera rugía la tormenta, el mundo se estaba haciendo pedazos y todo se estaba yendo al maldito carajo. Pero allí dentro, con Paloma frente a mí, riéndose y mirándome, todo estaba en su sitio y lo demás me importaba un pimiento.

Se puso en pie sin dejar de sonreír y, durante unos segundos, pareció indecisa entre irse o acercárseme. Acabó haciendo lo segundo, y su cuerpo encajó en el mío con la misma naturalidad, del mismo modo inevitable en que lo había hecho el sábado anterior.

Cuando salí de las oficinas, una media hora más tarde, casi me di de narices con Taira, que estaba a punto de entrar.

Recordé en ese momento que habíamos quedado aquella mañana. Antes de que pudiera disculparme y decirle que mejor dejábamos para otro día lo de ir a por mi espada de madera, Taira dijo:

—Bien. Vamos. Tú conduces.

Abrí la boca y la cerré sin haber dicho nada. En realidad, me dije, ¿tenía algo mejor que hacer aquella mañana? Sí, tal vez. Darme un larguísimo baño acompañada de Paloma, por ejemplo. Pero teniendo en cuenta que ella no terminaría de trabajar hasta dentro de un par de horas y que yo iba a tener la tarde bastante ocupada, no era una posibilidad real.

Tenía que combatir el mal, claro. Erradicar la epidemia de muñecas quitapenas que estaba convirtiendo la ciudad en el decorado de una película de zombis. Pero en realidad no sabía cómo hacer eso, a menos que me diera por ir casa por casa incautando muñecas.

Así que me encogí de hombros y eché a andar hacia el coche. Taira caminaba a mi lado, silencioso y pequeño, mirando a todas partes con ese aspecto de no saber dónde estaba que le daban las gafas.

Subimos al coche y me fue indicando con gestos precisos y medidos por dónde debía ir. Aparte de eso, lo mismo podía haber llevado un mueble o un muñeco en el asiento de al lado.

Salimos de la ciudad por donde el río y no tardé en darme cuenta de que íbamos en dirección al promontorio de la Providencia. Dejamos atrás el parque infantil con el mirador en forma de proa de barco, cruzamos un barrio residencial de nuevos ricos y, tras pasarlo, Taira me indicó que aminorase la marcha.

—¿Estamos llegando? —preguntó.

—Pronto.

Volvió a sumirse en su mutismo habitual y, al cabo de un rato, me indicó que tomara la desviación a la izquierda que había algo más allá. Así lo hice y nos metimos en una carretera estrecha y mal asfaltada que ascendía hacia una colina baja rematada por una muralla.

No tardamos en llegar. Iba a frenar el coche cuando vi que no hacía falta. Taira sacó un minúsculo mando a distancia y abrió el portón con él. Cruzamos el muro mientras la puerta se cerraba a nuestras espaldas y de pronto nos encontramos en lo que parecían las ruinas de un bombardeo.

A nuestra derecha se alzaba lo que un día quizá había sido un jardín. Ahora estaba lleno de cráteres, árboles medio arrancados y retorcidos, y arbustos calcinados a medias. Algo más allá pude ver los restos de lo que alguna vez fue una casa. Una mansión, casi, a juzgar por el tamaño que debió de tener.

A nuestra izquierda el panorama era completamente distinto. El terreno estaba liso y bien cuidado, con el césped perfectamente recortado y un pequeño bosquecillo de bonsáis junto a un arroyo que tenía todo el aspecto de ser artificial. Un jardín ornamental de piedras y arena estaba siendo rastrillado en ese momento por un hombrecillo que, al sentirnos llegar, dejó lo que estaba haciendo y nos saludó con una inclinación de cabeza.

Taira salió del coche y yo hice lo mismo. Un sendero bordeaba el bosquecillo y el jardín, y moría en una casa de madera de aspecto inequívocamente japonés. Junto a ella, medio techada, había una extraña estructura de la que escapaba un martilleo metálico.

Hubo un intercambio de reverencias entre Taira y el jardinero, y luego un par de konichiwás, antes de que siguiéramos nuestro camino. Nos detuvimos junto a la casa y no tuvimos que esperar mucho tiempo para que la puerta de ésta se abriera y un tipo que parecía el hermano pequeño de Taira saliera a recibirnos.

Hubo varios sodeská, algún shigataganái que otro y unos cuantos gomennasái, antes de que Taira condescendiera a presentarme a su clon más joven.

—Viola-san —dijo—, éste es mi hermano Iesu.

Era lo más largo que le había oído decir a Taira desde que nos conocíamos. Pero en aquellos momentos no iba a perder el tiempo pensando en ello. No cuando podía aprovechar la ocasión para inclinarme ceremoniosamente y decir, en mi japonés laboriosamente aprendido tras varios miles de horas de anime:

Konichi wa, Iesu-san. Yoroshiku.

Toma ya. Taira permaneció impasible, cosa con la que había contado, pero la reacción de su hermano fue recompensa suficiente. Intentó ocultar el placer que le producía encontrarse una gaijin tan excepcionalmente culta y civilizada y se inclinó hacia mí tan ceremoniosamente como había hecho yo con él. Luego lanzó al aire una parrafada en japonés de la que sólo pillé alguna palabra suelta y a la que contesté:

Sumimasen. Watashi wa nihongo wo hanashimasen.

Lo había saludado, le había preguntado cómo estaba y, tras haber cumplido las formalidades, le decía cuánto lamentaba no hablar japonés. Todo ello (estaba segura) con un acento impecable y una entonación perfecta.

—Entonces será mejor que hablemos su idioma, Viola-san —respondió él con una sonrisa que me hizo preguntarme cuánto le cambiaría la cara a su hermano si algún día se decidía a realizar una proeza semejante.

—Desde luego, será mucho más cómodo para mí —dije, devolviéndole la sonrisa.

Taira chasqueó la lengua, irritado, seguro, por toda aquella cháchara que le estaba haciendo perder su valioso tiempo.

—Veo que su hermano es el hablador de la familia, Iesu-san —añadí.

El pobre hombre tosió como si se hubiera atragantado, pero en realidad estaba conteniendo la risa.

—Hay días en que nos cuesta horrores hacerlo callar —me respondió.

Me caía bien el tipo, desde luego. Una versión humana de Taira, en cierta forma.

Bokken —dijo éste, arruinando el momento—. Vamos.

Iesu inclinó la cabeza ante su hermano y, con un gesto elegante, nos franqueó el paso a la casa. Nos descalzamos en el porche y entramos en una habitación que, por lo que parecía, era un taller. Varias katanas de madera se alineaban en media docena de soportes en una de las paredes, y al otro lado había un banco y una mesa de ebanista, o algo muy parecido.

—¿Las hace usted? —le pregunté al hermano de Taira.

Éste asintió. Me acerqué a la pared y recorrí las espadas con la mirada. Eran una maravilla, sin duda, una auténtica obra de arte. Desde otro punto de vista no eran más que palos ligeramente curvados, claro. Pero había algo fascinante en su minimalismo, en el modo preciso en que se había eliminado todo lo innecesario de ellas hasta que habían sido convertidas no en una espada, sino en la idea de una espada.

Acerqué una mano y, con cuidado, como si estuviera en presencia de algo frágil, seguí la superficie de una de ellas con la yema de los dedos.

—Son maravillosas —susurré.

Taira chasqueó de nuevo la lengua. Iesu inclinó la cabeza y me dio las gracias.

—Hago lo que puedo con mis torpes manos —dijo—. Me alegra que alguien pueda apreciarlas.

—Elige —dijo Taira de pronto.

—¿Cuál? —pregunté.

—Elige —insistió Taira.

Interrogué a Iesu con la mirada. Éste se encogió de hombros.

Recorrí todas las espadas. Di media vuelta y las recorrí de nuevo. Elegir. ¿Cuál? Todas eran hermosas y, en cierto modo, todas me parecían iguales. Aunque me habría cortado la lengua antes de decirlo en voz alta.

De pronto, mi vista se detuvo en una que antes me había pasado desapercibida. Estaba en uno de los soportes más bajos, a un lado, y era algo más oscura que las demás. Me acerqué y la sopesé con cuidado. Era enormemente liviana y, al sostenerla por la empuñadura, me pareció que había sido hecha ex profeso para encajar en mi mano.

Me volví a los dos hermanos.

Taira permanecía impasible. Iesu sonreía.

—Gran elección. Uno de mis mejores bokken —dijo—. Y perfecto para usted, Viola-san. O, si me permite el atrevimiento, lo será después de unos pequeños ajustes.

No entendía de qué estaba hablando pero dije:

—Claro.

Sin dejar de sonreír, se acercó a mí. Con delicadeza, recorrió mis brazos y luego contorneó mis manos. Me pidió que dejara la espada a un lado y alzara los brazos, con las palmas hacia arriba. Así lo hice y él se quedó observándolas unos instantes. Luego tomó mis manos entre las suyas y apretó con mucho cuidado.

Finalmente asintió, tomó la espada de madera y se retiró al rincón donde estaba su taller. Estuvo trabajando varios minutos y ni Taira ni yo nos movimos en ese tiempo. Cuando regresó, el bokken no parecía distinto.

No tardé en comprender lo equivocada que estaba. En cuanto puse mis manos alrededor de la empuñadura me di cuenta de que no sólo era distinta, sino de que ni siquiera era la misma espada. Antes me había parecido que encajaba perfectamente en las manos. Ahora sentía que aquel pedazo de madera era justo lo que necesitaba para que mis manos estuvieran completas.

Alcé la espada y volví a bajarla, tal como recordaba haber visto hacer a Taira. Era como una prolongación de mi cuerpo. Realicé un par de filigranas de samurái, de esas que uno ha visto cientos de veces en las películas. De algún modo, con aquello en las manos, mis brazos parecían moverse solos hacia el lugar adecuado y en el tiempo preciso.

—Es increíble —dije.

No pude evitarlo, me incliné hacia Iesu y dije:

Arigato gozaimashita, Taira Iesu-sama.

Él me devolvió la reverencia y dijo:

—El placer es mío, Viola-san, por favor. De veras. Hacer el bokken fue un placer. Pero terminarlo para usted ha sido justo lo que le faltaba. Soy yo quien debería darle las gracias.

No sé qué habría dicho a continuación, seguramente cualquier torpeza que me habría devuelto inmediatamente a mi estado de tosca gaijin carente de educación y buenos modales. Pero, por suerte, Taira vino en mi ayuda rompiendo por completo el encanto del momento y diciendo:

—Entrenar. Ahora.

Confieso que estuve a punto de mandarlo a la mierda. En lugar de eso tomé aire, lo solté lentamente y saludé a Iesu con una inclinación de cabeza que él me devolvió sonriente. Luego acompañé a Taira al exterior. Con gusto le habría abierto la maldita cabeza con el bokken.

Entrenamos durante algo más de media hora. Si es que se podía llamar así a que Taira me atacase por todas partes a la vez y yo lograra, de un modo u otro, repeler la mayoría de sus ataques. No me enseñó a sujetar la espada del modo correcto ni de qué forma se paraba, se esquivaba o se contraatacaba. Asumió, simplemente, que yo aprendería a hacerlo sobre la marcha, por la cuenta que me traía.

Y tenía razón, el pequeño cabrón de mierda. Me había entrenado bien. Durante el año y pico que había estado yendo a su gimnasio se las había apañado para afinar mis reflejos y mi capacidad de reacción de un modo que sólo ahora mismo estaba empezando a comprender. De forma instintiva, paraba sus ataques y al mismo tiempo grababa en mi memoria el modo en que se movía, cómo sujetaba la espada o qué movimientos hacía.

Peleábamos (bueno, él atacaba y yo intentaba defenderme) sin protección de ningún tipo. Cuando le pregunté si no me iba a dar algo para la cara, él se había limitado a responder:

—Procura que no te dé.

Eso hice. Por los pelos, la mayoría de las veces. Y no tardé en comprender que él no estaba atacando ni con todas sus fuerzas ni todo lo rápido que podría haberlo hecho. En cierto modo, el pequeño hijo de perra sí que me estaba enseñando. Al contenerse en sus ataques me permitía aprender de ellos, y sólo cuando veía que había asimilado correctamente aquella fase incrementaba su velocidad y pasaba a la siguiente.

Cuando terminamos estaba agotada. Y, al mismo tiempo, me sentía tan bien que no quería parar.

—Ahora baño —dijo Taira, bajando la espada de golpe.

Estuve tentada de aprovechar aquello y darle un buen costalazo con mi bokken. Si no lo hice fue porque estaba segura de que eso era exactamente lo que esperaba que hiciese.

Así que bajé mi arma y dije:

—Baño. Suena bien.

—Mejor que bien, Viola-san. Baño civilizado. Nunca has probado.

¿Nunca había probado? ¿Qué coño sabía aquel maldito enano? Bueno, sabía muchas cosas, seguro, así que mejor no dar nada por sentado.

Pocos minutos después comprobaba que sí, que Taira había tenido razón. Que hasta entonces nunca había disfrutado de un verdadero baño civilizado. Sólo faltaba Paloma, allí conmigo en la tina, para que el momento hubiera sido perfecto.

Relajada y con mi bokken bajo el brazo, salí del pequeño pabellón donde estaba la casa de baños y me encontré a Taira en la puerta, tal como esperaba.

—Por favor, camina conmigo, Viola-san —dijo.

Ésa era su segunda frase completa de aquella mañana, y el que estuviera tan comunicativo casi me resultaba preocupante.

Me tendió algo que no tardé en reconocer como un estuche para mi bokken. Era un trabajo precioso, en madera lacada, con varios kanjis pintados con esmalte negro. Guardé la espada y, aprovechando la correa del estuche, me la puse en bandolera.

Con un gesto, Taira me invitó a su paseo. Cruzamos en silencio el bosquecillo de bonsáis, coronamos una pequeña loma y acabamos junto a un acantilado. A nuestra derecha se alzaban las ruinas de la mansión y, algo más allá, la llanura extraterrestre que quizá había sido un jardín alguna vez.

Taira lo señaló.

—Esto fue del hermano de mi abuelo —dijo—. Deshonró su nombre y escapó a Occidente. Vivió aquí hasta que aquello a lo que se había vendido vino a cobrar lo que se le debía.

Tres frases. Tres frases completas con su sujeto, su verbo y sus complementos. ¡El cielo iba a caer sobre nuestras cabezas! Luego, recordé lo que me había contado Iván, de que en los años setenta un japonés llamado Taira había vivido en la ciudad.

—No es importante —siguió diciendo el pequeño japonés, con una voz tranquila en la que había un distante deje de tristeza—. Pero es parte de lo que soy. Y de por qué estoy aquí. Eso no te incumbe, Viola-san, no realmente, pero supongo que mereces una explicación.

¡Maldito hijo de perra! Hablaba mi idioma mejor que yo, el muy cabronazo. Y todo aquel tiempo se había dirigido a mí con frases hechas a medias y palabras sueltas.

—Venir aquí no fue agradable para mí. Era joven y estúpido. Ahora soy viejo y un poco menos estúpido, me gusta pensar. Me gustáis. —Parecía que le estuviera costando trabajo decirlo en voz alta—. Sois toscos y superficiales. Pero, cuando se escarba en vosotros, merecéis la pena. Me alegro de haberte conocido, Viola-san.

¿Qué podía decir? ¿Que yo también me alegraba de haberlo conocido a él? Era verdad, pero en aquellos momentos decir algo así me parecía fuera de lugar. Así que guardé silencio.

—Te esperan tiempos difíciles, y me habría gustado haberte ayudado mejor a estar preparada para ellos. Pero he hecho lo que he podido, así que lamentarse es inútil. Y pase lo que pase, será cosa del karma, o del azar, o de Dios. O de los tres. O de ninguno. La ciudad está sitiada, se muere y no lo sabe. Está en medio de dos fuerzas antagónicas que la usan como campo de batalla y como premio al mismo tiempo. No sé qué podrás hacer para impedirlo. Pero sé que lo intentarás.

¿De qué estaba hablando?

Pero lo sabía. Sabía perfectamente a qué se refería. Y él sabía que yo lo sabía.

—No hay mucho más que decir. Si sobrevives, espero que me lo cuentes.

¿Si sobrevivía? Menuda forma de animarme.

—Sólo si me prometes que dejarás de hablarme como si estuvieras enviando un telegrama —dije. Y añadí, tras una pausa—: Taira-san.

Fue la primera vez que lo vi sonreír, y su rostro cambió por completo.

—Si no hay más remedio... —dijo—. Me llamo Tadamori, por cierto, ya que has decidido tutearme.

Paseamos un buen rato junto a las ruinas de la casa. Casi siempre en silencio, aunque a veces Taira se detenía, contemplaba las ruinas o le echaba un vistazo al mar que se desperezaba bajo el acantilado, y me hacía algún comentario.

Me habló de su infancia, de por qué su familia se había trasladado a Occidente. De su hermano y sus dos hermanas. De lo raro que le había parecido todo, lo incomprensible que había sido al principio cuanto lo rodeaba.

—Varado en otro planeta —dijo—. Abandonado en una costa extraterrestre, en una playa de color absurdo junto a un mar que carecía de sentido.

De su fascinación por nosotros, lo que no era nada nuevo para los suyos. La fascinación por Occidente había presidido buena parte de la vida japonesa desde finales de la Segunda Guerra Mundial, en realidad desde antes. Desde que el comodoro Perry los obligó a abrir el país a los extranjeros en el siglo XIX. Desde que los primeros jesuitas portugueses llegaron a sus costas, antes de que Tokugawa cerrara Japón durante dos siglos.

—Somos un pueblo hecho de retales. Hemos tomado de aquí y de allá, y hemos construido con eso lo que somos. Y ahora tomamos de vosotros lo que nos interesa y seguimos adelante.

Sincretismo, pensé. La palabra que, seguramente, mejor los definía.

Seguimos paseando. En silencio. El mar a un lado, las ruinas de la mansión del hermano de su abuelo al otro.

Y durante todo aquel tiempo tenía la sensación de que nada de lo que Taira me decía era lo que realmente me quería decir. Como si no encontrase las palabras. Como si las temiese.

Así que tuve que ser yo la que se lo preguntase.

—¿Qué es lo que sabes? —dije.

Se detuvo y me miró.

—Muchas cosas. Aunque la mayoría sólo las sospecho.

—Vamos, Tadamori, no me marees. Hay algo que quieres decirme desde hace rato y no te decides. Hazlo de una vez.

Suspiró.

—Ah. Impacientes y maleducados. En eso no cambiaréis nunca.

—Y a vosotros os encanta dar rodeos durante años antes de decir lo que queréis decir.

—Es la forma civilizada de hacer las cosas.

—Entonces, viva la barbarie. Habla de una vez.

Pareció resignado.

—Ya que lo pones así, Viola-san. En las próximas horas vas a enfrentarte a asuntos para los que no crees estar preparada. Pero lo estás. Toda tu vida ha conducido a este momento. Vivir lo que has vivido, conocer a quien has conocido, hacer lo que has hecho, recordar lo que recuerdas... Todo eso te ha convertido en lo que eres. Y eres la persona que se necesita en este momento. No lo olvides.

Dio media vuelta y se apoyó en el pequeño muro que nos separaba del acantilado.

—¿Ya está? ¿Eso es todo?

Se encogió de hombros.

—No —dijo sin mirarme—. Pero creo que eso es cuanto necesitas saber, al menos por ahora. Volveremos a hablar cuando todo acabe. Si es que sigues viva, claro. O si lo estoy yo.

No hubo manera de sacarle nada más. Claro, podía pillar el bokken y partírselo en la cabeza, pero dudaba de que eso me fuera a servir de mucho. Así que intenté tranquilizarme, me apoyé a su lado en el muro y, durante un buen rato, nos limitamos a contemplar el mar que rugía perezoso allá abajo.

Volvimos a la casa donde su hermano tenía el taller. Entramos por la parte de atrás, donde un hombre de brazos inmensos se afanaba en una pequeña fragua, lo que explicaba los martillazos que yo había oído al llegar.

Estaba forjando espadas, a juzgar por la media docena que tenía ya en distintos grados de fabricación. Nos vio, pero apenas nos prestó atención y siguió con su trabajo como si nada.

—Nosotros también haremos nuestra parte —dijo Taira, mientras me indicaba con un gesto que entrase en la casa.

No tenía ni idea de a qué se refería, pero supuse que lo averiguaría tarde o temprano. Siempre que saliera viva de aquello, claro, pensé con sorna.

Iesu nos estaba esperando. Nos saludó con una inclinación de cabeza y luego me tendió un pequeño paquete.

—El padre Julián estaba esperando esto —dijo—. Y qué mejor momento para tenerlo terminado que ahora.

—La semana pasada, tal vez —masculló Taira sin dirigirse a nadie en particular.

Iesu no le hizo ni caso.

—Creo que agradecerá que se lo entregue usted, Viola-san.

¿El padre Julián? ¿Quién demonios era el padre Julián? Pero la pregunta era estúpida, por supuesto, porque lo sabía de sobra.

Miré a mi alrededor. Primero a Taira y luego a su hermano. ¿Qué era todo aquello? ¿De qué iban aquellos tipos? ¿Cómo era posible que estuvieran fabricando algo para el mismo cura decrépito que era el párroco de mi cliente, que a su vez había sido amigo de la adolescencia de mi ex novio? ¿Dónde me dejaba todo ese cúmulo de casualidades?

Creo que nada de todo eso se hizo evidente en mi expresión. Me limité a aceptar el paquete y decir:

—Haré lo posible para que lo reciba.

—Estoy seguro.

No tenía nada más que hacer allí y casi era la hora de comer, así que mejor me largaba con viento fresco. Tenía la cabeza tan llena de preguntas que estaba a punto de estallarme, pero estaba claro que no era allí donde iba a encontrar las respuestas. De hecho, cada vez dudaba más que fuera a encontrar respuestas en ningún sitio. Por lo menos respuestas que me resultasen satisfactorias.

Nos despedimos ceremoniosamente y eché a andar hacia el coche. Sin embargo, me detuve a mitad de camino y me volví hacia Iesu.

—¿De qué está hecho mi bokken? —pregunté.

Sonrió.

—Los puristas afirman que la única madera posible para un bokken es el roble blanco japonés —dijo—. Sin embargo, el tuyo es de roble rojo. Y, personalmente, creo que ha sido una excelente elección.

Le di las gracias una última vez y me fui de allí.

Allí estaba, conduciendo rumbo a la ciudad, con una katana de madera en el asiento de atrás y la cabeza llena de preguntas.

Taira se había quedado con su hermano y, en realidad, lo prefería así. En aquellos momentos mis sentimientos hacia Taira era difíciles de definir.

Una y otra vez me preguntaba qué estaba pasando.

La respuesta era sencilla, de una simplicidad absurda. En una vieja ermita asturiana había una especie de dios primigenio que devoraba gente. Y una secta procedente de Wyoming había comprado el terreno donde estaba la ermita y usaba muñecas guatemaltecas vendidas por bolivianos para robar energía espiritual a los habitantes de la ciudad. ¿Con qué propósito? No lo sabía, pero presentía que no iba a tardar en averiguarlo. A eso sólo teníamos que unir unos cuantos curas que habían formado una sociedad secreta y habían ido muriendo poco a poco de formas más o menos misteriosas y una familia japonesa que tenía pinta de saber todo lo que estaba pasando.

Fácil, ¿verdad?

Sí que lo era, de no ser por el hecho de que no tenía ni pies ni cabeza, que no conseguía creerme ni la mitad de la historia y que la otra mitad me resultaba demasiado incómoda para pensar en ella. Salvo por ese pequeño detalle, las cosas estaban en su sitio, las piezas encajaban sin problemas y todo iba como la seda, gracias por preguntar. Arigato y que te den, no te jode.

Entré en la ciudad, recorrí el paseo marítimo y dejé el coche en el parking, mientras la cabeza seguía amenazándome con rendirse e implosionar y el día se nublaba cada vez más. Comí donde siempre, aunque confieso que no recuerdo muy bien qué.

Sólo después, tras el café, conseguí relajarme lo suficiente para aparcar toda aquella absurda historia (pero real, me repetía una vocecita una y otra vez, es real) y dedicarme a otras cosas.

¿Qué otras cosas?

Bueno, incluso sin contar seres sobrenaturales y conspiraciones místicas, en aquellos momentos mi vida era de por sí bastante complicada. Estaba Paloma. Y estaba Tomás. También estaba Iván, pero dado que éste había sido una constante en mi vida en los últimos años, no contaba. Ya era parte del paisaje.

En cuanto a los otros dos... ¿qué?

Nada. O todo. O algo entremedias.

Los dos me gustaban. A su manera, cada uno de ellos me gustaba mucho. Si esto hubiera sido un combate de boxeo y yo el árbitro, habría dicho que Paloma ganaba por puntos, pero por la mínima. Y la pelea aún no se había terminado, ni de lejos. En realidad, este tipo de peleas no terminaban nunca del todo.

Así pues...

Así pues, nada.

Todo eso no era más que el futuro. Y el futuro, por citar a mis amigos japoneses, no existía, sólo el ahora. El futuro era una sombra, un sueño en la mente de Buda, o de Bugs Bunny, o de Sandman, o de Philip K. Dick, para el caso.

Sólo existía el presente. Que ya de por sí era bastante complicado sin necesidad de complicarlo aún más preguntándome hacia dónde narices se estaba dirigiendo mi vida.

Miré el reloj. Hmmm. Aún tenía que recoger a Iván y, conociéndolo, no estaría listo a tiempo. Así que mejor pillaba el coche e iba a buscarlo.

Cuando salí del restaurante, la tarde se estaba dibujando en un paisaje plomizo y gris que no presagiaba nada bueno.