3
Una especie de examen
Cómo estaba la pasta
Sujétate la mandíbula
Las sospechas de mi cliente
Unos cuantos tópicos, varios lugares comunes y dos o tres
estereotipos
Aquello me vino de perlas
¿Por qué no rendirme? ¿Por qué no dejar que me encuentren, después de todo?
A la mierda. No soy yo la que está hablando. Es el frío, es el maldito cansancio, es la puñetera ciudad, totalmente vacía como si yo fuera la única habitante del mundo.
Tomo aire y miro a mi alrededor. ¿Hacia dónde?
Qué más da. Un sitio es tan bueno como cualquier otro, al fin y al cabo. Lo que importa es seguir, no darme por vencida, no dejar que me cojan. Seguir adelante, hasta que el mundo deje de estar vacío.
O hasta que ya no pueda más.
Mierda. Quién podría ser.
Iván, claro, quién si no. Sólo él podía tener un sentido de la oportunidad lo bastante retorcido para pillarme justo cuando estaba acabando de teñirme el pelo.
Abrí la puerta del portal y dejé entornada la del piso mientras terminaba.
Cuando salí del baño, Iván estaba desparramado cuan largo era sobre mi sofá y se peleaba con el mando a distancia de mi equipo de música.
—Esto está totalmente obsoleto —decía. Alzó la vista y, al verme, no pudo evitar enarcar una ceja—. Así que ése es tu terrible secreto. En realidad eres extraterrestre y te vas poniendo la piel humana por partes.
Sonreí y, sin decir nada, me senté frente a él. Desde luego, no estaba en mi momento más favorecedor, con el tinte recién puesto y el papel de aluminio sobre la cabeza.
—¿Y el tuyo cuál es? —le espeté.
Estaba desconocido. No sólo se había afeitado, pese a ser sábado, sino que se había recortado la perilla y vestía de un modo discreto y casi normal (aunque siempre en su estilo de «la ropa que no es negra no sirve para nada») que lo hacía parecer una persona respetable. Bueno, siempre que una no se fijase mucho, claro.
—¿Ha caído? —pregunté.
Se encogió de hombros.
—Esta tarde, tal vez —dijo—. Y con un poco de suerte, la tarde se convertirá en una noche interesante.
La tendría, seguramente. Iván solía saber jugar sus cartas y, dado que además aquello no parecía tener ninguna trascendencia, no se sentiría bajo presión y no la cagaría.
Cuando una mujer despertaba en Iván un interés que no fuera puramente sexual, no sólo no se preocupaba por aparentar ser una persona normal, sino que acentuaba deliberadamente sus excentricidades. Era una especie de examen; si la otra persona lo pasaba significaba que merecía la pena, según el retorcido código de valores de Iván.
Yo lo pasé. Y con nota, por qué no decirlo. Supuse que su futura conquista de aquella noche o bien no lo habría pasado o, en todo caso, no importaba, ya que el único interés que tenía Iván en ella era el de practicar gimnasia horizontal unas cuantas veces. No muchas, tampoco, porque conociéndolo, se cansaría enseguida.
Sólo que... algo no encajaba del todo.
Estaba demasiado poco comunicativo. Y si había algo que Iván no podía evitar era cotorrear conmigo de su propia vida y contarme hasta el más nimio de los detalles. Así que lo de aquella tarde era más importante de lo que parecía. O...
—Te he traído algo —dijo de repente.
Y tuve la sensación de que había estado siguiendo el hilo de mis pensamientos. Bueno, no habría sido tan raro.
—Ya. No esperaba que hubieras venido a ayudarme con el tinte. —Me puse de pie—. Ven, vamos a la terraza.
—No jodas, que hace sol.
—Por eso mismo.
Medio gruñendo, medio rezongando, me acompañó a la terraza. Me dejé caer sobre la tumbona y él tomo asiento frente a mí. Se estaba bien al sol aquella mañana; aún estaba fresco pero el día iba calentándose poco a poco. Podría haberme pasado ahí un par de horas, como una lagartija encima de una teja.
Iván no hacía más que fruncir el ceño, mirar al sol de reojo y maldecir. Vamos, en su línea habitual. Hacía tiempo que ni me molestaba en hacer ver que no me creía su pose.
—He estado investigando —me dijo—. Lo poco que encontré el otro día no me gustó nada. Siempre desconfío cuando la información que aparece sobre algo es demasiado escasa y encaja sin fisuras en lo que parece ser.
—Ya. Os pasa a todos los paranoicos.
—Quizá sea un paranoico, pero hasta a los paranoicos nos persiguen de vez en cuando. Y los tipos de la Iglesia del Dios Primigenio y la madre que lo parió son algo chungo.
—Claro, Iván. Van a traer el apoqueclipse.
—No sé lo que van a traer. A lo mejor han venido a llevarse algo. O de vacaciones. Yo qué sé. Pero se toman demasiadas molestias en ocultar su rastro. No pueden borrarlo del todo, claro, porque hay cierto grado de papeleo que tiene que cubrirse. Pero lo que pueden cepillarse se lo han cepillado y el rastro que han dejado ha sido mínimo. Si no son más que una iglesia de andar por casa, coquetona y sin pretensiones que diría el otro, no veo a qué viene todo esto.
En resumidas cuentas, se había pasado los dos últimos días haciendo por su cuenta y gratis algo que, de haberle encargado yo como un trabajo, se habría tomado con pachorra y desgana. Ah, mi Iván. No lo habría querido de otra manera. Bueno, a veces sí, para qué engañarnos.
Sacó un pen drive del bolsillo de su camisa y me lo tendió. Lo cogí y lo guardé en el albornoz.
—Hazme un resumen, anda.
—Serás vaga.
—Hombre, eso viniendo de ti hasta ha tenido gracia. Venga, hazme un puñetero resumen.
Se encogió de hombros.
—Vale. Nuestros amigos de la Iglesia del Dios Primigenio, a la que a partir de ahora llamaré Idepé para abreviar... ¿o quedaría mejor en inglés? Church of the Primal God. Cepegé. Sí, me gusta más Cepegé.
—Iván...
—Ya voy, ya voy. Bueno, son propietarios de media docena de pequeñas empresas por aquí, por allá y por todas partes, que habría dicho Paul McCartney. Perdón, sir Paul McCartney. Lo que me lleva a preguntarme... ¿hay algún inglés que no haya sido nombrado sir todavía?
Esta vez no dije nada, pero mi mirada fue suficiente.
—Venga, voy al grano. Pero así no es divertido, joder. Media docena de empresitas. Nada muy grande. Sociedades limitadas, o su equivalente en el extranjero, ya sabes. ¿Y a qué se dedican? Pues, de todo un poco. Tenemos una inmobiliaria, una fábrica de juguetes, una imprenta, una envasadora de alimentos conservados y una distribuidora de productos de artesanía.
—Dijiste media docena.
—Seis, cinco, qué más da. No me seas tocahuevos.
—Y me lo dices tú.
—Sí, creo que te lo he dicho yo.
—Vale, cinco empresas. Y qué pasa con ellas.
—Pues que por lo menos tres de ellas se han establecido aquí en el último año.
—¿En la misma ciudad?
—No, en el país, en realidad. Aunque la inmobiliaria sí que tiene su sede aquí. Y la fábrica de juguetes, en un polígono industrial cerca de la capital. La imprenta está en Madrid, creo recordar.
Me encogí de hombros.
—Todo eso parece muy poca cosa.
—Sí, es muy poca cosa. Pero son muchas muy pocas cosas. Demasiadas. No sé si me explico.
En realidad, sí, se explicaba perfectamente. Porque lo que Iván me estaba contando encajaba sin problemas en la teoría de mi cliente de que la Iglesia del Dios Primigenio era una secta con malas intenciones.
Como si las hubiera con buenas, pensé.
—En realidad, eso encaja con lo que me dijo el padre Ardente —dije.
—¿Cómo?
—Sí, mi cliente, el cura. —Caí en la cuenta en ese instante de que no le había dicho a Iván el nombre de mi cliente hasta entonces.
—¿Tu cliente es Tomás Ardente? ¿Ardente Manontropo Mastropiero Demiarma?
—Sí, se llama así. Pero ¿qué es eso de Mastropiero?
—Bueno, por su apellido, ya sabes. Parece la respuesta que daría un andaluz si le preguntasen cómo estaba la pasta.
—¿Qué?
—«Ar dente, pisha, ar dente.»
Meneé la cabeza.
—Dios, eso ha sido más patético que de costumbre.
—Ya, bueno, tenía dieciséis años cuando se me ocurrió. Tampoco me lo tengas en cuenta.
Fruncí el ceño.
—Así que conoces al padre Ardente —dije.
Aquello le pareció muy gracioso.
—¿Conocerlo? Estudiamos juntos. Era un pitagorín amanerado de mucho cuidado.
¿Juntos? ¿Mi cliente e Iván tenían la misma edad? ¿Le había echado tres o cuatro años más que yo y ahora descubría que me sacaba más de diez?
—Sí, hija, sí. Se conserva de vicio el muy cabrón, ya lo sé. Aunque cuando éramos adolescentes ni lo habrás mirado.
Quizá no. Claro que, cuando era adolescente, tampoco habría mirado a Iván, si vamos a eso.
—Un pitagorín de mucho cuidado, ya te digo. Un sabelotodo amanerado.
—No como tú.
—Yo era un geek con un punto nerd, cariño, no te engañes.
—Un puto friqui, vaya.
—Sí, vale, pero él era un empollón sabelotodo. La niñita del profe. El delegado de clase. El que siempre respondía de forma oportuna y le caía bien a todo el mundo. El...
No dije nada, pero la envidia era claramente perceptible en la voz de Iván. Así que Ardente había sido tan raro y tan sabelotodo como él, pero popular. Algo que Iván no fue durante toda su adolescencia. El cabrón, debía de pensar Iván, tenía lo mejor de ambos mundos y eso no era justo.
—O sea, que él follaba y tú no —dije sin darme cuenta de lo que hacía.
Iván se detuvo y me fulminó con la mirada. Me arrepentí casi al instante de haberlo dicho. Sólo pretendía lanzarle un zarpazo, arañarlo un poco, simplemente jugar, como solíamos hacer; pero me di cuenta enseguida de que me había pasado y por qué.
No importaba el éxito que Iván pudiera tener ahora: dentro de él seguía habiendo un adolescente tímido, retraído e incapaz de socializar que veía con rabia cómo los demás tenían lo que a él se le negaba. Una criatura frágil, rencorosa e inestable que aportaba algo indefinible aunque importante al todo que era Iván pero que, cuando se volvía dominante, resultaba insufrible. Y peligrosa.
—Lo siento —dije.
Aquello lo apaciguó al instante. Sabía que pocas veces pido disculpas y que, esas pocas, es porque lo siento de verdad. Así que su adolescente acomplejado volvió al reino de las sombras y el Iván que prefería volvió a tomar el control.
—Da igual. Sí, el cabronazo era un sabelotodo atractivo y con modales de encantador de serpientes. Así que follaba. No sé muy bien qué se follaría, porque parecía irle de todo, pero seguro que lo hacía. Hasta que sintió la llamada de Dios. —Meneó la cabeza, riendo entre dientes—. Joder, Ardente Mastropiero, nada menos. Y es tu cliente. Tiene gracia. Y seguro que tiene pinta de cuarentón atractivo. —Más bien de treintañero, pensé, pero me abstuve de decirlo en voz alta—. Y ya con el trajecito negro y el alzacuellos será para mojar las bragas.
Sonreí.
—Vale, de vicio. Bueno, da igual. Así que es él quien te ha traído el asunto.
—Sí, y quiero que lo investigues.
Aquello lo pilló por sorpresa, aunque vi que la idea le agradaba.
—¿Por qué?
—Bueno. Como tú dices, es un jesuita atractivo, con pinta emprendedora. Y a su edad debería estar picando alto, en lugar de ser el coadjutor de una parroquia de mala muerte.
Iván se llevó la mano al mentón y se rascó la perilla.
—Hmmm. Sí, suena sospechoso. Claro que a mí todo me suena sospechoso.
Se fue pocos minutos después, tras preguntarme si pasaría aquella noche por el Avalón (a lo que respondí que sí, aunque hasta entonces no había pensado en ello) y yo volví adentro, tras comprobar que ya me tocaba quitarme el tinte.
Debería haberme pasado por el gimnasio aquella tarde. Taira ya me iba a hacer sudar la gota gorda por haber estado casi una semana sin aparecer por allí y, cuanto más lo postergase, peor sería.
No me diría nada, claro. Se limitaría a mirarme desde abajo como si en realidad midiera tres metros más que yo y menearía la cabeza sin tan siquiera molestarse en parecer decepcionado. Al fin y al cabo, qué otra cosa podría haberse esperado de una gaijin larguirucha y sin sentido de la disciplina. A cada uno lo suyo. El karma es el karma y todas esas cosas.
Luego, me habría machacado sin piedad y sin perder la compostura ni un solo instante y se las habría apañado para que me sintiera tan mal que, con tal de conseguir medio alzamiento de ceja casi aprobatorio, me pasara las siguientes tres horas entrenando como si el mañana no existiera.
No, la verdad es que no tenía ningunas ganas. Y tenía otras cosas que hacer.
Llamé a la comisaría para asegurarme de que Morales estaba por allí. Estaba.
—Cuando llegues pide que me avisen —me dijo—. Ya bajo yo. Y trae la carpeta con los documentos esos que querías que viese.
Asentí a todo lo que me dijo, por más extraño que lo encontrase. Pero Morales no hacía las cosas sin motivo y supuse que ya me enteraría del porqué de todo aquello.
Busqué una carpeta por casa y ya casi había desesperado de dar con algo que me sirviera cuando la encontré bajo un montón de cómics de Iván. Siempre podría haberme acercado a una papelería, o incluso pasar por el despacho. Pero tenía como norma no acercarme a la oficina los fines de semana y era una de las pocas normas que no me gustaba romper.
Así que hice lo que me pedía y no tuve que esperar mucho. Apareció al cabo de un rato, con ese caminar suyo que lo hacía parecer siempre con prisa y un portafolio marrón bajo el brazo.
—Vamos a la cafetería —dijo.
No es que me volviera loca de entusiasmo la idea, pero supuse de nuevo que Morales tendría sus motivos y que éstos serían buenos.
Encontramos una mesa libre en un rincón y durante varios minutos charlamos de trivialidades mientras él saludaba aquí y allá y yo misma devolvía algunos saludos y aguantaba alguna que otra frasecita estúpida y un par de ataques de nostalgia de una época que, la verdad, no echaba nada de menos.
—Supongo que esto era lo que querías que viera —dijo Morales cuando consideró que había pasado el tiempo suficiente y ya nadie nos prestaba atención—. Deja que le eche un vistazo, anda.
Le tendí la carpeta y él la abrió, procurando que su contenido no fuera visible para nadie y haciéndolo de modo que pareciese totalmente natural. Era bueno.
—Hmmm. Ya veo. Moderadamente interesante. Quizá podamos sacar algo de aquí, aunque no te prometo nada. —Su tono de voz cambió de repente—. Una inspección. Están tocahuevos. —Siguió hablando normal—. La verdad es que estas cosas pasan, Uve, ya lo sabes, y no creo que nosotros podamos hacer gran cosa. Pero bueno, lo miraré.
Posó la carpeta en su mesa e hizo como que pasaba su contenido al portafolio que llevaba. En realidad, dado que la carpeta que había traído estaba totalmente vacía, lo que hizo Morales fue justo lo contrario.
Joder, sí que era bueno. Habría podido ganarse la vida como carterista.
—Sujétate la mandíbula, anda, que se te va a caer —me dijo cuando hubo terminado su pase de manos.
—Lo siento —dije—. No conocía esa faceta tuya.
Se encogió de hombros.
—Todos fuimos cocineros antes que frailes, ya sabes.
—Sí, pero la mayoría trabajamos en McDonald’s, no con Ferrán Adrià.
—Eh, sin insultar.
—Sí, me he pasado. Lo siento.
—La verdad es que está todo patas arriba últimamente —dijo, cambiando de tema de pronto—. Desde que pillaron al antiguo comisario con las manos en la masa... están un poco paranoicos. Quién puede culparlos.
Asentí. Había seguido la historia a través de los periódicos, no demasiado interesada. La corrupción del antiguo comisario de policía era ya un secreto a voces en la época en que yo estaba en el cuerpo. El que hubiera terminado pasándose de listo, cometiendo un error y quedando con el culo al aire había sido cuestión de tiempo, simplemente. Cuando te acostumbras a que todo te salga bien, te vuelves más atrevido y, tarde o temprano, te crees intocable. El resultado es que acabas pifiándola y te pillan.
—¿Y qué tal el nuevo?
—No sé. Joven, lleno de nuevas ideas y dispuesto a barrer la casa hasta dejarla limpia. Hará lo que pueda, supongo. —Dudó unos instantes—. Parece honrado —añadió.
Lo que me había pasado Morales no era gran cosa. Y, al mismo tiempo, sí que lo era.
El índice de crímenes violentos en el barrio de San Andrés había descendido de un modo espectacular en los seis últimos meses. Hasta el extremo de que se había convertido en una de las zonas más seguras y tranquilas de la ciudad. La actividad de las bandas callejeras, hasta entonces en aumento, había descendido también considerablemente. De hecho, buena parte de ellas parecían haber desaparecido.
No había ninguna explicación oficial para aquel cambio de comportamiento. Ni siquiera una especulación extraoficial. Simplemente, había ocurrido así.
Morales había añadido algo de su puño y letra a los papeles que me había pasado:
Nadie dice nada porque la política oficial es atribuirnos el mérito y colgarnos unas cuantas medallas. Pero los rumores de pasillo y de cafetería apuntan a la nueva iglesia que me has comentado. El Dios Primordial, o algo parecido.
Lo curioso es que nadie parece saber dónde tiene su sede. Seguro que sus fieles se reúnen en algún sitio, pero por lo que sabemos bien podrían estar haciéndolo en plena calle.
No sé si tiene algo que ver, pero sospecho que sí. Hará aproximadamente ocho meses, una empresa estadounidense compró el viejo caserón de los Cuervo. No sé si lo conoces, porque en realidad mucha gente apenas sabe de su existencia. Está fuera de la ciudad, aunque no muy lejos y, de hecho, queda bastante cerca del barrio de San Andrés. Es una vieja casona indiana que lleva abandonada más de medio siglo. Problemas de herencia, creo.
El caso es que las actividades de la Iglesia empezaron poco después de la compra y acondicionamiento del caserón, y los índices de delitos violentos no tardaron en caer tras eso. No sé qué relación puede haber, pero quizá sea una buena pista para que la sigas. Y a lo mejor el caserón es la sede de la Iglesia. Desde luego, no parece que sus propietarios lo hayan dedicado a ninguna otra cosa. En principio se rumoreó que iban a construir un hotel rural, pero no ha habido nada en concreto al respecto.
Siento no tener más información. Espero que esto te sirva de algo.
Me servía. Entre otras cosas porque la empresa inmobiliaria de la que Iván me había hablado y que era propiedad de la Iglesia del Dios Primigenio bien podía ser la que había comprado el caserón de los Cuervo. Así que las cosas encajaban. No era mucho, pero era algo.
Recordaba el sitio, aunque no había estado por allí cerca en mucho tiempo.
Se alzaba, como decía Morales, fuera de la ciudad aunque por los pelos, en un promontorio bastante solitario cerca de las montañas. Era un edificio grande, sólido y que parecía dominar todo el paisaje. Por lo que recordaba, estaba lo bastante cerca del barrio de San Andrés para que se pudiera ir andando desde allí. Veinte minutos caminando, quizá media hora como mucho.
Eso explicaba también por qué durante mi visita no había visto el menor rastro de la Iglesia del Dios Primigenio.
Y el que estuviera fuera de la ciudad, en una finca aislada, daba credibilidad a las sospechas de mi cliente. Quizá fuera, después de todo, una secta peligrosa.
De hecho, todo apuntaba a ello. Su procedencia norteamericana, el modo sutil y discreto en que se movían, las cinco pequeñas empresas de las que eran propietarios... El caserón de los Cuervo era el lugar perfecto para acoger pequeños grupos y lavarles paulatinamente el cerebro, por qué no.
En cuanto al descenso de la delincuencia del barrio, parecía un indicador más de que lo que se estaba cociendo allí no era precisamente bueno.
Ni idea de cuáles eran los propósitos de la Iglesia del Dios Primigenio, pero era evidente que el primer paso que habían emprendido era controlar casi por completo el lugar donde se habían establecido.
Convierte a diez o doce y que ésos te traigan unos cuantos más. Convierte a esos cuantos más y mándalos por otros. Y, antes de que te des cuenta, tu «palabra» se ha extendido por todo el barrio. Si tu técnica es eficaz, el producto que vendes suena atractivo y te mueves con cuidado y sin llamar la atención, puedes controlar tu entorno en poco tiempo. En realidad, no tardas en crear una especie de parainstituciones que son las verdaderas autoridades del barrio: tu propia policía, tu servicio de orden y vigilancia, los encargados de cada manzana de pisos, los...
Era, pensé con una sonrisa, como una de esas invasiones alienígenas de la ciencia ficción de los años cincuenta, como Los ladrones de cuerpos o Amos de títeres. Te infiltrabas poco a poco, infectabas a unos cuantos elegidos y dejabas que ésos fueran propagando la infección. En unos días, unas semanas, la ciudad era tuya. Y luego, el mundo.
Detuve mi fantasía. No habían sido ni tan rápidos ni tan eficaces (la iglesia católica y la evangelista seguían teniendo clientes, después de todo) y seguramente sus ambiciones no rebasarían el barrio, al menos durante un tiempo. Fueran lo que fueran aquellos tipos, eran precavidos, se movían despacio y hacían las cosas con cuidado. Lo último que querían era llamar la atención.
Pero, claro, todo aquello no eran más que especulaciones. Cierto que mi cliente no era ningún tribunal; no necesitaba pruebas irrefutables, pero los indicios que le llevase tendrían que ser lo bastante convincentes.
Lo que tenía hasta ahora era, posiblemente, lo mismo que había tenido el padre Ardente cuando decidió contratarme: pequeñas pistas, sospechas a medio confirmar. Poco más.
Tenía un rastro de papeles, eso sí, que conectaban la Iglesia con el caserón de los Cuervo (tenía que comprobar aún si la propietaria era la misma empresa inmobiliaria que me había mencionado Iván) y con varias pequeñas empresas. Todo ello, en sí mismo, bastante inocente, aunque en el contexto adecuado podía parecer otra cosa.
Si quería ganarme los cuartos tenía que conseguir algo más sólido.
Tenía al Retrepao metiendo sus narices por allí. Quizá no me consiguiera nada. O tal vez sí.
Y, por supuesto, había algo que podía hacer yo misma. Si el caserón de los Cuervo era la sede de la Iglesia del Dios Primigenio, me acercaría por allí. Por qué no. Estaba segura de que mi anterior visita al barrio no había pasado desapercibida, así que podía seguir con el asunto un poco más.
Una turista, una curiosa que se acercaba atraída por una nueva religión. Torpe, bienintencionada y posiblemente algo estúpida. Mentalmente, fui componiendo el personaje y no tardé en tenerlo listo.
Pero no hoy, me dije.
Era sábado, se estaba haciendo tarde y era hora de que cenase algo y me preparase para salir. Demasiado trabajo y nada de diversión... Bueno, ya sabéis, el viejo dicho. Lo que sea.
El Avalón estaba tan lleno los sábados como vacío durante la semana. Lo cual era un problema, porque no destacaba precisamente por su tamaño.
Me las apañé como pude para llegar hasta la barra. Por suerte, no necesité pedir: en cuanto me vio, Paula ya me estaba preparando un vodka, que no tardé en apurar de un trago. El segundo vodka me estaba esperando cuando posé el vaso vacío. Le di las gracias a Paula con una sonrisa, pagué y traté de moverme hacia el fondo del local.
Tuve éxito, más o menos. Buscar un sitio donde sentarme era perder el tiempo, pero con un poco de suerte, habría por allí algún conocido.
No me equivocaba.
Iván estaba sentado en la mejor mesa del bar y con él estaba la que sin duda era la causante de su actual aspecto. Al verla comprendí unas cuantas cosas. Físicamente era el tipo de mujer que siempre lo había vuelto loco: rubia, con un rostro ligeramente aniñado, una delantera de primera categoría, una buena mandíbula, una barbilla algo puntiaguda y unos ojos claros (seguramente azules, aunque con aquella luz era difícil de decir) que parecían estar permanentemente al borde del llanto. Estaba hablando con Iván y éste parecía embelesado con lo que ella le decía. En realidad, me dije mientras me acercaba a ellos, era el prototipo encarnado de su fantasía sexual favorita.
Iván me vio enseguida y me hizo una seña para que me acercase, cosa por lo demás inútil porque era justo lo que estaba haciendo. Su acompañante siguió la dirección de su mirada y, al verme, fingió de forma automática una indiferencia que no me engañó ni por un momento. Estaba siendo examinada, evaluada y puntuada, todo ello en menos de un picosegundo.
Debí de aprobar, porque me di cuenta de que no le gustaba lo que estaba viendo. O, en otras palabras, que me consideraba peligrosa. Allá ella.
Iván hizo las presentaciones mientras buscaba una silla y las dos intercambiamos un par de besos de esos que nunca alcanzan la mejilla y quedan siempre en el aire a medio camino de ningún sitio. Luego me senté en la silla que Iván había conseguido, no sé cómo, y la conversación no tardó en derivar exactamente al sitio al que me había imaginado que derivaría.
—Cuántas ganas tenía de conocerte —dijo la chica, que me había sido presentada como Carmen—. Iván no hace más que hablar de ti.
Contuve un «Pues a ti no te ha mencionado jamás», decidí ser buena y asentí con una sonrisa.
A partir de ahí recorrimos unos cuantos tópicos, varios lugares comunes y dos o tres estereotipos, todo ello en rápida sucesión. Ella se desvivía por ser simpática, agradable e interesante. Era evidente que quería caerme bien, como si mi aprobación fuera algo imprescindible para que las cosas funcionaran entre Iván y ella.
Estuve a punto de decirle que no se molestara. A aquellas alturas, Iván estaba tan decidido a llevársela a su cama que nada ni nadie lo habría hecho cambiar de idea.
Y, por otro lado, no me cayó mal. Resultaba evidente que era alguien «de fuera», una intrusa en nuestro mundo. Sin nuestras referencias o nuestros chistes privados, sin entender del todo nuestro sentido del humor o pillar de qué hablábamos. Pero parecía lo bastante ansiosa por entrar en todo aquello, así que, quién sabe, quizá era una buena candidata, después de todo.
E Iván, como buen representante de su sexo, estaba encantado de ser el sabio profesor que llevaría a su entusiasta alumna por el buen camino, le abriría los ojos a un mundo nuevo y le mostraría cómo eran realmente las cosas, aprovechando de paso para demostrar lo brillante que era y cuánto sabía. Y a ella, por otro lado, le entusiasmaba verlo desplegar todo su plumaje.
Así que a lo mejor la cosa hasta salía bien. Por un tiempo, al menos. Hasta que la parte más perezosa de Iván pasara al frente y éste dejara de esforzarse por ser encantador, ocurrente y atento.
¿Cuánto tiempo? En buena medida dependía de ella. Podían ser meses. O años. O a lo mejor toda la vida, no había forma de saberlo.
No tardó en irse al servicio y me di cuenta de que lo hacía deliberadamente. Quería dejarnos a solas a Iván y a mí.
—¿Qué opinas? —me preguntó éste en cuanto Carmen estuvo fuera de nuestra vista.
—No está mal —dije.
En realidad estaba bastante bien. Y con dos o tres copas encima hasta yo misma habría intentado tirarle los tejos. O a lo mejor no, al menos aquella noche, no me sentía de ese humor.
—Joder, claro que no está mal —dijo Iván—. Es...
—Sí, ya lo sé. Parece una mezcla bien hecha de las seis o siete tías que han sido tu fetiche todos estos años.
Asintió vigorosamente.
—¿Te lo puedes creer?
Claro que me lo podía creer. Acababa de verla, ¿no?
—Ahora sólo falta que funcionéis en la cama —dije.
Él sonrió.
—Me esforzaré.
—Ya, claro que lo harás. Por lo menos al principio. ¿Y luego?
—¿Luego? Luego no existe. No voy a ponerme a hacer planes.
Sonaba alegre, intrascendente, despreocupado, pero me di cuenta de que mis palabras le habían bajado un poco el subidón. Intenté ser buena y no pincharlo demasiado.
—Tiene buena pinta. Igual sale bien.
—Eso espero. La verdad es que... —Dudó unos instantes—. Bueno, me gusta más de lo que parece.
—Pues ya tiene que ser mucho, porque lo que parece es bastante.
Sonrió.
—¿Tanto se me nota? —No esperó respuesta—. Sí, la verdad es que sí.
Así que, después de todo, fui buena y lo tranquilicé. Hasta condescendí a darle mi aprobación a la chica que, en el fondo y como ella misma había intuido correctamente, era lo que Iván quería desde un principio.
No tardó en volver del servicio. Nos escrutó rápidamente con la mirada, pareció decidir que todo estaba bien y nos preguntó si queríamos algo.
Yo decidí bajar del vodka a la cerveza e Iván se abandonó a los placeres innombrables de la tónica. Así que Carmen se fue y consiguió volver en un tiempo récord con nuestras bebidas y la suya. Hmmm. Atractiva y eficiente. Una joyita.
¿Y ese sarcasmo? ¿Qué demonios te pasa?
Bueno, estaba claro lo que me pasaba. No eran celos, pero sí un poco de envidia. Después de todo llevaba una buena temporada sin que me inspeccionase una mano que no fuera mía, y la idea de que Iván y ella no tardarían en pasarse lo que quedaba de noche follando como conejos me hacía sentir un poco amargada.
Luché para que no se me notara y durante los siguientes minutos fui toda sonrisas y cordialidad. Ella desconfiaba, creo, y seguía sin tenerlas todas consigo. Pero supongo que acabó aceptando que todo estaba bien, que no me iba a interponer entre su machito ansioso y ella y que podíamos (con cuidado y sin abandonar las precauciones, que nunca se sabe) ser más o menos amigas. O algo parecido.
Se fueron media hora más tarde, y la verdad es que lo agradecí.
A aquellas horas el Avalón se iba vaciando poco a poco. La gente empezaba a irse en busca de otro tipo de garitos. Mejor. Porque la verdad es que en aquellos momentos no me vendría mal un poco de tranquilidad.
El ambiente se despejó algo, ataqué mi tercera cerveza y me entretuve un rato contemplando la fauna local. Por suerte, no parecía haber ningún pesado a la vista; todos se debían de haber ido ya de caza a otro sitio.
No me sentía bien. Era una tontería, porque me alegraba sinceramente por Iván y esperaba que las cosas le fueran bien. Pero algo dentro de mí se agitaba, inquieto, y me tenía al borde de la silla. Y al mismo tiempo, me sentía cansada, quizá algo harta.
—¡Viola!
¿Quién demonios me llamaba por mi nombre completo?
Alcé la vista y me encontré con el rostro redondo y sonriente de Paloma. Alguien debía de velar por mí allí arriba, porque verla acercarse resultó ser todo lo que necesitaba para animarme en aquellos momentos.
Aunque era evidente que no había venido sola, no tuvo ningún inconveniente en deshacerse de su grupo y sentarse conmigo. Confieso que me pareció raro verla allí. Estaba acostumbrada a sus modales pausados y tranquilos en la oficina, al modo sin prisas en que lo hacía todo, como si no mereciera la pena despertarse por completo para hacer aquel trabajo. Y de pronto me encontraba frente a una hormiguita activa que no paraba de moverse, de sonreír y de parlotear.
Y, quién lo hubiera pensado, todo aquello me vino de perlas.