5
Descansa en paz, viejo amigo
El tópico del alfeñique
japonés
¿Estaba tensa?
Era como un maldito niño
Estaba para comérselo
No me gustan las casualidades
Pero a veces pasan
implemente el Mal
Pienso en Iván y soy incapaz de recordar su rostro. Pienso en el padre Ardente y ya no recuerdo las últimas palabras que me dijo. Pienso en Taira, en su cuerpo menudo y su rostro inexpresivo, en el modo en que economizaba las palabras y la forma afilada en que se movía. Pienso en Paloma, la deliciosa Paloma que no sé si me echará de menos o se encogerá de hombros y volverá al trabajo como si nada hubiera pasado.
Todos ellos fueron partes de mi vida. Yo fui parte de la suya.
¿Me recuerdan?
¿Existen, tan siquiera?
No aquí, desde luego. Aquí lo único que existe es el silencio. El frío que lo envuelve todo. La sensación de estar siendo perseguida y de que, no importa adónde vaya, darán conmigo.
Eso es todo mi mundo. Y es como si siempre hubiera sido así.
Pero sigo caminando. ¿Puedo hacer otra cosa?
El lunes amaneció frío y desapacible.
El cementerio parecía congelado en el tiempo; una especie de ciudad en miniatura de épocas pasadas, confusa en medio de su esplendor y su decrepitud.
El padre Ardente se había puesto el uniforme completo para la ocasión, estola e hisopo incluidos, y rezaba parsimoniosamente en latín mientras los empleados municipales introducían el barato ataúd en el nicho.
A mi lado, Iván contemplaba la ceremonia con cara de póquer.
Y yo ni siquiera era capaz de sorprenderme por habérmelo encontrado allí.
Los empleados terminaron de introducir el féretro en el nicho y no tardaron mucho en taparlo con unos cuantos ladrillos y algo de cemento. Con el borde de la espátula, uno de ellos escribió «RIP» en el cemento fresco y luego, tras saludarnos a los tres, se fueron de allí.
El padre Ardente se deshizo de la mayor parte de los útiles del oficio. Plegó cuidadosamente las ropas que acababa de quitarse, las introdujo en una bolsa de tela que había sobre un nicho vacío y luego depositó la bolsa en el suelo.
—Descansa en paz, viejo amigo —murmuró después—. Ojalá hayas encontrado la paz que te esquivó todos estos años.
Se persignó y le oí susurrar algo que parecía latín. Un padrenuestro, tal vez. Tras terminar sus rezos volvió a persignarse y tomó aire, como si hasta aquel momento hubiera contenido la respiración.
Sólo entonces se volvió a nosotros y nos miró. Estuvo a punto de sonreír al ver a Iván, pero se detuvo a mitad del gesto.
—Señorita Mercante... Iván... No esperaba verlos por aquí a ninguno de los dos —dijo.
—Bueno, Mastropiero, la vida está llena de sorpresas —respondió Iván.
Sonaba hostil, pero en realidad estaba simplemente nervioso. Y sus palabras me venían al pelo para lo que llevaba un buen rato queriendo decir:
—Mira quién habla.
Iván se mordió el labio.
—Hace dos días me entero de que mi cliente y tú sois antiguos compañeros de clase. Vale, ¿por qué no? Pero cuando resulta que los dos conocíais a mi confidente lo bastante para que uno se encargase de sus exequias y el otro venga al entierro...
—En realidad, señorita Mercante... —empezó a decir el padre Ardente.
Lo detuve con un gesto.
—No, no quiero explicaciones. Por lo menos, ahora no.
Tomé aire y descubrí que yo sí que estaba enfadada, y no terminaba de saber muy bien por qué.
Miré a Iván. Miré a mi cliente. Contemplé el anodino nicho donde estaba el Retrepao. Volví a tomar aire y traté de tranquilizarme.
—Esta noche —dije—. A las nueve, en mi casa. Ahora no, lo siento.
El padre Ardente abrió la boca, se lo pensó mejor y no dijo nada. Iván se limitó a encogerse de hombros. Bien por él. Me conocía lo bastante para saber que era mejor no discutir conmigo en aquellos momentos.
—Tengo que irme.
Di media vuelta y me largué de allí antes de que ninguno de los dos pudiera decir nada. Recorrí el cementerio como si tuviera prisa, como si algo estuviera a punto de echar a correr tras de mí. Salí al fin, me acerqué al coche y descubrí que todo el rato había estado con los puños apretados.
Entré en el coche y traté de tranquilizarme. Mi éxito fue más bien moderado, la verdad.
Mientras me cambiaba de ropa me pregunté por qué me había sentido así en el cementerio.
Al fin y al cabo, ni el padre Ardente ni Iván habían hecho nada malo y yo me había comportado como si creyera que eran parte de una conspiración. Bueno, y seguía sintiendo que en cierta manera lo eran.
Terminé de ponerme el kimono, me até el cinturón y salí de los vestuarios.
No había mucha gente en el gimnasio a aquellas horas, así que hice los ejercicios de calentamiento sin que nadie me molestara y pude disfrutar a mi antojo de algunas de las máquinas. Frase que, sacada de contexto, contenía unas implicaciones... Pero mejor lo dejábamos.
Cuando terminé, Taira me estaba esperando en el tatami, por supuesto.
Era bajito. Me llegaría a los hombros poniéndose de puntillas, tal vez. Delgado. Con un rostro apacible medio oculto por unas gafas enormes de montura de pasta. El tópico del alfeñique japonés que podía apalizar a un ejército con una mano atada a la espalda. Y, como pasaba muchas veces con los tópicos, era cierto. Es lo que tiene la realidad, que le preocupa más bien poco resultar original.
Y, para completar el estereotipo, hablaba con frases entrecortadas a las que faltaba la mitad de las palabras.
—Mercante —me dijo al verme—. Perezosa. Sin disciplina. ¿Estoy a tu disposición?
Sin alzar la voz ni cambiar el tono indiferente, lo hizo sonar como un reproche. Sabía de sobra que me había visto llegar al gimnasio y que, mientras yo me cambiaba, él hacía otro tanto, se preparaba con un par de estiramientos y se dirigía al tatami en el que solíamos entrenar. O sea que sí, que estaba a mi disposición, y era así por su propia voluntad. Los dos lo sabíamos, y los dos sabíamos también que yo nunca diría nada de eso.
Incliné la cabeza en un saludo y murmuré que lo sentía.
—Sí —dijo él—, sientes ahora y sentirás más después.
Me iba a doler, eso era cierto. Llevaba más de una semana sin aparecer por allí y, aunque ambos habíamos convenido que era imposible tener un horario regular y planificado, también habíamos llegado al acuerdo de no estar más de tres días sin entrenar.
Aunque quizá la expresión «llegar a un acuerdo» era decir demasiado. Taira no se distinguía por su locuacidad, precisamente.
Llevaba unos quince días yendo por aquel gimnasio y preguntándome quién sería aquel japonés bajito de mediana edad al que veía siempre que pasaba, cuando salió de la pequeña oficina en la que parecía pasarse las horas leyendo (y anotando algo de vez en cuando en una enorme libreta), se quedó parado un rato frente a mí y me contempló inexpresivo mientras yo, a mi aire, trataba de encontrar una serie de ejercicios que me resultaran cómodos.
—Débil —le oí decir al cabo de un rato. Me sorprendió que pronunciase las eles con toda claridad—. Pero rápida. Buenos reflejos.
Me volví, lo miré y me pregunté qué querría. Él se ajustó aquellas gafas enormes y estuvo a punto de sonreír. Sus ojos lo hicieron, o eso pienso al recordarlo ahora.
—Puedo ayudar. Si tú dispuesta.
Tuve que morderme la lengua. Faltó poco para que no pudiera evitar soltar: «¿Dar cera, pulir cera?».
Pero en lugar de eso me mantuve seria mientras me daba cuenta de que, a mi alrededor, había cesado el movimiento. Todo el mundo nos miraba, tanto los clientes como los monitores. No sabía qué era lo que había ocurrido exactamente, pero era algo que no pasaba muy a menudo, eso estaba claro.
—¿Dispuesta? —preguntó.
Y yo dije:
—Supongo.
Sin saber demasiado bien en qué me metía.
No tardé en averiguar que se llamaba Taira y que, lógicamente, era el dueño del gimnasio que llevaba su nombre. Se me había concedido un gran honor, al parecer, o eso pensaba todo el mundo. Claro que yo había elegido el gimnasio porque tenía tarifas razonables y horarios flexibles, y me quedaba cerca tanto de casa como del despacho, así que no tenía ni idea de que era propiedad de una leyenda viviente de las artes marciales. Por la forma en que lo trataban sus subordinados, de hecho, parecía que las había inventado él.
—¿Preparada? —preguntó, haciéndome volver al presente de golpe.
Aunque para golpe, el que me llevé al caer sobre el tatami. Estaba con la cabeza en las nubes y desentrenada y, lógicamente, lo pagué nada más empezar.
Del resto de la sesión, cuanto menos se diga, será mejor. Taira había prometido que lo sentiría más, y sin duda así fue. Cuando terminamos, mi cuerpo parecía un cardenal ambulante y creo que me dolían partes de él que ni siquiera sabía que existían.
Pero me encontraba bien. Tranquila. Relajada. Había soltado vapor y me sentía a gusto conmigo misma.
Taira parecía complacido. Siempre y cuando las cosas que había ido aprendido a leer en su gestualidad minimalista fueran correctas, claro, algo de lo que no estaba demasiado segura.
Saludo por aquí, inclinación por allá y marchando hacia las duchas. Bueno, más bien cojeando hacia las duchas.
Puse el agua todo lo caliente que pude y me relajé bajo el chorro. Dejar la mente en blanco no me costó gran cosa y, mientras mis poros se abrían y el cansancio se me quitaba de encima, me dejé llevar.
El vapor lo fue volviendo todo blanco a mi alrededor, y el mundo perdió definición y se convirtió en algo difuso y lejano que no tenía importancia. En aquellos momentos sólo existíamos el chorro de agua caliente y yo. Y empezaba a dudar de lo segundo.
Salí de la ducha sintiéndome como nueva, me sequé y empecé a vestirme. Si cuando llegué no me había parecido raro encontrar el gimnasio medio vacío, ahora sí que me sorprendió. A aquellas horas debería de haber habido bastante bullicio, y sin embargo ni se veía un alma ni se oía un ruido, como si yo fuera la única cliente del gimnasio.
Vestida, salí de la zona de ejercicios y me dirigí hacia la puerta. Taira estaba en su pequeña oficina, enfrascado en la lectura de un libro bastante voluminoso. No debía de gustarle demasiado, porque no hacía más que refunfuñar en voz baja y chasquear la lengua.
En recepción, antes de irme, pregunté cómo era que había tan poca gente (de hecho, estaban empezando a llegar ahora, mientras yo me iba), pero no supieron decirme gran cosa. Un encogimiento de hombros y un par de frases hechas fue toda la respuesta que conseguí.
Comer, intentar no dejarse ganar por el sopor de la siesta, pensar en lo que iba a decir aquella noche cuando llegasen Iván y el padre Ardente... demasiadas cosas a la vez.
Estaba empezando a quedarme dormida cuando la puerta del despacho se abrió y Paloma pasó al interior. Intenté aparentar que estaba despierta y que nunca lo había estado tanto, pero a juzgar por el asomo de sonrisa en el rostro de Paloma, no debí de tener mucho éxito.
—¿Va todo bien? —pregunté.
Ella asintió. Me traía el correo que, como de costumbre, consistiría sobre todo en publicidad que se iría a la papelera sin leer y unas cuantas facturas.
—Gracias —dije.
Paloma hizo ademán de irse, pero se interrumpió de repente y fue ella la que preguntó:
—¿Va todo bien?
¿Por qué no iba a ir todo bien?
—Claro —dije—. ¿Por...?
—Bueno, pareces rara —contestó—. Tensa.
Intenté responderle que no estaba tensa y que, de estarlo, no era por nada que tuviera que ver con ella, pero me detuve antes de que una palabra hubiera salido de mi boca.
¿Estaba tensa? Lo había estado aquella mañana, en el cementerio, era cierto, pero la sesión de entrenamiento con Taira me había dejado relajada. Sin embargo, ¿no era cierto que no me comportaba del todo con naturalidad, que no estaba tratando a Paloma como solía tratarla?
Me mordí el labio.
—Puede —dije al cabo de un rato—. Trabajas para mí, al fin y al cabo. Y eso vuelve un poco complicado nuestro pequeño asunto del sábado.
—¿Por qué?
Sí, me dije, ¿por qué? Habíamos coincidido, la cosa había ido como había ido y habíamos acabado en su apartamento. Sin preocupaciones, sin ataduras y sin responsabilidades. Y así habría sido de no haberla vuelto a ver, o de tratarse de una persona con quien me hubiese encontrado ocasionalmente. Pero el hecho de que Paloma fuera alguien a quien veía todos los días volvía las cosas un poco más complicadas.
Y en aquellos momentos de mi vida, no me apetecían demasiado las complicaciones. No de ese estilo, al menos.
¿Y cómo decirle aquello sin que pareciera que...? Y ahí estaba precisamente el asunto. Nunca antes había tenido que preocuparme por lo que le decía a Paloma o le dejaba de decir, por la posibilidad de que algo que yo dijese pudiera herir sus sentimientos. No más de lo que podía preocuparme por cualquier otro conocido con el que tuviera una relación distante. Y ahora las cosas eran distintas. No mucho, pero lo suficiente para que aquello resultara irritante.
—Ah, claro —dijo ella de pronto—. Creo que comprendo.
¿Sí?
—Te preocupa tener que tratarme de modo distinto porque nos hemos acostado.
Aquello se parecía más o menos a lo que estaba pensando, así que le dije que sí, que era eso.
—Bueno —dijo ella encogiéndose de hombros—, es tu problema, no el mío. —Pese a sus palabras, no sonaba hostil. De hecho, parecía divertida—. Así que supongo que tendré que dejar que lo soluciones por ti misma.
Sin esperar respuesta, dio media vuelta y abandonó mi oficina.
Condenada niña, me dije. Tenía toda la puñetera razón. Estaba haciendo una montaña (bueno, no una montaña, tal vez una lomita, como mucho) de un grano de arena.
Yo no hago eso, me dije. No soy de las que hacen eso.
Pero lo había hecho. Así que estaba preocupada por algo. Algo que, seguramente, ni siquiera tenía que ver con Paloma, pero que afectaba a mi relación con ella.
¿Y qué podía ser?
No había muchas cosas, en realidad. De hecho, era obvio. Desde la muerte del Retrepao sentía que había demasiadas casualidades a mi alrededor, y encontrarme a Iván aquella mañana en el cementerio no había contribuido a mejorar esa sensación.
No me gusta que las cosas encajen, lo cual es un absurdo si lo pienso un poco. Soy detective; se supone que me dedico a hacer que las cosas encajen. Que parte de mi trabajo es encontrar relación entre elementos que aparentemente no guardan ninguna.
Pero no me gusta que encajen demasiado bien. No es... real. No sé explicarlo de otro modo salvo diciendo eso, que no es real. La realidad no hace esas cosas, la realidad nunca termina de encajar por completo, siempre hay algún cabo suelto, algo que no está donde debería, algún aspecto que nunca terminas de aclarar del todo.
Y en todo esto, las piezas encajaban. Demasiado bien para sentirme a gusto. El padre Ardente. Iván. El Retrepao. Los tres se habían conocido y dos de ellos seguían la pista del tercero lo bastante para enterarse de su muerte. De hecho, uno de ellos era el albacea del muerto.
Todo podía tener una explicación sencilla e inocua. Pero no me gustaba.
Encajaba demasiado bien. No era real.
A las ocho y media, tal como sabía que ocurriría, Iván aporreaba mi timbre.
—Tranquila, le he explicado a Mastropiero cómo llegar hasta aquí —fue lo que dijo cuando le abrí la puerta.
Claro, como si no hubiera contado precisamente con eso. Lo dejé pasar sin molestarme en decirle que llegaba demasiado temprano ni preguntarle qué era lo que traía.
Tal como sospechaba, respondió enseguida a ambas preguntas:
—Esto es para el postre —dijo mientras abría la nevera y dejaba allí el paquete—. Y ya sé que he venido muy temprano, pero la verdad es que no tenía gran cosa que hacer en casa.
—¿Y Carmen?
—Bien, gracias.
—Quiero decir que si no tenías nada que hacer con ella.
—Hoy, precisamente, va a ser que no. —Cogió una cerveza de la nevera—. La verdad es que entre semana no nos vemos demasiado —dijo mientras abría uno de los cajones de la cocina—. Tiene su propia vida. Lamentable pero cierto, qué le vamos a hacer. —Encontró el abridor, hizo saltar la chapa y le echó un largo trago a la cerveza—. Ya la iré domesticando.
Sí, seguramente lo haría. Sin darse cuenta de que lo estaba haciendo y sin que ella se percatase del todo de lo que estaba pasando. Iván tenía una irritante propensión a salirse con la suya con cierta frecuencia sin que pareciera costarle mucho trabajo, al menos a corto plazo.
—Dame una, anda —dije.
Era como un maldito niño. Mientras me pillaba una cerveza, la abría y me la pasaba, no pude evitar el pensamiento. Como un crío. No exactamente egoísta, sino egocéntrico. Centrado en sí mismo. Convencido, sin siquiera pensar en ello, de que el universo lo tenía como centro. Y la vida lo había tratado bien las veces suficientes para que esa creencia pareciera cierta: las cosas tendían a salirle bien más a menudo de lo que le salían mal.
Así que, si lo pensaba un poco, hasta podíamos estar agradecidos por que, con todo eso, no se hubiera convertido en un arrogante hijo de puta hedonista que sólo viviera para su propio placer y al que no le importase una mierda el resto del mundo. Bordeaba a veces ese estado, pero en general era un tipo bastante decente. Siempre creí que teníamos que agradecerle eso a una adolescencia solitaria en la que el éxito, en lo personal y lo social, lo había esquivado una y otra vez. Que luego de adulto las cosas hubieran cambiado, ya daba un poco lo mismo. Para entonces el verdadero Iván, el que importaba, había tomado forma, y el resto de su vida no haría más que pegarle un pulido aquí y allá, sacarle brillo a esto o limar aquello otro.
Terminé la cerveza y le guiñé un ojo. Sí, teniéndolo todo en cuenta no había salido demasiado mal, aunque a veces las ganas de pisarle la cabeza hasta que reventase fueran difíciles de aguantar.
Él sonrió, todo inocencia. Y en aquel momento supuse que era así. Simplemente se encontraba a gusto, allí, conmigo, tomando una cerveza y sin que nada lo preocupase gran cosa.
Un crío.
Como la mayoría de los hombres. Sólo que, al contrario que la mayoría, él no solía molestarse mucho en ocultarlo. Un punto a su favor, en realidad.
—Siento no haberte dicho antes que conocía a Alberto —me dijo de pronto, mientras tiraba el casco de la cerveza a la basura—. Pero, en realidad, ni siquiera sabía que tuvieras tratos con él.
¿Alberto? ¿Quién coño era Alberto?
Claro, el Retrepao. Recordé su expediente: Alberto Calvo Torno.
—No pasa nada —dije—. De verdad. Sólo me pilló por sorpresa. Pero mejor esperamos a que venga el padre Ardente para hablar del asunto.
Se encogió de hombros. Ahora que sabía que no estaba enfadada con él, el tema había dejado de interesarle.
Se sirvió otra cerveza y fue al salón. Tomó posesión de mi sofá como si estuviera reclamándolo en nombre de su reina y luego buscó el mando a distancia de la tele. La encendió, no le gustó el modo en que se veía y empezó a trastear con el menú de configuración.
—Iván...
—Tranquila, Uve, te lo arreglo en dos patadas.
—Iván...
—Que no es molestia, de verdad.
Le quité el mando, volví a dejar la tele como estaba y lancé el maldito cacharro al otro extremo del sofá.
—Estate quieto, coño.
—Vale, vale. Sí que estamos susceptibles.
Cierto, lo estaba, porque en otro momento ni siquiera me habría molestado el que Iván se comportase como si mi casa le perteneciera. Sabía que era un juego, un modo infantil de sentirse seguro, y normalmente le permitía que se saliera con la suya.
Claro que quizá era ése el problema de Iván. Que permitíamos demasiado a menudo que se saliese con la suya.
En cualquier caso, el timbre me salvó de responderle. Fui a abrir y poco después le franqueaba el paso a un padre Ardente recién afeitado, con una botella de vino en el brazo y un abrigo negro bajo el que el alzacuellos destacaba como una de esas tiras luminiscentes de la carretera.
La verdad es que estaba para comérselo.
Me tendió la botella de vino, pasó al interior y, tras quitarse el abrigo, me preguntó con la mirada qué hacía con él. Fui a colgarlo de una percha mientras Iván lo saludaba con un «Pasa, Mastropiero».
No oí lo que respondía Ardente. Estaba demasiado ocupada encargando unas pizzas. Iván había traído el postre, mi cliente la bebida... así que era lógico suponer que ambos esperaban que yo me encargase de la cena. Al fin y al cabo, los había invitado a mi casa a la hora en la que se supone que el común de los mortales suele cenar.
Cuando volví al salón, con la botella de vino y tres copas, Iván y Ardente estaban hablando de algo que para mí no tenía ningún sentido pero que, al cabo de unos minutos, conseguí identificar como una de esas conversaciones sin demasiado interés sobre antiguos compañeros de clase. Algunos se habían casado, de otros no sabían nada y unos pocos habían muerto.
—No me jodas —decía Iván ante la mención de alguien cuyo nombre se me escapó—. ¿Con Ángela? ¿Se casó con Ángela?
El padre Ardente asintió.
—Los veo a veces. Tienen dos hijos. Bastante monos, si te gustan esas cosas.
No parecía que a él le gustasen. Lo cual, teniendo en cuenta los últimos escándalos de pederastia en la Iglesia, casi era lo mejor.
—Perdone, señorita Mercante —dijo, mientras se volvía hacia mí, cogía la botella de vino y el sacacorchos y procedía a abrirla como si fuera obvio que aquello era cosa suya—, me temo que estas rememoraciones le parecerán aburridas.
—He soportado cosas peores —dije.
Con un par de gestos expertos y sin que pareciera costarle ningún trabajo, descorchó la botella. Sus manos eran fuertes; estaban bien cuidadas y rematadas por unos dedos largos y ágiles.
—Y que lo digas —intervino Iván—. Si yo te contara, Mastropiero...
—Eh, Iván, te agradecería que no usaras...
—Ah, perdón, claro. Quería decir: si yo le contara, padre Mastropiero...
—Iván —dije yo.
—¿Qué?
En silencio, enarqué una ceja. Él me sostuvo la mirada unos instantes y, al final, dijo:
—Aguafiestas. Vale, me portaré bien. ¿Tomás es adecuado, o está por debajo de tu dignidad?
Ardente sonrió.
—Tomás está bien —dijo.
Sirvió el vino y me tendió una copa.
—Espero que le guste, señorita Mercante. No es que sea gran cosa, pero tiene ciertas cualidades...
En realidad, el vino no me iba demasiado. Soy más de cerveza y de vodka, pero tomé recatadamente la copa y le di un traguito.
—No está mal —dije.
Le tendió otra copa a Iván, que la apuró como si fuera agua.
—Psé —dijo—. Pasable.
Impertérrito, Ardente le sirvió de nuevo.
—Por cierto, sería mejor que me llamase Uve, padre. Todo el mundo lo hace.
Pareció sorprendido.
—¿Uve? Ah, claro, como prefiera.
Así que nos pusimos cómodos y disfrutamos del vino. Lo cierto es que no estaba nada mal, aunque esa manía de tomar una bebida alcohólica a temperatura ambiente seguía sin parecerme del todo bien, la verdad.
Acabé la copa y me serví otra, anticipándome a Ardente, que ya se había lanzado solícito a servirme. Resultaba curioso, porque tanta atención debería habérseme hecho cargante enseguida, pero de algún modo se las apañaba para que todos sus gestos parecieran naturales, inevitables. No había nada obsequioso en su modo de comportarse, como si fuera impensable que las cosas pudieran ser de otro modo.
Me gustó. Y por un momento deseé que Iván no estuviera allí. Al instante siguiente agradecí su presencia.
—No me gustan las casualidades —dije de repente. Vi que Iván sonreía y me pregunté por qué—. Me ponen nerviosa. Y que me haya contratado alguien que es un antiguo conocido de Iván, por no hablar del Retrepao...
—¿Quién? —preguntó Iván.
Dudé un instante.
—Alberto.
—¿Retrepao? ¿Lo llamabas así?
—Todo el mundo lo llamaba así. —Ardente asintió—. Bueno, como le decía, que me haya contratado alguien que... Creo que me entiende.
Terminó la copa y asintió.
—Sí, Uve, me parece que sí. Quiere saber si el que acudiera a usted fue fruto del azar o se trató de algo intencionado.
Noté cómo Iván se inclinaba hacia delante, interesado.
—Algo así.
—Verá...
En aquel momento llamaron del nuevo al timbre.
Salvados por la pizza. De momento.
Dos pizzas y una tarta de turrón más tarde, Ardente retomó la conversación como si no se hubiera interrumpido jamás.
—No acudí a usted al azar —dijo—. Si por «al azar» quiere decir algo como abrir las páginas amarillas y elegir el nombre donde hubiera caído mi dedo. Fui a verla porque alguien me la recomendó. Pero —miró a Iván— no tuvo nada que ver con ninguno de mis antiguos compañeros de clase. Al menos, hasta donde puedo saberlo.
—¿Entonces?
—La parroquia de San Andrés es pobre. Y dependemos de las donaciones. Uno de nuestros benefactores más entusiastas es Andrés Jaramillo, el constructor. Creo que usted lo conoce.
Asentí. Había investigado para él un par de veces. Empleados de los que sospechaba, la primera vez. Su mujer... bueno, ahora su ex mujer, la segunda. Era un tipo raro, bastante callado, un poco seco. Pero pagaba bien y debió de quedar contento con mi trabajo.
—Y él le habló de mí —dije.
—No sabía muy bien adónde acudir, cómo informarme. Y supuse que alguien como Jaramillo se habría visto en la necesidad de usar los servicios de un detective alguna vez.
—Comprendo.
—Eso espero. Antes... bueno, sonó usted como si Iván, Alberto y yo fuéramos parte de una conspiración.
—Y no estoy muy segura de que no sea así, padre.
—Si Iván me llama Tomás, mejor que lo haga usted también.
—Eso, y de paso nos tuteamos todos y nos deseamos paz eterna —dijo Iván de pronto.
Lo miré. Estaba extrañamente serio y, de hecho, su intento de broma (tirando a patética, como buena parte de su humor) había sonado hosca, casi resentida.
—¿Estás bien? —pregunté.
—Sí, lo siento. —Alzó la copa—. Será el vino. Mejor lo dejo. Y ya que estamos, aprovecho y voy haciendo unos cafés. Supongo que estará todo donde siempre.
No respondí, no hacía falta. Se puso en pie y echó a andar hacia la cocina mientras Tomás y yo intercambiábamos una mirada.
—Parece que sois bastante buenos amigos —dijo él.
—Bastante —respondí yo.
—Es... extraño. Iván siempre fue inteligente, brillante. Pero lo suyo no eran las relaciones sociales.
—Ha mejorado desde entonces.
—Me alegro.
—¿A pesar de su manía de hacer chistes con tu apellido?
Sonrió.
—Bueno, su sentido del humor necesita unas cuantas reparaciones, eso es un hecho. —Ninguno de los dos hizo caso del «¡Lo he oído!» que vino desde la cocina—. Pero en realidad es inofensivo. Aunque supongo que eso lo sabes mejor que yo.
Al tutearme, algo se había roto. Un cierto... ¿glamur? ¿Misterio? No sé cómo llamarlo, pero el tuteo convertía a Tomás en alguien cercano y de algún modo eso le arrebataba parte de su atractivo.
Sólo parte.
Iván volvió unos minutos más tarde con los cafés.
—Decías que no estabas muy segura de que no hubiera una conspiración.
—Bueno, piénsalo —dije. Me costaba tutearlo, y vi que Iván se daba cuenta y sonreía—. Me contratas para investigar lo que pasa en tu parroquia. Acudo a uno de mis confidentes habituales y lo mando a husmear por ahí. Descubro que Iván y tú os conocíais. Lo suficiente para que hayas sido víctima de su sentido del humor, así que supongo que bastante. —Iván abrió la boca, lo pensó unos segundos y volvió a cerrarla—. Y cuando mi confidente muere, resulta que tú eres su albacea y que, otra vez, Iván era lo bastante amigo suyo para acudir a su entierro. Y teniendo en cuenta que nosotros tres y los enterradores éramos los únicos presentes, eso quiere decir que erais, o fuisteis, amigos cercanos. Mucho.
—Sí, todo eso es cierto, pero...
—No me gustan las casualidades, ya te lo he dicho.
—Es cierto, no le gustan —dijo Iván.
Iba por su segundo café y se lo tomaba con calma. Parecía más centrado que unos minutos atrás. Me sonrió, le devolví la sonrisa y miré hacia Tomás.
—No me gustan las casualidades —repetí.
—Lo entiendo. Pero a veces pasan.
En eso tenía razón. Sin embargo...
—Sin embargo, hay algo más —dije.
—¿El qué?
—No lo sé. No sé si algo relacionado con lo que mandé al Retrepao a investigar o algo relacionado contigo. O con vosotros dos. O los tres. Pero algo. Para empezar, la muerte del Retrepao.
Iván se inclinó hacia delante.
—No, no murió asesinado —dije—. O al menos eso es lo que piensa el forense. Murió de un susto, de un sobresalto. Tenía el corazón bastante débil, parece ser.
Tomás asintió.
—Sí —dijo—. Demasiado grande y demasiado frágil.
No sabía si estaba siendo poético o simplemente descriptivo. En aquellos momentos, tampoco me importaba demasiado.
—No sé qué lo asustó, pero quizá tenía algo que ver con lo que estaba investigando. Desde luego, el sitio donde encontraron su cuerpo no es el lugar donde murió, así que alguien lo llevó hasta allá. Apareció junto a la plaza de toros, y eso no queda muy lejos de tu parroquia. Así que quizá estaba relacionado. No sé qué vio, que narices lo asustó tanto como para que le diera un síncope, pero puede que tuviese algo que ver con...
—Comprendo.
Iván se había echado hacia atrás. Tenía un cigarrillo en la mano y sujetaba la taza de café con la otra. Parecía demasiado serio.
—Y por otro lado... está lo que se había grabado en el pecho.
—¿Qué? —preguntó Iván.
Pero la reacción que me interesaba en aquellos momentos era la de mi cliente, y ésta fue nula. Ni pestañeó.
—Bueno. —Eché mano de los papeles que me había pasado Morales y rebusqué por ellos hasta que di con lo que buscaba—. Esto.
Lancé la foto sobre la mesa. Iván se inclinó rápidamente hacia ella, la miró un instante y frunció el ceño, sin comprender lo que veía. Tomás apenas se movió. Contempló la foto varios segundos y, por último, asintió.
—Ya veo —murmuró.
—Pues yo no veo nada —dijo Iván.
Apagó el cigarrillo y se echó de nuevo hacia atrás. Tomó un largo trago de café y se apoyó en el respaldo de la silla. Fruncía el ceño, como si le doliese la cabeza.
—¿Me vas a decir que alguien le tatuó a Alberto un «yo» con sangre dentro de dos círculos y que su muerte no tiene nada de raro? —preguntó.
—Yo no he dicho que no tuviera nada de raro —respondí—. Pero nadie le grabó eso al Retrepao. Se lo hizo él mismo.
—No jodas.
Se llevó la mano a la frente y se la frotó.
—¿Estás bien?
—¿Eh? Sí. No sé, me duele la cabeza. Ya se me pasará.
—Aquí no pone «yo» —dijo de pronto Tomás.
—¿Cómo?
—Son dos letras hebreas y, lógicamente, el modo de leerlo es justo al revés, de derecha a izquierda. Son la letra samech y la letra ayn. Así que no dice «yo», sino otra cosa.
Sacó una pluma y un bloc del bolsillo de su chaqueta (hasta aquel momento no me di cuenta de que no se la había quitado para comer) y escribió «yo». Luego, bajo esas dos letras, empezó a escribir de derecha a izquierda, y el resultado fue algo como .
—A mí me parece «yo» escrito con letra rara —dijo Iván.
—Quizá, pero no lo es. Son dos letras hebreas, créeme.
Iván se llevó de nuevo la mano a la frente.
—¿Y qué quieren decir? —pregunté.
—Bueno, samech representa la protección y la memoria, y ayn es la visión. Ésos son sus valores simbólicos. Para la Cábala, samech tiene el valor numérico de setenta y ayn es sesenta. Aparte de eso...
—¿Sí?
—Juntas y dentro de dos círculos concéntricos son... podríamos decir que un conjuro. Una protección contra —se encogió de hombros— el Mal.
—¿Qué mal? —preguntó Iván.
—El Mal. Con mayúscula.
—¿El demonio? —pregunté yo ahora.
—No. Al menos no necesariamente. El Mal —insistió—, simplemente el Mal.
Se arremangó y nos mostró el tatuaje que había en su antebrazo: dos círculos concéntricos y aquellas dos letras.
—Supongo que tengo algo que contaros —dijo.
—Joder —dijo Iván—, ya puedes jurarlo, colega.
—Soy sacerdote —dijo él—. No juro.
—Bueno, lo que sea. Me parece que tienes un huevo de cosas que contar.
Asintió.
—Sí. Y tú también deberías tenerlas. Y el Retrepao, si estuviera aquí.
—¿Qué coño...?
—Lo que tengo que contar es algo que nos pasó a los tres... y a alguien más. Éramos unos críos.
Iván meneó la cabeza y se frotó la frente con fuerza.
—No sé si debo seguir adelante —dijo el padre Ardente de pronto—. Quizá sería mejor que...
Iván estuvo a punto de saltar del asiento.
—¡A la mierda, Mastropiero, claro que vas a seguir adelante, joder! —gritó, de pronto. Se dejó caer de nuevo en la silla—. Lo siento, no quería gritar. Joder. Me retumba la cabeza como si fuera la puta batería de Deep Purple.
Me puse en pie, los miré unos instantes y los dejé solos. Volví con una caja de aspirinas y era como si durante mi ausencia no se hubieran movido. Iván se tomó dos de golpe y las masticó hasta disolverlas y tragarlas.
—Uf. Mejor, gracias. Y ahora, nos ibas a contar algo.
Tomás esquivó la mirada de Iván.
—Está bien —dijo al fin—. Yo mismo no recuerdo demasiado bien... Pero no, ésa no es forma de empezar. —Se volvió a mí—. Creo que necesito un trago.
—¿Algo fuerte?
—Lo más fuerte que tengas, por favor.
Sonrió, pero no había nada de alegre en aquella sonrisa.